Domingo de Pascua, en París chez Miquel Barceló.
Ojeo, entre los libros de Miquel, Por amor al pueblo de James Meek. Encuentro la descripción de un personaje que, pienso, le iría bien a JL —o sea, JL, como tipo, es claramente reconocible: Era constructor. No poseía rango digno de mención, pero sí una gran fortuna. Era uno de esos individuos encantadores cuya utilidad práctica trasciende todo el esnobismo, la corrupción y la estupidez propios de los poderes de cuyo patrocinio dependen.
Desde octubre del año pasado, cuando estuve aquí de visita, Miquel ha adquirido varias decenas de libros. Este ritmo de crecimiento es el normal para su vasta biblioteca. Casi todos los libros nuevos parecen haber sido utilizados, posiblemente leídos.
Mañana voy a Poitiers para dar la conferencia que preparé el Viernes Santo en Amatitlán: «Paisaje y biografía».
Lunes a mediodía en París.
Anoche soñé con Pía. Me llamó por teléfono (en el sueño, yo estaba en el chalet de Amatitlán donde pasé unos días con B+). Pía me pone a hablar con su abuelo materno, don Carlos, piloto de aviones de caza y de fumigación. Conversación jovial. Me dice que irá a recogerme y, con la velocidad de los sueños, de pronto está ahí, en el jardín del chalet, de pie al lado de su auto deportivo (que en realidad no tiene). Me conduce a gran velocidad de vuelta hacia la capital. Maneja temerariamente, voy asustado. (Pienso en el sueño: es piloto de caza, domina el automóvil.) Nos detenemos cerca de un pueblo que podría ser Villa Canales, donde se celebra una feria. Hay juegos mecánicos y acuáticos con temas mayas. Gran diversión. Participamos —más bien, participo yo, porque en cierto momento don Carlos desaparece del sueño— en juegos de combates cuerpo a cuerpo y maniobras de guerra, con un fondo de pirámides de plástico inflables. Euforia infantil.
Anoche cené con Claude Thomas, traductora al francés de Paul y Jane Bowles, cerca de su casa en Montmartre. Le hablo del Archivo, del diario que llevo. Escucha con interés. Lo que le cuento tiene los elementos de un thriller, me dice. Más tarde me pregunta si extraño a Paul. Le aseguro que sí. En una versión simplificada le relato mi sueño recurrente con Paul: vuelvo a Tánger y lo encuentro vivo, aunque muy viejo y enfermo, en su antiguo apartamento de Itesa en Tánger. El apartamento está vacío, sin un solo libro. Le pregunto si no necesita sus libros (que yo vendí hace unos años a Miquel), y Paul me dice que sí, que le gustaría tenerlos de vuelta. Le prometo que voy a devolvérselos, y entonces me despierto, angustiado.
—Debes de sentirte culpable —me dice Claude.
Le pregunto por qué habría de sentirme culpable. Ella no contesta y comenzamos a hablar de otra cosa.
Miércoles, en Poitiers. Madrugada. Insomnio.
Ráfagas de recuerdos de la conversación, más o menos etílica, con Homero Jaramillo —que vino de Montreal para el coloquio sobre literatura centroamericana. Le cuento lo que he estado haciendo en el Archivo, y le comunico mi temor de que entre las personas que trabajan allí estén algunas de las que participaron en el secuestro de mi madre. (Él fue «cuadro político» en México de un movimiento guerrillero salvadoreño, y allí hizo vínculos con guerrilleros guatemaltecos. Fue él quien, hace unos diez años, me presentó a la persona que aseguraba que a mi madre la había secuestrado un comando de guerrilla urbana.)
Homero menciona la posibilidad de obtener una beca en la Universidad de Toronto. Le digo que tal vez me interesaría obtenerla. Asiente con la cabeza, no dice nada más al respecto.
Jueves, chez Miquel.
