Rodrigo
Unas horas antes
Tercera noche de insomnio consecutiva. Las cinco de la mañana me pillaron mirando al techo de la habitación, que ya me sabía de memoria. Blanco, con dos vigas en marrón oscuro que lo cruzaban en horizontal, como el del resto de la buhardilla en la que llevaba viviendo desde que terminé la universidad. Estaba en la planta superior de la casa de mis padres, aunque acondicionada para ser independiente.
La gente toma decisiones continuamente, ¿verdad? En eso consiste la vida, en decidir. Empiezan siendo fáciles, primero es a qué vas a jugar o si un día meriendas dulce o salado. Después decides cosas algo más complicadas, pero sin relevancia. Se supone que así funciona, vas aprendiendo para las importantes. Esas que decidirán tu futuro... o eso nos hacen creer. Bachiller de Ciencias o de Letras, con solo dieciséis años te toca escoger algo de lo que dependerá tu futura carrera y por consiguiente tu trabajo. Yo lo hice, escogí Letras, porque, estúpido de mí, creí que podía decidir mi porvenir, que no importaba si mi padre tenía un negocio, que para cuando me tocara hacerme cargo de él ya tendría mi carrera hecha y no les importaría venderlo a una tercera persona.
Me di la vuelta y me coloqué de cara a la ventana. La oscuridad de la noche no me dejaba ver nada, pero no lo necesitaba, era el mismo paisaje de hacía treinta y dos años: podría haberlo dibujado con los ojos cerrados. Justo delante de mí había un enorme tejo que tenía más años que el pueblo; de hecho, estaba convencido de que la leyenda era cierta y que fue su simbología la que atrajo a las gentes a este valle perdido de la mano de Dios. Un poco más allá la plaza, centro neurálgico del pueblo, en él se enclavaban la mayoría de los negocios. Si no estabas allí no eras nadie. La plaza era a Cuatro Estaciones como Times Square a Nueva York. Sin tantas luces de neón, ni pantallas gigantes ni gente yendo y viniendo, pero por lo demás: idéntica. De hecho, mucha gente las confundía. Internet está lleno de fotos de la plaza de mi pueblo con el subtexto: «Aquí, en Times Square». Otra de las diferencias es que a la plaza no la preside un rascacielos de 120 metros, sino una pequeña iglesia donde don Pascual da el sermón todos los domingos y fiestas de guardar.
No necesito asomarme para saber que en la plaza hay diez bancos de piedra desgastados por los años. Y que si mañana sale el sol don Pascual se sentará en el que está justo enfrente de mi casa, encarado a su parroquia para admirarla con ojos llenos de orgullo porque ya son más de cincuenta años siendo el párroco. Si hace buen tiempo, que dicen los vecinos, a él se le unirá la cuadrilla de siempre y lo harán rabiar con frases de ateos para, cuando ya tenga las orejas rojas de rabia, invitarlo a un chato de anís y una partida de dominó. Si no tenemos suerte y nieva, igual que ha estado haciendo estos últimos días, la cuadrilla irá directamente al bar de Inés y don Pascual acudirá a leer el periódico. La escena se repetirá del mismo modo, aunque esta vez en el interior.
Mi día comenzará a las siete de la mañana, cuando decida si bajo a desayunar con mis padres o me voy directo a la oficina descendiendo por la escalera de atrás. La que construimos cuando me mudé, para darme intimidad.
Cansado ya de estar en la cama y agobiado por los funestos pensamientos, me levanté buscando la bata de cuadros rojos y azules que mi madre me había regalado los últimos Reyes. Me abrigué con ella, me calcé las zapatillas a juego y fui hasta el salón.
La tenue luz de la lámpara de pie situada entre la chimenea y la ventana alumbraba el sillón orejero y parte de la estantería que ocupaba la pared central. Observé algunos de los tomos; en ese momento tenía a medias Enamorar a un escocés, de Nieves Hidalgo, una novela romántica, pero mi cuerpo pedía otra cosa. Algo más acorde a mi estado de ánimo. Mientras lo decidía, encendí la chimenea. El crepitar de la leña logró que mi mal carácter mejorase. El aroma a hogar me tranquilizó.
