«Hace treinta años», pienso al cerrar la puerta de mi casa y enfilar la calle en dirección al trabajo el lunes por la mañana. Eso es mucho tiempo. Los dieciocho fueron un mundo completamente distinto. Yo era joven y optimista, con ideas grandiosas sobre el amor; no sabía nada, pero creía que lo sabía todo; tenía carnet de conducir, pero no tenía coche, y un Discman de Sony lleno de canciones para principiantes..., y mis padres estaban todavía vivos los dos y mantenían un matrimonio casi tan tóxico como el que yo he abandonado. Sin embargo, a los dieciocho, las posibilidades para vivir y amar me parecían ilimitadas.
A los dieciocho no me ocultaba, como he hecho este fin de semana. Mac no dijo nada más en la sala 10 el viernes por la tarde, a pesar de que yo había seguido hablándole durante una hora más. Me dejó que le sujetara la mano, me miró a los ojos, bebió agua; consiguió comerse un par de galletas de crema. Vimos el concurso Eggheads. Pero él no dijo ni una palabra más. Nada. Tuve que conformarme con «sopa de conejo». Pero esa cómica referencia no podía estar más llena de significado para nosotros. Así nos habíamos conocido. Así iniciamos la lista de las películas para su curso, para sus muy afortunados alumnos. Y así me traicionó al final.
Al marcharme estaba algo aturdida. Mac se quedó dormido hacia el final de la visita y yo no recuerdo siquiera qué le dije, alguna tontería como: «Me he alegrado de verte», que seguro que él no oyó. Desde entonces, me he pasado todo el fin de semana pensando en él. Sin pensar absolutamente en nada ni en nadie más. «Sopa de conejo» estuvo a punto de hacerme volver corriendo al hospital el sábado por la mañana, pero necesitaba tiempo para asimilar que era él y que está aquí, y lo que significa para mí verlo después de tantos años. Estoy emocionada, abrumada, asustada e insomne. Más que un descarrilamiento, el fin de semana me ha visto deteniéndome sin aliento en una vía muerta para reflexionar sobre lo que debía hacer. ¿Vuelvo? ¿Vuelvo al hospital para ver a Mac?
Anoche dormí mejor, y esta mañana, por fin, he salido de la vía muerta. Un espectador podría casi pensar que camino con brío al ir al trabajo, a pesar de las alargadas capas de nubes de color grafito agazapadas en el horizonte, lo que le da un tono ceniciento. He pensado y he recordado, y, como resultado, tengo planes de nuevo para esta tarde, y es agradable tener planes. Voy a volver al St. Katherine para ver a Mac. ¿Cómo no voy a hacerlo? He tenido la mente en blanco durante demasiado tiempo, lo que casi ha sido una suerte. Han sido cinco años, de hecho. Cinco años desde que abandoné a Christian. Ahora mi mente se ha llenado de Mac y de cine y de Atracción fatal, y aunque me asusta, también me encanta, y sé que tengo que volver a verlo.
Me ruborizo un poco cuando paso por Trinity Road. Hoy no me dirán: «¡Sonríe, guapa, seguro que no pasará nada!», porque sé que estoy sonriendo. ¡Qué curioso que Atracción fatal fuera la primera película que Mac y yo vimos juntos! Tanto sexo cuando nosotros ni siquiera «lo habíamos hecho» aún (jerga estudiantil), tanto deseo, tanta intensidad y melodrama, cuando todo eso aún estaba por llegar, pero no éramos conscientes de que nos aguardaba en el horizonte. Aunque creo que sí lo éramos en realidad. Mac lo sabía y yo esperaba que ocurriera. Incluso entonces reconocía tanto la destreza como la intención de Mac al celebrar esa fiesta de Navidad y presentarse como el hombre más maduro, más sabio y muy carismático, objeto de deseo de todas aquellas estudiantes deslumbradas y absolutamente dispuestas. Sentía que había sido «reclutada», que debía de haber habido otras antes de mí, pero no me importaba, porque era a mí a quien había elegido esa noche, y porque estaba totalmente en la misma onda que él. Sabía con exactitud qué hacía, porque yo lo hacía también.
Mac también debía de ser consciente de lo sexy y excitante que era ver una película sexy y excitante en medio de la noche. El camisón, el peinado, el ascensor, el fregadero, el abrigo de cuero de Alex... El brillo de los ochenta. De todas formas, yo estaba de acuerdo. Habría ido a cualquier sitio con él. Así era yo entonces. Siempre lista para la emoción, para la aventura. Para todo.
