Capítulo 8

Rodrigo

Despertar junto a Jimena fue uno de los momentos más dulces de mi vida. Estaba apoyada en mi pecho y respiraba profundamente, aún dentro del sueño, relajada. Tiré un poco más de la manta para arroparla e intensifiqué el abrazo.

Dada la escasa luz que entraba por la ventana debía de ser temprano. Consulté el reloj. Aunque tenía tiempo debía marcharme; ese día tenía que buscar la forma de contactar con el mundo exterior. Si la avería continuaba no me quedaría otra que ir al otro lado del puerto de montaña con el portátil en busca de internet. Y debía comprobar que la falta de la electricidad no hubiera ocasionado ningún problema. No obstante, disfruté un poco más de la calidez del cuerpo de Jimena. La acomodé mejor y la observé durante unos minutos. Habría estado así toda mi vida, con ella en paz a mi lado, pero la cruel realidad volvió a exigir atención.

Al moverme, ella despertó. Frotándose los ojos, me miró; e instantes después su sonrisa se amplió. Empezar así el día era una de las cosas más maravillosas del mundo. La besé con dulzura en la punta de la nariz.

—Buenos días. ¿Cómo has dormido?

—Mejor que nunca. ¿Y tú?

—También.

Se movió para desperezarse y nos levantamos. Era extraña la familiaridad que teníamos, como si eso hubiera ocurrido siempre, y, sin embargo, tenía la impresión de que no solo era yo quien sentía que algo había cambiado, que no éramos los mismos, que teníamos mucho en lo que pensar. De algún modo, esa noche nuestra relación dio un giro y debíamos decidir si seguíamos por el camino nuevo o nos manteníamos en el que ya conocíamos.

Me dirigí a la puerta.

—¿No te quedas a desayunar?

—Me encantaría, pero tengo que comprobar que el apagón de ayer no ha ocasionado desperfectos.

Vi la desilusión en su mirada. Yo también tenía ganas de que aquello siguiera, de desayunar con ella. A quién iba a engañar, de lo que de verdad tenía ganas era de besarla, de cogerla entre mis brazos e ir a la cama para amarla como siempre había querido, pero nunca me había atrevido. Deseaba ser suyo, porque eso era lo que quería, entregarme a ella por completo. Sin embargo, ese era un paso muy grande y había muchas cosas que resolver antes de darlo. Si me quedaba allí nada me frenaría. Aunque era muy doloroso pensar que podríamos ser eternos amigos, más me dolía el hecho de que si me precipitaba la perdería para siempre. Esos años de ausencia habían pesado como losas. Muchas veces había levantado el teléfono queriendo hablar con ella y todas se habían quedado en un mero intento. Yo también tenía la culpa de ese silencio.

—Deja que al menos te prepare un café para el camino.

—No te preocupes, tengo que pasar por casa. —La abracé. A pesar de que mi parte racional gritaba que saliera de allí, otra decía que no podía irme tan rápido—. Luego me paso y te ayudo con lo que necesites.

—Está bien. Gracias por quedarte a pasar la noche.

—Todas las que quieras.

Le di un beso en la frente y salí de la casa con una mezcla de sentimientos demasiado extraña. Había empezado a andar cuando detecté una presencia al otro lado de la plaza y distinguí a Alejo. Quedaba claro que me había visto salir de la casa y por su cara estaba juntando piezas, que aunque lógicas, eran erróneas. Corrí hasta él y por alguna razón él empezó a huir de mí. Como cuando pillas a alguien haciendo algo malo y tienes que correr para contarlo antes de que te cueste la vida. Así íbamos los dos por el pueblo nevado sin importarnos si nos rompíamos la crisma. Lo único que no tenía sentido era que él también corriera y sin dirección lógica, porque en lugar de hacerlo hacia su casa me llevaba a las afueras. Por suerte, siempre he sido más rápido y lo alcancé antes de que terminara en el monte. Tirándole de un brazo, lo apoyé de espaldas en un árbol cercano y le tapé la boca. Los dos intentábamos recuperar la respiración.

Alejo habló, pero la voz salió amortiguada por mi guante y no entendí nada. Se lo retiré.

—¿Qué has dicho?

—Que me vas a ahogar. ¿Por qué me persigues?

—¿Por qué huías?

