EL PASADO

3

Atracción fatal

No saqué notas suficientemente buenas para cursar Estudios Cinematográficos en la universidad, así que hice lo que más se le aproximaba: tuve una relación con uno de sus profesores.

En 1988, el año en el que Margaret Thatcher se convirtió en la primer ministro que más tiempo permanecía en el cargo durante el siglo XX, Kylie Minogue se convertía en estrella del pop y Phil Collins, en estrella del cine, yo conseguí mi propio titular al apañármelas para entrar en la Universidad de Warwick. Sabía que había sido demasiado optimista eligiendo Estudios Cinematográficos en Warwick como primera opción al rellenar el formulario; había sido demasiado optimista optando a cualquier especialidad en esa universidad, dado que era una de las mejores del país. Pero yo sabía buscar mis oportunidades y currármelas cuando era necesario, y aunque mis resultados habían sido mediocres en los exámenes de prueba, obré un pequeño milagro para los exámenes de verdad y logré la nota requerida para mi segunda opción en Warwick: Literatura Inglesa. Me gustaba la literatura, estaba muy bien. Pero adoraba el cine.

Conocí a Mac al final del trimestre de otoño, después de haber estudiado ya a Tennyson y a Milton y a Joyce, de haber bailado en las discotecas, de haber bebido en los bares y de haberme hecho amiga de Becky, una chica muy divertida que había en mi clase, con el pelo de vibrante color rosa peinado a lo paje y la tendencia a hablar sin parar. Pero la reputación del profesor de Estudios Cinematográficos lo precedía como un trofeo invisible mostrado en alto por un séquito de embelesadas estudiantes con blanquísimas camisetas que llevaban su nombre. Todo el mundo sabía quién era Mac Bartley-Thomas; era uno de esos profesores a los que simplemente se consideraban fenómenos.

«¿Mac Bartley-Thomas? Oh, es brillante», susurraban en clase. «¿Mac, el profesor de Estudios Cinematográficos? ¡Es una leyenda!», decían en la asociación de alumnos. «¿El profe ese de cine?», decían en la cola para el bus que llevaba a Coventry. «Sí, ¡qué bueno está!»

Como supe por el emocionado boca a boca, era muy carismático, un genio, una lumbrera, un modelo y una superestrella, y con treinta y un años, el profesor más joven de la universidad, aunque para ser sincera a mí eso me parecía ser mayor. Enterarme de lo genial que era no hizo más que enfadarme más por no haber conseguido entrar en su especialidad. Aún no había posado los ojos en él, en aquel gigante universitario, aquel tío, aquella celebridad, pero sentía celos de los alumnos que podían devorar sus palabras de sabiduría cinematográfica en sus clases y explorar sus conocimientos infinitos en seminarios reducidos. Él poseía todos los conocimientos que yo había deseado poseer; él sabía todo lo que yo necesitaba saber. Debería haber sido yo, protestaba para mis adentros, y a veces para cualquiera que estuviera dispuesto a escucharme dando la vara como la exnovia enfurecida del novio en una boda. Si estaba en la asociación de alumnos y tenía un licor de grosellas en la mano, podía explayarme bastante sobre el tema, aunque intentaba que fuera con tono cómico.

—Da igual —decía con fingido dramatismo—. Me quedaré en un rincón llorando durante tres años sobre mi condenado Byron y mi maldito Shelley. —Definitivamente, estaba siendo melodramática; sentía debilidad por ambos—. Lloraré por lo que pudo haber sido.

—¡Pero si estás aquí! —dijo un chico del montón en la tercera semana del trimestre, un estudiante de Filosofía con camiseta de los Smiths al que yo acababa de rechazar cuando se me había acercado borracho para intentar besuquearme mientras yo hacía cola en el bar—. ¡Has entrado en la universidad! Miles de personas no lo han conseguido. ¡Alégrate!

Intenté alegrarme. Seguí con mis estudios, asistí a mis clases, disfruté con mis nuevos amigos, entre los que la mejor, la más brillante y la más divertida era Becky, que hacia la mitad del trimestre se hizo un peinado con cresta y con los lados afeitados y teñidos de púrpura. Entraba con ella en los lavabos del edificio de Humanidades una tarde cuando vi por primera vez a Mac Bartley-Thomas. Él caminaba por el pasillo sosteniendo una pila de libros contra el pecho. Y silbaba. Yo estaba segura de que era el tema de Love Story, pero eso pudo ser una proyección mía.

—Ese es el famoso Mac Bartley-T —me susurró Becky, alzando las cejas, atravesadas por unos piercings.

—Ya —susurré yo también, mirándolo de arriba abajo—. Así que los rumores son ciertos. Está bueno de verdad.

No supe que era exactamente mi tipo hasta que le eché la vista encima. Era increíblemente alto, fornido, relajado, guapo, un poco descuidado, pero eso no importaba porque yo también lo era. Llevaba gafas de montura clara y pantalones de pana un poco sueltos. Botas safari de color ciruela y una anticuada chaqueta de punto con botones que parecían tortugas. Camisa blanca de sarga de algodón con algún botón de más desabrochado. Tenía el pelo suelto y estaba muy muy sexy.