Uso el mando a distancia para abrir y entrar en las oficinas de producción de Coppers y me dirijo a mi mesa, saludando cortésmente a los colegas con los que me cruzo. Tengo fama de ser callada, de mantener la cabeza gacha. Es gracioso que hace treinta años fuera una seductora tan desvergonzada, tan intrépida, sin remordimientos. Ya no reconozco a aquella chica. Desapareció de la vista hace mucho tiempo.
Charlie merodea por mi mesa.
—¡Hall! ¡Te perdiste una buena juerga la otra noche!
—Ya lo veo, por las ojeras y el Red Bull que llevas en la mano. —Sonrío. Dejo el bolso debajo de mi mesa, me siento y enciendo mi sucio ordenador. Tengo que traer esas toallitas especiales sin falta para limpiarlo—. Pero me alegro de que te lo pasaras bien.
—¡Ya lo creo! Fue una auténtica locura. Joe, el del departamento de guiones, pilló una buena curda, y Lou y Teresa, de cuentas, ¡se prometieron! Tenemos campanas de boda..., ya las oigo repicar. —Se colocó una mano alrededor de la oreja—. Me pregunto si nos invitarán... Bueno, ¿y qué hiciste tú esa noche? ¿Ver la tele? ¿Leer? ¿Tejer?
—¡Tejer! Cómo te atreves —digo, fingiéndome ofendida—. No, fui a visitar a un viejo amigo.
—Interesante... —bromea Charlie—. ¡No me digas más!
—Pues no te lo digo.
—Eres una bruja cascarrabias —dice, y yo me echo a reír. No tengo ganas de hablar en este momento, estoy muy tranquila. Al menos lo estaba hasta que Mac volvió a aparecer en mi vida. Ahora me siento como si bajara la barra metálica y me pusiera el cinturón de seguridad para iniciar un viaje en una impredecible montaña rusa—. Es broma. Y sabes que te quiero, Hall. Bueno, esta noche es Nochevieja —comenta innecesariamente. ¿Puede haber alguien que no lo sepa?—. ¿Qué tienes tú planeado? Unos cuantos de aquí vamos a ir a The Long Good Friday, si te apetece ir.
Hace años que no he ido a The Friday. Y no voy a ir esta noche. He rechazado ya invitaciones para una cena y un homenaje a Michael Jackson en el Taj (con Becky), y una noche en un barco por el Támesis (con Dominic). No me gusta mucho la Nochevieja, nunca me ha gustado. De adolescente implicaba saquear el armario de los licores e ir a las discotecas para menores de dieciocho años, lo que siempre resultaba una decepción, y después vinieron los pubs, los clubes y las entradas de precios desorbitados, nada de taxis, nada de abrigo, volver a casa a pie muerta de frío y más decepciones. Años y años así. Al principio de estar con Christian hubo una fiesta loca, en alguna parte, que fue divertida, y él estaba todavía en su etapa de colmarme de atenciones para seducirme, pero en cuanto nos casamos, las Nocheviejas con Christian se convirtieron en un infierno. Cuando no podía ni siquiera mirar fugazmente a otro hombre, ni decir nada, por insignificante que fuera, que no le gustara. Cuando las atenciones se convirtieron en maltrato.
—No puedo —digo—. Voy a visitar a ese amigo. Está en el hospital.
—Ah —responde Charlie—. Lo siento. Nada grave, espero.
—Bueno, sí —contesto—, pero espero que se recupere.
—Tienes huevo en el pelo, por cierto —me advierte Charlie. Sabe que de vez en cuando empiezo el día tomando un burrito de huevo de la cafetería.
—Ah, ¿sí? —Finjo levantar la mano para comprobarlo. Me divierten las pullas descaradas de Charlie..., al menos ya no vivo temiendo que se saquen a colación mis defectos para examinarlos y restregármelos por la cara.
—Bueno, será mejor que me vaya. —Charlie sonríe—. Tengo que ir a elegir un drogadicto y un adolescente huido. Hasta luego.
—Hasta luego, Charlie.
