Capítulo 4

Rodrigo

Esa mañana el sol lucía como hacía días que no. Bajé a desayunar, sonriendo, como si las nubes grises que habían llenado el pueblo de nieve fueran las causantes de mi mal humor. Mi madre ya estaba en la cocina preparando el café. La abracé por la espalda y le di una vuelta en el aire.

—¡Rodri! —gritó por la sorpresa.

—... go —repuse cantarín dándole un beso en la mejilla.

La dejé en el suelo y fui a por la leche a la nevera.

—Creí que no te gustaba nuestra leche —dijo mi padre, que había acudido corriendo desde el salón por el grito de mi madre.

—Se terminó la mía, pero esta tarde compro y dejo aquí un par.

Me llené la taza canturreando Campana sobre campana, y mis padres me miraron como si me hubiera puesto a parpadear como las luces del árbol.

—Qué navideño estás hoy.

—Papá, siempre he sido muy navideño. Además, ya está montado el mercadillo, voy con estos esta tarde a verlo. ¿Quieres que mire algo, mamá? ¿Necesitamos algún adorno? El año pasado se rompieron un par de figuritas del Belén, voy a ver si alguna me gusta. ¿Te parece?

—Claro, cariño, lo que tú veas. ¿Quiénes son «estos»?

—Pues los de siempre. Merche hoy no viene, tiene visitas en los pueblos de alrededor y llega tardísimo, así que seremos Alejo, Inés y Jimena, no sé si se unirá alguien más después.

Al escuchar el nombre de esta última, la mirada de mi madre se ensombreció. Apenada suspiró y, secándose las manos en el delantal rojo con copos de nieve, dijo:

—Así que es verdad que está aquí... Me lo ha dicho la vecina. Pobre chica, debe sentirse muy sola en esa casa llena de recuerdos —se lamentó—. ¿Por qué no la invitas a cenar? No quiero imaginarme lo largas que deben ser las noches para ella.

La abracé con ternura. Después de todo, Concha y Pablo eran también sus mejores amigos. En el pueblo todos nos conocíamos; y si además había niños con edades similares de por medio, más aún. Ellos y mis padres habían formado una piña y por esa razón la relación entre Jimena y yo era tan especial.

—Me parece una idea fantástica. Eso sí, nada de carne: es vegetariana.

Mi padre chasqueó la lengua.

—Eso debe ser cosa de esos potitos que tu madre y la suya se empeñaban en daros. Seguro que tenían algo raro. Gachas, aquello sí que era un buen alimento.

—Te iba a dar potitos a ti... Deja que los chicos coman lo que quieran, como me haga vegana de esos veremos qué vas a hacer tú.

—¿Yo? Pues irme donde Inés y que me dé una fabada bien hecha, con su chorizo y su panceta. —No pudo seguir hablando porque, a juzgar por su cara, la boca se le había hecho agua solo de imaginarlo y tuvo que tragar saliva.

Mi madre se había echado a reír y yo lo miraba recriminando su glotonería, algo que no lo afectó lo más mínimo porque, acto seguido, añadió:

—¿Sabes qué podrías comprar? Mantecados de canela en el puesto ese donde los hacen artesanos.

—Claro, los compro y le digo a don Luis que te los traiga él en persona —dije—. Verás la ilusión que le hace. Añadiremos un par de tabletas de turrón de almendra.

Mi padre fingió ofenderse y, con la cabeza bien alta, volvió al salón, para dejarnos a mi madre y a mí riéndonos en la cocina.

—No seas tan duro con él.

—Ya me gustaría, de verdad que sí. Pero su último análisis fue para preocuparse y no parece que se lo tome muy en serio. ¿Y si vuelve a pasar? ¿Y si esta vez...?

No pude seguir y mi madre me abrazó.

—Lo sé, mi niño, lo sé. Venga, no pienses en cosas tristes, que estás más guapo cuando sonríes. Te he preparado un bocata de tomate con queso fresco.

