Bonnie y Clyde
Hacía un calor infernal el día que vimos Bonnie y Clyde. Estábamos en el trimestre de verano, en junio. Habíamos planeado ir a la sala de cine y meter de tapadillo unos polos sacados del diminuto congelador de la nevera de Mac, pero se habían deshecho entre nuestros dedos mucho antes de que llegáramos allí. Tuvimos que lavarnos las manos en el lavabo de enfrente. Por diversión, y un punto de riesgo, me metí en el de hombres con Mac. Tuvimos la tentación de hacerlo en uno de los retretes..., bueno, yo la tuve. Mac se mostró levemente horrorizado, hasta que admití que podíamos hacerlo después de la película en un entorno más cómodo. Y sin el acompañamiento del secador de manos, que parecía haberse quedado atascado en el factor 10 y me recordaba al que usaba Madonna para enfriarse las axilas en Buscando a Susan desesperadamente.
Era la primera vez que veía Bonnie y Clyde. Solo había visto algunos de los fotogramas icónicos de la película. No me decepcionó. Me cautivó desde la primera toma con Bonnie desnuda en su dormitorio. Me quedé absolutamente enganchada, apenas moví un músculo en toda la película. Dios, me obsesioné con Faye Dunaway. ¿Quién podría no obsesionarse? Su etérea sensualidad y su belleza casi quebradiza eran fascinantes. Me pregunté si podría alisarme el pelo como el suyo, secándolo con un cepillo grande. Y luego estaba el fanfarroneo de Warren Beatty. Las boinas, las chaquetas, la brutal escena final de la película... Contribuyó a ello el calor que hacía en la sala de cine, tanto calor como en Texas; creaba ambiente. A pesar de mi precioso vestido veraniego de algodón con tirantes que se ataban formando un bonito lazo en los hombros, y las playeras blancas que había dejado caer al suelo, estaba tan pegajosa como Bonnie y Clyde en medio del calor sureño. Y respiré con ellos cada bocanada.
—Vaya —dije al final, volviéndome hacia Mac, que se abanicaba con una de las cajas de rollos de color azul celeste—. Ha sido intenso de verdad. —Me conmovió la tragedia. El gran amor de Bonnie y Clyde. Me llegó directo al corazón.
—Yep —repuso Mac, adoptando un acento estadounidense. No había mencionado grandes amores o amores más grandes o amores de ningún tipo desde nuestra charla en mitad de la noche el día de San Valentín. Pero yo estaba enamorada de él. Cada vez que lo miraba, pensaba: «Lo amo», pero no me atrevía a decirlo en voz alta. ¿Y si él no sentía lo mismo? ¿Y por qué iba a sentirlo? Lo nuestro era una aventura, algo que no se suponía que fuera a durar para siempre, por mucho que yo deseara que así fuera. No quería hacer el ridículo de mala manera; había ido ya demasiado lejos diciendo: «Tengo la sensación de que es este», y esperaba que él no lo recordara. Me había mostrado especialmente despreocupada y rebelde desde aquella noche —bueno, más de lo habitual— para disimular.
—No es el acostumbrado referente cultural sobre las mujeres —añadí, y realcé mi toque «rebelde» echándome el pelo por encima del hombro.
—No. —Mac me sonreía. Se notaba que le complacía ver que me gustaba la película tanto como a él.
—Bonnie es sexualmente muy vital —dije—, y está del todo en pie de igualdad con Clyde.
—Sí.
—Aunque no me ha gustado nada cuando él ha hecho que se cambiase el peinado, en la cafetería —añadí, y Mac asintió—. Me refiero a que él dice que no le gusta y ella va y se lo cambia.
—¡No te imagino a ti haciendo lo mismo! —Soltó una risita. Perezosamente me rodeó con el brazo y me atrajo hacia sí, aunque mi nuca estaba ya demasiado caliente por el sofá de imitación de terciopelo que daba picor.
—Bueno, no. —Me incliné hacia delante, separándome de él, y me recogí los rizos empapados en sudor en una cola sujeta de forma temporal con la mano—. Pero, en general —continué—, tanto Bonnie como Clyde eran tan desvergonzados..., tan desinhibidos...
—Al director, Arthur Penn, le gustaba retratar a personajes marginados —dijo Mac. Yo me solté la cola y volví a reclinarme sobre su brazo—. Dijo algo así como: «La sociedad haría bien en prestar atención a las personas que no encajan en ella, si quiere descubrir en qué ha fracasado».