Al pasar por mi lado enarcó una ceja muy levemente, tan levemente que fue casi imperceptible. No creo que Becky se diera cuenta, pero yo sí. Era un día en que me sentía muy segura de mí misma y llevaba uno de mis atuendos favoritos —pantalones negros de tela de mahón, top a rayas, zapatos Dr. Martens gastados, chaqueta tejana y el pelo con tirabuzones como los de Shirley Temple—, y lo miré alzando las cejas muy poco, atrevida y audaz.

—Conduce un MG y vive en el campus —dijo Becky al alejarnos. Resistí la tentación de volver la vista atrás—. A veces da fiestas.

—Seguro que sí —repliqué.

Una semana más tarde, la sala común de Estudios Cinematográficos estaba cerrada por unas reparaciones de urgencia —una filtración de la cafetera o algo así— y durante unos días sus alumnos compartieron la nuestra. Una mañana de finales de noviembre me encontré detrás de Mac Bartley-Thomas en la cola, esperando para una taza de té y una, o quizá dos, galletas de mantequilla. Él reía con un hombre calvo que era casi la mitad de alto que él y sostenía en sus regordetas manos un libro titulado What is Cinema? Me fijé en que la cola se había movido delante de ellos, pero ellos se habían quedado quietos.

—Lo siento, hablamos por los codos —dijo Mac Bartley-Thomas de repente, dándose la vuelta. Sus cejas se alzaron de nuevo ligeramente al verme—. ¿Quieres pasar tú primero?

—Ah, sí, gracias. —Nos miramos un largo segundo. Sus ojos sonreían tras las gafas de montura clara, pero también expresaban curiosidad. Yo lo miraba a él porque era guapo. Deslumbrante de un modo que sorprendía. En realidad yo era bastante vulnerable a esa clase de momentos; al fin y al cabo, era uno de los que había planeado tener en la universidad: que alguien me deslumbrara. Aunque yo me imaginaba que sería un chico con un jersey de lana de estilo marinero y un código postal interesante al que pudiera visitar durante las vacaciones, no un miembro de la universidad, y mucho menos un profesor. Me ruboricé un poco y me odié a mí misma por ello. Marilyn siempre advertía que no debías dejar que te traicionase un rubor, a menos que quisieras que la otra persona viera que te había hecho perder el control.

Al final, Mac se volvió de nuevo y siguió charlando con el otro hombre. Hablaban sobre Sigourney Weaver. El hombre calvo hacía un comentario sobre el pelo de la actriz en Alien, decía que no solo recalcaba su vulnerabilidad, sino que además la masculinizaba, ya que querían hacerla tan dura como un hombre. Mac Bartley-Thomas sostenía que no estaba de acuerdo, que la intención era hacerla tan dura como una mujer, y el otro hombre se quedó pensativo. Mac tenía un pronunciado acento del norte que, combinado con su aspecto, me encantó. Yo soy de Essex y no había visitado nunca el norte, por lo que me resultaba muy atractivo: cielos oscuros, plomizos, viscerales, y fábricas con sus chimeneas y sus verjas de entrada, galgos y gorras y cerveza rubia... Yo solo había llegado hasta las Midlands, que era donde estaba la universidad, pero incluso las Midlands eran una tierra exótica para mí. Coventry, la ciudad más cercana al campus (llena de cemento gris, deprimente y provinciana), era también «otra cosa» y bastante emocionante; los Specials le habían dedicado canciones. Me encontraba a un millón de kilómetros de Essex y de sus aburridas llanuras y sus espacios verdes demasiado artificiales. La promesa de un norte aún más lejano, como la que se percibía en acentos como el de Mac, resultaba aún más excitante.

—Una superviviente y una heroína, lo opuesto a una víctima —dije sin venir a cuento, y de pronto me asusté de haber hablado en voz alta. ¿Qué estaba haciendo?

—Exacto —repuso Mac, dándose la vuelta para contemplarme otra vez, con mayor curiosidad aún—. Algunos teóricos argüirían que Ripley fue la primera heroína de acción del cine de Hollywood. —Mantuvo la mirada fija en mí un poco más y yo lo miré también, luego se dio la vuelta y su compañero y él avanzaron en la cola.

La siguiente vez que vi a Mac fue en una fiesta de Navidad que dio en su piso del campus. Becky y yo estábamos borrachas al final de una ininteligible actuación de Robert Plant que habíamos fingido disfrutar, y alguien con una camiseta de los Ramones nos dijo que se iban a una fiesta, así que nos apuntamos sin más y antes de darnos cuenta ya estábamos de camino a Westwood, en la otra punta del campus, en dirección a los alojamientos para profesores, donde estaba el piso de Mac. Un tipo con chaqueta tejana con el que empezamos a hablar nos dijo que Mac tenía su casa en Sheffield, pero que siempre vivía en Westwood durante la temporada de clases, que había toda una manzana de viviendas para el profesorado y todo el personal de la universidad; algunos incluso tenían a la familia residiendo allí. Yo había estado en Westwood una semana antes, con Becky. Había una discoteca para los fines de semana llamada The Westwood Bop. La cola para que nos pusieran el sello en la mano era tan larga que nos colamos en la discoteca trepando por la ventana y nos quedamos esperando detrás de una larga cortina hasta que pudimos correr a la pista de baile.

