Capítulo 13

Jimena

Las horas junto a Rodrigo no podían ser más maravillosas, pero después de la pausa del día de Año Nuevo, en el que apenas salimos de nuestro nido de amor para ir a comer con sus padres, regresó la rutina. Él tuvo que ir a la oficina. Internet había regresado, había muchas gestiones pendientes que no podía demorar. Y yo... Yo me sentí un poco extraña. No quería seguir guardando las cosas en cajas, ni tampoco deshacerlas. Miraba el móvil preguntándome si sería prudente hacer una llamada a la inmobiliaria para decirles que me echaba para atrás. Que le devolvería la entrada a los futuros compradores e incluso una compensación, no me importaba. Ya me sentía de nuevo atada a este lugar y venderlo me parecía un crimen; sin embargo, a la par, no hacerlo sería como dar un paso definitivo hacia un cambio en mi vida. Y me aterraba. Estaba dividida.

El día 2, después de desayunar con él, tras una noche en la que dormimos poco, pues vimos una película romántica navideña hasta las tantas y después nos entretuvimos con algo igual de dulce entre las sábanas, decidí salir a dar un paseo. Compraría algo en la pastelería, algunos regalos de Reyes en el mercado de Navidad y, en definitiva, me despejaría.

Estaba cruzando la plaza cuando Sonia me llamó.

—¿Qué tal te fueron las bragas? —fue lo primero que dijo. La voz llegó acompañada del ruido de los cláxones y el ambiente del tráfico de la ciudad.

—Duraron poco, si es lo que preguntas. —Me senté en uno de los bancos que quedaban al resguardo en los soportales de la plaza del pueblo.

—Así me gusta. Las bragas están sobrevaloradas, la verdad. —Mientras me reía, repuso—: ¿Fue todo bien con él?

—Todo bien. Aunque...

—Uy... Eso suena mal.

—Sí, Sonia, es que él me gusta muchísimo. Bueno, lo quiero, y querría estar con él mucho más, pero ha recibido una oferta para irse a Canadá.

—¿Has dicho que lo quieres? —comentó con retintín.

—Canadá, céntrate.

Soltó un suspiro cansado.

—Sí, vamos a hablar de lo menos interesante.

—Hay más cosas aparte del salseo romántico.

—Está bien. ¿Cómo se va a ir a Canadá? ¡Con el frío que hace allí!

—No creo que haga más que en este pueblo. —Ese día iba tan abrigada que solo se me veían los ojos y aun así estaba helada—. Cuando me lo dijo, no quise pensar mucho en ello porque no sabía qué iba a hacer con mi vida y tampoco podía irrumpir en la suya de repente y pedirle que se quedase para intentar algo conmigo, pero después de estos días juntos... Sonia, él es...

No tenía palabras para describir lo maravilloso que era.

—Lo sé. Has dicho que lo quieres y te lo noto en la voz. Estás feliz como hacía tiempo que no.

—No sé si quiero que se vaya.

—Pero ¿cuándo se va?

—Ni idea. Supongo que tardará un tiempo, esas cosas no son de un día para otro.

—Habla con él, Jimena. Igual no quiere marcharse. Por lo que me has contado de él está muy unido al pueblo y a sus padres. Y si ahora estás tú... Aunque...

—Otra vez un «aunque». Dime, estoy preparada para lo que sea.

—Regresarás a la ciudad, ¿no?

Dejé pasar unos segundos antes de contestar.

—No lo sé. Si comparo la vida que tengo allí con la que podría tener aquí, esa se me hace muy cuesta arriba.

Ella también tardó en hablar.

—Pero tu trabajo está aquí, Jimena. Y en la empresa te va bien.

—Podría ser freelance, trabajar por internet.

—Como funciona tan bien allí...

—Parece que quieras empeñarte en que no me quede.

—No, Jimena, solo pongo los pies en el suelo porque tú, con esto de que te has enamorado, parece que los tienes en las nubes. Pese a que Rodrigo se quedase allí, tienes que seguir trabajando. ¿O me vas a decir que de repente quieres dedicarte a plantar tomates?

—Lo que quiero es dedicarme a ser feliz y está claro que allí no lo soy.

—Eso es verdad. Aunque tampoco pensé que lo serías en el pueblo, después de lo mucho que has ignorado ese lugar.

—Yo tampoco, Sonia. Te juro que no estaba planeado.

—Eso lo doy por sentado. Pero así eres tú, muy de tirar del corazón —suspiró de nuevo—. Bueno, hagas lo que hagas, te apoyaré.

—Lo sé, y te lo agradezco.

