James está en la puerta de la sala 10 esperando a que le abran cuando llego a las seis y media el jueves por la tarde, recién salida del trabajo, y no me siento precisamente fresca. El día de hoy ha sido... difícil. Nigel se ha pasado la mayor parte del día con una pataleta; un archivo que era muy necesario ha desaparecido; ha habido un simulacro de incendio y hemos tenido que salir todos en tropel al aparcamiento y perder una valiosa hora sin hacer nada, diciendo lo hartos que estábamos de no hacer nada en el aparcamiento, y se ha roto la tetera eléctrica. Desde las dos y media más o menos he estado soñando con trabajar en otros departamentos; en mis momentos más delirantes, me apetece muchísimo pasar al departamento de guiones.
Llevo un abrigo largo de lana negra y una boina de lana gris; James lleva un traje similar al anterior, azul marino de nuevo. Camisa blanca. Lleva el pelo levemente alisado hacia atrás, muy diferente del pelo «suelto» de Mac, pienso. No acierto a ver si le complace verme o no. La expresión de su rostro es casi indescifrable. Pero es guapo. Jamás había conocido a un hombre tan guapo y tan inconsciente de serlo.
—Hola, James.
—Hola, Arden. ¿Otra vez aquí?
—Otra vez aquí —repito—. ¿Qué tal su día? —pregunto, al tiempo que abren la puerta—. ¿Ha vendido alguna casa?
—Un par —responde él. Cruzamos la sala en dirección a Mac—. No todos los agentes inmobiliarios son gilipollas, ya sabe —dice, mirándome con suspicacia.
Me río al oír la palabra «gilipollas».
—No he dicho que lo sean.
—Es una ley no escrita. Lo entiendo. En realidad soy un agente inmobiliario bastante agradable —añade, dedicándome una leve sonrisa—. Somos pocos, pero elegidos.
—Lo siento —digo, sintiéndome muy culpable porque siempre he creído que los agentes inmobiliarios son gilipollas, si se me ocurre pensar en ellos.
—No se preocupe. —Suena un poco cortado, pero sigue sonriéndome.
Mac vuelve a estar muy somnoliento hoy... Yace inmóvil y parpadea de vez en cuando, pero solo un poco. Me quito el abrigo y la boina y James y yo nos sentamos a un lado de la cama cada uno y nos lanzamos miradas de indecisa resignación, acompañadas de grandes encogimientos de hombros. El televisor de Mac está roto, igual que la tetera en el trabajo, y es un rectángulo negro mudo suspendido sobre nosotros. Ojalá supiera tejer; me siento incómoda y no estoy segura de qué hacer conmigo misma. También temo que mi antiguo amante no pronuncie ninguna otra sabia frase del celuloide durante esta visita. De todas formas, para mi vergüenza, no consigo recordar qué película fue la cuarta de La Lista. No dejo de mirar la boca de Mac, esperando que diga algo, pero sé que no ocurrirá nada. Al final me levanto de la silla de plástico para ir en busca de bebidas calientes para James y para mí. De camino, abordo a Fran en el control de enfermería, donde va marcando con energía una larga lista de cosas.
—Mac está muy somnoliento hoy —digo—. ¿Qué dicen los médicos?
—Va bien —responde, sin alzar la vista—. Simplemente ahora mismo está un poco estancado. Lo estamos observando, haciendo todas las comprobaciones necesarias. Todo está estable.
—¿No está yendo cuesta abajo ni nada parecido? —pregunto.
—No, nada de cuesta abajo —contesta ella—, es solo un pequeño bajón en realidad. Va bien —repite.
—¿Cuánto tiempo hace que está aquí?
—Dos semanas —responde, levantando la vista.
—¿Eso es malo?
Fran esboza una sonrisa medicinal.
—Mac está estable ahora —insiste, y vuelve a su lista.
—Gracias, Fran —le digo a su coronilla, y salgo de la sala en dirección a la máquina del café. James ha pedido un chocolate caliente y yo me saco un té.