Homero, que estaba invitado a cenar anoche en casa de Miquel, no aparece. Lo llamo por teléfono, se disculpa. Está un poco borracho y muy cansado, me dice. Se queda a cenar en casa de los amigos colombianos que lo alojan, que viven en París desde hace algunos años. Con Miquel, hablo de nuevo acerca del Archivo. Me dice que él también suponía, cuando se enteró de que yo estaba «investigando» allí, que uno de mis motivos sería averiguar algo acerca del secuestro de mi madre. Le digo que no es así, pero que desde luego me gustaría averiguar todo lo posible acerca de eso.
—Claro —me dice—, pero deberías aclararle al jefe que no vas a usar lo que averigües con fines jurídicos o judiciales, ¿no?
Le digo que no sé si me creerían.
—Ya —responde—, tienes razón, no te van a creer.
Llamada telefónica desde Lucca, la pequeña ciudad toscana donde mi hermana Mónica se instaló hace unos meses con sus cuatro hijos. Me invita a que vaya a visitarlos. Un poco más tarde, llamada de mi madre desde Guatemala: insiste en que vaya a Italia, ofrece pagarme el billete de avión para evitar que yo use el pretexto pecuniario para no ir.
Me alegra pensar que Mónica y sus hijos están lejos de Guatemala. «A salvo», pienso. No puedo dejar de imaginar que tal vez en un futuro no muy lejano me tocará volver a exiliarme. Y claro, me preocupo al pensar en cómo algo así podría afectar al destino de Pía.
Viernes. Cinco de la mañana. Insomne.
Cené anoche con Alice Audouin, a quien no veía hace años. A ella también le hablo del Archivo. Me pregunta si trabajar en algo así no me pone en peligro físico. Le contesto —exagerando un poco— que en un país como Guatemala todo el mundo vive en constante peligro físico. Alice dice: «Ah, el peligro, la dignidad del peligro, aquí la hemos perdido.»
Vuelvo a casa de Miquel hacia medianoche. Llamo por teléfono varias veces a B+, a su casa y al celular; no responde. En Guatemala serían las cuatro de la tarde.
Sábado.
Leo Balzac, la biografía breve de Zweig. De unos manuscritos de Balzac, dice: Uno puede ver cómo las líneas, que al principio son ordenadas y nítidas, luego se inflan como las venas de un hombre encolerizado. Algo parecido podría verse en mi escritura, pienso.
De Fouché, ministro de la Policía de Napoleón, de quien también habla Zweig en la pieza sobre Balzac: Necesitaba de la intriga tanto como de los alimentos.
Almuerzo con Guillermo Escalón, el hombre cámara. Cumpleaños de su hijo Sebastián, que piensa ir a vivir un tiempo en Guatemala.
—¿Por qué? —le pregunto.
—Estoy harto de París —me dice—. Y también de la revista (del Centro Nacional de Investigaciones Científicas de Francia, donde trabaja desde hace unos años como reportero).
Ceno solo en el Pick-Clops, cerca del estudio de Miquel.
Ya muy tarde, llamada amorosa de B+. Aludiendo a un comentario mío acerca de su costumbre de reñirme, recita estos versos de su querida Sor Juana: ¡Óyeme, si puedes, con los ojos..., / ya que a ti no llega mi voz ruda, / óyeme, sordo, pues me quejo muda.
—Pero no puedo verte —le digo.
—Eso no importa, tonto —me contesta—, no se trata de eso, podés verme en la imaginación, ¿o no?
Le pregunto cómo está vestida.
Domingo.
Primera noche de sueño normal desde que llegué a Europa, hace una semana. Día de sol esplendoroso. Cita con Claude para almorzar en Montmartre.
Vago recuerdo de un sueño con Roberto Lemus, que trabaja en el Archivo y es uno de los posibles secuestradores de mi madre. Es un hombre gris de mediana estatura, con los hombros caídos, pancita redonda y cierto aire intelectual, que, en el sueño, me hace pensar en Allen Ginsberg. Tiene ojos verdes claros y unas orejas grandes de tazón. Lee un periódico en voz alta; es una voz gangosa, flemática. (Debo escuchar los casetes que grabamos durante las negociaciones del secuestro; esa voz podría ser la del negociador, pienso al despertar.)