Las calles están tranquilas por la tarde. Todo el mundo está en casa arreglándose. Embutiéndose en vestidos ceñidos al cuerpo y trajes de color azul eléctrico de pantalones pitillo al estilo del reality The Only Way is Essex. Bañándose en perfume y loción de afeitado. Metiéndose en ese espíritu festivo..., ese tan horrible por el que has de mostrarte ilusionado y emocionado hasta la exageración... antes de que todo se convierta en un exceso de vodka y desilusión. Estoy un poco nerviosa, pero también contenta al pasar por las silenciosas puertas automáticas del hospital y encontrarme en el interior iluminado por una luz de color limón, envuelta en el abrazo de sus murmullos y su importante actividad y de la amortiguada banda sonora de la esperanza y la resignación. No hay gorros de fiesta ni canciones a voz en cuello. Nada de «Hi Ho Silver Lining». Aun así, me siento culpable por lo de Becky y su noche Michael Jackson. En otro tiempo nos habríamos echado unas risas con algo como eso; sobre todo porque ni siquiera le gusta Michael Jackson. Me pregunto quién la habrá acompañado.
Mientras espero a que me abran para entrar en la sala, veo a través del pequeño cuadrado de cristal que hay en el centro de la puerta a un hombre de pie junto a la cama de Mac. Lleva traje oscuro y es moreno. Es alto. ¿Es un especialista o una visita? No parece un médico. No lleva dosieres en las manos ni ninguna identificación colgando del cuello. Si no es médico, será una pequeña decepción no poder estar a solas con él. Si yo fui la primera visita de Mac, ¿es este hombre la segunda? ¿Será su hijo, quizá?
Fran abre la puerta antes de que oiga el clic para hacerme pasar. Lleva un gorro de fiesta de color turquesa, salido de uno de esos tubos navideños con regalo sorpresa, y se ha maquillado los ojos. Está guapa.
—Tiene otra visita —dice con aire incomprensiblemente furtivo y mirando a un lado y a otro como si fuera un miembro de la Resistencia francesa—. Un hombre.
—Sí, ya lo veo —replico. Tiemblo un poco ante la idea de que ese hombre sea hijo de Mac, teniendo en cuenta nuestra historia, y puede que resulte un poco infantil, pero no quiero que Mac tenga otro visitante. Quiero que solo me preste atención a mí. No quiero tener a otra persona sentada en una silla de plástico, manteniendo una charla insustancial y asintiendo con la cabeza mirando a Mac, esperando a que Mac asienta. Quiero que Mac me mire y espero que hoy me diga algo más. Recuerdo la segunda película de La Lista, y confío en que Mac también la recuerde.
—Estoy en mi pausa para el cigarrillo; vuelvo dentro de un rato.
—Vale, hasta luego, Fran —digo distraídamente. Me acerco a la cama de Mac, consciente de nuevo del sonido de mis tacones. Bajo el abrigo a cuadros llevo un vestido de tubo verde, sin mangas, uno de mis favoritos, de estilo clásico en lana hervida. Me queda un poco justo porque he comido demasiadas galletas de mantequilla durante las Navidades, y tengo que meter tripa, si lo recuerdo.
Han renovado los adornos de la sala. Ahora hay guirnaldas de papel entrelazadas en las de tipo Slinky, de esas de antes que se hacían con tiras de papel encoladas en los extremos, y también cuelgan entre los cabeceros metálicos de las camas. Del techo cuelgan con optimismo nuevas y relucientes guirnaldas de acordeón; un par de ellas son del mismo estilo de los ochenta de aquella horrible campana de la fiesta de Mac, lo que me hace sonreír. Todas las enfermeras llevan gorros de fiesta, y algunas, centelleantes diademas con antenas. Hay globos de colores por toda la sala que le dan un aire alegre, esperanzado.
El hombre del traje a medida de color antracita está todavía de pie, de espaldas a mí.
Me acerco, agito la mano brevemente para saludar a Mac, aunque parece dormido, y me quito la boina. El hombre sigue allí de pie, con aire algo incómodo. Es muy apuesto. Tiene el rostro de una estrella de cine: rasgos cincelados, mandíbula fuerte, sienes plateadas... Yo recelo de los hombres tan atractivos; suelen ocultar algo. En todo caso, ¿se parece a Mac? Es moreno, y Mac, rubio, y su porte es muy distinto: la espalda erguida, la expresión sosegada.
—Hola, soy Arden —digo, extendiendo la mano, que intento que sea firme—. ¿Es usted hijo de Mac?