Volví a la estantería y cogí el ejemplar de Fausto, de Goethe, y con él me senté en el sillón orejero. Ojalá todas las decisiones fueran tan sencillas como esa. Contemplé el bailar de las llamas y el espacio iluminado, lleno de recuerdos, buenos y malos. Como el resto del pueblo y la casa.
Cuando solo era un niño, en aquel lugar había pasado todas las horas del mundo jugando con Alejo y Jaime, mis dos mejores amigos. El primero seguía siendo mi compañero de desventuras, mano a mano, inseparables, Zipi y Zape. Alejo me había salvado de más de una bronca, aunque menos de las que me habían caído por su culpa, todo hay que reconocerlo. Del segundo hacía años que no tenía noticias, lo último que supe fue que estaba dándose la gran vida en Berlín. Mejor. Al fin y al cabo, Alejo y yo no éramos malos, algo gamberros, pero nada que no correspondiera a niños de nuestra edad. En cambio, lo de Jaime era otra cosa, algo que perduró en el tiempo y que hizo que casi llegáramos a las manos en más de una ocasión. Sobre todo, cuando tenía que ver con Jimena.
Bufé. O Morfeo venía a visitarme pronto o aquello podría acabar muy mal. Años sin pensar en ella y justo tenía que acordarme ahora, en mis horas bajas, cuando estaba en una encrucijada de la que no sabía salir.
Tratando de abstraerme abrí el libro por mi parte favorita y dejé la mente en blanco, para sumergirme una vez más en la lectura. Imposible. Estaba claro que esa noche no iba a poder leer ni dormir, todo porque faltaba poco para que se cumpliera el plazo y yo tuviera que tomar una decisión que me cambiaría la vida. Ese era el tema... ¿de verdad quería?
Recliné la cabeza en el respaldo y cerré los ojos. Con el crepitar del fuego y el sonido del viento me dormí hasta que me despertaron unas caricias dulces en la mejilla.
—Rodri, cariño, despierta.
—¿Mamá?
Me froté los ojos para asegurarme de que era ella. Algunos mechones canos se habían escapado de su perfecto recogido a media altura y sus ojos, aceituna como los míos, me miraban con dulzura. Me desperecé recordando que la noche anterior había caído rendido en el sillón.
—Sí, perdona que haya subido, pero el coche estaba fuera y... son casi las ocho.
—Me he dormido —dije tapándome la boca para bostezar—. Enseguida bajo.
—¿Va todo bien? Llevas unos días muy callado y esquivo.
—Está todo bien, no te preocupes. Voy a vestirme y bajo a desayunar, si llego diez minutos tarde nadie se va a escandalizar, soy el hijo del jefe.
Ella sonrió y me dio un beso dulce en la frente.
—Vale, mi niño. ¿Quieres unas tostadas?
—No, prefiero galletas y un buen café.
—Ahora mismo pongo la cafetera grande en el fuego y lo que sobre te lo llevas en el termo para media mañana. Te haré también un bocadillo pequeño, ¿de jamón?
—Mamá, sabes que estoy empezando a ser vegetariano. ¿No hay otra cosa?
—Pues ya me dirás de qué.
Puso los brazos en jarra y me reí.
—De queso.
—Queso sí, pero jamón no. Chico, es que yo no lo entiendo.
—Es fácil, a la oveja no la tienes que matar para poder hacer ese producto.
Ella se fue hacia abajo rumiando que aquello eran tonterías, que toda la vida se había comido de todo y que si no consumías jamón era porque eras más pobre que las ratas y no por capricho. Fui al baño y me di una ducha. Salí con la toalla anudada en la cintura y comprobé que ese día tampoco saldría el sol. No era que me importara demasiado, siempre había disfrutado del invierno y más en el pueblo.