Mónica vuelve a llamarme por teléfono. Confirmo mis planes de viaje a Italia la semana próxima. Irá a recogerme ella al aeropuerto de Pisa con la propietaria del apartamento donde vive.
Difícil visualización y lectura, en mi computadora portátil, de los CD con las Memorias de Labores de la Policía Nacional, que he traído conmigo. Hasta ahora no he podido encontrar los informes sobre el Gabinete de Identificación elaborados por Benedicto Tun.
Sorpresa. En la portada de las Memorias de 1964, en lugar de la cubierta habitual, sobria, sin dibujos, un pequeño hallazgo gráfico. La representación en perspectiva, con un solo punto de fuga, de un volumen de gran formato, yacente. En el margen inferior del volumen, unas esposas de policía. Por encima del libro, cerniéndose sobre él, un murciélago con las alas extendidas. La leyenda «Memoria de Labores» en caracteres góticos; el efecto, siniestro.
Lo muestro a Miquel y veo con satisfacción que da un ligero salto de asombro.
—Hombre, eso hasta da un poco de miedo. —Se inclina hacia la pantalla—. Ese murciélago está hecho con amor.
—Sí. Hay quienes aman su trabajo —le digo.
Lunes.
Antes de levantarme de la cama, lectura del Stendhal de Zweig.
Otro día esplendoroso, con un poco menos de calor que ayer.
Revelación en la ducha: no es tan molesta la impresión que me causa la erudición de los otros —la de Miquel, la de Guillermo, la de Homero— en sus diferentes «campos del saber» como la conciencia de la inmensidad de mi propia ignorancia generalizada, cuyos horizontes, a medida que voy adquiriendo nuevos conocimientos, o atisbos de conocimientos, parecen más extensos cada día.
Martes.
Al abrir los ojos «la borra de mis sueños se perdió».
Por la noche, mientras me revolvía en la cama con dificultad para dormir, pensé en los CD del Archivo, que creo que llegaron a mis manos gracias a Galíndez. He encontrado copia de varios expedientes posteriores a 1970 —que yo no debería ver. Cuando le enseñaba a Miquel la imagen del murciélago, mencioné esto.
—Esos documentos —le dije— prefiero ni siquiera abrirlos.
—Pero ¿por qué no? —replica—. Tal vez te los han dado porque quieren que los veas.
Ayer cené con Gustavo Guerrero, el editor de Gallimard. Me propone que escriba algo para la Nouvelle Revue Française sobre el Borges de Bioy, que me parece un libro secretamente complejo, único, magnífico. Esto, a raíz de nuestra conversación sobre un artículo que salió hace unos días en El Mundo, donde se pone en duda la integridad de Bioy y la de los editores del libro: «Recordemos —dice— que Bioy no quiso nunca publicar esos diarios, y hoy se editan de la mano de otros, que pueden haber manipulado o no las malicias privadas del escritor».
Sueño de infracción de tránsito. Por equivocación, conduzco en sentido contrario frente al cuartel de la Guardia de Honor, en la Avenida La Reforma. Dos soldados que están a la puerta me apuntan con fusiles viejos. Temo que disparen, pero me permiten dar la vuelta y alejarme.
Miércoles.
Anoche cené con Marcos Cisneros, el editor colombiano amigo de Homero. Me parece que aún no ha leído el Borges de Bioy, aunque durante nuestra conversación telefónica por la tarde me dijo que le parecía «un libro excelente».
Regreso tarde, bastante borracho. Llamo a B+ varias veces; no la encuentro.
Despierto con malestar; no recuerdo ningún sueño.