—Sí. —Yo absorbía las palabras, las digería. ¡Dios, cómo me gustaba aquello! A la mierda lo de entrar en Estudios Cinematográficos, ¡aquello era mejor! Estaba más cerca, mucho más cerca de los conocimientos, y me encantaba. ¿A quién le importaba que apenas lograra sacar adelante mis asignaturas?, ¿que tuviera un trabajo inacabado que debería haber entregado ya, esperándome en mi cuarto, adonde no tenía la menor prisa por volver?—. ¿Cómo era Estados Unidos entonces? —quise saber, ansiosa por aprender.
—Bueno, el Código Hays estaba en sus postrimerías y empezaba la revolución sexual y la reivindicación de los derechos de las mujeres, con la guerra de Vietnam como telón de fondo y disturbios frecuentes por todo el país. La película es un reflejo excelente de todo lo que estaba pasando, como suele ocurrir con las películas de Hollywood. ¿Bonnie pretendía obtener su propia satisfacción o satisfacer la mirada masculina? ¿Expresaba poder sexual o era una víctima?
—¿La mirada masculina...?
—Oh, todo gira en torno a la mirada masculina —dijo Mac—. La frase la acuñó la ensayista Laura Mulvey. Te prestaré su libro.
—Sí, por favor. ¿A ti te gusta mirarme?
—Por supuesto que sí —respondió Mac, riendo.
La mirada masculina... Lo entendía a la perfección, y seguro que ni siquiera necesitaba leer el libro. Me encantaba verme a mí misma a través del mismo prisma con que me veía Mac: sexy, divertida, irresistible. Tal vez por eso había empezado mi aventura con él; desde el momento mismo en que enarcó las cejas al contemplarme en aquel pasillo, me gustó cómo me veía. De inmediato me había situado en un fotograma sexy, seductor, y a mí me encantaba estar en él; en la lente del visor de Mac yo era más de lo que había sido en toda mi vida.
Las discusiones con él me hacían sentir viva. Sentía que yo también tenía algo que aportar, y eso me entusiasmaba. Nunca había tenido la oportunidad de debatir con otra persona sobre todas esas cosas que tanto me gustaban. Marilyn se imaginaba a sí misma como una semiintelectual, pero simplemente era un cero a la izquierda. Mi padre nunca decía gran cosa sobre nada —no tenía la confianza necesaria para abordar los problemas—, y Steven, el de Casa, no había sido jamás un tipo dado a debatir. Hablaba sobre fútbol, sobre la clase de salchichas que iba a comer. En una ocasión le pregunté si le gustaba Brando y pensó que hablaba de la tienda de la zona comercial que vendía camisetas Fred Perry falsificadas.
—Entonces, ¿te ha gustado Bonnie y Clyde? —Mac estiró las piernas. Llevaba una camiseta blanca con las mangas enrolladas; un poco al estilo de Brando, pensé. Se le había derramado un poco de polo verde, y tenía una bonita señal de exclamación cerca del pezón izquierdo.
—Desde luego.
Se oyeron voces en el exterior de la sala de cine; era un grupo de alumnos que pasaba por delante. Aguardamos a que se alejaran y luego Mac subió los peldaños de la cabina de proyección para recuperar los rollos y volver a guardarlos. Yo lo esperé, jugueteando con uno de los tirantes de mi vestido y planeando la escena de seducción de esa noche. Confiaba en que supondría un rápido trayecto hasta el supermercado Sainsbury para comprar lambrusco (Mac), y una mujer tumbada desnuda en su cama (yo). Solo faltaba una semana para el final del trimestre. Era una idea que me hacía sentir un vacío. Tendría que regresar a casa con Marilyn y mi padre, al aburrimiento de no tener nada que hacer, ningún sitio al que ir; el retorno a un ambiente lleno de distintas situaciones desagradables. Esperaba disfrutar de las vacaciones con Becky, pero ella se iba a pasar el verano en un kibutz de Israel y me abandonaba. Yo había estado demasiado centrada en Mac para organizar cualquier otra cosa. Además, no tenía dinero: no podía irme de Interrail, no podía pagarme una breve estancia barata en el Mediterráneo, no había explorado la posibilidad de ir a recoger fruta, dado que en realidad no me apetecía nada, y no había buscado nada sobre Camp America porque me horrorizaba la idea de estar todo el verano con un montón de niños estadounidenses con grandes pantalones cortos y gorras de béisbol del revés.