Hacía mucho calor en el pequeño piso de Mac. Había mucha gente fumando; el humo daba vueltas en torno a una horrible guirnalda reluciente en forma de campana verde y roja que colgaba del centro del techo, pegada con celo. Había un enmarañado árbol de Navidad, artificial, sobre una mesa situada en un rincón de la habitación, decorada ya con botellas de vino y de cerveza vacías. Había persianas de lamas en las ventanas y estaban cerradas. En otro rincón de la sala había un televisor en el que se veía, por casualidad y sin sonido, Bugsy Malone, nieto de Al Capone: en esa escena se lanzaban tartas alegremente.

Mac era el foco de atención en el centro, con la guirnalda languideciendo sobre su cabeza, y Becky y yo nos dejamos arrastrar hacia él, el núcleo de la fiesta. Tuve la sensación de que lo era siempre, allá adonde fuera. Experimenté un estremecimiento al acercarme a él, como si fuera a ocurrir algo extraordinario, lo que sin duda era una estupidez. ¿Por qué tendría que pasar algo simplemente porque yo lo deseara? No obstante, aquella noche me sentía poderosa, una sensación que había estado bullendo en mi interior desde el inicio del trimestre, alimentada por la libertad y la evasión, y que alcanzó la efervescencia en cuanto llegué a aquella fiesta. Solo con mirarlo —camisa blanca, tejanos, pelo suelto, gafas de montura clara, ojos sonrientes y una botella de tequila que sostenía despreocupadamente con la mano derecha— supe que esa burbujeante sensación de poder iba a subir hasta el máximo, a derramarse sobre el mundo y a reclamar algo asombroso.

—Hola otra vez —dijo él. Oh, me recordaba. Eso me hizo sentir ridículamente bien. Aun estando borracha, tenía los nervios a flor de piel, con todas mis terminaciones nerviosas firmes como soldados diminutos—. ¿Tienes ya bebida?

—No —respondí, y él se volvió de espaldas y a continuación me puso una Budweiser en la mano. Yo me mecí al ritmo de la música; ¿Grace Jones? Algo sofisticado. Pero Becky me fastidió, pues me agarró de la mano y me arrastró hasta la cocina. Allí había un chico que le gustaba; inició una forzada conversación con él sobre las notas y las asignaturas de la selectividad, aunque era un tema que debería haber dado ya por agotado tras la primera semana de clases. Mientras, el hombre que me gustaba a mí estaba en el salón. Salí de la cocina, contenta de estar borracha y con escasas inhibiciones que aún se resistieran. Era una sensación embriagadora. Me acerqué de nuevo a Mac osadamente. Me puse delante de él, llena de confianza.

—Hola, otra vez, hola —dije, preguntándome si captaría mi pequeña referencia a la emotiva canción de The Jazz Singer de Neil Diamond, «Hello, again, hello»—. Baila conmigo.

Era una orden, no una petición. Me sentía plena de ese nuevo y vertiginoso poder, a pesar de mi ridículo atuendo. Becky y yo habíamos decidido llevar gorros de Santa Claus, con espumillón alrededor del cuello a modo de corbata. Debajo, yo vestía una camiseta lila con un arcoíris, impropia de la estación, y unos minúsculos tejanos cortos sobre leotardos de lana. Además de mis obligatorias Martens. En realidad, quizá sentía aquel intensificado ataque de enorme poder precisamente gracias a mi alocado atuendo. Estaba muy mona, y era distinta de todos los demás, ya que Becky se había quedado en la cocina. El resto de los invitados llevaban sus tristes ropas de estudiante: chaquetas largas de color negro o gris y, sí, jerséis de estilo marinero.

Estaba preparada y dispuesta. Sabía que iba a encontrar allí a mi gran amor. Aún no había experimentado ese amor en mi vida y estaba madura para conocerlo, receptiva, dispuesta a ceder y a vivir la experiencia en toda su plenitud. De nuevo, como receptáculo de ese gran amor había imaginado a un chico serio, de cabellos rizados, a lo Heathcliff de Cumbres borrascosas, con un jersey de pescador; un chico que disfrutaría leyendo poesía y bebiendo sidra con licor de grosellas conmigo. A Mac Bartley-Thomas no. Pero allí estaba.

Mac se echó a reír. Noté que quería bailar, pero se mostraba reticente. Yo sabía que no querría elegir una «favorita» entre toda su corte de adoradoras. De todas maneras, di unas vueltas. Sonaba ahora «Brown Sugar», de los Rolling Stones, una de las canciones que le gustaban a mi padre y que ponía en el coche en los cálidos días estivales, con las ventanillas bajadas, para demostrar al vecindario que no era en realidad un cornudo de mediana edad demasiado amable, sino un tío enrollado.