—No, soy su vecino —responde el hombre. Por supuesto, es demasiado mayor para ser hijo de Mac. Este hombre tiene cuarenta y tantos. ¿Cuarenta y cuatro? ¿Cuarenta y cinco? En realidad tiene pinta de agente inmobiliario. Da una leve impresión de ser un hombre sin escrúpulos. A esos hombres hay que evitarlos. Lo sé porque tuve que suplicar a uno de ellos de rodillas, a través de la puerta de un cuarto de baño cerrado con llave, que me diera dinero para los gastos de la casa—. Soy James.
—Encantada de conocerlo —digo.
—He estado fuera desde antes de la Navidad —explica James—. Once días en casa de mi madre, en Kent. Acabo de regresar. Las carreteras estaban fatal. La enfermera dice que solo ha tenido una visita hasta ahora. ¿Fue usted?
—Sí. —«Y gracias por la información sobre las carreteras.» Doy unos pasos más hacia James para que Mac no pueda oírme. Me fijo en que tiene los ojos de color gris y las pestañas oscuras—. Me pregunto por qué no ha venido a verlo su familia.
—No lo sé —dice James, frunciendo el ceño—. Nunca he visto a nadie de su familia. Mac vive solo.
—¿No está casado?
—No que yo sepa.
Oh.
—¿Cuánto tiempo hace que son vecinos? —pregunto. Aún estoy un poco nerviosa, pero estoy siendo demasiado entrometida. Últimamente no soy yo misma.
—Cuatro años. No he visto que viniera nunca ningún familiar a visitarlo. Ni hijos ni nietos... —Casi parece que James hable para sí mismo, y tiene acento del norte, un poco como el de Mac, pero no tan pronunciado.
—Qué extraño —digo. Ni esposa ni hijos. Me sorprende—. ¿En qué parte de Londres viven?
—En Larkspur Hill.
—Oh, vaya. —Entonces, Mac sí que vive cerca de mí. Muy cerca. ¡Qué milagroso, pero terriblemente triste, es que Mac y yo hayamos estado viviendo a unas pocas calles el uno del otro sin encontrarnos nunca! Podríamos haber tropezado por casualidad. Primero habría sido una sorpresa, pero luego nos habría encantado, habríamos rechazado las frases tópicas y solo habríamos hablado de las cosas importantes de nuestra vida. Luego, al cabo de un rato, Mac habría esbozado una de sus largas y lentas sonrisas, y me habría atraído hacia sí para abrazarme...—. No está lejos.
—No, no está lejos. —James sonríe, un poco vacilante.
—¿De dónde es usted? —añado. Ahora sí que estoy siendo fisgona. ¿Qué me pasa?
—Nací en Macclesfield. ¿Por qué?
—Oh, me gustan los acentos —musito, sintiéndome estúpida.
—Es un buen hombre —dice James, decidiendo, como es obvio, ignorar que soy una completa boba entrometida. No doy crédito. Años en los que apenas abría la boca y ahora estoy interrogando a un pobre desconocido—. ¿De qué se conocen?
—Soy una antigua alumna suya —digo, mintiendo.
—Ah —dice James—. Creo que era toda una leyenda académica en su época.
—Sí, profesor de Estudios Cinematográficos. —Aún estoy impresionada por el hecho de que Mac hubiera estado viviendo tan cerca de mí todo este tiempo. Casi podría haber alargado la mano y tocarlo.
—Conocí a una de sus antiguas alumnas en una barbacoa que hizo una vez, pero no creo que fuera usted.
—No, no era yo. —Y me pregunto quién sería, qué haría allí y si hubo tequila.
—¿Quiere sentarse? —James habla de un modo muy formal, me parece. Y no me mira a los ojos.
—Gracias.
Acerca la única silla de plástico que hay junto a la cama de Mac para que me siente. Luego trae a rastras otra silla que está abandonada junto a la siguiente cortina, se disculpa por el horrible ruido y se sienta a mi lado. Estira las piernas con cierta timidez, me parece, y con una leve sonrisa observo que bajo tanto gris lleva unos calcetines de rayas blancas y rojas. «¿Dónde está Wally?», pienso. O El gato, una de las películas preferidas de Julian de niño. La veía una y otra vez, se sabía todos los diálogos. Se convirtió en una especie de consuelo y de evasión para él cuando la vida era demasiado dura. Le enviaré a Julian un mensaje de feliz Año Nuevo a medianoche, y es lo que le deseo de todo corazón. Sé que está bien, pero aún me preocupo por él. Ahora es un hombre adulto y seguro de sí mismo, pero a veces me preocupa que aquel niño aterrado que vivía bajo el régimen de Christian pueda seguir ahí, agazapado en las sombras.