—Gracias, mamá. —La besé en la frente y cogí el paquete que me ofrecía.

—Que tengas un buen día. ¡Y no te olvides de invitar a Jimena!

—No, te lo prometo.

Subí a casa a por la bufanda y el abrigo. Cuando los cogí, vi un par de guantes y recordé que tenía otra bufanda y un gorro a juego. De color crudo con motas café. Seguro que Jimena había encontrado de todo entre sus cosas, pero de todos modos los cogí y salí.

Por suerte, en esa época del año había trabajo hasta arriba, y pasé el día sin darle muchas vueltas a todo. Si algo tenía que agradecer de la llegada de mi vieja amiga era que, con la emoción del reencuentro, apenas había pensado en el dichoso correo electrónico de los canadienses y su perfecta oferta. Pasé el día examinando el terreno para controlar que estuvieran solventados los pequeños problemas que había detectado en días anteriores.

A la hora acordada recogí a Alejo, que ya me esperaba en la puerta de su casa, vestido de forma impecable, lo cual incluía americana, corbata y abrigo tres cuartos, en diferentes tonos de gris conjuntados. Inconscientemente, eché un vistazo en el reflejo de la ventanilla.

—Tengo que pasar por casa a ducharme —declaré antes de que él dijera nada.

—Entonces no vamos a llegar hoy.

—No te quejes, no va a ser más de media hora. —Me miró alzando una ceja y los dos dijimos a la vez—: ¿Cuánto tardas en ducharte?

Riendo, entramos en el coche y fuimos hasta casa. Cinco minutos después salía del baño envuelto en la toalla y él había abierto mi armario y miraba dentro con gesto contrariado.

—¿Cuánto hace que no te compras ropa?

—¿A qué viene eso?

—A que solo tienes vaqueros, pantalones de montaña en tonos neutros y jerséis. Esto tenemos que solucionarlo de alguna manera. De momento, te pones estos negros, que no están tan mal dentro de lo que cabe, y la sudadera gris marengo que te compré el año pasado por tu cumpleaños.

Sacó las prendas y las dejó sobre la cama. Aquella sudadera era de mis favoritas, tenía un cuello alto, pero amplio, que hacía a la vez de bufanda. El tejido era suave y esponjoso. Nada que ver con las otras que tenía y que utilizaba para ir al gimnasio.

—¿Qué crees que estás haciendo?

—Vestirte para tu cita.

—¿Qué cita?

—La que tienes con Jimena. —Levantó una mano de golpe, mostrándome la palma—. Ni se te ocurra decir que no tienes una cita. Mira, hace años que vamos al mercadillo navideño por la tarde y jamás has venido a casa a ducharte. Además, hoy te has puesto perfume.

—Siempre me pongo colonia.

—Sí, pero no perfume —rebatió con gesto suspicaz—. Venga, deja de decir tonterías y vístete, que al final no llegaremos. Te dejo que escojas los calzoncillos, espero que lo hagas bien y no te pongas unos con agujeros.

Antes de que pudiera añadir nada a esa declaración, ya se había ido al salón. Me vestí y fui en su búsqueda. Lo encontré ojeando Fausto, que seguía sobre el sillón.

—Tío, ¿no puedes leer cosas normales? Esto es un peñazo.

—Cosas normales como qué. Ilumíname.

—No sé, como... —Vio la novela de highlanders que había dejado aparcada y me miró alzando una ceja—. Vale, esto me preocupa mucho más.

Cogí el abrigo y me dirigí a la puerta mientras decía:

—Uy, miradme, soy Alejo. Soy superliberal y moderno, pero me preocupa que mi amigo lea novelas románticas porque son para tías.

—Yo no he dicho eso. Me preocupa porque esa es la sexta de la serie y si no te has leído las anteriores te vas a comer el spoiler y así no tiene gracia. Y si las has leído y no me lo has dicho la vamos a tener.

—Ah, pero ¿lees algo más que el Playboy?