Mac me ofendió apartándose un poco; había un círculo de personas que se movían a nuestro alrededor, en su mayoría chicas dispuestas a captar su atención. Fue un pequeño paso atrás, girando la cabeza. Yo no pensaba aceptarlo, así que seguí con mi espectáculo. Tenía que ser él: mayor que yo, increíblemente inteligente, el rey de los Estudios Cinematográficos, con todo para enseñarme. Y de lo más sexy. Mac se rio de nuevo y le tendió su botella de tequila a una chica que estaba cerca de él y que echó un trago, pero no dejaba de observarme mientras bailaba. Noté que deseaba ponerme las manos en la cintura, acercarse a mí, ya. Y yo estaba a punto. Estaba preparada.

—¡Baila! —volví a ordenarle, y me pregunté si podría llevármelo a la cama antes de acabar la noche.

La fiesta prosiguió hasta muy tarde. Era viernes por la noche. No había clases ni seminarios al día siguiente, solo camas individuales en las que tumbarse hasta las tres y media, o bien la opción de ir resacosos y cabizbajos hasta el McDonald’s. Podíamos pasar toda la noche en vela si queríamos.

Hacía rato que Becky había desaparecido con el chico de los dos excelentes y un notable.

—¿Vienes? —me había preguntado con los dedos enlazados en las presillas del cinturón de los tejanos del chico, mientras él hundía la cara en su cuello como un ávido spaniel.

—No —le respondí—. Me quedaré aquí un poco más.

—¿Segura? El camino de vuelta es bastante largo.

—Segura —afirmé—. Regresaré con A. J. —A. J. era el Aburrido Jason, un estudiante de Física de mi planta. Becky y yo teníamos toda clase de apodos para gente que esperábamos que no lo descubriera jamás—. No te olvides de que mañana por la tarde voy a ayudarte con el trabajo sobre Otelo. ¿Pasadas las tres?

No tenía la menor intención de irme de la fiesta. Aún no había mantenido una conversación con Mac como Dios manda. Mi intento de bailar con él había fracasado; me había engullido un grupo de borrachos «pogueando» al ritmo de los Buzzcocks, y él se había quedado fuera de mi alcance.

Mac estaba junto al reproductor de CD, toqueteando alguna cosa. Una chica con un vestido negro corto le hablaba. Yo no había podido acercarme a él en las últimas horas. Había demasiada gente bailando, la música estaba demasiado alta, eran demasiados los que pugnaban por su atención. Y para empezar, ¿por qué daba esa fiesta?, me pregunté, aunque ya sabía la respuesta. Para estar cerca de los estudiantes. Para disfrutar de su admiración. Un hombre como Mac era un imán muy atractivo, pensé.

Y luego pensé: «A la mierda. Voy a entrarle».

Me aproximé a él a grandes pasos y me planté justo a su lado, cerrándole el paso a la chica del vestido negro.

—¡Intenté entrar en Estudios Cinematográficos, pero no me aceptaron! —grité para hacerme oír a pesar de la música.

—Oh. —Mac sonrió, alzando la vista del reproductor de CD con aire divertido—. ¿Y eso por qué?

—¡Soy demasiado rebelde! —exclamé, complacida conmigo misma. Sonaba genial, ¿no?, eso de ser rebelde. Daba a entender muchas muchas cosas, picantes en su mayor parte. Me parecía que era el comentario perfecto para seducir.

—¿No te llegaron las notas? —preguntó la chica del vestido negro. Maldición, seguía allí. La chica se movió hacia un lado para volver a acercarse a Mac. Yo le dediqué una radiante sonrisa.

—Sí, tienes razón —dije con tono crispado, y me volví en exclusiva hacia Mac—. Pero me habría encantado conseguirlo. Estoy especialmente interesada en la historia del cine. Es lo que das tú este trimestre, ¿verdad? ¿El nacimiento de una nación? ¿El acorazado Potemkin y todo eso?

—Sí —contestó Mac, todavía con una expresión divertida en la cara.

—Habría tenido mucho que decir.

—Ah, ¿sí? —Mac se reía de mí, pero de un modo muy agradable. La sonrisa que me dedicaba me iluminó por dentro, como al hada que había en lo alto del patético árbol de Navidad. Dios, qué sexy era. Ahora estaba apoyado contra la pared y con los pies cruzados. Era tan desenvuelto, tan despreocupado, tan todo...

—Sííí. —Me tambaleé un poco y tuve que apoyarme en su brazo. Era cálido. Se había arremangado la camisa blanca. Su brazo era excitantemente velludo—. Me interesa sobre todo la escenografía.

Mac soltó una carcajada. Fue como el disparo de un cañón, y me encantó haber sido yo quien encendiera la mecha.

—¿En serio? —Dios, ese acento...