Quería permanecer en el visor de Mac. No quería alejarme de él, por si no volvía nunca más.
—¿Podemos quedar durante las vacaciones? —le pregunté más tarde, esa misma noche, después de la seducción. Estaba repantingada en su cama, destapada—. Solo una vez. ¿Para ayudarme a seguir adelante? No soporto la idea de no verte en todo ese montón de semanas.
Al traste con lo de disimular y no desvelar mis auténticos sentimientos, pero mi confianza estaba casi por las nubes desde que veinte minutos antes, mientras me penetraba, Mac me había susurrado algo similar a una frase que Clyde le decía a Bonnie en la película, salvo que al parecer yo era la chica más sexy de las Midlands. No era Texas, claro, pero servía. Había soltado una risita y él también. Me sentía invencible, como si cabalgara sobre la cresta de una ola en una alegre tabla de surf y pudiera gritar cualquier cosa mientras estaba ahí arriba, sin riesgo.
—Podría intentarlo —respondió Mac, que estaba sentado, comiendo queso con galletas, con un vaso y una botella de vino tinto al lado. Un aperitivo después de follar.
—¿Cuándo?, ¿dónde? —quise saber—. ¿Cómo?
Él me pasó un dedo por el brazo, haciéndome cosquillas. Yo le robé una galleta y la devoré entera. Finalmente decidimos —después de más queso y galletas y otro revolcón entre las cálidas sábanas— que la única manera de vernos era regresando a Warwick. Mac podía fingir que necesitaba volver para hacer algún preparativo urgente para el trimestre siguiente; yo podía decirles a mi padre y a Marilyn que iba a encontrarme con un par de amigas para salir de noche en Coventry y que íbamos a alquilar habitaciones en la residencia. Al parecer era algo que hacía la gente durante las vacaciones de la universidad.
De modo que eso hicimos. Un día, a finales de julio, tras un mes dando vueltas por casa sin sentido, vagando por zonas comerciales y campos de maíz, esquivando a viejos amigos del colegio y estorbando a Marilyn (un estremecimiento), le robé cien libras de la lata del té (que usaba solo para sus cosas, es decir, para cremas y condones seguramente), me fui en tren a Londres, sobreviví a un asfixiante viaje en metro por la capital y luego abordé un tren rápido desde la estación de Euston hasta Coventry.
Mac me esperaba en la estación con su coche, un MG rojo. Me sentí como Audrey Hepburn; debería haber llevado un pañuelo en la cabeza y zapatos sin talón. Aunque llevaba unos tejanos con la pernera vuelta y una camiseta de los Lloyd Cole y los Commotions, Mac pareció complacido de verme. Llevaba gafas de sol y una fina camisa de cambray en la que casi se transparentaba el vello del pecho. Salimos zumbando con el coche como, bueno, Bonnie y Clyde.
El campus estaba desierto, sumido en un silencio absoluto, pero muy excitante, en cierto sentido. Se había convertido en una pequeña ciudad fantasma, la típica ciudad abandonada del Oeste. Dejamos el coche en el aparcamiento junto al centro médico, por si alguien veía el coche de Mac en Westwood y se le ocurría ir a su piso.
Dejé caer mi estrafalaria bolsa con estampado floral y él, su bolsa de cuero, y fuimos a Sainsbury y compramos comida para tomarla en la habitación de Mac: una botella de vino tinto para él y una de vino blanco del Rin para mí, unos sándwiches, patatas fritas, salsas para mojar, queso y galletas y tomates cherry. Salíamos riendo de comprar con las bolsas llenas cuando Mac soltó:
—Joder.
—¿Qué? ¿Cómo?
—El decano.
—¿Dónde?
—Allí.
El decano —Alistair no sé qué, una figura rechoncha con gafas redondas de carey al que solo había visto sonriente y miope en el Boletín Estudiantil— se encontraba a unos tres metros de nosotros, caminando deprisa desde los carritos hasta la caja como un escarabajo hinchado y metiéndose algo en el bolsillo de atrás. Nos escondimos tras una columna gris llena de rayadas, como en la escena de una comedia. Yo me agaché detrás de Mac, con la cabeza baja, aferrándome a él y riendo entre dientes. En definitiva, éramos Bonnie y Clyde, pero sin su aspecto increíblemente atractivo. Y dudo mucho que Bonnie se hubiera dejado ver con una botella en una bolsa de Sainsbury ni muerta. El decano tardó siglos en pasar por la caja. Debió de comprobar la cuenta, pedir recibo, todo. Por fin abandonó la caja, salió y giró a la derecha en dirección al sendero que conducía de vuelta al campus.