El olor a castañas asadas y a leña llegó a mí. Día frío, requería ropa de abrigo adecuada. Me puse los pantalones de montaña marrón oscuro, una camiseta interior y el suéter granate de punto grueso y cuello alto. Me calcé las botas de montaña y bajé siguiendo el aroma del café recién hecho. Cogí tres galletas, llevándolas a la boca a la vez, y le di un sorbo al café con leche. Arrugué la nariz.
—¿Qué le pasa a mi café? ¿Por qué pones esa cara de asco?
—No es nada, mamá, es solo que me he acostumbrado a la leche de avena y ahora la de vaca me sabe rara.
—Rodrigo Cortés Hernández, ¿se puede saber de qué estás hablando? ¿Leche de qué? Es que no te entiendo, hijo.
Reí y le di un beso en la mejilla.
—Te quiero mucho. Gracias por hacerme el desayuno.
—¿Vendrás a comer? Voy a hacer lentejas.
—¿Con jamón y chorizo?
—¿Existen otras lentejas? —preguntó mi padre, que salía en ese momento de su dormitorio aún con el pijama, rascándose la prominente tripa.
—Tu hijo, que ahora no come cerdo.
—¿Como los musulmanes?
—No, no solo cerdo —bufé—. No como carne, ni cerdo ni vaca ni nada que tenga ojos y haya que matar, ¿mejor así?
—Pues si vienes a comer trae algo, porque tu madre hoy hace lentejas, que se me antojaron anoche.
—¿Qué te dijo el doctor Luis sobre el colesterol?
—Que lo tengo todo. El tuyo y el mío —gruñó más que respondió, y me eché a reír.
—Papá, deberías cuidarte más, que ahora vienen las Navidades y con ellas los mantecados, las comilonas y todo eso que tanto te gusta y tan mal te sienta.
—Lo sé, lo sé, pero es que yo quiero lentejas.
—Las puede hacer solo con verduras.
—No me has entendido.
—Sí, te he entendido perfectamente. Será mejor que coma en el trabajo, así no discutimos hoy. Ya vengo mañana, que habrá hervido.
Entonces fue mi padre el que arrugó la nariz, y mi madre la que entre risas matizó:
—Y no le vas a poner mahonesa.
Él le sacó la lengua y me acerqué a ella para darle otro beso.
—Gracias por despertarme. Ah, y no me vuelvas a llamar Rodri, ¿vale? Que para algo me pusiste el nombre del abuelo, a él no lo llamabas así, ¿a que no?
—No, a él lo llamaba «padre», como debe ser. Ven aquí. —Cuando me acerqué, ella trató de arreglarme el pelo con las manos, como había hecho toda la vida—. No sé qué haces que nunca vas peinado.
—Una tarea menos. Me voy, que si no hoy no abro. Hasta la noche.
Los dejé desayunando en la cocina y subí en el coche.
El día transcurrió de forma tranquila, algunas llamadas me mantuvieron entretenido y con la cabeza alejada de ese correo que en un perfecto inglés me informaba de la mejor oferta de trabajo que había visto en mi vida. Decisiones que seguía sin poder tomar, porque estaba dividido. A última hora de la tarde me senté frente al ordenador, con una taza de café, y lo volví a abrir. Leí y analicé una vez más todas y cada una de las palabras, punto por punto, como si aún no me lo supiera de memoria.
Estaba tan concentrado en esa tarea que no escuché cómo llegaba ningún coche, ni escuché entrar a Alejo hasta que lo tuve encima.
—¡Ey!
Del susto casi se me cayó la taza de las manos. Cerré el portátil de golpe y él me miró suspicaz.
—¿Te he pillado viendo porno?
—¡Claro que no! Yo no veo...
—Yi ni vi pirni. Lo que tú digas. ¿Qué hacías tan embobado entonces?
—Trabajar, algo que no sé si tú haces alguna vez. Además, no hay internet, se ha caído el repetidor a media tarde y tiene pinta de que no van a solucionarlo pronto.
—¿Crees que no lo sé? Entre que Tinder aquí es un asco y eso, llevo dos horas mirando la pared. Necesito salir de este lugar, me estoy muriendo.