—Sí. Seguro que podría decir muchas cosas sobre esta habitación. Las persianas de lamas..., muy de cine negro, ¿no? Apuesto a que de noche miras a través de ellas por la ventana, con aire muy furtivo, y las sombras te dan en la cara. Tienes enmarcada esa cita de Truffaut: «Siempre he preferido el reflejo de la vida a la vida misma», para demostrar que tienes espíritu artístico, pero en la pared opuesta hay un póster de los Cazafantasmas colgado, para demostrar que eres accesible y enrollado. —Mac sigue riendo, fascinado, espero; yo estoy que me salgo—. Pero, a ver, dígame usted, caballero, ¿qué significa ese patético carillón de viento colgado junto a la puerta? ¿De verdad le importa a alguien que hayas estado en Goa? ¿Por qué tienes una yuca junto al estéreo? ¿Es para alardear de que sabes cuidar de un ser vivo? Todo significa algo, Mac. —Y entonces le guiñé un ojo con todo el descaro; estaba excitadísima. Mac siguió riendo. La chica del vestido negro se había rendido y se había alejado para mezclarse con un grupo de borrachos que bailaban. Bien.

—Bueno, veo que sabes de lo que hablas —dijo, y yo sabía que se burlaba de mí, y me encantaba—. Tienes razón; todo significa algo. Pero las persianas no tienen nada que ver conmigo, ya estaban aquí cuando me instalé. El patético carillón de viento fue un regalo de una estudiante madura del año pasado; lo colgué ahí porque no sabía qué otra cosa hacer con él. La planta, bueno, es solo una planta. Pero, sí, en lo de Truffaut y lo de los Cazafantasmas me has pillado. Soy un Peter Pan pretencioso que intenta ser enrollado.

Me tocaba a mí reír. Era de lo más excitante.

—Una planta no es nunca solo una planta —dije con solemnidad, mirando a Mac a los ojos, deleitándome en lo cautivado que parecía.

—Bueno, ¿y qué especialidad haces, entonces? —preguntó.

—Literatura Inglesa. —Fruncí el entrecejo.

—Es una buena especialidad.

—No tan buena como la tuya —dije.

—¿Cómo te llamas? —preguntó él de pronto, como si realmente quisiera saberlo.

—Arden —contesté—. Me pusieron el nombre de un personaje de Marilyn Monroe. Mi madre es... un poco difícil.

—Es un bonito nombre —dijo él, concentrándose—. Déjame adivinar... ¿Ellen Wagstaff Arden de Something’s Got to Give?

—La misma —repuse como impresionada, aunque estaba segura de que lo sabría—. Iba a ser Ellen, pero cuando mi madre era pequeña tenía un vecino con un terrier que ladraba mucho y se llamaba así, y alegó que no podía quitárselo de la cabeza. —El cañón de risa volvió a dispararse—. Marilyn Monroe murió mientras se rodaba la película. Podría decirse que mi madre me inculcó la tristeza desde que nací —dije con tono melodramático.

—No pareces triste —replicó Mac—. Pareces —me observó con los ojos llenos de curiosidad, sondeando— llena de vida.

—Llena de cerveza —lo corregí. Supe entonces que yo le gustaba. Supe que podía seguir adelante.

—¿Bailamos? —dije de nuevo con una fingida timidez que no engañaba a nadie, y menos aún a Mac. Me miró alzando una ceja, como se elevaba el rastrillo de una fortaleza.

—Vale —aceptó. Y me sorprendió agarrándome de la mano y llevándome hasta el centro del grupo de borrachos.

A las cuatro de la madrugada solo quedábamos en el piso A. J., un par de alumnas de Ciencias Políticas y yo. Mac y yo habíamos estado hablando —más bien en un toma y daca— durante dos horas, bebiendo y coqueteando, y yo había echado mano de todo mi ingenio y mi encanto para que él pudiera examinarlos a la tenue luz del patético árbol de Navidad. Él había estado absolutamente cautivador y yo no podía apartar los ojos de él, aunque fingía hacerlo. Hacia las dos y cuarto conocía cada una de sus pestañas.

Nos apretujábamos los dos colocados en una especie de puf blando, yo sentada sobre las piernas y Mac con las largas piernas extendidas a un lado. El calor de su cuerpo era como un bálsamo; solo pensaba en tenerlo más cerca aún.

—¿Te gustan las películas de suspense? —preguntó Mac de repente. Hacíamos caso omiso de las miradas de los otros estudiantes, de sus susurros. Bueno, en realidad yo no, yo disfrutaba con cada miradita hiriente.

—Sí —contesté. Prácticamente me gustaba todo. No había visto muchas películas que no me gustaran. Aunque fueran malas, las disfrutaba igual por malas. Siempre había algo apreciable.

—Estoy planeando una nueva asignatura para dentro de un par de años. «Mujeres en Hollywood.» Diez películas. Atracción fatal sería la primera. ¿La has visto?

—Todo el mundo la ha visto —repliqué.