A mediodía, Miquel me habla del elefante de bronce que forma parte de la exposición que inaugura el sábado próximo. Es un elefante joven que, las patas al aire, se balancea apoyado en la punta de la trompa. Es una pieza «cómica», de unos cuatro metros de altura y unos mil quinientos kilos de peso. A última hora el marchante de Miquel en París, Yvon Lambert, no quiere exponerla en su galería, por temor a que el suelo no resista tanto peso. Además, la aseguradora se niega a cubrir los riesgos. Miquel decide ir a la galería, para proponer alguna solución. Lo acompaño.
YL recibe en su despacho a Miquel, que lo saluda efusivamente. Sin embargo, durante la visita se dedica a insultarlo, sin que YL se dé por aludido.
—Ésta era una bonita galería —le dice Miquel a YL—, pero parece que cada año se hace más pequeña. ¿Has movido los tabiques?
YL lo reconoce, ha reducido el espacio del salón principal para agregar un cuarto. Para cambiar de tema, YL pregunta a Miquel por una de sus amigas, que vivió en París y ahora vive en España.
—¿Qué —le dice Miquel—, ahora te interesan las chicas?
La asistente de YL muestra a Miquel un ejemplar del catálogo de su exposición, que acaba de recibir de la imprenta. La reproducción de colores deja algo que desear. Pero Miquel se fija en el nuevo logo de la galería, que aparece en la portada.
—Está bien —dice—, recuerda el de un diseñador de camisas.
Y así hasta que nos despedimos, y el humor de YL ya no parece tan bueno como al principio.
A la tarde, viaje a Italia.
Jueves. En Lucca.
Fueron a buscarme al aeropuerto, que está a unos cuarenta minutos de Lucca, Mónica y la pareja luquesa —el señor Rino y la señora Angela— que le alquila el apartamento donde se ha instalado con sus hijos. Es una pareja mayor. Al salir del estacionamiento, el señor, que conduce un Mercedes Benz compacto, tiene dificultades para pagar el billete electrónico, y le dice a su mujer: «Ma cosa vuoi?, sono un vecchietto».
Nos perdemos en el camino. Paramos a pedir indicaciones en un restaurante que resulta muy agradable, y decidimos cenar allí —son las nueve y media de la noche. Durante la cena me entero de que el señor Rino, de sesenta y seis años, está jubilado. Era sastre. Angela, su esposa, trata a Mónica muy cariñosamente. Me parece que ha prolongado en ella su vocación de madre italiana —tiene una hija ya casada, ausente.
Ambos demuestran una ignorancia enorme acerca del mundo en general, una ignorancia parecida a la que encontré hace unos quince años en nuestros parientes italianos de Piamonte —tíos abuelos, primos en segundo grado. Al oírnos hablar en español a Mónica y a mí, el señor Rino expresa asombro.
—La vostra lingua è veramente una lingua latina, —dice.
Le explico que el «guatemalteco» es, salvo el acento y algunos regionalismos, la misma lengua que el español.
—Pero ustedes —dice— no son españoles. Los españoles mataron a tantos indios y cometieron tantas barbaridades.
—Sí —le digo—. Y llevaron el español a América. Nosotros somos herederos de esos españoles, en parte al menos.
—¿Cómo? —exclama, un poco sorprendido.
—Es claro —le digo—. Nosotros (miro a Mónica, para ponerla de ejemplo) no somos mayas, ¿eh? Tenemos algo de mayas, pero nuestros nombres son europeos, y tenemos sangre italiana por parte de padre. Pero también somos descendientes de los conquistadores. ¡Somos también los malos! —me río.
La señora Angela y el señor Rino parecen consternados.
Llegamos a Lucca a medianoche. El apartamento de Mónica es pequeño pero cómodo. Los niños parecen contentos. Los dos mayores han obtenido becas para una escuela de estudios superiores, y ya les han ofrecido empleo. Los pequeños aprenden el italiano.
Por la mañana descubro, desde la ventana del comedor, una agradable vista sobre un amplio jardín medieval con grandes árboles, donde pájaros de patas amarillas revolotean por encima del follaje oscuro.