—Hace dos semanas —digo, cuando le tiendo a James su chocolate caliente antes de volver al otro lado de la cama de Mac— que Mac está aquí. No sé si debo preocuparme.
—Nos preocupamos igualmente, ¿no?
—Sí.
—Entonces, ¿para qué preocuparse más?
—Supongo. Pero cuanto más tiempo pasa...
—Lo sé.
—Es que...
—Quedémonos con él, demostrándole que nos importa. ¿Qué más podemos hacer?
Nos quedamos una hora, sentados y lanzándonos de vez en cuando otra sonrisa con encogimiento de hombros por encima del dormido Mac. Noto que a mí también se me cierran los ojos; hace mucho calor aquí dentro, la luz es muy amarilla. Siento la disparatada necesidad de echar hacia atrás las rasposas sábanas, de meterme en la cama con Mac y de echar un sueñecito junto a él, y me pregunto si a él le gustaría o se quedaría absolutamente horrorizado. ¿Se daría cuenta? Me pregunto qué pensará de mí, de que le visite a cada momento. De la confesión que le hice, contándole cómo me había ido la vida. Podría ser solo una molesta mujer de mediana edad que aparece por aquí continuamente, una loca del pasado de la que en realidad querría librarse. Pero, entonces, ¿a qué venían las referencias a las películas? ¿Para qué recordarme aquella época asombrosa y otra que no lo fue tanto...? La cena de San Valentín en la que yo resplandecía como el cristal. El momento en que me contó lo de los abortos de Helen y mi actitud fue displicente, cuando no insensible. Todo está saliendo de nuevo a la luz, todo sobre cómo era yo entonces, para que lo observe bien y lo compare con cómo soy ahora. ¿Aún puede ver algo en mí? ¿Ve él algo más que yo? Tengo la sensación de que lo recuerda todo, cosas sobre mí misma que tal vez yo haya olvidado.
—Quiero ir a casa de Mac mañana —dice James—. Para recoger unos pijamas y algunos artículos de aseo personal. Sigue llevando el camisón del hospital y a lo mejor le gustaría cambiarse. ¿No querría venir conmigo por casualidad? Podríamos ir mañana justo después del trabajo y luego venir al hospital. Bueno, no sé a qué se dedica usted, pero ¿podría venir? ¿Le gustaría?
«Qué increíblemente patoso es —pienso, y añado, en mi mente, una vez más, porque no puedo evitarlo—: para ser un hombre tan guapo.» Somos los dos un par de inseguros y torpes inadaptados; tal vez Mac los atraiga, claro que yo no era para nada así cuando nos conocimos. Dios, no. No podía ser menos torpe ni más segura en mí misma. Es curioso cómo veintiocho años y un marido cabrón pueden vaciarte por dentro.
—Trabajo en Coppers —explico a James—. En la oficina de producción, y sí, me gustaría ir —añado, y luego casi me echo a reír porque da la impresión de que estoy aceptando ir a una cita o algo parecido, lo que es muy gracioso porque yo no podría gustarle ni en un millón de años, y difícilmente una primera cita consistiría en ir a la casa de un viejo amigo a buscar su pijama, ¿no? Mi primera cita con Christian fue en un bar ruidoso y ostentoso, todo cromo y luces de colores, lleno de gente bebiendo y gritándose al oído y con Christian muy ocurrente y atento, en una benigna creación de su futuro ser. Está claro que soy increíblemente mala juzgando el carácter de las personas.
—¿Coppers? ¿La serie policíaca? ¿Qué hace ahí? —pregunta James.
—Ayudante de localización de exteriores —contesto. Los párpados de Mac se agitan, así que me quedó mirándolo, pero vuelven a quedarse quietos y él sigue durmiendo—. ¿En qué parte de Larkspur Hill viven Mac y usted? —pregunto.
—En Ford Road, ¿la conoce?
—La verdad es que no.
—Está a diez minutos de aquí —indica James—. Casi no valió la pena esperar a la ambulancia.