—¿Muriendo? Estamos a miércoles y has pasado el fin de semana de juerga en la ciudad.
—Hablas igual que mi padre. Venga, no seas así, vamos al menos al bar de Inés siquiera a hacer una cerveza.
—Estoy agotado, llevo dos días sin dormir bien.
—Esencia de lavanda.
—¿Qué dices?
—Luego te doy un frasco y verás, es mano de santo. Pones unas gotas en la almohada y funciona como un narcótico. Pero ahora déjame probar una cosa a ver si puedo hacerte cambiar de opinión sobre lo del bar.
Me levanté para llevar la taza a la pequeña cocina que tenía en la parte trasera de la oficina, sabiendo que al final aceptaría la invitación porque no habría otra forma de que me dejara tranquilo. Lo que no esperaba era escuchar las palabras que dijo a continuación:
—Tenemos una visita en el pueblo.
—¿Una visita?
—Sí. Álvarez y Marín han traído a una accidentada hace una hora. Ha estado en el consultorio y ahora está donde Inés.
—¿Para qué queremos internet? Viajas más rápido que los megas. ¿De quién se trata?
—He ahí lo importante, querido amigo. Resulta que la chica en cuestión es una vieja conocida.
—¿Mía?
—Nuestra. —Su sonrisa se torció y supe que algo iba a ocurrir y había muchas opciones de que no fuera bueno—. Empieza por J y termina por...
—Jimena —murmuré, y Alejo rio como si fuera un diablillo tramando ya la fechoría.
¿Qué clase de magia era aquella? Hacía solo unas horas la recordaba de pronto y ahora aparecía en el pueblo después de más de diez años. Había desaparecido por completo, desde entonces no daba señales de vida, pero ¿acaso podía culparla? ¿Había tomado ella esa decisión? Sí, aunque igual que lo había hecho yo años atrás ninguno era completamente libre de tomarla.
—¿Qué haces ahí parado? Venga, vamos o cuando lleguemos Inés ya le habrá puesto la cabeza como un bombo con los cotilleos y la pobre se habrá arrojado al río. O peor.
—¿Hay algo peor? —pregunté saliendo de mis pensamientos y cogiendo la chaqueta para acompañarlo al coche.
—Sí, puede que ya la haya emparejado con alguno.
—¿Y qué tiene eso de malo?
—Madre mía, Rodrigo, a veces no sé ni cómo somos amigos. Te digo una cosa y espero que la tengas muy clara: no pienso pasarme los siguientes años viéndote suspirar por ella como lo hacías en el instituto.
—Yo no... No importa, de eso hace catorce años. No somos los mismos. Tira, y deja de marear, eres peor que Inés.
No tardamos en llegar a la plaza. A decir verdad, en Cuatro Estaciones está todo cerca y por lo general podíamos ir andando a todas partes. No obstante, con la nieve, y teniendo en cuenta que trabajo a las afueras, nos desplazamos en coche.
Alejo fue el primero en entrar al bar. Para una persona tan activa como él, que necesita estímulos casi de continuo, los días de invierno son terribles. Prefiere el bullicio del verano, cuando el pueblo se llena de turistas y todos los días hay un rumor nuevo. Por esa razón se aferraría a este con uñas y dientes.
No fue difícil localizarlas en la barra, Jimena quedaba de espaldas. Inés le decía:
—¿Lo quieres de lo de siempre?
—Sí. De tortilla con...
—De tortilla con berenjenas. Lo más repugnante que he comido en mi vida —terminé por ella haciendo que se girara.
Estaba preciosa. A pesar de que se la veía agotada y en su mirada color miel podía sentir el peso de todas las emociones que estaba viviendo. La media melena castaña le enmarcaba la carita de ángel, igual que años atrás.
—¡Rodrigo!
Nos fundimos en un cálido abrazo que destruyó todas las barreras que los años hubieran podido construir. Porque no éramos los mismos, pero seguíamos siendo Rodrigo y Jimena y eso era lo único que importaba.