—Porque... yo qué sé, te he visto venir corriendo y mi instinto me ha hecho correr. Igual venías a darme un capón.

Me aparté de él, liberándolo del peso, y dejé que respirara.

—Un capón te voy a dar ahora. Lo que has visto no es lo que crees.

—¿Qué he visto y qué crees que creo?

—Me has visto saliendo de casa de Jimena y crees que nos hemos acostado.

—La primera parte sí, pero conociéndoos sois capaces de haber dormido en camas separadas, o peor: juntos y sin siquiera besaros. —Mi mirada le dio la respuesta—. No me lo puedo creer.

—¿Qué?

—Rodrigo, que no estamos en el instituto.

—Pues por eso. Porque es mi amiga, no puedo jugar con una amistad. Esto no es como cuando conoces a una chica en un bar y da igual qué pase luego. Esto es importante. ¿Y si nos besamos y luego ella se va? ¿O si me voy yo? No sabe nada de Canadá. No he sido capaz de tomar una decisión al respecto y no me parece justo avanzar sin informarla. Tampoco me parece normal tomar todas estas decisiones antes —dije frustrado, frotándome la cara con las manos hasta quitarme el gorro.

Alejo se acercó y me sujetó.

—Cálmate. Es muy honorable todo lo que dices, pero tienes que tranquilizarte y pensar más con este —dio un toque con el índice en mi pecho, para luego subir hasta la cabeza y terminar la frase— y menos con esta. Y también con otra cosa, aunque ahí no te voy a señalar.

Reímos y me abrazó palmeándome la espalda.

—Gracias, a veces me bloqueo. Es agotador.

—No lo quiero imaginar. Tranquilo, aquí está tu amigo Alejo para ayudarte. No sé cómo, pero voy a conseguir que os beséis.

—Te frenaría los pies, aunque la verdad es que estoy loco por besarla y toda ayuda me parece poca. Solo te pido que esperes un tiempo, necesito hablarle de todo antes. Lo haré esta tarde sin falta.

Y por primera vez en mi vida falté a mi palabra. Porque esa tarde la pasamos juntos, sí, pero fui incapaz de decirle que tenía una oferta de trabajo de ensueño a siete mil kilómetros. Y una de las razones era porque ni siquiera yo sabía qué pretendía con eso. Seguía sin saber qué quería hacer y sentía que esa decisión debía estar tomada antes de plantearle algo a Jimena.

Entre dudas y chocolate caliente pasamos esa semana. Las mañanas, trabajando; y las tardes, dándole una mano con sus cajas de recuerdos. La casa cada vez estaba más vacía y eso tampoco ayudaba. Parecía que nuestros futuros estaban condenados a separarse, ¿cómo íbamos a dar un paso hacia delante con todas esas señales que indicaban lo contrario?

El día de Nochebuena amaneció nublado y con un suave manto de nieve. La casa olía a canela y se escuchaban los villancicos que mi madre ponía para amenizar sus horas de cocina preparando la cena. Como era tradición, me lo había cogido libre, bajaría a desayunar y pasaría el día cumpliendo encargos. Había mucho que hacer; y aunque Inés era una anfitriona excelente y el bar estaba preparado para recibirnos a todos como cada año, nunca sobraba una mano con ganas de ayudar.

—Feliz Navidad —dije entrando en la cocina y abrazando a mi madre por la espalda.

—Feliz Navidad, mi niño. ¿Qué planes tienes para hoy?

—He quedado con Alejo e Inés a las seis, para ultimar los detalles. Aunque igual somos Inés y yo solos, por lo visto Tormenta está ya preparada y en cualquier momento nacerá el potrillo. Alejo está histérico y, o bien está viendo el nacimiento, o Inés y yo lo atamos y amordazamos a una silla para que se esté quieto.

Mi madre rio y negó con la cabeza.

—Es que ese chico cuida de sus caballos como si fueran sus hijos, tenéis que entenderlo. ¿Quién iba a decir que el travieso de los Márquez sería el primero en saber lo que son los nervios previos a un nacimiento?

—Lo entiendo perfectamente. Y si no los cuidara tanto te aseguro que no apoyaría ese negocio. Hacer rutas a caballo es muy bonito, pero a veces los dueños no tratan bien a los animales. Es estupendo poder estar tranquilo por esa parte y disfrutar de que tu amigo tenga un buen negocio a la vez.