Sonríe con ironía, pero a mí me ha confundido.
—Un momento, ¿qué quiere decir? ¿Tuvo Mac el accidente de coche cerca de su casa?
—Sí, justo delante. —Es algo que no había preguntado, cómo ocurrió. No es algo en lo que quieras entrar en detalles, ¿no? Cómo el hombre al que antes amaste acaba tumbado en una cama de hospital, incapaz de hablar—. Salía del sendero de su casa marcha atrás cuando apareció un coche a toda pastilla y se empotró contra el lateral del lado del conductor. Era un chico joven. Iba drogado, según dice. Lo van a llevar a juicio.
Al instante desearía no haberme enterado de los detalles. Ahora tendré una imagen en la cabeza de Mac saliendo alegremente de su casa con el coche, con la radio puesta —Radio 2, quizá—, tal vez silbando, y de un coche deportivo tuneado, conducido por un joven sonriente y drogado hasta las cejas, escuchando rap a todo volumen, estrellándose contra él.
—¿Estaba usted allí? —pregunto a James.
—No, me había ido ya a casa de mi madre. Un vecino de la calle llamó a la ambulancia. Me han contado que fue horrible. No me enteré hasta que volví. La verdad es que me siento fatal. Por no haberlo sabido antes.
—Lo siento —digo—. Lo siento por Mac y por el vecino y por usted.
—Gracias —contesta James, volviendo a encogerse de hombros—. Se lo agradezco.
Guardamos silencio un rato. James saca un libro de su cartera —una autobiografía de Freddie Flintoff— y yo le envío mensajes insustanciales a Julian preguntándole qué tal el día y qué está cocinando para Sam. Abandonamos la sala 10 cuando termina la hora de visita y Mac sigue profundamente dormido.
—Bueno, le doy la dirección y nos encontramos en la puerta... ¿por ejemplo, a las seis? —pregunta James. Estamos en la entrada principal del hospital; yo a punto de girar hacia la derecha, James a punto de girar hacia la izquierda.
—De acuerdo —me oigo decir, aunque de pronto me he puesto nerviosa al pensar en encontrarme con James frente a la casa de Mac y entrar en ella—. Nos vemos allí.
La casa de Mac es un adosado de estilo victoriano, casi bonito. El número 6 de Ford Road. El sendero de entrada es de gravilla, y al lado hay un cuadrado de jardín pavimentado. ¿Un jardín de rocas? Casa muy bien con Mac; no me lo imagino haciendo de jardinero. Detrás de la casa está Larkspur Hill, la hermana pequeña de Primrose. En realidad es más un montículo que una colina, con un sinuoso sendero que discurre cuesta arriba hasta un pequeño bajo que hay en lo alto, pero ofrece buenas vistas de la ciudad. He estado ahí arriba unas cuantas veces, en verano, aunque ahora hace años que no voy. Sonrío al recordar algo que dijo Mac una vez sobre películas británicas rodadas en el norte de Inglaterra —como Kes (¡me encanta!) y Rita, Sue y Bob también (¡genial!)—, que incluyen a menudo una escena en una colina, desde donde un personaje introspectivo contempla la ciudad y las humeantes chimeneas de sus fábricas o sus lúgubres y grises hileras de casas, y meditan sobre sus circunstancias. A Mac le encantaba todo ese realismo, esa angustia vital norteña, reflejada en el entorno, y también a mí, a través de él. Me alegro de ver que Mac tiene ahora su propia vista desde una colina. Tal vez por eso se mudó a esta casa.
—Le encanta subir ahí —dice James—. Dice que es perfecto para cuando un cabrón melancólico quiere pasar un rato a solas.
Sonrió alzando la vista hacia el montículo y el banco. Me ha gustado la manera de decir «cabrón melancólico» de James, con su entonación norteña, pero no me imagino a Mac en plan melancólico; desde luego, yo nunca lo había visto así. En cualquier caso, Larkspur Hill es perfecto. Seguramente Mac sube hasta ahí con algún ensayo sobre cine y contempla Londres como un rey observando su reino, sea o no un cabrón melancólico.
