Jimena
Los días siguientes fueron mágicos. Mientras nos escondíamos de todo el pueblo, éramos dos chavales de treinta años jugando a tener quince. Cualquier recodo nos valía para darnos un beso, cualquier momento entre horas servía para vernos. Él llegaba para ayudarme a seguir recogiendo la casa y al final nunca hacíamos nada, porque acabábamos con los labios enredados y las manos sobre la ropa. A veces se volvían más atrevidas e iban un poco más allá, pero nunca llegamos a acostarnos. Quizá porque queríamos saborear un poco más esos primeros momentos, tal vez por temor a que el sexo lo convirtiera en algo mucho más serio y nos llevase a plantearnos preguntas que no sabíamos si seríamos capaces de contestar. En cualquier caso, yo ya lo deseaba con todas mis fuerzas.
Solo esperaba que, en esa noche de fin de año, tan única, acabásemos llevando nuestra relación un paso más allá. Me daba igual lo que sucediera después. Si él se iba a Canadá o no. Si me quedaría o regresaría a la ciudad a continuar con esa vida que ya sentía que no era mía. En cierto modo me parecía que una parte de mí nunca se había ido de Cuatro Estaciones. Que, aunque sin mis padres, ese lugar era tan mío como suyo. Empezaba a estar dividida; y cuanto más me ataba a Rodrigo, más me ataba también a aquel lugar. La nieve seguía cubriéndolo todo, haciendo la vida a veces difícil, aunque más hermosa a la vez, porque los tiempos se ralentizaban. Los coches iban más despacio por las calles, los suministros tardaban más en llegar y el teléfono seguía sin funcionar. En las noches cerradas no se veía un alma en las calles; por la mañana, la gente salía a limpiar las puertas de sus casas, las plazas... a hacer que el pueblo fuera transitable. En las tardes, el fuego de la chimenea siempre se avivaba y el aroma del café y los pasteles lo llenaba todo, haciendo las largas horas más cortas que nunca.
Nos reunimos con los amigos, con sus padres... Fuimos al lago helado a patinar, al mercado a comprar castañas, al pequeño cine a ver una reposición de Un cuento de Navidad. Eso de que Merche adorase las películas navideñas empezaba a ser contagioso. Fue divertido fingir que solo seguíamos siendo amigos, buscar los momentos.
Y al fin, Nochevieja llegó. A eso de las siete, anunciaron que habían arreglado el repetidor y pude llamar a Sonia. Se llevó una gran sorpresa.
—¡Perdida! ¿Cómo estás? —dio un grito.
—Ahora mismo: sorda.
—Perdón. —Rio—. ¿Todo bien por allí? Estoy deseando verte.
—Muy bien, la verdad. —Le hablé de lo que había hecho con mis amigos, de que me estaban ayudando mucho, especialmente Rodrigo, y de que había sido muy bien recibida por todos—. Estoy pasándolo mejor de lo que creía.
—¿Ves? Te dije que todo iría bien, y ya sabes que, como Escorpio que soy, tengo poderes de vidente.
—Ya, claro, va a ser eso. Pues bien podrías haber previsto que iba a caer una nevada que me dejaría incomunicada.
—No has estado incomunicada, las carreteras funcionaban, que lo vi en las noticias. Solo te has quedado sin móvil, dramática. Oye... —El silencio que dejó me hizo sospechar que venía una pregunta incómoda—. Pasas mucho tiempo con Rodrigo, ¿no?
Era imposible que pudiera mentirle. Lo primero, porque odiaba las mentiras y no me lo perdonaría; lo segundo, porque tenía tantas ganas de hablarle de él a alguien que lo que guardaba me salió a borbotones. Le di pelos y señales de nuestra relación, mientras ella soltaba comentarios de lo más salvajes. Sonia era así y así la quería.
—Qué bonito. Es casi como una película de Navidad... Vuelves al pueblo y tu amor de adolescencia sigue allí y os liais.