—Me alegro. Pues si no tienes nada esta mañana, ¿podrías ayudarme con las croquetas?

—Eso, eso, que te ayude el vegetariano con las croquetas, que no les puede dar un tiento —dijo mi padre riendo desde el salón.

—No dije que fuera vegetariano estricto, puedo probarlas. Lo único que intento es estar en paz conmigo mismo y hacer las cosas bien, sin amargarme.

—Claro, cariño. De todos modos, haremos algunas de queso y espinacas para que puedas comerlas. ¿Te parece?

—Eres la mejor madre del mundo.

Volví a abrazarla y nos pusimos manos a la obra, dejaríamos la masa lista y en reposo, después mi padre y ella las freirían.

—No creo que tenga que preguntarlo, pero ¿Jimena vendrá?

—Pues se lo hemos dicho todos, aunque está un poco reticente. De todas formas, le hemos encomendado a Merche esa misión y es capaz de cargarla al hombro y traerla contra su voluntad. Así que vendrá seguro.

El día pasó sin que nos diera mucho tiempo a nada. Cuando quisimos darnos cuenta estábamos ya en el bar, que empezaba a llenarse de la comida que los vecinos aportaban para la cena. Habíamos colocado las mesas de forma estratégica para facilitar la conversación entre todos. Aunque sabíamos que, como era de esperar, los amigos acabarían juntándose y creando grupos. No obstante, lo importante ese día y la verdadera razón por la que lo hacíamos así no era otra que evitar que alguien estuviera solo en esas fechas. Algunas de las personas mayores tenían ese problema, sus hijos pasaban las fiestas lejos o en casa de familiares y ellos no se sentían cómodos acudiendo a casas ajenas, sintiendo que eran extraños. De este modo, todos formábamos una gran familia y nadie estaba de más.

Con la llegada de la gente empezaron a rodar las primeras cervezas y los primeros brindis. Las conversaciones eran animadas, todos querían colaborar en que el ambiente fuera idóneo.

Alejo no dejaba de mirar el móvil.

—¿Qué ocurre?

—Nada, mi hermana ha dejado a Jimena ya viniendo para aquí y se ha ido a las cuadras. Quería darle un último vistazo a Tormenta antes de cenar. Le he dicho que la acompaño, pero no me quiere cerca, dice que la pongo nerviosa.

—La entiendo.

Sonrió y se fue a por una cerveza. En ese momento se abrió la puerta y vi entrar a Jimena. La observé paralizado, pues, aunque llevaba la bufanda y el abrigo, parecía ser diferente. Cuando se deshizo de las prendas pude apreciar un vestido granate, con cuello barco que dejaba ver los hombros, adaptándose a la perfección a sus estupendas curvas. Le llegaba hasta un poco más abajo de la rodilla y el conjunto lo remataban unas botas negras de tacón. El pelo le caía libre en cascada por la espalda y los hombros. Estaba espectacular, como una estrella de cine en su gran día. Tuve que tragar saliva antes de acercarme nervioso, como si fuera la primera vez que la veía y no hubiéramos estado juntos hacía solo unas horas.

Dejó el abrigo en el espacio que habíamos preparado para ello, junto al mío, lo tomé como una señal de que nosotros también pasaríamos la noche juntos. Mientras había estado ayudando a Inés decidí que esa noche sin falta hablaría con ella, entre otras cosas porque yo también casi sabía qué dirección quería seguir. Tenía las cosas más claras. Pero para todo eso aún faltaban unas horas, ahora tocaba disfrutar de la Navidad. Era consciente de que no era muy dada a estas fechas y la entendía, mi misión esa noche era que se reconciliara un poco con ellas, que sintiera el calor del hogar abrazándola. Que supiera que tenía una familia.

—Hola —dije ya a su lado. Ella se apresuró a darme un abrazo—. Ey, ¿qué ocurre?

—Estoy nerviosa.

—¿Nerviosa de ilusión o nerviosa de mal? Jimena, quiero que estés aquí, pero si esto te supera...

—De ilusión, por primera vez en muchos años tengo ganas de pasar esta noche en compañía. —Miró a un lado y otro y se acercó para susurrarme—: Y de comer esas deliciosas croquetas de tu madre. Ya sé que llevan jamón. Aunque, una vez al año...

—Consumo responsable. Pero te gustará saber que también ha hecho de espinacas y queso, para nosotros.