—¿Qué habría hecho él? —pregunté a Mac cuando me atreví a ponerme de nuevo en pie y a hablar—. Si nos hubiera visto, ¿qué le habrías dicho?
—Él habría saludado —respondió Mac, respirando con alivio—. Me habría preguntado qué hago aquí durante las vacaciones. Me habría pedido que te presentara. Habría intentado que pareciera evidente que él no estaba al tanto de que eres una alumna con la que tengo una aventura. Me habría llevado aparte para hablar conmigo. Me habría dicho que no se ve con buenos ojos, que mi reputación saldrá perjudicada a menos que seamos discretos, que no podía prometerme que no se llegara a saber... Nada bueno.
—Podría haber pensado que simplemente nos habíamos reunido para unas clases suplementarias —dije yo con unos claros ojos chispeantes.
—No estás en mi curso.
—Oh, sí, a veces se me olvida. —Sonreí.
—Pero no nos ha visto —dijo él—. Quiero mantenerte en secreto todo el tiempo que sea posible. Mi secreto, bajo mis sábanas. —Tenía la mirada perdida, extraviada—. Habría jugado con cartas marcadas. Las cosas se habrían vuelto muy incómodas. Difíciles.
—Yo también quiero mantener el secreto —contesté, aunque no estaba segura de que me gustara lo que decía Mac, que estuviera tan aliviado de que no lo hubieran pillado conmigo. Aunque yo también sentía alivio, habría sido agradable que él dijera que se hubiera mostrado desafiante, defendiéndome y luchando por mí hasta la muerte. Supuse que ese tipo de cosas solo ocurrían en las películas. Aun así... Percibí cierto tono de miedo, casi de cobardía, en Mac, que no casaba con la opinión que yo tenía de él—. Bueno, ¿qué hacemos ahora?
—Quedarnos aquí un rato. Esperar a que la costa esté despejada.
Escondernos de nuevo. Me habría gustado tener una gabardina y unas gafas oscuras.
—Me siento como una fugitiva —comenté, dejando a un lado la decepción que me había hecho sentir su alivio—. Qué emocionante.
—¡Solo tú podrías encontrarlo emocionante! —Mac puso los ojos en blanco y yo desempeñé mi papel soltando una risita y aferrándome otra vez a él. Nos quedamos por allí unos diez minutos y luego regresamos a Westwood. Yo iba mirando a derecha e izquierda, fingiendo sobresaltarme a cada momento y en general tocando las narices a Mac.
—¿Me he vuelto a meter la tarjeta en la cartera? —preguntó él, palpándose los bolsillos de atrás cuando doblábamos la última esquina—. No, ya me lo parecía. —Sacó la tarjeta del bolsillo de atrás derecho y la cartera del izquierdo. Al abrir la cartera, algo cayó revoloteando hasta el asfalto y yo lo recogí.
Era una foto. Una foto de una mujer rubia sentada en el extremo de un balancín, y el balancín estaba muy alto porque se veía la copa de un árbol detrás de su cabeza, y la mujer estaba riendo.
Yo no le había preguntado a Mac qué había hecho el día antes, ni lo que iba a hacer un día después. No pensaba decir nada sobre Helen. Pero allí estaba ella, y no era una insípida e insignificante intelectual con gafas, pelo hippy con raya en medio y un pañuelo alrededor de la cabeza. Era una rubia de anuncio de Timotei, con una larga melena lisa y un bonito flequillo que le caía sobre unos ojos grandes y serios (seguramente azules, o quizá verdes). Boca pequeña. Barbilla delicada. Y algo sorprendente. Una franja de piel más oscura sobre la nariz, una marca de nacimiento, una mancha, como el maquillaje de Adam Ant o la raya de un extraño y hermoso tigre. Oh, Dios, no solo era espectacularmente guapa, sino que además era asombrosa, irrepetible, única.
Sentí las primeras punzadas de desesperación. Era toda una sorpresa, a mil años luz de como yo esperaba que fuera Helen.
—¿Es Helen? —pregunté, tratando de adoptar un tono despreocupado. Tenía competencia.
—Sí —respondió Mac. Deslizó la foto en el interior de la sección de tarjetas de la cartera y luego se la metió de nuevo en el bolsillo.