—No es mi amor de adolescencia.
—Pero porque tú estabas muy ciega con ese imbécil.
—Lo estaba, sí. Demasiado, ni siquiera me di cuenta de lo que Rodrigo sentía por mí. Seguro que le hice mucho daño.
—Hombre, lo tenías en la friendzone. Eso es peor que golpearse el dedo chico del pie con un mueble.
Suspiré apenada.
—No te pongas mohína, que lo que pasó, pasó —dijo con voz de pilla—. No creo que se acuerde del dolor de la adolescencia. Ahora más bien le dolerá otra cosa después de tantos días liándoos y sin pillar más cacho que unos besos. ¿Qué tenéis, quince años? Dime que al menos le has...
—¡Para, para! No. No le he hecho nada. No sé. Nos estamos conteniendo.
—Supongo que luego os cogeréis con más ganas. Esta noche ponte bragas rojas.
—No tengo bragas rojas aquí, Sonia.
—Pues es Nochevieja. Si no te pones unas bragas rojas te irá fatal en el amor el resto del año.
—Me las pongo todos los años y me va fatal. Igual debería llevarle la contraria a la tradición. Usaré las más feas que tenga.
—No, por favor. ¿Y si os vais a la cama?
—Mira, Sonia, si nos vamos a la cama, no me van a durar mucho. Además, creo que tengo unas que le gustarán. Si es que me están bien...
Fui corriendo a mirar en uno de los cajones de mi cómoda. Allí seguían las bragas de Snoopy que las chicas me habían regalado por mi diecisiete cumpleaños. Además de algodón tenían algo de elastano, así que seguro que me cabían, aunque llevase medio culo fuera. A mis amigas se les ocurrió dármelas delante de toda la pandilla y pasé una vergüenza terrible. A los dos días, Rodrigo llegó con unos en versión masculina y los presumió como si nada. Ahora empezaba a entender muchas cosas.
—¿Qué tramas? —preguntó Sonia.
—Espera, que te mando una foto.
Me las puse y, efectivamente, se me salían las nalgas, pero me daba igual. Estaba graciosísima con ellas.
Cuando Sonia vio la foto, la escuché carcajearse.
—Dios santo, menudas pintas. Si Rodrigo, cuando te vea, no sale corriendo es que es amor de verdad. ¿Seguro que no quieres ponerte algo de lencería?
Reí también, con un pellizco en el estómago ante la perspectiva de un encuentro aquella noche.
—Sí, me pondré otra cosa, pero estas se las pienso enseñar.
—Muy bien. Unas de encaje, bien pequeñas.
Rebusqué en la maleta mientras continuábamos con la conversación.
—Oye, Sonia, tú librabas en Reyes, ¿no? —Cuando me dijo que sí, agregué—: ¿Por qué no te vienes unos días?
—¿Estarás allí hasta entonces? Calla, para qué pregunto, si tienes compañía, claro que lo harás. No sé, Jimena, tú sabes que el frío y yo...
—Hay dos guardias civiles que están buenísimos. Sobre todo Marín, ese te va a encantar. Menudos ojazos tiene.
—Manda ubicación inmediatamente, el día 3 estoy allí y me quedo contigo hasta el 6.
—Eres de previsible... —Estallé en carcajadas—. Venga. Y, ¿puedo pedirte un favor? Igual es un poco tarde, pero ¿podrías pasarte por la tienda de discos y pillar, si es que está, el vinilo de The Cure que vimos? El 6 es el cumpleaños de Rodrigo y quiero regalárselo.
—Iré el 2 a la tienda. Si no está ese...
—Te mando una lista.
—Vale. ¡Pásatelo bien esta noche!
—Tú también. No bebas mucho.
—Tarde —dijo entre risas.
