Hace unos días me enteré de algo que no deja de hacerme gracia. En el Archivo tienen un apodo para mí: «el Matrix». Tengo que reconocer que en ese lugar me siento como «un’ oca in un clima d’aquile». ¿Es posible que mis hallazgos allí estuvieran dirigidos, es decir previstos?, me pregunto a veces. «Te dejan ver sólo lo que quieren que veás, ¿no? —me dijo un día B+—. ¿Entonces, qué podés esperar?».
Como en una parábola de Kafka, para ingresar en el polvoriento laberinto que es el Archivo de La Isla, bastó con pedir permiso. Dentro, cuarto oscuro y húmedo tras cuarto oscuro y húmedo, todos llenos de papeles con su pátina de excrementos de ratas y murciélagos; y, pululando por ahí, más de un centenar de héroes anónimos, uniformados con gabachas, protegidos con mascarillas y guantes de látex —y vigilados por policías, por círculos concéntricos de policías, policías integrantes de las mismas fuerzas represivas cuyos crímenes los archivistas investigan.
Lunes.
Largo y angustioso sueño de persecución policíaca —el perseguido soy yo. Dirige la cacería un personaje que supongo que mi subconsciente creó inspirado en el viejo Tun. Desconozco el motivo por el que me buscan. Me han dado una tregua, un plazo para que salga del país, y el plazo está por terminar. Consulto con varias personas —mi padre, Gonzalo Marroquín y un abogado de reputación dudosa—; todos me aconsejan que me vaya. Pienso en Pía. No quiero estar lejos de ella, digo. «Pero —replica Gonzalo— tampoco querés que tenga que ir a visitarte en la cárcel». Cita ejemplos de varias personas que conocemos que han ido a parar en la cárcel en los últimos días. Han sido capturadas por órdenes de Tun —me explica— y a pesar de ser gente influyente parece que no les será fácil recobrar la libertad. Pienso en esconderme, pero tengo poco tiempo para dar con el escondite ideal. De pronto, estoy corriendo escaleras arriba en una casa circular con techo cónico que tiene mucho del rancho de Petexbatún —maderamen magnífico, altísima techumbre de palma—, sólo que ésta tiene varios pisos y cuartos y es muy enredada. Unos policías me buscan en el piso inferior; yo ya estoy escondido cerca del vértice de palma. Los policías desisten y vuelven a salir. No me atrevo a moverme, aunque estoy en una posición imposible, con dolor en el cuello y la espalda. Después de un silencio que me parece muy largo, oigo que hay gente en el exterior. Reconozco la voz de mi madre, que habla con otras mujeres. Desciendo de mi escondite con dificultad. Salgo de la casa. Las mujeres, me doy cuenta, son un grupo de Madres Angustiadas. Me dicen que tengo que irme de ahí, que seguirán buscándome. No puedo quedarme en el país. El sueño, que recuerdo borrosamente después de ese momento, sigue por carreteras que atraviesan montañas, desfiladeros y barrancos. Me doy cuenta de que voy hacia Belice, pensando en cuánto tiempo pasará antes de que vuelva a ver a Pía.
Martes 1 de mayo.
Termino de leer el Fouché de Zweig.
La idea de ofrecerle mis «servicios» a la nueva ministra de Gobernación pasa inesperadamente por mi cabeza.
Miércoles.
Noche sin sueños.
Ayer, excursión al Tular con Pía. Fabricamos más «bloques Barceló». Le digo a Pía que vamos a hacer una casa de muñecas con estos bloques. «¿Una casa donde yo quepa?», me pregunta. Le aseguro que así será. Por la tarde paseamos a caballo por el bosque viejo y nadamos en la piscina.
No vi a B+ ayer; otro pequeño disgusto. Me manda un mensaje de texto, a eso de las seis de la mañana, para quejarse de lo que llama «mi horrible orgullo».
Intenso dolor lumbar.
Leo las Memorias de Voltaire, que apenas había hojeado en París. En las primeras páginas, cuenta cómo el rey Federico Guillermo de Prusia quiso (pero no pudo) hacer cortar la cabeza a su hijo y heredero Federico, que quería dejar el reino para correr mundo. Parece —dice Voltaire a modo de conclusión— que ni las leyes divinas ni las humanas expresan claramente que un joven deba ser decapitado por haber tenido el deseo de viajar.
Diez y cuarto.