—Esa es la mía —dice James, señalando la casa idéntica a la de Mac, pero a su izquierda—. Tenemos el uno la llave del otro para emergencias. —Saca una llave del bolsillo interior de su chaqueta, recorremos el sendero de entrada hasta la puerta de Mac y James la abre.
Entramos en el recibidor. James recoge el correo de la estera de la entrada y lo deposita sobre una pequeña mesa consola. Por supuesto, yo nunca fui a la verdadera casa de Mac en su momento. Solo había visto el pequeño piso de la universidad, el entorno académico de Mac, donde celebraba fiestas, escribía sus notas, guardaba sus libros y se acostaba conmigo. Jamás había visto su vida real.
El recibidor está despejado, pero hay pósteres de cine enmarcados. Atrapa a un ladrón, Solo ante el peligro, Historias de Filadelfia... Sonrío al ver un famoso póster de Los pájaros —Tippi con el traje verde atacada por los cuervos— y me pregunto si Mac pensaba en mí cada vez que pasaba por delante. Eso espero. Veo el interior de un comedor a la derecha; paredes de color verde oscuro, pilas de libros sobre la mesa, montones de papeles. Al fondo del recibidor veo una cocina minúscula con baldosas blancas y azules y superficies de granito negro; sin influencia femenina. James gira hacia la izquierda para entrar en una salita de color verde azulado y yo voy tras él. Hay un pequeño sofá de piel marrón con una butaca a juego, y unas persianas de lamas como las que Mac tenía en Warwick. Una mesita de café sin nada, pero veteada con grandes nudos. Y, frente a nosotros, una enorme estantería llena de libros alineados, apilados y revueltos. Montones de libros. Libros colocados en horizontal sobre pilas de lomos en vertical; libros apoyados unos en otros y metidos en cualquier espacio concebible; libros esparcidos por encima de la estantería, formando capas, asomando unos sobre otros como las monedas en un juego de los recreativos.
Me acerco a la estantería. Hay algunas obras de ficción —de Jack Kerouac, Ernest Hemingway, Sylvia Plath—, pero la mayor parte son ensayos sobre cine y biografías de estrellas de Hollywood. Aquí Greta Garbo choca con Gregory Peck. Ahí Rita Hayworth se acurruca contra Robert Mitchum. Y Dean Martin se apoya en Richard Burton con un guiño y un cigarrillo.
—Me gustan las biografías —dice James—. Y las autobiografías. Ese lo he leído —indica—. Una lectura muy vívida. —Sonríe con pesar—. Leo todo tipo de biografías sobre todo tipo de gente —comenta—. Jugadores de críquet, estrellas de culebrones, cocineros famosos... Me gusta leer cómo empiezan y dónde terminan. Sus motivaciones, supongo —añade—. Es interesante.
—Desde luego —replico. Hojeo el libro de Richard Burton y luego lo devuelvo a su sitio. El olor de los libros me hace estornudar, aunque no parecen especialmente polvorientos.
—Salud.
—Gracias.
Me pregunto cómo empezó James y dónde ha acabado. Por primera vez me gustaría saber cuál es su historia. Por lo que dice, y por lo que no ha dicho, vive solo. ¿Por qué está solo un hombre tan guapo y aparentemente agradable?
—Yo no soy muy aficionada a las biografías —digo—. Prefiero las historias inventadas a la vida real, creo. ¡Oh, mire, el libro de Mac! —Saco un volumen rojo con lomo de color azul marino y el nombre de Mac tanto ahí como en la tapa—. El lenguaje del celuloide. Lo escribió cuando era joven, a principios de los ochenta. Se convirtió durante un tiempo en una especie de biblia para los alumnos de Estudios Cinematográficos.
—No lo sabía —dice James—. Es decir, sé que es profesor de universidad, pero poco más. Nunca había entrado aquí. Solo he estado en el jardín una vez, para una barbacoa, y en el recibidor para meter un paquete de Mac cuando no estaba en casa.