Los ojos de Mac continúan cerrados. Le asoma un pie fuera de la cama, lo que me hace sonreír y preguntarme si le ha pedido a una de las enfermeras que le mueva la pierna. Necesitaba tener siempre el pie fuera; de lo contrario pasaba demasiado calor en la cama. El televisor suspendido sobre nosotros está encendido; dan The Review of the Year o algo parecido. Casi todo son cosas malas, algunas estúpidas. Gente famosa que ha hecho cosas. Otros famosos que tristemente han muerto.
—La verdad es que no me gusta mucho la Nochevieja —sostiene James, observando cómo un atleta vuelve a bajar de los diez minutos el kilómetro o algo así (no me gustan los deportes). «James es realmente guapo —pienso— con ese estilo tan peligroso de una estrella de cine.» Los hombres guapos tienen demasiado poder; creen que lo tienen todo y quieren aplastar a cualquiera que se atreva a pensar lo contrario. Me pregunto si es bueno con su mujer o su novia. O si todo el dinero de ella está en una cuenta conjunta y solo le permite sacar setenta y cinco libras al mes—. Siempre acaba siendo una tremenda decepción.
—A mí tampoco me gusta —respondo—. Me alegro de pasar parte de la Nochevieja aquí. Tengo un hijo al que podría ir a molestar. Pero tiene diecinueve años y no quiero coartarle.
James asiente. No se muestra comunicativo sobre el motivo de hallarse aquí en Nochevieja.
—Supongo que ya sabe todo lo del accidente de coche y las heridas de Mac —dice James—. He estado hablando con... ¿Fran, se llama? ¿Dice que Mac no puede hablar?
—No. Al parecer podría tener una forma de afasia. Afasia no fluente o algo así. Solo puede decir alguna que otra frase. El otro día dijo algo, apenas unas palabras, pero nada más.
—Oh, ¿y qué dijo? ¿Era algo importante?
—Solo para mí —contesto. No quiero hablarle de la «sopa de conejo». Sonaría completamente ridículo—. No era más que una tontería.
—De acuerdo. —James asiente. Me imagino que podría añadir algo como «No quiero entrometerme»—. Ah, estás despierto.
Mac ha abierto los ojos. Parece sorprendido de verme al principio —quizá no pensaba que iba a volver—, luego nos sonríe a los dos, reservando un guiño levísimo, casi imperceptible, para mí, como un pequeño extra. Bueno, al menos eso es lo que quiero creer yo, y en cualquier caso acaba de disipar todo mi nerviosismo. Me alegro de que haya despertado. Hablar con James es un poco... incómodo. James habla despacio, como si midiera cada una de sus palabras antes de soltarlas. Caigo en la cuenta de que usa el lenguaje formal de un hombre mayor y muy educado. Pero al menos no se ha puesto a hablarme de todo lo que ha hecho durante el día, sea lo que sea, ni me ha dado la lata hablando sobre el tiempo.
—Siento no haber venido hasta ahora, he estado fuera. Bueno, ¿qué tal estás? —pregunta James a Mac—. Sé que es probable que no puedas responderme, pero tienes buen aspecto.
»Oh, Dios, soy terrible para estas cosas —añade, volviéndose hacia mí—. Aunque Mac ya sabe cómo soy. O más bien no. En realidad soy una persona reservada. No soy un buen vecino. —«Tiene que serlo —pienso— porque está aquí»; pero que alguien tan atractivo sea introvertido como se describe él es poco habitual. Alguien con su aspecto normalmente estaría apoyado en alguna barra reluciente, riendo y rompiendo corazones cada noche. Me fijo en que las comisuras de su boca se curvan un poco hacia arriba incluso cuando no sonríe, y me pregunto si su pelo tendería a rizarse si se lo dejara más largo.
—Estoy segura de que Mac se alegra de que haya venido —digo, aunque no puedo hablar con él. A lo mejor al tal James no puede verlo ni en pintura. No obstante, no me da esa impresión, porque Mac parece complacido de vernos a los dos. Mac deja que James le oprima la mano brevemente. A mí me dedica de nuevo lo que casi podría ser un guiño, lo que, recordando nuestra historia, hace que mi corazón dé un pequeño vuelco. Me gusta esta sensación después de tanto tiempo con el corazón imperturbable.