Llamo a Benedicto Tun. Hacemos cita para mañana a las diez en su despacho. Tiene —me dice— dos dictámenes importantes que hizo su padre y que quiere enseñarme. Le digo que, durante mi visita anterior, vi que al lado de su despacho estaba el de Arturo Rodríguez, militar de izquierda protagonista de un intento de golpe de Estado contra otro militar, Miguel Ydígoras Fuentes, durante cuyo Gobierno comenzó la primera gran ola represiva de los años sesenta. Le pregunto si su padre y Rodríguez fueron amigos. Dice que no, que él, en cambio, tiene cierta amistad con Rodríguez y que, si quiero, más adelante puede presentármelo. Cuidadosamente, saca una foto de un cajón para enseñármela: se trata del bautizo del hijo mayor de Miguel Ángel Asturias, Rodrigo, futuro jefe de la Organización del Pueblo en Armas (ORPA) y la Unión Revolucionaria Guatemalteca (URNG). Lo bautiza monseñor Rossell y Arellano, que unos años más tarde sería arzobispo de Guatemala. El padrino es Ydígoras Fuentes, ni más ni menos. Le pregunto dónde la obtuvo. Dice que la encontró entre los papeles de su padre.
Llamo al jefe; está en una reunión —me dice— y me llamará más tarde.
Jueves.
Anoche, gran borrachera.
Por la tarde había tenido otro disgusto telefónico con B+. Llamé a JL. Fuimos a cenar a un restaurante italiano, y luego al bar El Establo. Después, yo solo, a un burdel. Estuve tocándole los pechos, muy grandes pero firmes, naturales, a una «sexoservidora» gorda y divertida que tenía en varios sitios —cara, hombro, pecho izquierdo— lunares grandes como frijoles. Volví muy tarde a casa.
A media mañana llamo a Tun para aplazar hasta el lunes nuestra cita. Bochorno.
Viernes.
Sin noticias del jefe. Reconciliación —después de tres largas conversaciones por teléfono— con B+.
Lectura de las Memorias de Voltaire.
Sábado.
Ceno con B+. Le hablo de mi idea de hacerme policía. Se ríe de mí. Insisto, le digo que hablo en serio.
—Pero si vos vivís fuera de la ley —me dice.
—Por eso, conozco bien el medio —le contesto.
—¿Y vas a andar con placa y uniforme?
—Sería agente secreto, qué te pasa.
B+ vuelve a reírse. Terminamos por hacer una apuesta. Si me convierto en policía, ella me concederá ciertos favores amatorios que me ha negado hasta ahora.
—¿Y de dónde viene la idea de hacerte policía? —me pregunta después.
—Podría servirme para lo que estoy escribiendo. Y ahora tengo un motivo más: ganar esa apuesta.
—No creo que llegués a tal extremo —me dice.
Contesto que no debe estar tan segura.
Cambia de tema y me recuerda que la semana que viene debo ir a la Universidad Francisco Marroquín, donde imparte clases de gramática y composición literaria, para dar una charla a sus alumnos, a los que ha hecho leer algunos de mis libros.
Por la tarde vamos a casa de sus padres en la costa del Pacífico.
Por la noche.
Camino de la costa, le decía a B+ que otra de las razones por las que pensaba en hacerme policía era que tal vez así podría seguir investigando libremente en La Isla, ya que no puedo hacerlo en el Archivo. Y también, seguí medio en broma, así podría contribuir de manera positiva en la lucha contra el crimen en el país.
—¿Querés convertirte en héroe nacional? —se rió B+.
Me reí también y contesté:
—No exactamente. Pero hay que ampliar las miras. Creo que sería un policía subversivo.
—Creo que ese libro, Fouché, es el que te ha influido.
Le dije que en parte tenía razón.
Acabamos de llegar al apartamento de sus padres, en un condominio de lujo frente a la playa, que recuerda un poco el lifestyle de los centroamericanos adinerados en Miami. Pero en este día gris y bochornoso se agradece el aire acondicionado, el ascensor: la comodidad americana.
Hace un rato B+ me pidió que le diera un masaje; le duele mucho —dice— la espalda. Vuelvo a fantasear con la idea de convertirme en policía. Pero es claro que sólo pensar en formar parte de las «fuerzas del orden» me repugna.
Tal vez la idea de hacerme policía provenga menos del influjo de Fouché que de una decadencia moral que en mi caso ha venido, creo, más con la edad que con el estudio o la experiencia. ¿Dónde está el saber o el conocimiento de sí mismo que generalmente viene con la vejez?
Había abandonado mis Memorias, pero muchas cosas que me parecieron novedosas o divertidas me hicieron volver al ridículo de hablar de mí mismo conmigo mismo —escribe Voltaire hacia el final de su libro—. Casi me avergüenzo de ser feliz viendo las tormentas desde el puerto.