Viernes.
Anoche, sueño con cocaína, con Carter Coleman, Bret Easton Ellis, Alejandro D —mi viejo amigo cobanero— y JL. Una sustancia transparente que al tocar la palma de mi mano se convierte en pequeños cubos de hielo. Conversación banal con Alejandro (sobre algo que pasó en Cobán). Parece un poco angustiado. Dice que ya no quiere droga y sin embargo la toma en abundancia.
Después de almuerzo, durante un paseo por las murallas que circundan Lucca, hablo con Mauro, el hijo mayor de Mónica, sobre Guatemala. Mauro está interesado en saber cómo están las cosas allá. Le cuento el caso de los diputados salvadoreños y sus asesinos policías, luego hablamos del escándalo en el Ministerio de Educación (por el traslado ilícito de fondos de éste al Ministerio de Obras Públicas para la construcción de un nuevo aeropuerto), de la candidatura a la presidencia de Rigoberta Menchú. Mauro hace una serie de preguntas acerca de cómo podría cambiar para mejor un país como Guatemala. Llegamos a la conclusión de que, milagros aparte, no hay nada bueno que esperar, salvo tal vez una revolución moral (improbable) o la intervención por parte de una potencia superior.
—¿Como la de Estados Unidos en Irak? —pregunta Mauro, y nos reímos.
Le digo que las cosas seguramente van a empeorar mucho antes de que mejoren. Le digo que tal vez no hay que pensar en cómo cambiar las cosas, sino en cómo alejarse de todo eso. Que su destino no está forzosamente allá, que tal vez debería pensar en la posibilidad de vivir en otro país.
—A mí me gustaría regresar —me contesta.
—¿Por qué no estudiás ciencias políticas? —pregunto, no sin ironía.
Mueve dubitativamente la cabeza. No responde.
Le hablo de Haití —«convertido prácticamente en cementerio», como decía hace poco un columnista español.
—Así podría terminar Guatemala, si las cosas no cambian —le digo.
Mauro pudo bien preguntar por qué yo volví a instalarme en Guatemala, lo que sería difícil de explicar, pero no lo preguntó.
A la tarde viajo de vuelta a París.
Sábado, chez Miquel en París.
Joubert, citado por Du Bos: La bonhomie est une perfection.
Homero, que había quedado en llamarme anoche para que cenáramos (mañana temprano regresa a Montreal), no llamó.
En casa de Miquel, con su hija Marcela, vemos tarde por la noche Short-Cuts de Altman.
Domingo.
La exposición de Miquel, ayer por la tarde, un éxito. El joven elefante de bronce ha sido expuesto en un patio adoquinado que da a la calle, en un palacete privado de un amigo de Miquel, muy cerca de la galería de YL. La trompa rectilínea sobre la que se equilibra, las patas extendidas al aire y la colita apuntando al cielo, hacen exclamar y sonreír a la gente. En la galería, despliegue de grandes lienzos con cráneos descomunales rodeados de cerillas consumidas, conchas abiertas y caracoles que se secan al sol —naturalezas muertas, memento mori y vanitas, que al mismo tiempo evocan la tradición de la que provienen y se alejan alegremente de ella.
Por la noche, cena en Maxim’s. Hablo un rato con Castor Siebel, crítico de arte octogenario, viejo amigo de Miquel. Me sorprende su buena memoria; recuerda mi nombre completo y la única vez que nos encontramos antes, hace unos diez años, con Miquel, en una brasserie. Me pregunta dónde vivo ahora. «¿Y no te sientes amenazado —me dice luego—, viviendo en Guatemala?» Le digo que decir que sí sería una exageración, pero que negarlo sería faltar a la verdad.
Leo los primeros capítulos del Fouché («inventor de la policía política») de Zweig, recomendado por Miquel —y a quien Tun cita con frecuencia en las Memorias de Labores.