Nos mandamos unos besos y colgamos. Apenas quedaban dos horas para la cena en casa de Rodrigo y él pasaría a buscarme en una hora y media, así que tras hacerle una lista de posibles regalos a Sonia, me vestí a toda prisa. Había estado con Merche en la boutique del pueblo, regentada por Marta, una compañera del instituto a la que me alegré mucho de ver. Me había comprado algo apropiado: un traje rojo de terciopelo, bastante corto, con manga a la sisa y escote cerrado. Era ciertamente precioso y me iba que ni pintado. Las medias de fantasía tenían brillitos y eran calentitas por dentro, así que podría aguantar la noche, mientras que no saliéramos a la calle. Acababa de ponerme los pendientes y de retocar el maquillaje cuando llamaron a la puerta. Fui a abrir a toda prisa, casi tropezando, y cuando lo hice y vi a Rodrigo al otro lado, con un abrigo de paño negro, entreabierto, bajo el que se advertían pantalones de pinza, chaleco y camisa, casi me desmayo. A pesar de que iba muy arreglado, no perdía el rollo rockero de siempre. Y su cabello estaba igual de bonito y despeinado.
—Guau —soltó él, contemplándome de arriba abajo.
—Eso digo yo —dije, haciendo lo mismo.
—Estás increíble. —Miró a un lado y otro de la calle y, al ver que no había nadie, se pegó a mí para plantarme un beso de esos que dejan sin aliento. Acabé con el cuerpo pegado a la pared del recibidor y él contra mí, mientras sus manos ascendían desde los muslos a la cintura, sobre el vestido—. Y esta tela es muy suave.
—Lo sé. —Atrapé el labio inferior de él entre los dientes y tiré un poco—. ¿Te gusta?
Soltó un resoplido que hablaba de un deseo contenido por demasiado tiempo.
—Me gustas toda tú, Jimena. —Acercó sus labios a mi oído y susurró—: ¿Pasarás la noche conmigo?
Ante ese gesto tan sugerente, ante la calidez de su voz y de su aliento tan cerca de mi cuello, mi cuerpo contestó por mí, con un sinfín de sensaciones. Algunas incluso se hicieron bastante notables, como la dureza de mis pezones o el suspiro que solté.
—La noche y lo que tú quieras —dije.
Él me tomó el rostro entre las manos y, mirándome a los ojos, volvió a susurrar.
—Entonces tendrás que quedarte para siempre.
Me besó de nuevo. Y fue tan profundo que me arrancó un gemido. Al momento se separó de mí.
—Vámonos o no llegaremos a las uvas.
Solté una leve risa, fui a buscar unas botellas de cava que llevaba para sus padres y lo cogí de la mano.
Llegamos a la casa de los Cortés, en cuya mesa no faltaba un detalle. El ambiente era precioso, festivo, con infinidad de dorados y rojos. Para ellos había pavo y, para nosotros, Rosa había hecho seitán. Que tuviera ese detalle me hizo muy feliz.
La cena fue maravillosa, pues no faltaron risas y conversaciones animadas. Rodrigo, sentado a mi lado, aprovechaba cualquier despiste de sus padres para acariciarme la pierna por debajo del mantel o para lanzarme un guiño, y yo no me quedaba atrás. Para cuando llegó el momento de la medianoche, mis ganas de él eran ya incontenibles.
Como era costumbre en el pueblo, nos juntamos con el resto de los habitantes en la plaza ante el reloj del ayuntamiento, para ver juntos las campanadas. La gente iba cargada de bebida y comida, porque después había un pequeño cotillón en el salón de actos. Tras saludarlos a todos y juntarnos con Alejo, Merche, Inés y los demás, nos congregamos con las doce uvas de la suerte, peladas, metidas en unos pequeños cuencos de cristal, y el cava preparado para brindar. Don Pascual y la alcaldesa hacían de presentadores. Él, con su impecable sotana; ella, con un estupendo vestido de noche. Tomar las uvas siempre me ponía nerviosa, porque no era capaz de comerlas todas. No obstante, las primeras cuatro fueron bien, pero miré de reojo a Rodrigo y lo vi con los mofletes llenos, cual ardilla, y rompí a reír. A él se le contagió y acabó escupiéndolas mientras se tapaba la boca con la servilleta. Nos fue imposible comer más. Aunque en ningún momento pensé que la suerte de ese año se nos había esfumado, porque teniéndolo a él eso no era posible.
