Rodrigo
Por suerte nunca he tenido resaca, si no la sidra del día anterior me habría tumbado. Menuda borrachera más tonta. Era la explicación para todo lo que había pasado esa noche: el alcohol. Recordé el momento exacto en que ella había quedado atrapada bajo el peso de mi cuerpo, y una extraña calidez me embargó por completo. Aún podía oler su perfume a flores. Estaba tan bonita con las mejillas sonrosadas por el calor y ese pijama azul... ¿Qué habría pasado si no nos hubieran interrumpido? No quería pensarlo.
Le di un sorbo al café, mirando la plaza desde la ventana de la cocina. Esa madrugada había vuelto a nevar y unos niños se divertían lanzándose bolas en una batalla muy reñida. Distinguí el gorro crema con detalles café que le había regalado a Jimena. Cruzaba con cuidado por el medio, levantando las manos en señal de rendición. No me lo pensé dos veces. Dejé la taza en el fregadero y, calzándome las botas, me abrigué y bajé. No sé qué pretendía haciéndome el encontradizo, pero tenía ganas de volver a verla. La observé salir de una de las tiendas y girar a la izquierda en dirección al supermercado, desde el que llegaba el sonido lejano de algunos villancicos. Para llegar hasta este tenía que atravesar un pequeño parque. Una idea más propia de Alejo que de mí me cruzó por la mente. Anduve detrás, esperé a que estuviera en el centro y cogí un poco de nieve de uno de los bancos. La presioné y se la lancé. La bola le impactó sin fuerza en el hombro haciéndose polvo y ella se giró, con el ceño fruncido. Me dio el tiempo justo de esconderme detrás de uno de los abetos.
—¿Quién ha sido?
Escuché la nieve crujir bajo sus pasos y me tapé la boca con las manos. A duras penas estaba aguantándome la risa y acabaría por descubrirme. Me asomé un poco, justo en el momento en que ella giraba, y di unos pasos para seguir oculto. Cogí otro tanto de nieve y se la dejé caer sobre el gorro, descubriendo mi escondite a la vez que salía disparado hasta otro árbol.
—Me las vas a pagar —dijo.
Lanzó una bola y estuve a punto de esquivarla, pero la muy avispada la había tirado con efecto y me dio en el pecho. Después de su grito de alegría ya no hubo tregua. Pronto estábamos enzarzados en una batalla más cruenta que la de los niños. He visto grandes combates menos épicos. Aquel ataque era indiscriminado, la nieve caía por todos lados y cada uno gritaba sus aciertos y reía los fallos del otro.
—¡No me has dado! —gritó agazapada detrás de uno de los bancos.
Perdida ya toda la vergüenza, poco nos importaba ser vistos a cuatro patas, cualquier cosa valía para ganar. Al resguardo de unos arbustos, avancé de cuclillas y la rodeé para atacarla por retaguardia. Preparé mi mejor bola, era perfecta. Asomé entre las ramas para verla arrodillada observando el banco tras el que me había escondido hacía unos minutos. Cogí aire para calmarme y lancé. Me pareció que esa bola iba a cámara lenta. La vi impactar en el centro del perfecto trasero de Jimena.
—¡En to el pandero!
—¡Rodrigo!
El ataque de risa me hizo perder el equilibrio. Vino hacia mí, pero ya no podía levantarme. Seguía riéndome sin parar, y cuando llegó a mi altura le tiré de la mano para abrazarla y hacerla caer a ella también.
—Eres un tramposo —dijo mientras caía.
—Se llama «estrategia». Es lo que hicieron los persas en las Termópilas.
—Atacar por la espalda. Eso es traición.
Y de la alta, pero me daba igual. Nada importaba porque había conseguido que volviera a estar entre mis brazos. Con el corazón agitado, y no solo por el combate, la observé. Estaba despeinada y el abrigo se le había abierto, algunas de las bolas de nieve habían entrado y llevaba el suéter empapado.