—¿Te gustaría volver a verla?

—Sí, claro. ¿Cuándo? —Miré a mi alrededor, como si estuviera a punto de aparecer en alguna parte. En la tele daban ahora El precio del poder: Michelle Pfeiffer le arrojaba una bebida a Al Pacino en un restaurante.

—Ahora. He recibido hoy una copia. Iba a ir a una de las salas de cine... antes, pero no sabía que la fiesta duraría tanto. Quiero empezar a tomar algunas notas. ¿Quieres venir conmigo? —Se levantó y, de un aparador que tenía a su espalda con tres estantes abiertos en la base, sacó tres cajas grandes, pero poco profundas, de cartón azul.

—¿Qué es eso? —pregunté como una tonta.

Atracción fatal —dijo Mac—. Tres rollos.

Yo veía las películas en la televisión o en cintas de vídeo, o en la pantalla de cine, donde se proyectaban desde misteriosas cabinas; desde mi asiento, a veces me daba la vuelta para mirar hacia arriba, intrigada: una ranura de luz dorada, en lo alto; una sombra que se vislumbraba moviéndose; el haz mágico de luz lleno de motas de polvo, como un faro en la oscuridad. Jamás había visto un rollo de película de verdad y sentí una extraña emoción.

Mac colocó la pila de cajas en el suelo y le quitó la tapa a la primera. Dentro había una lata metálica de color gris mate, circular, y en su interior, como me mostró, estaba el rollo de la película, la cinta marrón fuertemente enrollada y encajada en un eje central. En una pegatina circular blanca ponía «Atracción fatal» escrito a mano.

Mac parecía tan entusiasmado como yo. ¿Seguía emocionándole abrir una lata de película y ver el rollo del interior?

—Vaya —dije. Sí, quería ver Atracción fatal otra vez. Para ser sincera, habría hecho cualquier cosa que me hubiera propuesto él. Incluso vería Vecinos bebiendo Brovril con él.

—Vamos, entonces —dijo Mac, tirando de mí para levantarme del puf—. Ven.

Dejamos solos a A. J. y a los demás (francamente, daba la impresión de que no se iban a ir nunca). Mac agarró sus llaves, salimos por la puerta, bajamos los peldaños de madera y recorrimos el sendero de vuelta a la zona central del campus. Yo me hallaba en un estado de excitación y ansiaba con desesperación cogerme de su mano, pero sabía que él ya estaba jugando con fuego al caminar por el campus conmigo a las cuatro de la madrugada. Tendría que conformarme con ir cerca de él. Disfrutando de su luz en la oscuridad. Era diciembre y estaba helando, pero ninguno de los dos llevaba abrigo; no me imaginaba a Mac con abrigo, para ser sincera. Él estaba simplemente perfecto con la chaqueta de mezclilla.

—¿Qué textos estás estudiando? —me preguntó.

—Los habituales: Beowulf, El paraíso perdido, Chaucer, Shakespeare...

—¿La abadía de Northanger y Middlemarch el año que viene?

—Sí.

Él asintió.

—Todos los buenos.

—Sí. —Había unas tres farolas en funcionamiento entre Westwood y el campus principal. En ese momento avanzábamos bajo una de ellas. Observé el rostro de Mac de perfil. Era un buen perfil. Fuerte—. ¿Cómo te hiciste profesor de Estudios Cinematográficos? —pregunté.

—Licenciado en Inglés por Cambridge. Doctorado en Cine por Birmingham. Y un breve intervalo en la Academia de Cine de Nueva York.

—Cambridge en los setenta... —dije, pensativamente.

—Sí, los setenta.

—¿Ibas con pantalones de campana y en bici?

—Sí, al mismo tiempo. Gracias a Dios había pinzas para sujetar los bajos de los pantalones. —Su larga y lenta sonrisa me derritió por dentro. Cada una de sus palabras era una incitación. Me tenía hechizada del todo—. También llevaba barba —dijo—, por si te interesa.

—Me interesa mucho —repuse, y él me miró y yo lo miré alzando mucho las cejas. Luego reí.

—¿Por qué te gustan tanto las películas? —me preguntó.

Me encogí de hombros.

—He visto muchas. Necesitaba mucha distracción de mi vida en casa.

—¿La madre difícil?

—Sí. Y un padre adorable, pero totalmente inútil. Así que estoy siempre en el cine; veo todo lo que ponen en la tele. Alquilo montones de vídeos. Tengo un reproductor en mi habitación, en mi casa.

—¿Cuál es tu película favorita?

—¡No me preguntes eso! —Le di un rápido puñetazo en el brazo—. ¡No le preguntes eso a nadie jamás! Simplemente, no podría decírtelo, cambia cada día, a cada momento.

—Para mí es igual. —Mac asintió—. Para mí, igual.

Llegamos al edificio de Humanidades. Mac abrió la puerta con una de las llaves de un enorme llavero tintineante que se sacó del bolsillo de la chaqueta. Recorrimos un oscuro pasillo hasta la sala de cine, que abrió con otra llave.