Ciudad de Guatemala.
Son las once de la noche. Cae una llovizna muy fina. Acabo de fumar un cigarrillo de marihuana y escucho música de Ravel, mientras reviso mi correo electrónico. Suena el teléfono. Levanto. «No vayás a alborotar el hormiguero», dice alguien. Luego el clic, la línea muerta.
Lunes.
El sueño recurrente con Paul, que, aunque muy viejo y enfermo, sigue vivo en Tánger. Quiero ir a verlo, pero se presentan complicaciones de tiempo. Todavía soy estudiante (como en otros sueños recurrentes, pero que nunca antes estuvieron relacionados con el tema de Paul redivivo). Estoy cursando mi último año de bachillerato en el Liceo Javier —que había dejado inconcluso— y tengo exámenes finales. Otra complicación: está Pía, de quien no quiero separarme demasiado tiempo, y ya tengo programados viajes a Rusia y Japón (que corresponden a mis actuales planes de vigilia). Cambio, decido ir a Tánger. Me preocupa que Paul no haya contestado a mis últimas cartas, en las que le pregunto si necesita dinero —el dinero que generan los derechos de sus libros. ¿Y si contestara que sí, que lo necesita —me pregunto en el sueño—, no tendría que devolverle el dinero que he cobrado por esos derechos y que ya he gastado? Pero mientras pienso en todo esto, y mientras me pongo el uniforme escolar de pantalones grises, camisa blanca y chaqueta vino tinto para ir al colegio a tomar los exámenes, me doy cuenta de que la razón por la que quiero ir a Tánger es que me gustaría dar a leer a Paul esto que escribo. Reflexiono: Paul está casi ciego, no podrá leer nada. Pero puedo contarle lo que estoy haciendo, leerle fragmentos del texto, a ver qué opina. De pronto, tengo en mis manos un volumen de las obras completas de Paul, donde encuentro una serie de artículos y ensayos que no había leído, de cuya existencia no estaba enterado. Hay uno, muy extenso, sobre Alta Verapaz, otros de viajes por Centroamérica y el África tropical ilustrados con fotos a colores. Me llama la atención uno titulado «Música». Aparentemente lo he traducido yo mismo. Leo en voz alta la primera oración: La música es la organización más sónica de los sonidos. Una voz de mujer (¿Alexandra?) pregunta: «¿Masónica?», y se ríe. Me dice que no le suena muy bien la traducción. Reviso el original en inglés, y compruebo que la primera oración es mucho más larga y complicada. Sigo leyendo el ensayo, que consiste en una serie de definiciones hechas por compositores e intérpretes famosos de la palabra «música». Hay algo rimbombante y alambicado en la mayoría de las definiciones, en la fraseología, y cada una está acompañada con una foto de su autor; pero casi todos aparecen enmascarados o llevan disfraces o pelucas, lo que quita pomposidad a la composición y la convierte en cómica.
Despierto con sed. Todavía es de noche. Me levanto para ir a beber agua —voy pensando en una casita en el Boulevard Pasteur de Tánger, no muy lejos del apartamento de Paul, donde tal vez podría alojarme si logro volver— y no es hasta que enciendo la luz de la cocina cuando caigo en la cuenta de que Paul murió hace más de ocho años. Mientras el agua cae del sifón a una tacita de hojalata de Madrás, recuerdo repentinamente el momento en que besé su frente ya fría en la morgue de Tánger.
Martes.
Larga entrevista con Benedicto Tun —la que tuve que interrumpir (casi tres horas después de comenzada) para ir a la universidad a dar la charla a los estudiantes de B+.
A modo de introducción y apología por ciertos retrasos y aplazamientos de entrevistas en el pasado, Tun me explica que su trabajo rutinario actualmente consiste en analizar firmas y huellas dactilares en varias clases de documentos, particularmente para el Registro de la Propiedad, los Tribunales de Cuentas, y varios bancos, pues los casos de fraude han proliferado dramáticamente en los últimos años.
Me deja examinar una copia del dictamen de su padre sobre el caso de una joven francesa que participó en el secuestro del embajador de los Estados Unidos Gordon Mein en 1968. Me enseña fotos de la joven, que colaboró en el secuestro del embajador alquilando a su nombre el auto de Avis que usaron para dar el golpe, y que luego, al verse acorralada por la policía, antes de que la arrestaran, se dio un tiro de pistola en el paladar.