Por la tarde, Miquel me muestra, en su estudio, los experimentos que hace con materiales y pintura para su proyecto de cúpula para el Palacio de las Naciones Unidas en Ginebra —un paisaje marino de unos mil metros cuadrados de superficie. «Es una bóveda enorme —dice—, como una plaza de toros al revés.» Me muestra también experimentos para una escenografía que tal vez hará próximamente para Peter Brook. Son una especie de almohadones hechos con bolas de papel periódico pegadas con un poco de cola diluida sobre hojas ondulantes. Vistos de perfil, recuerdan el corte transversal de un músculo plano de fibra estriada, o el de una hoja de nopal. «Esto —me dice— podría servir para hacer camas y otros muebles, y tal vez hasta casas para gente pobre.» Pienso en enseñar la técnica a Pía al regresar a Guatemala.
Casi de madrugada, a la vuelta de la fiesta en Maxim’s, llamo a B+. Me riñe al darse cuenta de la hora que es en París, y de que estoy «demasiado alegre». Le digo que exagera. Quedamos, al final, en que irá a buscarme al aeropuerto el martes. El vuelo, le digo, llegará casi a medianoche. Protesta por la hora, pero me asegura que irá.
Leo a De Quincey: Ensayos sobre la retórica, el lenguaje y el estilo, y por él llego a Salvator Rosa, el «pintor bandido y autor satírico del siglo XVII» (¿posible antepasado nuestro?) y consentido de los románticos ingleses, que escribió: Nuestra riqueza ha de ser espiritual, y debemos contentarnos con dar pequeños sorbos, mientras otros se atragantan en la prosperidad.
Lunes.
Anoche vimos con Miquel Notes from the Underground, una curiosa e interesante adaptación del relato de Dostoievski, trasplantado a Los Ángeles. Hablamos una vez más del proyecto de expedición a El Golea (Argelia), para buscar el blockhouse con los frescos de François Augiéras.
Sueño con un experimento de «bloques Barceló». En el sueño, Pía y yo levantamos una gran pirámide en un terreno baldío en la ciudad de Guatemala, adonde viajo mañana.
Martes. Siete y media de la mañana (antes de salir hacia el aeropuerto).
Ayer, Guillermo Escalón me llevó a visitar a Jacobo Rodríguez Padilla, un artista guatemalteco de ochenta y cinco años exiliado en París desde los cincuenta, a raíz de la caída de Arbenz y el Gobierno de la Revolución. Estudio-apartamento diminuto —la antítesis, podría decirse, del estudio de Miquel. Tiene algunas telas muy curiosas, entre surrealistas y naïves. Una paleta vaga, que se permite todos los colores casi de cualquier manera. Nos mostró varias esculturas muy pequeñas que me gustaron mucho —sobre todo una, en alabastro, que me hizo pensar en una pieza china antigua. El artista es menudo, delgadísimo, con un aspecto de gran fragilidad, lo que se dice «un pajarito». Me dice que Guillermo le ha hablado del proyecto del Archivo en que estoy embarcado. Jacobo hace varias preguntas. Le hablo del Gabinete de Identificación. Inmediatamente menciona a Benedicto Tun.
—No sería pariente de Francisco Tun, el pintor, ¿o sí? —dice jocosamente, y luego en serio—: Se le temía al hombre. Sabía mucho. Se le consideraba un técnico, o un científico, más que un policía. Pero no estábamos seguros de que fuera conveniente conservar a un elemento así en su puesto, después de la Revolución. De todas formas, ahí se quedó.
Más tarde, después de dejar el estudio, mientras caminamos hacia Le Prosper, Guillermo me cuenta que la hermana de Jacobo fue muerta por el ejército guatemalteco.
—Él no logra quitarse la culpa por eso —me explica Guillermo—. Una vez me dijo: «Imagínese. Yo la metí en todo eso. La llevé al partido, y apenas un mes más tarde la agarraron».
Guillermo me sigue contando que la muchacha tenía cuatro o cinco hijos, y que su esposo, que se había exiliado también en París, se suicidó poco después.