—A ver, ya lo hablaremos con calma mañana cuando llegue, ¿vale? No le des muchas vueltas. Te he llamado para decirte que ya he comprado el vinilo. Me he tenido que pelear con un tío por él. Le he perdonado que quisiera quitármelo porque iba de uniforme y estaba buenísimo, si no... —Se oyeron unos pitidos—. Oye, te dejo, que tengo que arrancar ya y sabes que me pone nerviosa conducir con el manos libres.

—Vale, cariño. Te espero mañana.

—Sí, ¡nos vemos!

Nos dijimos adiós y colgamos. Me quedé sentada en el banco, reflexionando sobre las palabras de Sonia, y en ello estaba cuando vi un cochazo negro aparcar en la puerta del ayuntamiento. Solo los coches oficiales podían quedarse ahí, así que me imaginé que era de alguien importante. Entonces, un chico trajeado, joven y muy atractivo bajó de él y se me acercó.

—Perdona, me he perdido. Estoy buscando la oficina de Rodrigo Cortés. —Tenía acento francés, pero hablaba perfectamente español, y el traje que llevaba debía de costar una fortuna.

—Sí que estás perdido, pero no te preocupes, yo te guío. —Sonreí amable y me puse en pie para darle indicaciones.

Él me lo agradeció y se marchó de regreso al coche. Apenas lo había arrancado cuando escuché una voz a mis espaldas.

—Es guapo, ¿eh?

Me giré y vi a Merche.

—Sí. Aunque me gusta más Rodrigo.

—Eso espero, porque a ese le he echado ya el ojo yo. —Rio.

—Todo tuyo. —Me reí también—. Oye, ¿qué tiene que ver con él? Ha preguntado por su oficina.

—Es el tío de la multinacional canadiense. El representante en España. Ha estado por aquí un par de veces. Y es bastante majo, la verdad. Supongo que Rodrigo te habrá hablado de la oferta que le han hecho para trabajar fuera. Buscan expertos en silvicultura.

—Sí, algo me dijo. Aunque no hablamos mucho del tema.

—Pues imagino que el guapo del traje está aquí para que le dé una respuesta. Si le dice que sí, se iría el día 7, porque tiene que estar en el puesto el 10. Por eso me extrañó que en Nochevieja dijera que estabais juntos, con esa decisión, como si fuera algo muy serio.

—¿Qué? —Abrí los ojos al extremo—. ¿El día 7?

—Sí. —Se llevó la mano a la boca—. Mierda, no sabía que no lo sabías.

—No. Y no esperaba que fuera tan pronto. El día 7 es ya, como quien dice. Pensé que tendríamos más tiempo para valorarlo, para ver cómo estábamos. —Me froté la frente, agobiada—. Pensé que...

—Pues, Jimena, sinceramente, si alguien se plantea pirarse a Canadá, da igual que sea en dos meses que en dos semanas o en dos días. Se va. Y no es que esté ahí al lado.

—Lo sé, lo sé.

Chasqueó la lengua, apenada, y me puso la mano en el brazo, apretándomelo.

—Entonces lo vuestro de verdad no es cosa de unos besos por Navidad, ¿no?

—No lo siento así, al menos. Pero, como le dije a mi amiga Sonia, no puedo llegar a su vida después de catorce años y decirle cómo y dónde tiene que vivirla, así que le daré tiempo para que tome la decisión que tenga que tomar.

Me hice la dura delante de ella porque no quería que corriese a ver a Rodrigo y lo influenciase. No quería arruinar su perspectiva de un futuro lejos del pueblo. Él nunca había salido de allí, salvo para ir a la universidad, una vivencia que se le cortó de golpe. Se había hecho cargo de la empresa de sus padres, responsable como ninguno, sin grandes viajes a lugares lejanos. Merecía vivir esa experiencia y solo él tenía que decidir qué camino tomaba. No obstante, que racionalizase así la situación no significaba que no me doliera. Me afligía perderlo después de haberlo vuelto a encontrar. Lo quería. Muchísimo. Mis sentimientos por él habían crecido en muy poco tiempo, quizá porque siempre estuvieron ahí.

Merche y yo nos abrazamos, y después tomamos juntas un café, sin volver a tocar el tema. Cuando regresé a casa y coloqué la compra en la cocina, me senté frente a la chimenea y el miedo a la ausencia de Rodrigo me quebró.

Había regresado al pueblo para volver a perder algo que siempre estuvo allí. No sabía si podría soportarlo y mi cuerpo me dio la respuesta, pues rompí a llorar.

Temblaba porque su vida y la mía volverían a separarse. Y yo no quería.