—Es guapa —dije.
—Sí.
—Entonces, ¿qué haces conmigo?
—Helen es Helen y tú eres tú —replicó él, como si eso lo explicara todo en el universo entero y más allá.
Tuve que contentarme con eso. Me esforcé en recordar que a pesar de que había dicho que Helen era buena y cariñosa, también había dicho que a veces hacía que se sintiera pequeño. Me aferré a eso como se aferraría a una tabla de madera una mujer a punto de ahogarse; si Helen era mala en algún sentido, entonces yo podría ganar. Tenía que ganar. Así que, en un intento por aumentar mi confianza, me lancé a por todas; salté sobre Mac en cuanto volvimos a su piso, le abrí la camisa de cambray a tirones y le metí la mano por los pantalones.
—¡Eh! ¡Calma! —exclamó él, pero yo estaba empeñada en mi misión de anular a Helen, de adelantarme tanto a ella que se convirtiera en un mero punto en el horizonte, de hacerle el amor a Mac una y otra vez, solo con breves intervalos para beber vino y devorar ávidamente el queso y las galletas con rodajas de tomate, y así lo hice hasta que un sol diluido amaneció al día siguiente y un pájaro enorme empezó a piar frente a la ventana, provocándonos la risa. Mac se colocó una almohada sobre la cabeza y le gritó que parara.
—Déjalo, si no vendrá a picotearte —le advertí, tumbada y sumida en un abotargamiento poscoito, con las bragas a los pies de la cama—. ¿No te acuerdas de Tippi?
—A Tippi, seguramente, la estaban castigando —dijo Mac—. No creo que nos pase a nosotros, ¿no?
—No —dije, recordando al decano y su figura de escarabajo—. Todavía no. —Pegué a Mac con la almohada, todavía alegre, pero temiendo ya la despedida de después. Faltaban siglos para que llegara octubre y se iniciara el trimestre de otoño. ¿Cómo demonios iba a sobrevivir sin él tanto tiempo?
—Cuando volvamos a vernos, puede que lleve boina, como Faye Dunaway —dije, mohína, de pie junto a su coche en el aparcamiento del centro médico, tras arrojar mi bolsa al interior del maletero. Mac iba a llevarme a la estación y luego se iría a su casa. Volvería con Helen. Al parecer, yo solo podía ahuyentarla temporalmente, y eso lo odiaba.
—Estoy impaciente por verlo —contestó Mac—. Estarás monísima.
Nos dimos un beso junto al coche, instigado por mí, y luego Mac me indicó que nos metiéramos dentro para poder besarnos un poco más. Yo no soportaba la idea de que regresara a su casa, junto a su mujer, para pasar el resto del verano con ella, para procrear posibles bebés futuros, para apartarle el pelo rubio de los ojos y acariciarle la raya de tigresa suavemente con un dedo. Para hacer lo que fuera que dos intelectuales como ellos hicieran juntos: ¿el crucigrama de The Times? ¿Comer gambas con guacamole en cenas refinadas? ¿Asistir a cultas barbacoas con otros eruditos, y charlar sobre paradigmas y complejas visiones del mundo? Yo quería dejar una huella en él, una marca tan profunda que la notara todo el tiempo hasta llegar a octubre.
—¡Calma! —exclamó de nuevo, mientras yo me lo comía a besos.
—¡No! —dije.
Al final lo solté para dejar que condujera, y cuando llegamos a la estación tenía una nube de ira tan negra y enorme alrededor de la cabeza que fue sorprendente que ningún transeúnte alertara al servicio meteorológico. Quería mostrarme arisca y sentirme como una mártir. Quería demostrarle a él que estaba enfadada por tener que estar separados durante tanto tiempo, mientras él jugaba a las casitas y seguía un programa de sexo para procrear con otra mujer. Era infantil, pero me daba igual.
Me alegraba de lucir unos shorts muy cortos y una camisa ajustada anudada a la cintura. Me alegraba de mi pelo rizado y salvaje y gracioso, y de llevar demasiados botones de la camisa desabrochados al salir del coche. Quería tener un aspecto sexy y furioso y trágico y hermoso. Quería que él me viera así, a través de su prisma, su visor, ¡y quería que lo supiera!
—Adiós —dije, cerrando la puerta del coche con fuerza y luego el maletero, antes de alejarme. Tal vez fuera la mejor chica de las Midlands, pero desde luego yo no me sentía así.