—Será mejor que vayamos a casa a ponerte ropa seca o cogerás una pulmonía —propuse levantándome, y le ofrecí la mano para ayudarla.
—Pues estamos listos, esta es la única ropa de abrigo que me quedaba, mañana tengo que poner una lavadora.
—Como soy un poco culpable... —Alzó una ceja y tuve que aguantarme la risa—. Un poco mucho, vale. Ven a casa, seguro que puedo dejarte cualquier cosa para que no cojas frío. Tenemos secadora; si quieres, puedes venir mañana y usarla, así se seca seguro.
—No quiero molestar.
—Nunca vas a molestar. Ni en mi casa ni en la de mis padres. Se alegrarán mucho de verte. Es más, el otro día mi madre quería que te invitara a comer, pero se me olvidó.
—O sea que he quedado mal con tu madre por tu culpa. Eres un despistado.
—Es culpa tuya por abrirme la puerta con ese pijama de franela tan sexy.
—No te metas con mi pijama de franela, es una antigüedad.
Los dos nos miramos de reojo y nos echamos a reír. Durante la conversación habíamos ido andando hasta la casa. Entramos por la escalera trasera directos al salón. Jimena dio una vuelta sobre sí misma, observándolo todo.
—Qué bonito. La última vez que estuve aquí esto era solo una buhardilla llena de cajas y trastos viejos.
—Sí, la reformamos cuando pasó lo de mi padre y vine a vivir aquí.
Me miró desconcertada y me di cuenta de que ella esa parte de la historia no la sabía.
—¿Por qué no te das una ducha para entrar en calor y luego te pongo al día?
Afirmó con la cabeza y abrí el armario para sacarle una toalla limpia y prendas de abrigo que podrían valerle. Mientras se duchaba, encendí la chimenea, me puse ropa seca y bajé a avisar a mis padres. Cuando subí, Jimena observaba mi biblioteca muy concentrada.
La miré en silencio un momento, necesitaba guardar en mi memoria ese instante de ella: con el pelo aún algo húmedo echado a un lado, vistiendo una de mis sudaderas favoritas y con los pantalones de mi pijama. Estaba guapísima. Me gustaba todo de ella. Incluso cómo mordía distraídamente el pulgar mientras ojeaba los títulos. La luz de la lámpara de lectura le iluminaba el rostro de un modo mágico, haciéndola parecer un hada de los bosques. Aunque en ella eso era mucho mejor, porque era real. La habría abrazado para atraerla a mi pecho, besarla. Le habría susurrado todo lo que había guardado en los años de instituto. Pero en lugar de eso delaté mi posición con un carraspeo. Ella parpadeó y levantó la mirada hacia mí. Sonreí con dulzura.
—Siempre te ha gustado mucho la literatura.
—Sí. ¿Quieres tomar algo? ¿Una copa de vino o una cerveza?
—Un vino está bien.
Fui a la cocina. Lo bueno de tener una casa con una sola estancia es que nada queda lejos y puedes verlo todo desde cualquier parte. Jimena se paró a mirar el libro que seguía sobre el reposabrazos del sillón.
—Si te gusta puedo dejártelo.
Le ofrecí la copa y brindamos antes de que ella se dispusiera a beber, mientras yo la observaba. Cerró los ojos degustándola y después pasó la punta de la lengua por los labios, en un movimiento tan delicado como sensual que me secó la boca. Tuve que dar también un sorbo.
Se sentó en el sillón enfrente de la chimenea y ocupé un puf frente a ella.
—Cuéntame qué pasó —pidió.
—Mi padre tuvo un ataque al corazón cuando yo estaba en segundo de carrera. Por poco no lo cuenta.
Cerró los ojos asimilando la noticia. La vi coger aire. Los abrió inclinándose un poco; nuestros rostros quedaron muy juntos. El calor del fuego que sentía a mi espalda no era nada comparado con el que ella me despertaba. Me acarició la mejilla y con voz dulce dijo:
—Lo siento muchísimo.
