Jimena
En los brazos de Rodrigo, me sentí como si el tiempo no hubiera pasado. Como si esos catorce años apenas fueran un parpadeo, o más bien como un gesto forzado cuando algo se te cuela en el ojo, porque de repente me molestaban. Esos años me pesaban como una losa y habría querido borrarlos de un plumazo. Volver atrás y no perder el contacto. Regresar a los días sencillos en los que contábamos estrellas y no facturas. Y lo peor de todo es que, en aquellos tiempos, lo único que deseábamos era hacernos mayores. Ser adultos para tomar nuestras propias decisiones, y ahora que lo éramos nos dábamos cuenta de que esos momentos no regresarían, de que nunca volveríamos a ser tan despreocupados, de que jamás seríamos valientes como para llamar de nuevo a las cosas por su nombre y a los sentimientos por lo que eran. Hacerse adulto vuelve más ruidosa la cabeza y más silenciosos los labios; y quizá por eso, aunque mi mente estaba llena de cosas evocadas por el calor confortable que el cuerpo de Rodrigo desprendía, no dije una sola. Me separé de él despacio, aunque sin soltarlo del todo, y lo miré a los ojos. Él sonreía. El corazón se me aceleró ante ese gesto, porque durante un tiempo había sido su motor.
—Bueno, bueno, ya está bien de acaparar a la estrella de la noche —dijo Alejo, con su habitual guasa. Excepto porque de repente medía unos treinta centímetros más que la última vez que lo vi, casi parecía el mismo. Carita de niño, pelo negro, ojos verdes. Los labios igual de finos; la sonrisa igual de canalla—. Yo también quiero un abrazo. Y luego tú me das otro, eh, Inesita.
—Ni en tus mejores sueños, Alejito —contestó ella, sacándole la lengua.
Con gesto alegre caí en sus brazos y él, como de costumbre, me levantó. Ya lo hacía cuando medía menos que yo, porque siempre había tenido mucha fuerza.
—¡Si casi pesas lo mismo! Vamos a tener que darte muchos torreznos esta Navidad.
Mentía. En realidad, había cogido unos cuantos kilos en esos años. Bastantes, a decir verdad, pero me sentía bien conmigo misma y estaba muy bien de salud, así que no era un asunto que me preocupase. Aunque, siendo sincera, por un instante, de camino al pueblo, me pregunté qué pensarían de mí cuando me vieran. Si me mirarían mal por no estar igual. Hacía nada había cumplido treinta y dos años, y aunque dicen que son los nuevos veinte, el cuerpo guarda memoria, y ya atisbaba algunas canas y líneas de expresión. Al verlos comprendí que no era la única a la que los años habían dejado su huella y que, a pesar del tiempo separados, me seguían queriendo. Mis cambios físicos les importarían tres pimientos, como debía ser.
—No como cerdo —dije, mientras me dejaba en el suelo.
—¡No! —exclamó Alejo con gesto dramático, poniendo una mano en el pecho de Rodrigo—. ¡Otra chalada en el pueblo!
—¿Otra chalada? —Arrugué la nariz.
—Aquí, Rodrigo, que se nos ha hecho vegetariano.
—¿Qué? —Me pilló tan de sorpresa porque de pequeño se zampaba los bocadillos de jamón de dos en dos—. ¿Tú?
—Él. —Alejo asintió mientras se acercaba a la barra. Inés le dio dos besos desde el otro lado, poniéndose de puntillas; él solo tuvo que inclinarse un poco—. ¿Qué te parece?
—Pues... bien. Yo también lo soy.
—¿Queréis algo de beber? —preguntó la muchacha.
—Un par de botellines. Y un diazepam para ver cómo soporto a dos vegetarianos en la cena de Navidad. Porque te quedarás hasta entonces, ¿no, Jimena?
—No lo sé. —Agaché la mirada, un poco perdida. No tenía la menor idea de qué iba a hacer esos días, y ni siquiera si iba a ser capaz de ordenar las cosas o en cuanto abriese la puerta de la casa saldría corriendo para no regresar—. No lo sé, Alejo...
Noté una mano en un hombro y alcé la vista. Rodrigo me miraba con gesto comprensivo, apretándomelo con cariño.
—Todo irá bien.
Tragué saliva.
—¿El qué exactamente?
—Supongo que has venido por lo de tu casa. Ya sabes que si necesitas ayuda puedes contar conmigo.
—Lo sé.
—Yo, a cambio de unas cervezas, soy el más rápido limpiando el polvo. —Alejo ya estaba sentado en la barra, disfrutando su botellín—. Aunque lo del polvo en otros momentos me lo tomo con más calma.