—Estaba loco —me dice Guillermo—. ¿Sabés cómo se mató? Se tiró desde lo alto de una copia del monte Everest en cartón piedra que hay en un zoológico en las afueras de París. ¿Podés creerlo?
Miércoles por la mañana, en Guatemala.
B+ fue a recogerme al aeropuerto, se quedó a dormir. Todo muy bien.
Escucho los mensajes en el contestador. Llamadas del banco, por movimientos en mi tarjeta de crédito y algún depósito de la agencia literaria. Otra de Lucía Morán, a quien creo que no le conté que viajaría. Y otra de una empresa con la oferta de un servicio funerario a domicilio.
Por la tarde.
Recojo a Pía a mediodía en el colegio. Mientras espero a que termine la lección de violín, su maestra de grado —que hace meses me pidió que fuera a contar una historia o una fábula a la clase— me dice que está muy preocupada porque cree que de algún tiempo a esta parte está siendo vigilada. La maestra, una señora en sus cincuenta, es pelirroja, de formas voluptuosas, un poco extravagante y sin duda, para su edad, atractiva. «Tiene algo de angelical», me dijo un día el padre de otra de sus alumnas, y yo estuve de acuerdo. Es de natural dulce, aunque algo nerviosa; tiene el curioso tic de cubrirse la boca con una mano mientras habla.
—Dos tipos se ponen en su carro frente a mi casa casi todas las mañanas. Cuando los miro, se vuelven y hacen cualquier cosa, como jugar con sus celulares o mirar un periódico o una revista. Ahora tengo que cambiar de ruta todos los días para venir al colegio, hasta donde es posible, claro —se ríe con su risa nerviosa.
Le digo que creo que hace bien (aunque sus perseguidores sean imaginarios).
Jueves.
Noche de mucho calor, sin sueños.
Llamo por la mañana a Benedicto Tun. Me dice que ha reunido más material sobre su padre. Quedo en llamarlo el miércoles que viene para concertar otra entrevista.
Llamo al jefe del Proyecto de Recuperación del Archivo. Contesta su celular una mujer; me dice que él está de viaje, no vuelve hasta el sábado.
Almuerzo en casa de Magalí; su hija Alani celebra su décimo séptimo cumpleaños. Comento con María Marta y con Alejandra, la hija menor de Magalí, la llamada que recibí de la empresa funeraria. María Marta dice, como para minimizar la insinuación de amenaza que pudo haber en eso, que a ella la llamaron unos días atrás para hacerle la misma oferta.
—Vaya —le contesto—, entonces me estoy dejando llevar por mi imaginación. Tal vez no era una amenaza.
—Tal vez —dice Alejandra—. O tal vez quieren amenazarlos a los dos, o a toda la familia. Lo que es a mí, en cambio, que no tengo su apellido, ni las funerarias me llaman, ni nadie se molesta en amenazarme. Es triste mi caso —se ríe.
Viernes.
Ayer, al volver al apartamento con Pía, después de ir al supermercado a hacer la compra para el fin de semana, mientras ella se entretenía con los vestiditos, libros y rompecabezas que le traje de París, se me ocurrió devolver la llamada al número de la supuesta funeraria. No hubo respuesta.
Un poco más tarde, sonó el teléfono. Al principio, no se oyó nada. Luego, una risita como de vieja, que sólo puedo calificar de maligna. El número, «no identificado». De pronto, siento un ataque de náuseas, corro al cuarto de baño. Pía, que viene detrás de mí, se asusta al verme, arqueado como estoy sobre la taza del inodoro, vomitando.
—¿Qué te pasa? —pregunta, a punto de ponerse a llorar.
Le digo que tal vez algo que comí en el almuerzo me hizo mal.
Me siento muy débil. Me acuesto un momento en el diván hechizo de la sala. Luego me levanto para servirle a Pía un poco de cereal, y yo tomo un vaso de yogur. Nos metemos en la cama y me duermo inmediatamente.
