Capítulo 14

Rodrigo

Escuché llegar un coche y cuando me asomé por la puerta reconocí el vehículo de Mathieu. Maldije en voz baja, pues con las fiestas y Jimena se me había olvidado por completo su visita. A pesar de ello estaba tranquilo, por fin tenía una respuesta que darle y me encontraba seguro al cien por cien.

Salí a recibirlo, iba impecablemente vestido y sus zapatos parecían dos espejos de lo brillantes que estaban. Mi cabeza tuvo a bien compararlo conmigo, con los pantalones de montaña, la camisa de cuadros y las botas llenas de nieve derretida y barro.

—¡Feliz año, Rodrigo!

Siempre me había hecho gracia cómo sonaba mi nombre dicho por él. A pesar de que el acento francés era muy leve, las erres seguían siendo sutiles y delicadas.

—¡Feliz año, Mathieu! —respondí sonriendo—. Te diría si quieres dar una vuelta y ver el terreno, mientras hablamos, pero veo que no estás preparado.

—Tengo el calzado adecuado en el maletero si es lo que quieres.

—No, no pasa nada, tenemos temas importantes de que hablar y es mejor tratarlos frente a frente en una oficina.

Pasamos al caldeado despacho y sus mejillas parecieron revivir. Sonreí: para ser canadiense no llevaba bien lo del frío.

Se quitó el abrigo y pude ver un traje de alta costura. Me obligué a parpadear dos veces y retirar la mirada, estaba escaneándolo como Merche la primera vez que lo había visto. Reprimí una carcajada al recordar su cara de asombro, como si Henry Cavill acabara de bajarse del vehículo.

—¿Quieres un café?

—Te lo agradezco. Menudo frío hace en este pueblo.

Fui a la cafetera mientras iniciaba una conversación casual. Había asuntos serios que tratar, pero tampoco era necesario ser descortés.

—Y lo dice el de Canadá —dije riendo y él me miró divertido.

—Solo soy medio canadiense. Mi madre es española, valenciana para más señas.

—Claro, por eso hablas tan bien español.

Sonrió orgulloso por el piropo. Sabía, por el contacto que habíamos tenido, que era muy perfeccionista y se tomaría esas palabras como lo que eran, un halago.

—Gracias, me esfuerzo mucho en que se me entienda correctamente. Y en pronunciar bien. Soy el representante en España de la compañía y su imagen depende de mí. Tiene que ser impecable.

—Pues te puedo garantizar que, según mis vecinas, cumples con tu cometido.

Soltó una carcajada.

—Gracias.

Le acerqué la taza humeante y el azúcar, él las aceptó amablemente. Nos sentamos en el viejo escritorio y por un momento observamos en silencio cómo nevaba.

—Es un lugar precioso. ¿Te puedo hacer una pregunta que nada tiene que ver con el trabajo? —dijo mirándome, y yo afirmé con la cabeza a la vez que daba otro sorbo—. ¿Todas las mujeres son igual de directas aquí?

Casi le escupo el café encima. Me tapé la boca con una servilleta y, carraspeando para recuperarme, dije:

—¿Por qué lo preguntas?

—He vuelto a encontrarme con esa chica —chascó los dedos—, ¿Megché?

Madre mía, si ella hubiera escuchado su nombre pronunciado de esa manera, se iba a enterar el canadiense de lo que era ser directa.

—Así se llama, sí. Y no, no hay nadie como ella, te lo puedo asegurar.

Media sonrisa se le dibujó en los labios antes de asentir y seguir tomándose el café.

La reunión fue mucho más corta de lo esperado. Mathieu era un hombre directo y profesional, no se andaba por las ramas y entendió los puntos expuestos. Nos dimos la mano, sellando el pacto, y se marchó prometiendo que pronto tendría nuevas noticias suyas. Cuando consulté mi móvil tenía doce llamadas de Merche. Aterrado por lo que podría haber pasado, la llamé:

—¿Estáis todos bien?

—Nosotros sí, pero a ti te voy a cortar la cabeza un día de estos. ¿Por qué tienes el móvil en silencio?

—Estaba en una reunión importante.

—Lo sé, con el canadiense... y Jimena también está al tanto.

—¿Jimena?

—Sí, Mathieu se perdió y en lugar de ir a verte acabó en la plaza y se encontraron. Me dijo que le hablaste del asunto de Canadá, pero no de que si decías que sí a la oferta te ibas el día 7. Rodrigo, dime por lo que más quieras que no estás jugando con ella.

—Te juro que no. Te dejo, tengo que hablarle.

—Así me gusta. Ve con cuidado, no quiero cargar con un accidente sobre mi conciencia. Ah, y dile al canadiense que si quiere calentarse...

—Adiós.

Colgué porque para escuchar salvajadas subidas de tono ya tenía a Alejo. Cogí el coche y, respirando profundamente para calmarme, me puse en camino a casa de Jimena.