—Insonorizada —dijo. Encendió una luz en la parte de delante de la sala, que iluminó varias butacas bajas de un material oscuro, una especie de imitación de terciopelo, con asientos blandos, respaldo alto y sin brazos; detrás había una larga mesa de formica.

Mac dio tres pasos hacia la parte posterior, oculta tras un cristal, y encendió las luces del interior. Yo lo seguí. Era una cabina de proyección. Había dos enormes proyectores de cine metálicos que parecían muy complejos, uno al lado del otro. También había una pila de cajas azules de películas, y desordenados estantes con aparatos y rollos de película vacíos y pequeñas cajas de cartón sin tapa.

—He pillado a más de un estudiante dormido sobre una chaqueta tejana en esa mesa al final de una proyección —explicó Mac, señalando la mesa a través del cristal antes de sacar con cuidado el primer rollo de su caja. Lo fijó a una rueda del proyector de la derecha e introdujo el extremo de la película, con sus familiares bordes perforados, a través de una sucesión de rodillos y mecanismos en los engranajes de la bestia metálica gris, donde quedó sujeta por una especie de portillo metálico—. Resacas. Gajes del oficio de estudiante.

—¿En serio? —No me asombraban las resacas, sino lo de dormir en la mesa. ¿Cómo podía dormirse alguien viendo una de las películas de Mac?

—Quizá no hayas visto Cuentos de Tokio —dijo Mac—. A mí me encanta.

Sonreí como si estuviera de acuerdo con él, aunque jamás había oído hablar de ella.

Mac se acercó al proyector de la izquierda y colocó el segundo rollo. El resto de los rollos quedaron en el suelo, a la espera.

—Rollo a rollo —indicó, volviendo al primer proyector—. Lo normal es que haya dos personas. Enseñamos a los alumnos de Estudios Cinematográficos a proyectar las películas por turnos durante el curso. A algunos se les da mejor que a otros. —Rio—. La semana pasada un par de chicos pensaron que lo habían hecho genial, pero cuando miraron al suelo encontraron todo un rollo de película enmarañada, como espaguetis. Se empieza con un proyector; luego, cuando se acaba el rollo, pasamos al segundo. ¿Sabes cuando se ven los puntos en la esquina derecha de la pantalla? A partir de ese momento tienes ocho segundos para cambiarlos. Es un momento de alto riesgo —afirmó. Y me guiñó un ojo.

—¿Cómo lo haces? —pregunté, disfrutando con su entusiasmo y tratando de no mirar fijamente sus impresionantes antebrazos—. El cambio, quiero decir.

—Con este pedal —respondió Mac—. Aquí. Y con unos cuantos interruptores. Luego cargas el tercer rollo en el primer proyector para que esté listo, y así sucesivamente.

Yo ya no prestaba atención. Solo veía a Mac, y miraba sus manos, las yemas de sus dedos, imaginándolas sobre mí. Mac puso en marcha el motor del primer proyector. Volví a la realidad con un estremecimiento al oír un tic, tic, tic sorprendentemente ruidoso y bastante frenético. Observé a través del cristal unas imágenes chirriantes que aparecían en la pantalla en rápida sucesión: palabras y símbolos al azar que no tenían sentido. Luego vino la cuenta atrás habitual desde el ocho, con un pitido acompañando cada número y una línea cerrándose en torno al número hasta llenar el círculo de gris. Un cero, un pitido final, y empezó la película algo renqueante, algo temblorosa. La montaña con la cima nevada, el círculo de estrellas. Paramount Pictures.

Mac ajustó el foco y, con el brazo en mi espalda, justo por encima de la cintura de mis pantalones cortos, me hizo bajar los tres peldaños y me llevó a la sala de cine, donde juntó dos de las butacas sin brazos para que formaran un improvisado sofá.

—¡Que lo disfrute, mademoiselle! —dijo, invitándome a sentarme con un gesto del brazo, y yo me acomodé. Mac sacó un cuaderno de notas y un bolígrafo de su bolsa y se instaló a mi lado, aunque no lo bastante próximo. El ancho de una mano separaba nuestros muslos, y eso no me gustaba. Porque yo le gustaba, ¿no? Tenía que gustarle, si no no habría querido estar allí conmigo. Tenía que acercarme más a él. Me llegaba su olor, cálido y con aroma a cerveza, además de una maravillosa loción de afeitado que ahora empezaba a captar, pero quería tenerlo más cerca.

—¿Lista?

—Estoy lista.

Las cosas se movieron deprisa. Mientras Dan y Alex coqueteaban en el restaurante, me percaté de que la pierna de Mac estaba más cerca de la mía. Notaba su calor. Cuando Dan y Alex estaban en el ascensor, su pierna tocaba un lado de mi muslo, deliciosamente, así que coloqué la mano sobre la suya y lo miré en la oscuridad. Él sonreía, mirando hacia delante, de modo que dejé la mano donde estaba, lo que me provocaba chispazos de electricidad que esperaba de todo corazón que él sintiera también. Cuando Alex cocinaba pasta para Dan, Mac se volvió hacia mí en la oscuridad, me posó la mano sobre la mejilla y me besó con suavidad. En la escena de la lámpara, con Alex encendiendo y apagando la luz, yo ya estaba prácticamente encima del regazo de Mac y nos dábamos un buen morreo. Aún seguíamos así cuando Mac se perdió los puntos y el primer rollo llegó a su repentino fin con la cinta de la película dando fuertes golpes en la bobina.