La manera en la que alzó las cejas con gesto autosuficiente nos hizo reír. Su humor apenas había cambiado y eso me reconfortó.
—Voy a hacer el bocadillo de Jimena. ¿Alguien quiere algo más? —preguntó Inés, calentando la plancha—. Tengo panceta.
Y pronto todo el local se llenó de peticiones de bocatas. Alejo se metió tras la barra para ayudarla. A pesar de lo presumido que había sido siempre, nunca le había tenido miedo a mancharse las manos. Y sin tener que pactarlo, volvimos a los días en los que había verbena y el bar se llenaba, y a cambio de una buena paga, los padres de Inés nos dejaban que los ayudásemos a servir. Rodrigo y yo echamos una mano llevando los bocadillos y las bebidas a las mesas, donde los parroquianos seguían con su dominó. Algunos me reconocieron y se pusieron a recordar viejos tiempos con mis padres. Estaba Agustín, el quiosquero, y no se olvidó de referir cuando me comía los helados de chocolate sentada frente a su local, con las piernas colgando del banco y la cara llena de churretes.
—Estabas muy graciosa —dijo Rodrigo, mirándome.
Giré la cabeza para mirarlo también.
—¿Cómo puedes acordarte de eso?
Sus ojos se clavaron en los míos.
—Tengo muy buena memoria.
Lo observé por unos instantes y callé un suspiro. Esperaba que esa buena memoria no le funcionase para mí y hubiera olvidado el único momento amargo que hubo entre nosotros, porque le había dicho cosas horribles, y de repente, sin entender por qué, me dolían como si acabasen de suceder.
—¡El bocadillo, Jimena! —llamó Inés desde la barra.
Tras sonreírle a Rodrigo, volví al mostrador. Él conversó un poco más con los señores y después se sentó a mi lado. Comí escuchándolos hablar sobre el pueblo, pues querían ponerme al día de todas las cosas que me había perdido. La hora de cerrar estaba cercana, y Alejo ayudó, entretanto, a Inés a limpiar la cafetera. Era algo que siempre hacía el padre de ella y tuve curiosidad por saber cómo estaba. Por el gesto de mi amiga supe, antes de que hablase, que había fallecido.
—Él y mi madre se fueron hace un par de años.
Estiré la mano buscando la suya y ella la cogió.
—Lo siento mucho.
—No te preocupes. Ya sabes que los mejores se van pronto —me dijo con una cálida sonrisa—. Cómete el bocadillo, que se te va a enfriar.
Inés no era muy de hablar de sus sentimientos y no insistí. Siguieron poniéndome al día, haciéndome reír con sus anécdotas; y bocado a bocado, terminé la cena. Rodrigo, a cada tanto, sentado a mi lado, me miraba de reojo y sonreía, y yo no podía hacer otra cosa que no fuera sonreírle también. Qué extraña sensación la de no ver a alguien después de tanto tiempo y que parezca que lo viste ayer. Supongo que eso solo pasa con las amistades que son de verdad, y él lo era. Llegó la hora de despedirse, porque yo estaba tan cansada que casi no me mantenía en pie.
—¿Quieres que te acompañemos a casa? —preguntó Rodrigo.
Me habría gustado decir que sí, pero no quería molestarlos. Acababa de llegar al pueblo y ya estaba trastocando sus vidas, después de catorce años sin siquiera una llamada.
—No será necesario. Está aquí al lado.
—¿Y si te pierdes? El pueblo ha cambiado mucho en diez años.
—El pueblo está exactamente igual. —Alcé las cejas, mirándolo con gesto divertido—. No se ha movido ni una sola piedra.
Por la forma en la que él me miraba, no pude negarme más.
—Está bien, que si no te vas a poner pesado.
—¿Pesado yo? —Rio—. ¿No será que tú siempre has sido muy cabezota?
—Las dos cosas —afirmó Inés, con los brazos en jarra.
Alejo asintió.
—Ve con ella, Rodrigo, me quedo ayudando a Inés a cerrar.
Él le dedicó una mirada que no supe interpretar y después se dirigió a ella.
—¿Te molesta si dejo el coche aquí delante aparcado? Mañana a primera hora lo recogeré. La casa de Jimena está muy cerca y ya no nieva. Iremos andando.
—Sí, claro —dijo Inés.
Tras darle las gracias, señaló la puerta.
—Usted primero, señorita.
