Jimena
Dicen que cuanto más deseas algo, más dulce se siente el momento en que lo obtienes. Y pude jurar que es verdad. Porque nada deseaba más que tener a Rodrigo en ese instante, y cuando entre besos andamos el camino hacia mi dormitorio me sentí en el cielo.
Al pie de la cama, nos fuimos despojando de la ropa, despacio. Primero cayó su abrigo, que ni siquiera se había quitado por las ganas con las que nuestros labios se habían encontrado, sin pensar en nada más. Después, a la par, nos quitamos los jerséis. La calidez de las camisetas interiores nos rozó los dedos transmitiéndonos una sensación muy reconfortante. Pero por más que lo fuera, nada se podía comparar al tacto de la piel, y pronto la buscamos bajo la ropa, colando las manos, hasta hacerla volar lejos. Besé el cuello de Rodrigo, descendiendo hacia el pecho, lentamente. Con cada beso, él soltaba un leve gemido: mi boca tenía el don de volverlo loco con apenas un roce y, mis manos, que se aferraban a su espalda, dejaban también caricias que lo estremecían. Las bajé, buscando el trasero que, firme, aún quedaba bajo el pantalón, no por demasiado tiempo, pues mientras él, con delicadeza y acierto, me quitaba el sujetador, yo le saqué el cinturón. Fue a parar contra el espejo de pie de la habitación de las ganas con la que lo había lanzado, y él se rio.
—¿Es que quieres siete años de mala suerte? —preguntó.
—No creo que estando contigo tenga nada de eso. Tú eres mi amuleto de la suerte. —Sonreí, y él correspondió a mi gesto con otro idéntico. Su sonrisa era tan hermosa que estuve mirándola unos segundos. El tiempo justo para que él volviera a pegar los labios a los míos, a acariciarlos con la lengua para introducirla después buscando la mía. Y se la di. Quería darle todo de mí y tener todo de él.
Botón a botón, quise ganarle la batalla al pantalón. Entretanto, Rodrigo tomó mis pechos entre las manos y rozó los pezones con las yemas de los dedos, para después jugar con la lengua a arrancarme gemidos.
—Me encanta oírte hacer eso —dijo, alzando la mirada hacia mí.
—¿El qué? —lo desafié con picardía.
Estiró las comisuras de los labios y, como si fuera su único propósito de vida, volvió a hacer suyos mis pechos, dándome más que decir entre gemidos, y es que suspiré su nombre y le dije lo mucho que me gustaba. Estaba a punto de deshacerme del pantalón cuando él se inclinó un poco: había algo que quería hacer primero. Bajó con la lengua hacia el ombligo, y besó cada retazo de piel a su alcance.
—Eres tan hermosa —susurró, derritiendo con sus palabras cualquier pudor.
Continuó bajando, hasta quitarme el resto de ropa, salvo las bragas. En esas se detuvo un poco más, haciéndome sufrir, mientras paseaba los dedos por la cinturilla y las hacía descender un poco, lo justo para besarme en algún lugar nuevo. Enredé los dedos en los mechones de su pelo y eché un poco la cabeza hacia atrás, sintiendo un inmenso placer. La calidez de sus labios y la cercanía de estos a mis partes más íntimas me apremiaban a tenerlo, me humedecían. Tal vez por el amor que ya nos unía o por lo segura que me sentía a su lado, no le costaba demasiado ponerme a mil. Bastaba incluso una mirada pícara, una palabra subida de tono, para que me tuviera a sus pies.
Y para él también parecía fácil rendirse, porque cuando terminó por bajarme las bragas, hacerlas a un lado y besar después despacio el pubis, acabó entre mis piernas, en la cama. Con la lengua me llevó al orgasmo, mientras sus manos me acariciaban: los pechos, el vientre, las caderas y los muslos... Me dejé llevar. Apenas había estallado de placer, lo atraje hacia mí y lo besé con todas mis ansias.
—Te quiero dentro de mí —le dije.