La voz de Inés nos pilló de sorpresa. Al ver que tardábamos, Jimena y ella habían decidido venir a buscarnos y se habían parado al ver mi coche en la entrada.

Si la noche anterior Jimena ya me había resultado guapa, ahora estaba deslumbrante. Llevaba uno de los laterales del pelo recogido con una pequeña horquilla y un abrigo camel más apropiado para esas temperaturas. Recordé las prendas que había cogido esa mañana y me acerqué al coche a por ellas. Mi idea había sido clara: simplemente le daría la bolsa y le diría que las había encontrado en mi armario, que podrían valerle para esos días. Solo eran un par de cosas; sin embargo, cuando me giré con la bolsa en las manos y me topé con sus profundos ojos miel, las palabras se me borraron de la cabeza. No solo esas, todas, se me había olvidado hasta mi nombre. Ella me miraba con la nariz y las mejillas rojas por el frío. Alejo e Inés ya se dirigían al mercadillo. Estábamos los dos solos y, por alguna extraña razón, eso me puso aún más nervioso.

—¿Qué llevas ahí? —preguntó curiosa.

—Son... —Noté cómo mis mejillas se incendiaban y la boca se secaba. ¿Qué estaba ocurriendo? Carraspeé con la esperanza de salvar la situación—. Son un par de cosas que podrían venirte bien estos días.

—¿Son para mí?

Y al formular esa pregunta sus ojos brillaron más, si es que eso era posible.

—Una tontería. Verás. —Abrí la bolsa aún temblando, y cuando ella fue a mirar nuestras manos se tocaron. La suya estaba congelada. Sin pararme a pensar qué hacía, la cogí entre las mías con la intención de calentarla.

—Gracias —murmuró mirándome con una sonrisa dulce—. Todos los guantes que he encontrado me venían pequeños, había pensado en comprarme unos.

—¿Te gustan estos? —Sujeté sus dos manos con una sola de las mías y saqué el par de la bolsa—. Van con gorro y bufanda a juego. Creo que este color es perfecto para ti.

—Son muy bonitos. ¿No los necesitas?

—No, tranquila.

—Gracias. Te los devolveré antes de irme.

Se puso de puntillas para darme un beso en la mejilla. Iba a decirle que tampoco hacía falta para entonces, que podía quedárselos para cuando volviera a visitarnos, porque ahora que ya había venido una vez, albergaba la esperanza de que regresara más a menudo. Pero en ese momento ella sacó el gorro y se lo puso.

—¿Cómo me queda?

Sonreí, acercándome para recolocarlo bien. Retiré alguno de los tirabuzones que le caían por la frente con delicadeza, lo último que quería era darle un tirón de pelo.

—Estás guapísima.

Nos quedamos mirándonos, muy juntos, tanto que podía sentir su aliento con olor a fresa en mi rostro. Habría sido tan sencillo inclinarme un poco y besarla... Sonreí y rompí el momento tocando con mi índice la punta de su nariz. Ella la arrugó ante el contacto y yo amplié mi sonrisa.

—Vamos a comprar castañas asadas, ¿quieres? —pregunté algo más alejado y volviendo a entrelazar las manos, como si volviéramos a ser niños y necesitáramos ir cogidos para no perdernos.

—¡Sí!

Dio un pequeño salto y empezó a andar. Mi madre tenía razón, no quería ni imaginar el choque de emociones al que se debería estar enfrentando. No había mucho que hacer para ayudarla, más que tratar de que no estuviera sola con sus pensamientos mucho tiempo, y de eso podía encargarme sin problemas.

Se notaba que era el primer día de mercadillo porque había acudido todo el pueblo.

—Cuánta gente, es imposible ver nada.

Ella me miró de reojo e hizo una risita por lo bajo; alcé una ceja.

—No vas mucho a la ciudad, ¿verdad? —dijo.

—No, y mucho menos en esta época. Tengo todo lo que necesito aquí.