—Supongo que sigues leyendo novelas de época —le comenté, mientras cargábamos entre los dos mi equipaje y dejábamos el bar. El aire frío casi me deja paralizada.
—Definitivamente necesitas más ropa de invierno —observó él, dándose cuenta—. Ten, mi abrigo. Yo estoy más acostumbrado al frío.
—No. —Lo detuve antes de que se lo quitase—. Estamos aquí al lado.
—Por favor... No quiero que te resfríes. Luis receta un jarabe que sabe malísimo. Hazme caso, no quieres probarlo.
Riéndome, acepté.
Él, con delicadeza, me puso el abrigo sobre los hombros. Olía a leña quemada y sándalo. Su aroma y su calor me hicieron sentir bien.
—Y sí, sigo leyendo —afirmó feliz—. Ahora estoy con una de escoceses.
—Uy. Escoceses. ¿A lo Braveheart? Recuerdo lo mucho que te gustaba esa película.
—No. No es como eso.
Cuando me contó el argumento del libro, le dije:
—Es una historia romántica, ¿no?
Él asintió.
—Sabes que siempre he sido muy romántico.
—Sí, pero romántico de Bécquer y esas cosas. —Me reí, aunque sin ánimo de ofenderlo. Era solo que me resultaba gracioso—. Cuando estábamos en el colegio ya leías a Poe.
—Sí, fue muy responsable por parte del bibliotecario dejar que un chaval de nueve años sacase libros de terror.
—El bibliotecario estaba a otras cosas... Ya sabes. —Tenía un lío con la farmacéutica y se veían a escondidas, porque sus familias se odiaban. Aunque todo el pueblo lo sabía. Recordarlo nos hizo reír—. Se casaron al final, ¿no?
—Y tienen dos gemelos de diecisiete años que son un peligro.
—Como su padre, dejándote leer esas cosas. —Volvimos a reír y agregué—: Siempre te gustaron los libros. Eras el único que no resoplaba en clase de Literatura cuando nos mandaban trabajos.
—Ya... —Rodrigo miró al frente.
Noté que se ponía algo triste con el tema, y aunque me sentí tentada de preguntarle qué le pasaba, no quise presionarlo. Ya era bastante que pudiéramos hablar como si nada después de tanto tiempo como para remover malos recuerdos. Solo le sonreí haciéndole saber que estaba ahí. Él me devolvió el gesto y su rostro se volvió menos lánguido.
Avanzamos un poco más por la calle, en silencio. A un lado y otro se alzaban viejas casonas de piedra, unas ocupadas y más cuidadas; otras que llevaban años cerradas. Algunas luces de Navidad pendían de las ventanas o el filo de los tejados. No demasiadas, pues era pronto, pero ya resultaban bonitas de ver y alegraban las calles. Intenté permanecer entera mientras recorría ese camino de mi infancia, alejando los pensamientos intrusivos sobre la pérdida, el dolor... para centrarme en los que eran más hermosos. El olor a comida al regresar del colegio; la voz de mi madre, llamándome desde la ventana cuando salía a jugar; el sol de diciembre, calentándome; la brisa del verano, arrastrando el olor a pino de los bosques. Los días de lluvia en otoño cuando con mis botas de agua saltaba los charcos. La primavera y las flores de mi madre, alegrando la casa. Tomé aire y me di fuerzas.
—Sé que es duro, pero... irá bien —dijo él.
Giré la cabeza y vi que de nuevo me sonreía. Y, como siempre, su sonrisa me devolvió un poco del aliento perdido. Era como un puerto seguro en medio de un montón de islas peligrosas. Como si, aferrándome a él, tuviera siempre una ruta segura.
Ya ante la puerta, saqué las llaves. Le devolví el abrigo, sintiéndome un poco a disgusto por perder el calor; por dejar de percibir ese perfecto aroma. Hubo unos instantes de silencio entre nosotros mientras se lo ponía.
—Mañana hemos quedado para ver el mercado navideño, ¿quieres venir?
—Tendré muchas cosas que hacer.
—Y una de ellas será venir al mercado y la otra pasar por la iglesia a hacer acto de presencia. Es Santa Bárbara, y si el cura se entera de que has estado aquí y no has asomado... te manda excomulgar. —Me guiñó un ojo, desarmando cualquier excusa incluso antes de ser pronunciada—. Nos vemos a las seis en la plaza.
Habría sido imposible negarse a esa mirada y a esa sonrisa, así que acepté. Además, iba a venirme bien poder salir un poco, porque me esperaban horas duras por delante.
—¿Quieres que entre a ayudarte? ¿Tienes luz? ¿Agua?