—Está bien. Lo ha superado.
—Pero sigues preocupado.
—Sí, porque fue un susto muy grande. Por eso me vine. Se suponía que iba a ser solo hasta que le dieran el alta, pero el trabajo es duro, tienes que hacer mucho ejercicio para mantener el terreno en buen estado y, además, en los últimos años la empresa ha crecido. A él solo le era imposible.
—Lo dejaste todo por venir a ayudarlo.
—Siempre me gustó el pueblo. Más que a vosotros.
—Lo sé. Aunque también sé que querías ser profesor y enseñar a tus alumnos a amar la literatura.
—Bueno, hago de cuentacuentos en la biblioteca de vez en cuando. No es lo mismo ni de lejos; sin embargo, no me arrepiento de mi decisión, a pesar de que la tomé de forma precipitada y sin muchas más opciones. He podido disfrutar de este tiempo a su lado y eso es más importante.
Bajó la mirada y fui yo el que le acarició la mejilla. La tomé del mentón para elevarlo y que me mirara a los ojos.
—Jimena...
—Me alegro mucho de que César esté bien. Tengo muchas ganas de verlos, ¿bajamos?
—Claro, lo están deseando. Mi madre iba a hacer berenjenas rellenas de pisto, le salen espectaculares, casi mejor que las de carne. Mi padre lo negará, por supuesto, pero a él también le gustan más.
Nos llevamos las copas; y cuando mis padres la vieron aparecer, se fundieron en un gran abrazo.
—Ay, mi niña, qué guapa y hermosa estás.
—Sobre todo hermosa, Rosa —dijo Jimena frotándose la barriga, y mi padre rio.
—Eso es sinónimo de felicidad, muchacha. Bien rebonita que estás.
—Perdonad las pintas, pero iba al supermercado cuando un desconsiderado me ha atacado con una bola de nieve.
Los tres me miraron. Dirigí la vista al techo y empecé a silbar.
—Rodrigo, por favor, que no tenéis ocho años. Aunque no voy a quejarme, que así te tengo aquí para cenar. Vamos, que ya está todo listo.
Nos sentamos a la mesa. Mi madre había puesto el mantel para las visitas y la vajilla de las ocasiones especiales. Sonreí. En otro momento Jimena habría sido recibida como una más de la familia, como lo eran siempre mis amigos en nuestro hogar. Sin embargo, esa era una ocasión memorable, porque se había perdido y había vuelto a casa. La cena transcurrió de un modo tranquilo, mientras nos poníamos al día de su vida y mi madre le informaba de todos los cotilleos del pueblo.
—Pues sí, por lo visto se veía a escondidas con una de sus compañeras, mientras la otra...
—Rosa, por favor, ¿te estás oyendo? —interrumpió mi padre, que ya había escuchado la historia unas quinientas veces—. No sabéis si eso es cierto.
—¿Y si no la engañó por qué lo han dejado?
—Pues por millones de cosas. Incluso por todo lo contrario. Imagina que el muchacho no funciona.
El trago se me fue para otro lado en ese momento y empecé a toser llamando la atención de todos. Mi padre me dio unos golpecitos en la espalda.
—Ya estoy bien. Gracias. ¿Podemos hablar de otra cosa que no sean infidelidades y disfunciones eréctiles?
Él soltó una carcajada.
—Qué fino te has vuelto. Cuernos y gatillazos, cariño, y con eso último no pasa nada porque a todos los hombres...
—¡Papá! ¿Podemos dejar de hablar de sexo?
Veía a Jimena frunciendo la boca y tapándose la cara con las manos, instantes después soltó una carcajada tan real y espontánea que parecía una melodía. Los tres nos contagiamos de su risa. Se puso roja y hasta se le saltaban las lágrimas.
—Lo siento, es que estaba pensando en el marrón que debe ser no funcionar y que todo el mundo piense que te has acostado con media oficina.