Y él cumplió mis deseos. Lo ayudé a desnudarse, se colocó el preservativo y se tendió sobre mi cuerpo, con delicadeza. Antes de entrar, me miró a los ojos. En ellos vi la llama de una pasión que parecía infinita; de un amor guardado por mucho tiempo y que por fin podía brillar. Ojalá me hubiera dado cuenta antes de lo que él sentía por mí, porque me había perdido muchas cosas por no estar a su lado; sin embargo, de nada me valía mirar hacia atrás y pensar en lo que pudo ser y no fue, porque había llegado a tiempo de darme cuenta de que él significaba para mí mucho más de lo que nunca imaginé. Rodrigo significaba todo. Y lo amaba. Y en ese momento, en ese acto de amor que era el sexo para nosotros, nada más importaba. Entró en mí y fui suya en cuerpo y alma. Al oído, gimió mi nombre.
Qué dulce sonó su voz entonces; qué excitante. Quería escucharla así por siempre.
Ya abrazados, reposaba la cabeza en su pecho, cuando dijo:
—¿Sabes? Alguna vez, de adolescente, cuando estuve aquí contigo y pensé en lo mucho que me gustaría besarte, miraba esta cama e imaginaba cómo sería estar contigo en ella.
Reí.
—Pues ahora ya lo sabes. Espero que haya merecido la pena.
—Más que eso. No vas a poder sacarme de aquí nunca.
—Yo creo que merecemos una cama más grande, ¿no?
—Y con dosel, como a ti te gustaban. Yo mismo la fabricaré con mi madera.
—Si es que eres todo un partido...
Le toqué la punta de la nariz con un dedo y después lo besé, mientras reíamos, más felices que nunca.
—Te quiero, Jimena.
—Y yo a ti, Rodrigo. Siempre te querré.
Y así, nos quedamos dormidos, hasta que la luz de la mañana entró por la ventana, pues ninguno se había preocupado de correr las cortinas o bajar la persiana. El sol, en su avance por el dormitorio, sacó preciosos destellos en la piel de Rodrigo. Pocas cosas me habían parecido más bonitas que ver así su cuerpo desnudo, a medio tapar por la manta. Lo besé, y él hizo un gemido de lo más enternecedor. No quise despertarlo aún, así que dejé despacio la cama para ir al baño. Allí me miré al espejo, viendo en mí una sonrisa y un brillo en los ojos como hacía tiempo que no tenía. Regresé junto a él, para dormir un poco más. Sin embargo, cuando llegué, él, ya despierto, me observó con un gesto que no dejaba lugar a dudas de que dormir sería lo último que haríamos. Y en esa mañana de primeros de año, volvimos a entregarnos el uno al otro con pasión, mientras el cálido sol nos bañaba y nuestros gemidos resonaban por la casa.
Cuando fuimos capaces de separarnos, nos metimos juntos a la ducha, donde no faltaron los besos, las caricias y las risas. Al salir con una toalla anudada, me rodeó estando a mi espalda, frente al espejo, y me miró de arriba abajo con descaro.
—¿Sabes lo sexy que estás así? —Despacio, movió uno de los mechones de pelo húmedo que me caían sobre un hombro y después me besó la piel, con dulzura.
—Podría estar más sexy todavía.
—¿Cómo?
Le pedí que me diera unos minutos y volví vestida solo con su camisa. Olía muy bien a él y me encantó sentirla. En la puerta del baño, me la levanté con mirada pícara y le enseñé las bragas de Snoopy. Rodrigo soltó una carcajada y dijo:
—Todavía guardo los calzoncillos.
—¿Y te quedan bien?
—Aprietan. Mejor no me los pongo estando contigo o me quedo sin circulación ya sabes dónde.
Riendo, me colgué de su cuello y lo besé, sabiendo que cada instante a su lado estaría siempre lleno de felicidad como la que sentía entonces.
De algún lugar de la calle, tal vez de los altavoces de un coche, llegó la inconfundible melodía del All I Want for Christmas Is You, de Mariah Carey. Y sentí que la escucharía mil veces y que no me importaría, porque mi mayor deseo por Navidad se había cumplido y la letra de la canción significaba ya mucho para mí. Y todo, todo lo que quería por Navidad era a Rodrigo. Y el resto del año. Al calor de su invierno, al ardor de su verano, a los colores de su otoño y al aroma de su primavera.
Él era ya las cuatro estaciones para mí.