—Creo que tengo lo necesario, no te preocupes.
—Si necesitas cualquier cosa, sílbame. Estoy a dos calles.
—Está bien.
Una sonrisa, dos besos de cortesía y un «hasta mañana».
Lo observé alejarse calle abajo por unos instantes y después entré en la casa, conteniendo el aliento. Cuando encendí la luz, casi me derrumbé. Tuve que sacar fuerzas de flaqueza para no caerme al suelo y hacerme allí un ovillo del que no me recuperaría jamás. Cerré los ojos por un instante, aspiré aire y me dije un «tú puedes».
Al abrir los ojos, fui capaz de dar unos pasos y dejar las maletas a un lado.
Olía a limpio, porque tenía contratado a don Leandro, el mejor limpiador de Cuatro Estaciones, e iba dos veces por semana. Sabiendo que iría había puesto sábanas limpias, prendido la nevera y metido dentro algunas cosas básicas: leche, huevos, conservas, algo de pan congelado. Podría pasar un par de días sin ir al mercado, pero no tendría más remedio que comprar provisiones si iba a estar allí más tiempo. No obstante, esa noche no me detuve a mirar nada. Anduve por la casa con la cabeza baja, para no ser partícipe de sus recuerdos, y fui directa al que había sido mi dormitorio. Estaba igual que lo había dejado, con sus muebles de módulos en tonos rosas, con los posters de la boyband de turno, las fotos de mis amigos pegadas en un corcho y esa lámina gigante de The Cure que Rodrigo me había regalado, pues eran su grupo favorito y yo tenía un extraño flechazo con Robert Smith. Mi amigo siempre había sido muy de ese rollo. Hasta para la lectura. Su madre casi lo mata cuando lo vio vestido entero de negro y con la línea del ojo pintada. Rodrigo contaba entre risas que le había dicho que si iba al funeral de una flamenca. No nos pudimos reír más.
Me tomé una pastilla para dormir, cerré los ojos y esperé que hiciera efecto, pero debía de estar nerviosa en exceso y no hice más que dar vueltas. Encendí la lámpara, agobiada. En la pared lateral se reflejaba la luz procedente de la calle, dibujando en ella la sombra de un árbol que, desprovisto de hojas, casi parecía que tuviera brazos fantasmales. Un grifo goteó en alguna parte; una viga crujió. El viento se coló entre las rendijas de las viejas ventanas como si de un lamento se tratase. Aunque no era miedosa, todos esos ruidos desconocidos empezaban a ponerme nerviosa. Si ese insomnio molesto me hubiera atacado en la ciudad, me habría entretenido mirando redes; sin embargo, allí no había internet. Salí de la cama y di una vuelta por la habitación. Mi viejo reproductor de mp3 seguía en el mismo lugar, sobre el escritorio. Lo enchufé a la corriente y le di al play.
Pictures of You, de The Cure, comenzó a sonar.
Era el recopilatorio que Rodrigo me había hecho por mi diecisiete cumpleaños. Con una sonrisa nostálgica, los ojos se me fueron al tablón donde estaban pegadas las fotos. Allí, entre todas las demás, la vi: la última que nos habíamos hecho juntos. Agosto, un mes antes de que empezasen las clases, en una de las fiestas del pueblo. Días antes me había hecho un esguince y pensé que me las perdería por culpa de la escayola, pero Rodrigo vino a buscarme diciendo que cargaría conmigo por todo el pueblo si era preciso. En la foto, me cogía en brazos mientras yo sujetaba un mini de calimotxo en una mano y levantaba la otra haciendo el gesto de paz. Los dos sacábamos la lengua a cámara.
La noche de antes había discutido con Jaime y no apareció. Y no me importó. Me lo pasé bien sin él. ¿Por qué demonios no me había dado cuenta entonces de que no era para mí? ¿Por qué habían tenido que pasar los años de universidad con las idas y venidas de nuestra relación, achacando lo mal que funcionaba a la distancia?
Suspiré, mientras cogía la foto. A la luz amarillenta de la mesita, la observé sentándome al filo de la cama. Qué felices éramos entonces. Nos creíamos que el mundo era para nosotros, que podríamos gobernarlo con una sonrisa y un grito de felicidad. Que con el sonido de una risa se curaban todos los males y las bromas espantaban al infortunio. Qué felices... y qué ilusos.
Me tumbé en la cama y, con la foto en la mano, terminé por quedarme dormida al arrullo de las canciones que un día significaron un mundo entre Rodrigo y yo.