Oliendo algo a cigarrillos y, si no me equivoco, a Anaïs Anaïs (ah, es de la vieja escuela), Fran se acerca diligentemente con una lata sin tapa de bombones Quality Street.
—¿Quieren uno?
Solo quedan de los malos, así que declino el ofrecimiento. James elige uno de tofe.
—No soporto la Nochevieja —dice, aceptando el envoltorio que le tiende James para metérselo en el bolsillo de su uniforme. Tomo nota, entonces, de que el sentimiento es universal—. Pero se ha de hacer un esfuerzo. Aunque estando aquí, en el trabajo, no es tan malo. Hace calor, no hay lluvia, no tengo que ir tambaleándome a ninguna parte y los clientes no dan demasiado trabajo. —Sonríe a Mac.
—No se necesita portero ni vigilante —apunto.
—No, aunque sospecho que si tuviera la oportunidad, aquí nuestro joven Mac podría alborotarse un poco. —Le guiña un ojo a Mac, y él le sonríe despacio y los ojos se le llenan de arrugas como un abanico al plegarse. Ella se aleja de nuevo con rapidez.
—Tengo que irme a las ocho —dice James, sin dirigirse a nadie en particular. Me parece que no está nada relajado. Otros visitantes masculinos tienen una pierna doblada con tranquilidad sobre la otra rodilla y las manos enlazadas en la coronilla con los codos abiertos, adueñándose con confianza de su espacio. James está sentado muy erguido, con aire algo ansioso, como disculpándose por estar aquí, un poco «indispuesto», como solía decir Marilyn sobre la gente cuando se sentía generosa. Cuando no, simplemente decía que eran unos capullos—. Tengo que enseñarle una casa a una pareja. No hay reposo para los malvados, ni siquiera en Nochevieja.
—Oh, es agente inmobiliario —digo, y luego me doy cuenta de que he vuelto a sonar como una completa idiota.
—¿Por qué dice eso? —pregunta James, a la defensiva; ahora se le nota aún más el aire norteño e impávido.
—Es por el traje —contesto—. Lo siento. —«Sigue cavando más hondo, Arden»—. Lo siento —repito, para no perder la costumbre—. ¿Cómo es que tiene que hacerlo hoy? Me refiero a enseñar una casa. —Ahora no solo parezco una entrometida, sino también una mandona. Al parecer no sé muy bien cómo comportarme.
—Es cuando los clientes tienen libre —dice, encogiéndose de hombros—. Tengo que estar disponible a cualquier hora. ¿Le apetece un café?
—Vale. Sí. Muchas gracias.
Hay una máquina expendedora en el pasillo de fuera de la sala. James se levanta de la silla con una sonrisa de disculpa y se dirige a la puerta.
—¿Estás bien, Mac? —pregunto, apretándole la mano. Él aplica una levísima presión como respuesta—. Es agradable lo que han hecho con los adornos, ¿verdad? ¿Te acuerdas de tu fiesta? ¿Del árbol de Navidad que tenías?
Él asiente. ¿Se acuerda?
—¿Recuerdas el póster de los Cazafantasmas? Le pusiste espumillón alrededor, creo.
Él asiente de nuevo con una sonrisa fatigada. De repente me siento como si estuviera en una escena tragicómica. Como una persona borracha en una galería de arte intentando entablar conversación con una estatua, o algo así. Hace que me sienta estúpida. Hace calor, además, así que me quito la chaqueta. Creo que Mac se fija en mi vestido, porque su ceja izquierda se arquea muy levemente. «No es un gran repertorio», me digo. Una sonrisa, un guiño, un mínimo apretón de la mano. Deseo que se recupere. Deseo que vuelva. Quiero preguntarle cómo le fueron los pasados veintiocho años, cómo resultó todo. Si me ha perdonado como yo lo he perdonado a él.
Pero, sobre todo, si se había olvidado de mí.