Amanezco con fiebre, con dolor en todo el cuerpo. Llamo a la abuela materna de Pía (su madre está de viaje). Le explico que estoy enfermo, que no podré llevar a Pía al colegio. La señora viene a recogerla un poco más tarde. A mediodía, B+ me trae antipiréticos, analgésicos y varias botellas de agua.
Debo averiguar a quién corresponde el número que marqué ayer por la tarde, aunque supongo que será un teléfono público.
Sábado.
Lectura de Fouché. Por la tarde, ya sin malestar y sin fiebre, paso por Pía a casa de su abuela, vamos a visitar a mis padres. De noche, un poco de dolor en el abdomen y la espalda.
Increíble periodo, ominoso y homicida, en que el Universo se transforma en un lugar peligroso. Zweig.
Pienso en la construcción con «bloques Barceló» de un refugio-laberinto que también podría servir de alegoría.
Domingo.
Despierto a las seis. Intranquilo. Inconforme. Estoy curado.
Es una mañana gris. Se oyen los gritos y llamadas de los pájaros de siempre, que suben desde el barranco al que da la ventana de mi cuarto.
Anoche traje de casa de mis padres un montón de periódicos, para revisar las noticias de los días en que estuve ausente. Triste pasatiempo. ¿Pero en qué otro país podría vivir yo ahora?, me pregunto. Pienso en los burgueses condenados en tiempos de Fouché a «la guillotina seca», como llamaban al exilio en lugares como Guyana —¿o Guatemala? Pero la idea de emigrar de nuevo —¿a los Estados Unidos, a Europa, a México, a Argentina, o aun al África?— no me parece razonable, todavía. Es decir, no me siento suficientemente amenazado para emprender la fuga. Mientras tanto, sigo ojeando las noticias.
Me propongo, en lugar de tirar a la basura los periódicos, usarlos para hacer con Pía ensayos de construcción de «bloques Barceló». Quién sabe, tal vez por ahí encontremos un camino, una salida, o al menos una distracción duradera: construir casas para pobres, o casas de muñecas, pirámides o murallas, laberintos de voluminosos y esponjosos bloques de papel periódico.
Por la tarde.
Al final de la mañana comenzó a soplar un viento norte fresco y seco. Ahora el tiempo es otro —plácido, con un cielo azul como en un día de diciembre.
En vez de ir al Tular como casi todos los domingos, pedí permiso a Magalí para hacer experimentos con los bloques de papel en el jardín de su casa.
En el rancho de Magalí dos peteneros, Danilo Dubón y su ayudante César, están reparando el techo de palma que los vientos de invierno han dañado. Danilo, a quien conocí en Petexbatún hace varios años, es un ebanista y constructor de una integridad y exquisitez extraordinarias. Ha emigrado a la capital en busca de empleo como maestro de obras, y en un año ha prosperado bastante; acaba de comprar un terreno en las afueras de la ciudad y comienza a levantar su casa.
Mientras él y César cambian las hojas de palma dañadas en lo alto del rancho, Pía me ayuda a arrugar hojas de diarios viejos —de entre las cuales ella salva algunas que, por el retrato de un bebé o una mascota, quiere conservar— y yo las pego con cola en hileras alternas sobre las hojas extendidas. En pocos minutos consumimos tres o cuatro diarios y tenemos el primer bloque, similar a los que vi en el estudio de Miquel en París, así que considero que el experimento ha sido un éxito.
Al final de la mañana, muestro los bloques que hemos hecho a Danilo y César, para someterlos a su juicio de constructores. Al verlos, se ríen. Danilo intenta comprimir un bloque entre las manos, el bloque resiste. Ahora parece que entrevén las posibilidades.
—Y de ese papel —me dice César— se consigue por todos lados.
—Podría funcionar —dice Danilo—. Tal vez con un poco de barniz encima, para eso de la lluvia, o el fuego.