—Qué alegría.

Nos miramos sintiéndonos más cercanos aún. Me asombraba cómo nuestros caminos, tan separados y distantes, habían sido marcados de modos tan parecidos.

La gente ya había dispuesto las mesas y estaban empezando a organizarse para servir los primeros platos. Le ofrecí una cerveza y nos unimos a Alejo e Inés, que picoteaban unos champiñones rellenos de mozzarella.

—Esto está delicioso —dijo mi acompañante después de probar uno.

Inés afirmó con la cabeza y, cuando terminó el que tenía en la boca, dijo:

—Me he encargado de que tengáis opciones vegetarianas si queréis, aunque si os soy sincera, yo esta noche pasaría un poco de todo y probaría todos los platos. Es como si hubiéramos hecho un concurso o algo. Todos los años hacen obras maestras, pero esta vez se han superado. Las carrilladas al vino tinto de don Pascual tienen una pinta espectacular.

—¿Don Pascual? —preguntó Jimena extrañada.

—Es todo un cocinillas. El año pasado hizo una espalda de lechal con patatas que se te saltaban las lágrimas —aportó Alejo, terminando su bebida.

—Mi padre da fe. Creo que le cogió respeto en ese momento y por eso acompaña a mi madre a misa los domingos. Lo volvió creyente. —Tras unas risas, añadí—: Os dejo que probéis los demás el lechal, que luego la carne me sienta mal después de tanto tiempo.

—Sí, nosotros nos zamparemos todas las croquetas de espinacas —anotó Jimena.

Volvimos a mirarnos con complicidad. Conversamos con los vecinos, haciendo tiempo para que llegaran los más rezagados. Hablamos con unos y otros, nos acercamos a una de las ventanas y observamos cómo la nieve volvía a caer de forma pausada dando el último toque navideño a la estampa. En ese momento, Alejo nos hizo señas para que nos acercáramos. Le hice caso, aunque reticente. Tenía la misma sonrisa que de crío, cuando iba a hacer alguna maldad. Estábamos ya por llegar a su lado cuando dio un paso atrás, haciéndonos andar uno más a nosotros, y dijo:

—¡Estáis debajo del muérdago!

Miramos hacia arriba mientras él se alejaba riendo como el pequeño duende travieso de la Navidad. Cuando volvimos a mirarnos a los ojos, todo a nuestro alrededor dejó de existir para mí. Incluso la música suave dejó de sonar. Éramos solo Jimena y yo, muy juntos, frente a frente. Y no había dudas. La vi sonreír, divertida por el engaño.

—Si no nos besamos tendremos mala suerte.

—Y ninguno quiere eso —susurré, acariciándole los brazos.

La tela del vestido se me antojó la más suave del mundo. Nunca había tocado nada igual. Por un momento imaginé que no era la tela, sino ella. Era su calor el que lo hacía todo tan especial. Bajé un poco el rostro hasta que nuestras frentes estuvieron en contacto. Sin dejar de mirarla a los ojos, seguí bajando hasta que nos rozamos la punta de la nariz. Ya no quedaba nada más que nuestros labios, ellos serían los siguientes. Estaba a punto de besarla cuando alguien abrió las puertas del bar cual Aragorn entrando en Meduseld para avisar de que las almenaras ardían.

Ignacio, el padre de Alejo, gritó:

—¡Ya viene el potrillo!

Y nos entró la prisa a todos. Como si lo hubiéramos organizado de ese modo, nos dividimos en varios grupos. Unos se quedaron con la cena y la comida, para seguir con la celebración; otros salimos corriendo detrás de Ignacio, porque no podíamos perdernos el último nacimiento del pueblo ese año y el primero de Alejo. Ya seguiríamos con el festín después, porque seguro que nos guardaban algo.

Le di el abrigo a Jimena, preparándolo para que pudiera meter los brazos, y aproveché el momento para abrazarla y atraerla contra mi pecho. Oculté el rostro entre su pelo buscando hablarle al oído. Nos habían interrumpido, pero estaba más seguro que nunca de que quería dar ese paso.

—Después busco ese muérdago.

Ella hizo una risita traviesa y dijo:

—Creo que tengo un poco en casa.

Sonreí y le di un beso en la mejilla. La tomé de la mano y fuimos a ver la llegada al mundo de una nueva vida.