James regresa con el café. Él tiene chocolate caliente; el vapor se eleva hacia su cara mientras lo toma a sorbos. Los tres permanecemos un rato en silencio, formando un extraño triángulo. En The Review of the Year, alguien acaba de ganar un Oscar y la repetición de su discurso es cómicamente horrible. De forma inopinada, un hombre de una cama de enfrente se pone a cantar «We’ll Meet Again», y nadie intenta hacerlo callar. Su voz es noble, resuelta. Se le unen un par de voces más bajas, vacilantes, timoratas. Una enfermera, que no es Fran, se incorpora desafinando, mientras le ajusta a alguien el gotero. Me hacen saltar las lágrimas. Ahora me siento como si estuviera en un drama bélico de David Lean.
A las ocho y cuarto, James se levanta para marcharse. Ahora me parece cansado; en realidad tiene peor aspecto que Mac, con bolsas oscuras bajo los ojos, como si empezaran a amoratarse.
—Bien, bueno, me voy. Puede que nos veamos de nuevo, Arden. Encantado de conocerla.
—Igualmente, James. —No estoy segura de eso, en realidad; claro que tampoco creo que yo le haya causado una gran impresión a él. Con un paso firme de color antracita, dejando entrever un destello de «¿Dónde está Wally?», abandona la sala.
—¿Esta noche la hora de visita también termina a las ocho y media? —pregunto a Fran, cuando ella pasa por delante con una tarrina grande de Haribo.
—A las nueve y media esta noche —responde—. Por la Nochevieja. Digamos que lo hacemos para nuestros clientes habituales. —Sonríe.
—Oh, qué emocionante —digo, devolviéndole la sonrisa.
—Se hace lo que se puede —dice Fran.
A las nueve, Fran mete un DVD en la ranura inferior de uno de los televisores y sube el volumen para que todos podamos oír las campanadas del Big Ben de otro año y ver unos fuegos artificiales pregrabados.
—Lo hacemos temprano —informa, alzando la voz— para que no tengan que trasnochar.
Los pacientes intentan parecer vagamente interesados o, algunos de ellos, incluso emocionados. Un adorable hombre mayor procura soplar en el matasuegras que le han dado, pero sin mucho efecto. Las enfermeras se juntan en un extraño abrazo de grupo; veo una botella de prosecco que han introducido de tapadillo y pienso: «Bien por ellas». Yo sujeto la mano de Mac y me siento extrañamente... feliz, a gusto, en esta sala cálida y brillante donde la vida, aunque interrumpida, parece seguir adelante con alegría en su propio vacío de seguridad y cuidados, donde los rostros están vivos y animados, aunque sea por poco tiempo. Me siento segura y casi mimada.
Se inicia la prematura cuenta atrás: diez, nueve, ocho..., lo que me hace recordar la sala de cine y el repiqueteo de la cuenta atrás de nuestras películas de La Lista. Me pregunto si Mac lo recuerda también. Me uno al coro de números cantados, algunos con la voz ronca (de los pacientes); otros con la voz aguda y estridente (las enfermeras). Cuando suenan las campanadas, me tomo la libertad de besar a Mac brevemente en la mejilla y luego, sintiéndome valiente, coloco una mano en su otra mejilla. Nos quedamos así durante unos segundos, con mi boca cerca de su mejilla, respirando su olor. A continuación muevo la mano hacia donde está la suya, a un lado de la cama, y la aprieto con cariñoso y calor. ¿Dónde ha estado Mac todos estos años? ¿Dónde he estado yo? ¿Y por qué ha vuelto a mí ahora?
Igual que la transición de rollos entre los dos antiguos proyectores de cine en la cabina de proyección, el viejo año se va chisporroteando hasta el tictac final, y luego la nada, y el «Año Nuevo» nace a la vida, con su motor adquiriendo ya un buen ritmo a base de sonoras sacudidas. Y yo estoy con Mac. De nuevo.
Él me sonríe y luego sus labios se separan un poco. Me inclino más hacia él, aunque estamos ya muy cerca.
—¿Qué dices, Mac?
Apenas audible y con muchos falsos inicios y vacilaciones, Mac habla por fin:
—Eso son... un montón de... pájaros. —Y una enorme sonrisa se me dibuja despacio en la cara.
Mac lo recuerda. Recuerda la siguiente película. La película en la que en realidad empezó todo.
Le lanzo un descarado guiño como si fuera la vieja Arden.
—Un montón de pájaros —admito, mientras los fuegos artificiales de la Nochevieja anterior siguen estallando sobre Londres y las enfermeras empiezan a cantar «Auld Lang Syne».