Y ahora estaba pensando en dejarlo e irme a la otra punta del mundo. A una gran ciudad completamente desconocida. No había tenido en cuenta esa parte. Lo diferente que sería para mí dejar de vivir en Cuatro Estaciones y hacerlo en Canadá, rodeado de extraños.

Nos adentramos entre la multitud y nuestras manos se soltaron, un gesto natural para poder pasar mejor, nada premeditado, pero sentí su ausencia. Anduvimos entre los puestecitos, viendo los detalles, mientras el ambiente se llenaba de música con campanitas y las luces cálidas de las guirnaldas hacían que algunos de los mechones del pelo de Jimena se volvieran dorados.

No había ni rastro de Alejo e Inés. A juzgar por la cantidad de gente, y conociéndolos, estarían en el puesto de la sidra. Podríamos haber ido a buscarlos; sin embargo, no lo hice. Ya llegaríamos en su momento. Lo que quería era disfrutar un poco más de ella. La perdí de vista un instante, y cuando volvió a mi lado, llevaba un cono de castañas y la felicidad en el rostro.

—Están deliciosas, ¿quieres?

—Dame una.

—Coge más o mañana estaré mal de la tripa. ¿Dónde están estos dos?

Soplé la castaña mientras la abría.

—En el puesto de sidra, está un poco más adelante. No tardaremos en llegar.

Y, efectivamente, ahí estaban, hablando de lo divino y lo mundano con el señor del puesto.

—Parecen muy entretenidos.

—No sabes lo brasas que pueden llegar a ser. Vamos, seguro que don Anselmo nos invita a un vaso, verás qué buena está.

Tampoco erré en esa apreciación; y nada más vernos llegar, el bueno de don Anselmo nos ofreció un poco de su nueva sidra. Se perdió entre descripciones de la variedad, mientras nosotros le ofrecíamos castañas asadas y aceptábamos su invitación a la cata de sidras del día siguiente.

—Yo no puedo, lo siento. —Jimena pelaba la última castaña mientras hablaba—. Tengo muchas cosas que hacer en casa; y hoy, entre buscar ropa y organizar un poco, se me ha ido el día.

—Pero tendrás que descansar, no puedes pasarte el día trabajando.

—Mañana sí, necesito sentir que he avanzado. Hay tanto por empaquetar que, aunque me pase las horas con ello, va a parecer que no hice nada.

Ninguno dijimos nada más. Nos despedimos del sidrero prometiendo ir a la cata y terminamos de dar la vuelta. Pasamos un momento por la iglesia a ver a Santa Bárbara y contentar a don Pascual, que saludó con cariño a Jimena. Después, Inés se ofreció a acompañarla antes de que yo pudiera hacerlo, así que regresé a casa con Alejo, que no dejaba de rezongar.

—Es que tiene poca vista. Yo aquí, trabajando para que estéis solos, llega ella y lo fastidia.

—Déjalo, ¿no has visto cómo está? Por mucho que tú «trabajes» no va a pasar nada. Necesita cerrar un capítulo doloroso en su vida.

—¿Y qué hay mejor que el amor de un viejo amigo para ponerle un buen precinto? Yo responderé: nada. Porque, aunque no te lo creas, eres un partidazo y esa chica necesita un buen hombre como tú a su lado.

—Las mujeres no necesitan hombres que las salven.

—¿Quién habló de salvarla? Yo me refería a darle abrazos y besos y algún que otro... —Jugó con las cejas para terminar la frase y me eché a reír.

Con la charla habíamos llegado ya hasta la puerta de mi casa.

—¿Quieres pasar a cenar? Tengo algo de heura y podría hacer unas verduras.

—Suena delicioso —dijo con ironía—, pero tiene pinta de que va a volver a nevar fuerte y prefiero que me pille en casa. Buenas noches.

—Buenas noches.

Levantamos la mano en señal de despedida y entré en casa con una sonrisa estúpida que me duró horas.