Mi madre se secó las lágrimas y le palmeó la mano con cariño.
—Bueno, querida, cuando el río suena... ya sabes. Sea por lo que sea, esos dos ya no se pueden ver y cuando coinciden en algún comercio el ambiente se congela. Ahora, por lo menos, nos ahorran los gritos e insultos. Por lo demás ha estado todo muy tranquilo. Con pequeñas cosas, más normales.
—Me alegro mucho, Rosa.
—Y yo de verte de nuevo. Ya sé que eres toda una mujer independiente, pero siempre serás la hija de Concha y me gustaría que vieras esta como tu casa, una a la que acudir de vez en cuando para sentirte segura y arropada.
Había conseguido decir todo eso sin llorar; sin embargo, al finalizar la frase la voz se le rompió y Jimena fue a darle un abrazo.
—Lo sé. Siento mucho la ausencia. Prometo que no volverá a pasar, vendré a visitaros o también podréis venir vosotros y veis mi casa. Os haré de guía en la ciudad.
—Eso me gustaría mucho.
—No volveré a aislarme, Rosa. Lo prometo.
Se fundieron en un abrazo otra vez. Poco después recogimos la mesa. Con la charla se había hecho muy tarde y bostezábamos.
—Gracias por la cena, estaba todo delicioso.
—Gracias a ti por venir. Ya sabes dónde está tu casa.
—Siempre lo he sabido, César.
Le dio un abrazo a él también y lo vi sonreír con dulzura.
—Te acompaño —dije una vez que ella se puso el abrigo.
—No es necesario, estoy aquí al lado.
Mi madre habló por mí.
—No, es muy tarde. Mejor la acompañas.
Y con ella no hubo discusión posible. Se lo agradecí internamente. No sabía si había sido su intención, pero me venía de perlas esa decisión basada en un miedo casi inexistente. En el pueblo, a esas horas, lo único que te podía pasar era que un zorro saliera a saludarte. Nos ajustamos los abrigos y salimos. Anduvimos despacio y en silencio, uno junto al otro. No tardamos en llegar a la puerta de su casa. Alguno de los niños se había dedicado a hacer muñecos con la nieve de la entrada y la había dejado casi despejada.
—Sin nieve y decorada, me gusta el pueblo.
—Y a mí me gusta escucharte decir eso. —Jimena me miró y bajé la cabeza—. Lo siento, es que... no dejo de pensar que... No importa.
Se acercó un poco más a mí. Quedamos frente a frente, el vaho de las respiraciones se confundía. Esta vez fue ella mucho más valiente que yo.
—Piensas que si he pasado tantos años sin venir y tenía una casa, cuando la venda no habrá ninguna razón para que vuelva.
—Sí —susurré sintiéndome un egoísta.
Sentí la calidez de su caricia incluso más allá del guante. Su frente se apoyó en mi pecho y la abracé.
—Te prometo que no volverá a pasar. Vendré a visitaros y hablaremos más a menudo. Necesitaba curarme.
—No pidas perdón. Lo importante es que has vuelto y que estás bien. Vamos a centrarnos en eso y a esforzarnos por seguir juntos. Quiero decir... en contacto.
Agradecí que la luz de la farola no fuera muy potente y no pudiera ver lo rojo que me había puesto. Estaba empezando a sudar de los nervios. Ella no pareció darse cuenta. Sonrió dulcemente.
—Lo haremos. Estaremos en contacto.
Le aparté uno de los tirabuzones que se escapaba del gorro y le di un dulce beso en la mejilla. Rocé la otra con el pulgar y me separé, pero no demasiado. Mirándola a los ojos no existía mundo a nuestro alrededor. Ella se puso un poco de puntillas y me devolvió el beso. Cerré los ojos ante el contacto cálido de sus labios.
—Buenas noches, Rodrigo —murmuró.
—Buenas noches, Jimena.