—De haber sido una mujer, le habría echado un buen vistazo —digo, y luego me pregunto por qué he sido tan increíblemente sexista. Era de la clase de cosas que solía decir Christian, con una horrible risita para mitigarlo: que las mujeres eran unas chismosas entrometidas, en las que no se podía confiar, y malas conductoras. Poco después de casarnos empezó a sugerirme maneras de «mejorar». Mi propensión al desorden fue un obvio motivo de discordia, pero también sacó otros problemas a la luz: cómo miraba la televisión, mi escandalosa risa, mi «molesta» forma de respirar..., y la lista de defectos que rápidamente encontró en Julian y en mis amigos no tenía fin. Yo jamás fisgonearía en la casa de otra persona sin ser invitada; ni siquiera sé quiénes son mis vecinos—. Lo siento —añado en voz baja, y me doy cuenta de que suena extraño. De todos modos, estoy segura de que ahora James piensa que soy bastante rarita.
Hay fotos en la estantería, solo unas pocas, enmarcadas y metidas entre los libros en ángulos extraños. Hay una de Mac en un escenario dando una charla en el British Film Institute, lo que me hace sonreír y sentirme muy triste a la vez, y otra de él en una soleada playa de guijarros —¿Niza, tal vez?—, con el torso desnudo, bronceado y feliz. Aparenta unos cuarenta años; aún está en todo su esplendor. No hay fotos familiares. Ni de su mujer. Ni de Lloyd.
—¿Esta es usted? —pregunta James. Ha sacado una Polaroid que estaba escondida entre dos libros.
—¡Oh, Dios, sí! —exclamo. En la Polaroid, que es de los ochenta y tiene una tonalidad verde amarillenta, salgo yo sonriente de oreja a oreja y con el pelo revuelto, con una sábana blanca tapándome hasta el cuello. A mi lado, Mac tiene un aire divertido, aplicado incluso, con sus gafas redondas sin montura. Es la única foto que nos hicimos juntos Mac y yo. En aquella época no había selfis, claro, ni nadie a nuestro alrededor que fuera testigo de nuestra relación secreta, y mucho menos para dejar constancia de ella. Pero una tarde que no había clases, Mac colocó su cámara en un trípode y tomó una foto de nosotros dos bajo la sábana blanca de su cama, como si fuéramos John y Yoko en una de sus encamadas por la paz, pero sin el pastel de chocolate. Mac aparece apuesto e inteligente, como siempre. A mí se me ve ridículamente joven, tonta y enamorada, y como en la famosa e irritante —para algunos— frase de Keira Knightley en Love, Actually, estaba «muy guapa». Tenemos un aire ingenuo, cuando no lo éramos en absoluto. Parecemos la sencillez personificada..., un engaño visto a posteriori.
Me asombra estar aquí, en la salita de Mac. Después de tanto tiempo, de toda aquella pasión y aquel dolor, Mac ha encontrado un lugar para mí en su casa de Londres y me siento avergonzada y encantada, pero, sobre todo, por encima de todo, siento ahora mismo una necesidad imperiosa de volver a aquel momento en el tiempo. De volver a aquella cama, bajo aquella sábana blanca, cuando las cosas parecían tan sencillas y el amor no se había convertido aún en una lacerante espada de doble filo.
Por supuesto, la noticia de nuestra relación es una novedad para James.
—Oh —dice, mirando la foto como un investigador forense. Me pregunto si está evaluando la puesta en escena—. ¿No era solo una antigua alumna, entonces?
—No —contesto, y no puedo evitar sonreír, aunque me pregunto si James cree que debería mostrarme más avergonzada. «Debería» sentirme más avergonzada, pero fueron tiempos tan increíblemente felices, en la cama de Mac, en sus brazos...—. Y ni siquiera era alumna suya. ¿Lo escandalizo?