—Ups —dijo Mac a la pantalla en blanco con su hermoso acento del norte, y yo solo oía el tic, tac de un motor contrariado y los latidos de mi corazón.

Volví al regazo de Mac después de que hubiera puesto en marcha el segundo proyector y le hice mimos en el cuello durante el resto de la película, mientras él intentaba tomar notas.

—Bueno, ¿qué te ha parecido esta vez? —preguntó Mac finalmente, después de que el tercer rollo se iniciara con éxito y la película llegara a su dramática conclusión. Habíamos dejado de besarnos para ver la escena del conejo hirviendo y la del baño y la sangre.

—Bien —dije—. Esta segunda vez he podido apreciar mejor lo de la sopa de conejo.

Mac se echó a reír.

—«Sopa de conejo», me gusta.

—¿Te gustaría conocer mi opinión sobre la manera de retratar a las mujeres en la película?

—Me muero por conocerla. —Mac aguardó con el bolígrafo suspendido en una pose deliciosamente sarcástica sobre el cuaderno de notas.

—Siento pena por ambas mujeres —expliqué—. Creo que está del todo justificada la insistencia de Alex con Dan, su negativa a aceptar que se ha acabado, su resistencia a ser solo un sórdido polvo de una noche. Por supuesto, se vuelve un poco loca al final, pero seguro que tenían que complacer las expectativas del público sobre la mujer psicópata. —Oh, estaba disfrutando. Esperaba parecer superinteligente—. Tenían que convertirla en un monstruo o no habría historia —proseguí, entusiasmándome con mi argumentación—. No podía desaparecer simplemente sin más. ¡Tenía que hacer sopa de conejo! —exclamé, adoptando una postura afectada, y Mac rio de nuevo.

—Muy bien —dijo, garabateando en el cuaderno—. Muy bien, de verdad. —Chupó el extremo del bolígrafo—. Veamos, loca..., psicópata..., un polvo de una noche...

—Espero que no te estés refiriendo a mí —dije con fingido tono desafiante. Sabía que yo no era ninguna de esas cosas, y también que seguramente una sola noche con Mac no sería suficiente. Él me miró a los ojos, lo que hizo que me derritiera por dentro.

—No —repuso él con serenidad—. No creo que tú pudieras ser nunca un sórdido polvo de una noche. —Me miraba tan fijamente que tuve que apartar la vista un momento—. ¿Qué opinas de la mujer de Dan?

—Encantadora. Una víctima. Está justificado que quiera proteger a su familia, supongo. Pero, en realidad, también creo que no le da a Dan su merecido. —Esto se me acababa de ocurrir y era una genialidad—. Lo trata como si fuera solo un niño travieso, como si fuera su trofeo, mientras que la malvada mujer con la que él la ha engañado ha de ser destruida. Pero él también lo hizo, ¿sabes? ¡Beth debería haberle disparado también a él!

—¿En serio?

—Sí, en serio. —¡Me mostraba tan audaz, tan entusiasta que a Mac tenía que gustarle por fuerza!—. Y creo que hay cierta ambigüedad al final, ¿no? Sobre si siguen juntos o no. La foto familiar... a mí me ha parecido casi irónica, demasiado evidente.

—Mmm... —murmuró Mac, pensativamente, y escribió algo más en su cuaderno. Yo estaba resplandeciente. Mac anotaba, guardaba cosas que yo había dicho—. Eres una persona muy interesante, Arden —añadió, al cabo de un rato—, con eso de la «sopa de conejo». Y ahora te acompañaré a tu residencia. ¿En cuál estás?

—En el veintiuno de Whitefields. —Oh, qué decepción. Pensaba que aquella noche iba a disfrutar del primero de una serie de polvos que no serían de una sola noche. Se me cayó el alma a los pies y me sentí muy abatida. Rechazada.

—De acuerdo.

Mac no me besó en la esquina del edificio. No me dijo gran cosa. Pero por el modo en que me miró y el modo en que soltó: «Buenas noches, Arden», recuperé la fe en lo que iba a suceder entre nosotros dos. Habría más besos entre Mac y yo. Más de todo. Se notaba.

—¿Volveremos a repetir esto? —le pregunté, confiada en saber ya la respuesta.

—Sí. —Sonrió, y me acarició un rizo, enrollándolo en torno a un dedo. Nos quedamos parados unos segundos, contemplándonos el uno al otro, simplemente. Luego abrí la puerta de la residencia y subí con rapidez por la escalera hasta mi habitación del primer piso.