Me permite ojear la copia de una carta no fechada (pero que probablemente es de los años setenta) dirigida al presidente de la República por vecinos de las zonas 9 y 10 —en la que mencionan que han consultado con Tun, recién retirado—, solicitando la mejora y modernización del Gabinete mediante la instalación de una «máquina IBM» para analizar los datos de los ladrones que operan en esos sectores residenciales, máquina que los vecinos proponen financiar «de la manera más desinteresada, para el mejoramiento del servicio policial, como colaboración patriótica para el bienestar colectivo».
Del despacho contiguo al de Tun sale un anciano y, al verlo pasar, Benedicto se levanta para llamarlo. Es el licenciado Rodríguez. Benedicto me lo presenta y le explica que me gustaría hacerle algunas preguntas. El anciano dice que no está muy bien de salud, pero ofrece darme una entrevista unos días más tarde, cuando haya terminado el tratamiento médico que recibe actualmente y que le causa algunas molestias.
Le pido a Benedicto que me hable acerca del problema que tuvo su padre a raíz del dictamen que emitió sobre el suicidio de Mario Méndez Montenegro.
—Fue durante el gobierno de su hermano Julio César cuando lo detuvieron a mi padre. Yo mismo fui a sacarlo. Pero antes voy a contarle algo que pasó unos años antes, porque creo que no hice más que devolverle un favor. Yo tenía amigos en la izquierda, lo que en ese tiempo era casi un delito, ¿no? Nunca formé parte de ninguna organización subversiva, aunque mis amigos querían convencerme y asistí a algunas reuniones, que eran clandestinas, por supuesto. Volviendo de una de éstas una noche poco después del golpe de Estado de 1963, un amigo y yo fuimos detenidos. En un jeep con placas oficiales nos llevaron a lo que entonces era el Primer Cuerpo de la Policía, y donde había un lugar que usted recordará que le decían la Tigrera, donde tenían a los presos políticos.
»Uno de los policías que nos interrogaban en una especie de oficina me dio un golpe en la cara con una cachiporra de hule, de esas que tenían dentro unas pelotitas de acero. El golpe me causó una hemorragia de nariz. Por instinto, me defendí; le arranqué de la mano la cachiporra al policía. Entonces, él pidió a sus colegas que le ayudaran a quitármela. Pero no le hicieron caso. Le dijeron: “A vos te la quitó, ahora quitásela vos”. Querían que peleáramos. Yo me preparé, levanté la cachiporra, sin pensar, desde luego. El policía, que no quería arriesgarse a recibir un golpe, no insistió, y se limitó a sacar la pistola y a arrearnos a mí y a mi amigo hasta la cárcel colectiva, la famosa Tigrera. Ahí, alguien me aconsejó que devolviera el arma al policía, porque después la broma me podría costar cara. Le hice caso, por supuesto. Y fíjese, recuerdo que antes de tirar la cachiporra por entre las rejas de hierro vi que en el mango estaba escrito, en inglés, claro: Propiedad del Gobierno de los Estados Unidos —me dice Benedicto, y sonríe—. Allí —me sigue contando— conocí al hermano del famoso “Pepe” Lobo Dubón, Roberto, que en paz descanse, con quien conversé un buen rato. Él murió poco después, como usted tal vez sabe. Se agarró a tiros con un militar en un bar llamado el Martita. Era muy valiente, de eso no cabe duda. En fin, teníamos a la vista a un joven que acababan de torturar, con la cara deformada y equimosis por todos lados, que estaba tirado en un rincón, posiblemente moribundo.
»Varias horas más tarde, un guardia me llamó en voz alta por mi nombre. Lobo Dubón me advirtió que si me sacaban a esas horas de la noche era posible que pensaran matarme. Me dijo que fuera fuerte. Yo salí creyendo que ahí acababa todo, pero lo que pasó fue que alguien le había contado a mi padre que me tenían preso, y él llegó a sacarme. Desde luego, no iba a dejar ahí a mi amigo, y mi padre y yo exigimos que lo soltaran. Cuando vieron que nos dejaban ir, otros presos nos pidieron que planteáramos recursos de amparo para ellos. Gritaban sus nombres desde la Tigrera, y yo comencé a apuntarlos en la palma de mi mano con una pluma Parker que tenía entonces y que estimaba mucho porque era regalo de mi padre. Pero un policía me la arrebató y la partió en dos.
Benedicto tiene que devolver una llamada telefónica que recibió hace unos minutos en su celular. Se disculpa, y después de conversar un rato vuelve a sentarse a mi lado en el sillón de cuerina blanca. Le pido que me hable del arresto de su padre.