—La verdad es que no. —Se encoge de hombros—. No me escandalizo con facilidad. —Por segunda vez en diez minutos, me pregunto cuál es su historia. Es todo un enigma, pero ¿acaso no lo somos todos? Todos somos una suma de las historias que no contamos. James vuelve a mirar la foto—. Está muy guapa aquí —dice—, pero la prefiero como está ahora. —Bueno, yo sí que estoy sorprendida. Ni en un millón de años se me ocurriría que alguien pudiera preferir mi versión actual.
—Gracias —contesto desconcertada. No me atrevo ni a mirarlo a los ojos. ¡Qué cosa tan rara de decir! Él sigue contemplando la foto, la escena de todos nuestros crímenes—. ¿Qué decía que tenemos que recoger?
—Pijama y artículos de aseo —indica James, y yo lo observo mientras él vuelve a deslizar la foto entre las biografías de Lana Turner y Gene Kelly—. ¿Sube conmigo?
Tras sopesar brevemente si se trata de un psicópata con una navaja suiza en el bolsillo interior de la chaqueta y el corazón de un asesino en serie bajo la blanca camisa, lo sigo escaleras arriba. Me sorprendería que Mac tuviera un pijama, la verdad. Su dormitorio es pulcro y masculino, con una cama blanca —¿no cambia nada, entonces?—, un armario de madera oscura, una cómoda de cajones y más pósteres de películas: Vivir de noche, Por un puñado de dólares, En el estanque dorado. Las mismas persianas. Una alfombra de color azul marino. Todo limpio y ordenado.
—No me parece bien revolver en sus cajones —comento, y luego me río como si fuera una tonta insinuación, sobre todo a la luz de lo que ahora sabe James.
—Bueno, claro —dice él, con un leve asomo de sonrisa, y yo le doy las gracias en silencio por no sacar partido a mi comentario—. Yo lo haré.
James revisa a fondo los cajones y el armario de Mac, hurgando casi, me parece. Sería un duro competidor para Becky: a ella se le da de fábula. Si hay algo por lo que no valga la pena revolver el bolso durante veinte minutos, entonces es que no vale la pena tenerlo. Debo enviarle un correo. No obstante, James vuelve a dejarlo todo tal como lo ha encontrado. Lo dobla y lo apila.
Yo estoy sentada en el borde de la cama, sintiéndome incómoda. Paseo la mirada por la habitación. Parece haber sido decorada hace poco; los cristales de la ventana están limpios. Mac siempre fue más hacendoso que yo; para ser sincera, la mayoría de la gente es más hacendosa que yo. Mis ojos se posan sobre algo que me hace sonreír, pero intento ocultarlo. James ya me ha visto en la cama de Mac, retozando y medio desnuda; no tiene por qué verme sonreír con timidez por un par de botas camperas que hay en un rincón del dormitorio de Mac ni dejando escapar abochornada que en una ocasión me acosté con él llevándolas puestas.
—No tiene ningún pijama —dice James finalmente. ¡Lo sabía! El mismo Mac de siempre. Pero resulta extraño estar aquí. Tengo la ocasión de vislumbrar cómo es Mac ahora en realidad, no el hombre del hospital que, aparte del pasado que comparte conmigo, carece de contexto, no ha dejado marca ni huella. Hace que me pregunte por Helen y Lloyd, por qué no hay rastro alguno de ellos en la casa, y qué clase de huella pude dejarles yo.
Volvemos abajo y yo me dispongo a marcharme. James recoge la pila de correspondencia de Mac.
—Solo quiero asegurarme de que no hay nada importante —dice, repasándola. Observo que el primer sobre del montón tiene un sello rojo.
—Es de la Escuela de Cine de Londres —digo, mirando el sello—. ¿Un boletín informativo?
—Me parece que da clases ahí —explica James—. Creo que conocí a un hombre el día de la barbacoa que era de la Escuela de Cine de Londres.
Mac me había indicado que más o menos seguía trabajando. Tal vez solo daba clases de vez en cuando; la Escuela de Cine de Londres no me había salido mencionada al buscar su nombre en Google.
—¿Cómo fue esa barbacoa? —pregunto.