Suerte que el trayecto me lo sabía de memoria, pues fueron los peores instantes de mi vida. No quería imaginar la de cosas que le habrían pasado por la cabeza. Llamé con energía a la puerta. Estaba a punto de estallar. Necesitaba verla y tranquilizarla, abrazarla y jurarle que todo iba a ir bien.

Cuando abrió la puerta sus ojos enrojecidos me confirmaron que todo lo que había pensado era real.

—¿Has venido para decirme que te vas a Canadá? —me dijo con voz entrecortada.

Incapaz de decir nada en ese instante la abracé. Se ocultó en mi pecho, sollozando, e intensifiqué el abrazo agradeciendo internamente que no me rehuyera.

—No me voy —murmuré pegando los labios a su frente—. No me voy, nada me va a apartar de ti.

Pareció liberarse de un peso enorme, como si pudiera respirar después de mucho tiempo. La entendía, porque así me había sentido yo al hablar con Mathieu.

Se separó un instante de mí y me miró a los ojos.

—¿No? —Contuvo el aliento.

—No. —Retiré un mechón de su pelo que se había descolocado, y lo puse con cariño tras la oreja—. Quiero quedarme aquí y apostar por lo nuestro.

—Rodrigo, no puedes tomar esa decisión solo por mí.

—Sí puedo. Pero si te tranquiliza te confirmaré que no es solo por ti. Vamos a sentarnos y lo hablamos tranquilamente.

Así lo hicimos, tomamos asiento frente a la chimenea y, con sus manos entre las mías, mirándola a los ojos le hablé de todas las dudas que había tenido en los últimos meses.

—La oferta es de las mejores, buen puesto, mejor sueldo y genial ambiente de trabajo, pero Canadá está muy lejos. Si esto hubiera pasado hace unos años, habría aceptado sin dudar, solo por la experiencia, por alejarme de aquí y saber, igual que tú o Alejo, qué es vivir en una gran ciudad —expliqué—. Ahora, ya no quiero eso. Antes de tu llegada tenía algunas dudas, porque renunciar significaba cerrar definitivamente la puerta a esa vivencia. Sin embargo, estos días contigo me he dado cuenta de que no la necesito. Nací aquí, en Cuatro Estaciones, y no necesito irme a siete mil kilómetros para sentir que mi vida está realizada. Tengo un buen trabajo, es tranquilo y mi gente está siempre cerca. Todas las razones por las que dudaba han sido multiplicadas por un millón contigo. —Acerqué sus manos a mis labios y las besé sin apartar la mirada—. Como te he dicho, quiero apostar por nosotros.

—Pero...

—Lo sé, tu vida está en la ciudad, son solo unas horas de distancia de aquí. Aunque no es lo mismo, ni de lejos, podremos organizarnos, de verdad que sí. Lo voy a intentar con todas mis fuerzas porque eres lo más importante de mi vida.

La vi sonreír con dulzura y entonces saltó a mi cuello, me hizo perder el equilibrio y caí de espaldas sobre la alfombra.

—He pasado tanto miedo. Cuando Merche me ha dicho quién era ese trajeado...

—Lo sé, por eso, en cuanto he sabido que lo habías visto, he venido corriendo. No podía dejarte con esa duda ni un segundo más.

—¿De verdad has renunciado a ese futuro?

—Sí, y se me ha abierto otro. Porque cuando le he dado el no, Mathieu me ha propuesto seguir trabajando con ellos, pero en la distancia. Dicen que mis conocimientos son muy valiosos y que quieren contar conmigo sea como sea. Como mucho tendría que hacer algún viaje a Madrid, algo puntual.

—Madrid es una ciudad preciosa. Podría acompañarte y veríamos algún musical.

—Sería una escapada romántica perfecta —aseguré guiñándole un ojo y haciéndola reír.

Nos abrazamos de nuevo, y tras unos segundos, ella me miró con cariño.

—Entiendo lo que sientes por este lugar. Cuatro Estaciones vale más que todo el dinero del mundo. Y sería bonito poder formar aquí una familia. Tener un hogar. Y yo... yo tampoco quiero irme.

La miré con una ilusión infinita. El corazón se me aceleró incluso más.

—¿No?

—¿Cómo iba a irme si aquí me he sentido más viva y querida que en mucho tiempo?

—Es que no debiste marcharte nunca.

—Lo sé, pero a veces para encontrar el camino solo tenemos que perdernos un poco.

Jimena sonrió, la sonrisa más hermosa que le había visto nunca, y posó en mis labios un beso dulce, lleno de esperanzas. Ese beso habló de una vida juntos, del deseo de construir poco a poco nuevos recuerdos que brillarían al amparo de los que ya teníamos. Todos bellos e increíbles.

Estar con ella entre los brazos y no besarla o acariciarla era una tarea imposible. Localicé con las manos el final del suéter y las introduje buscando la suavidad de su piel. Era un día de cerrar tratos y el nuestro lo haríamos de la forma más placentera.