—Feliz año nuevo, Jimena —dijo mirándome con cariño, cuando conseguimos reponernos.
Le tendí una copa de cava, sosteniendo otra para mí.
—Feliz año nuevo, Rodrigo. —La alcé.
Brindó conmigo y después bebimos, con la mirada fija en el otro y una sonrisa en los labios.
—¿Os vais a besar de una vez? —soltó Alejo, de repente.
—¿Qué? —Casi espurreamos el cava.
—Que si os vais a dejar ya de tonterías y a daros un beso en condiciones —insistió Inés.
—¿Y por qué íbamos a besarnos nosotros? —pregunté, tras un carraspeo.
Rodrigo se frotó la nuca mientras bebía, para disimular.
—¡Porque lleváis juntos desde Navidad! ¡Que lo sabe todo el pueblo!
—No es verdad.
Alejo tocó en el hombro de Maite, la frutera, que andaba cerca.
—Señora Maite, ¿a que estos dos están liados?
Ella nos miró de arriba abajo y asintió.
—Don Pascual ya me dijo el otro día cuando vino a por unos tomates que igual teníamos boda en el pueblo, fíjate.
Quise que me tragara la tierra. Ella volvió a sus cosas y Rodrigo, tras soltar una risa feliz, dijo:
—Pues sí. Estamos juntos.
Noté que Merche lo miraba ceñuda. Y me extrañó, pero igual es que era a la única a la que la había pillado de sorpresa. No dije nada, porque él ya me había cogido de la mano, entrelazando los dedos con los míos, y me había atraído hasta pegarme a su cuerpo. Nuestros amigos soltaron unos silbidos y la mayor parte del salón nos miró.
—¿Quieres que te bese? —Su boca estaba muy cerca de la mía.
—Quiero.
Y me besó.
Los silbidos se hicieron más intensos y hubo hasta quien aplaudió.
—Ya era hora —escuché decir a Alejo—. Lleva años loco por ella. ¡Años!
Cuando separamos los labios rompí a reír. Estaba siendo de lo más raro ser el espectáculo del pueblo, pero a la par muy divertido. Nos abrazamos, con fuerza, y después fuimos a bailar con nuestros amigos los grandes éxitos de las verbenas. Tremenda coreografía nos marcamos de Paquito el Chocolatero.
Poco a poco, algunos vecinos se fueron, aunque siempre quedaba quien tenía ganas de fiesta. Los padres de Rodrigo se marcharon sobre las cinco y, cerca de las siete de la mañana, después de haber comido unos churros y un chocolate con nuestros amigos, cortesía de Inés, nosotros también los dejamos.
—La noche ya ha pasado, pero ¿y la mañana? ¿Querrías pasarla conmigo?
—La respuesta sigue siendo la misma, preguntes cuando preguntes.
Me besó en la mejilla, apretándome la mano.
—¿Vamos a tu casa? Ya sabes que mis vecinos son mis padres...
—¿Y no quieres que escuchen las cosas que vas a hacerme?
—Exacto. —Rio—. Aunque siempre puedo llevarte al mirador como si fuéramos adolescentes.
—Eso mejor mañana. —Tiré de él y enfilamos en dirección a mi casa—. Hoy quiero tenerte frente a la chimenea. No sabes lo guapo que estás cuando hay un fuego cerca.
Se mordió el labio inferior y soltó un suspiro.
—Menos mal que vives a dos calles.
—Menos mal.
Me besó en la mejilla y seguimos el camino. No sé en qué pensaba él, pero yo no podía dejar de imaginarlo sobre mí, arrancándome el vestido y haciéndome suya.