—Estuvo bien —responde James—. Un extraño grupo de gente. No he vuelto a ver a ninguno.
—¿Cómo estuvo Mac? —Me lo imagino moviéndose sin cesar, agitando las manos en el aire, manteniendo a todo el mundo entretenido.
—Callado. —Se encoge de hombros—. Mac siempre es bastante callado.
Me sorprende que Mac resulte tan diferente de como solía serlo. ¿Ninguna visita en el hospital? (aparte de nosotros dos), ¿ninguna visita en casa?, ¿callado...? ¿Se ha apagado su luz en los últimos años? ¿Hemos cambiado los dos de manera irrevocable? Pero en el hospital he visto ese brillo de antes, sé que el antiguo Mac sigue ahí. Recojo el sobre, ponderando la cuestión. También me pregunto si alguien de la Escuela de Cine de Londres sabría algo sobre el hijo de Mac, sobre el paradero de Lloyd Thomas.
Volvemos a dejar el correo sobre la mesa del recibidor, cerramos la puerta y James sugiere una rápida visita a Marks & Spencer, antes de que cierren, para comprar pijamas. Yo creo que Mac seguramente los odiará, pero da igual. Ir de compras con James resulta ser una experiencia divertida. No se comporta como suelen hacerlo los hombres, agarrando lo primero que pillan, sino que se toma su tiempo, revisa los artículos y los vuelve a dejar, asegurándose de reordenar la pila revuelta, oliendo incluso los tejidos como un terrier curioso. Me pregunto si la gente pensará que somos una pareja; y luego, si eso me gusta, como idea, o me horroriza. Es guapo, sí, pero tan raro...
—¿Qué le parece este? —pregunta James, mostrándome un pijama de seda con diseño Paisley en color bermellón que lleva la bata de seda a juego, todo en la misma percha.
—Perfecto, si cree que Mac querrá imitar a Robert de Niro en Casino...
James se echa a reír y me pilla por sorpresa, porque no lo había visto reír hasta ahora. Sus dientes son regulares y la risa le llena momentáneamente de arrugas toda la cara. Resulta agradable cuando se ríe, y yo me río también porque ha captado la referencia. Vuelve a colgar el conjunto de «jefe de la mafia» en la hilera y seguimos mirando.
Al final vamos andando hasta el hospital y entramos en la sala cargados con bolsas. Mac está despierto y su ceja izquierda se mueve al vernos llegar juntos, pero quizá sean imaginaciones mías.
—Te hemos traído algunas cosas —digo, complacida al observar que hoy está con nosotros—. Artículos de aseo y un pijama. —Saco el pijama de mi bolsa, un conjunto de algodón de color azul celeste en una percha de plástico, y lo sostengo contra mi cuerpo ladeando coquetamente la cabeza—. ¿Qué te parece?
—Adorable —dice James, y es posible que la ceja de Mac se haya movido otra vez.
No tengo muy clara la logística para ponerle el pijama a Mac; supongo que lo harán las enfermeras. Será agradable para él quitarse ese camisón de hospital abierto por la espalda tan poco digno. James va en busca de Fran para darle las bolsas con las compras, y yo le sirvo un poco de agua a Mac. Lo observo mientras sorbe de la pajita, meto la esquina de la almohada que se había salido en la funda, le echo hacia atrás los plateados cabellos sueltos. Mirándolo a los ojos, recuerdo la foto y sonrío, él y yo tan despreocupados y felices. Ojalá me la hubiera metido en el bolsillo del abrigo para volver a examinarla en casa. Me siento. Mac mueve los labios. Emite un débil sonido, un graznido ahogado. ¿Quiere algo? ¿Quiere decirme algo? Me inclino hacia él y aproximo la cara a la suya, de modo que mi oreja izquierda quede cerca de sus labios. Huele a pasta de dientes y a algo parecido a limón.
Me susurra a la oreja. Oh, coquetea conmigo, incluso ahora.
—Caray, eres... la mejor chica de las Midlands —murmura.