—Una tarde —comienza— en abril de 1967 alguien me avisó por teléfono que mi padre estaba detenido. «Lo tienen en el cuartel del Primer Cuerpo. Ya pidieron comida de preso para él», me dijeron, y lo recuerdo muy bien, porque así me di cuenta de que la cosa iba en serio. Hablé con varios amigos y conocidos de mi padre y del ministro de Gobernación de aquel tiempo, para pedir explicaciones, pero sin éxito. En las altas esferas políticas, policíacas y militares, al parecer, ignoraban el caso. Luego decidí hablar con un joven de dinero y con influencias en el Gobierno. Me debía un par de favores, y accedió a echarme una mano. Obtuvo para mí una entrevista con un alto mando militar. Me recibieron tres hombres en una «casa oscura» (ya era de noche para entonces) aquí en el centro de la ciudad. En estos casos, lo recibían a uno con todas las luces apagadas, para que no pudiera ver las caras de quienes le hablaban. Sólo logré averiguar que se trataba de un asunto de nivel bajo, o un asunto de política que no tenía que ver con el Gobierno, pues de ser así lo sabrían en el ejército. Llamé entonces a Rodríguez, y decidimos ir directamente al cuartel, pero no juntos, sino uno detrás del otro, para que no fueran a arrestarnos a los dos al mismo tiempo. Sincronizamos nuestros relojes; eran ya casi las once de la noche. Logré pasar por la primera puerta del cuartel sin que me detuvieran. No les dio tiempo para reaccionar, supongo. En el estacionamiento vi, en un carrazo, a un familiar del presidente, que ya se iba. Subí al segundo piso y fui hasta el departamento de la Interpol, que estaba al final del corredor, y donde había luz. Ahí tenían a mi padre, bajo interrogatorio. Parecía desorientado, como si no se hubiera dado cuenta todavía de que estaba detenido. «Estoy trabajando con estos señores», me dijo.
Estaban revisando el dictamen sobre el suicidio de Mario Méndez, el hermano del presidente. Querían que mi padre informara que había sido asesinado. Pretendían hacer de él un héroe, un mártir.
Yo le dije a mi padre que se levantara, que había ido por él. Lo agarré del brazo y lo saqué de allí. Al salir al corredor oí que Rodríguez discutía con los guardias que estaban a la puerta. Les explicaba que, además de abogado, era oficial del ejército. Cuando le dejaron pasar vino a nuestro encuentro, y luego salimos a la calle los tres sin más dificultad. Camino de casa le conté a mi padre cómo me habían avisado que estaba detenido y que hasta habían pedido comida de preso para él. No quería creerlo, pero esa misma noche redactamos su carta de renuncia. El presidente, como ya le dije, no la aceptó.
Con cierto recelo, le digo que, para hacer el retrato de su padre, me gustaría conocer algún rasgo personal.
—Ah —me dice—, la personalidad de mi padre.
—Sí. Por ejemplo, qué libros le gustaba leer. A juzgar por cómo escribía, supongo que leería bastante.
—Es verdad. Leía de todo —se sonríe—. Además de la criminología, la medicina forense y otras ciencias afines a su trabajo, le interesaba la filosofía y hasta lo oculto, lo esotérico, y en particular la quiromancia. —Benedicto se queda un rato mirándose la palma de la mano izquierda. Con el índice de la derecha se toca, creo, la línea de la cabeza, que tiene muy bien marcada—. Él creía... —dice; hace una pausa; su mente parece cambiar de rumbo—. Leía también historia —continúa—. Leyó mucho a Toynbee...
Me enseña una foto de los años sesenta. En un austero anfiteatro, Benedicto padre está de pie, en traje formal, frente a un podio. Dicta una conferencia en la Academia de la Policía, me explica el hijo. Tiene un rictus extraño, parece muy tenso, aun atormentado, y sus brazos están cruzados sobre el pecho en actitud defensiva —la actitud ante el público típica de los muy tímidos.
—Como puede ver —me dice el hijo—, era un hombre de una gran timidez. Era muy callado fuera, pero en casa hablaba recio y tenía mano de hierro.
Me cuenta, no sin muestras de cariño filial, que fue el menor de siete hermanos; explica que compartió con su padre pocos años como adulto.
—Tenía conflictos internos por su origen maya —me dice—. Usted sabe cómo eran las cosas, que han cambiado, aunque tal vez no hayan cambiado tanto en realidad. La discriminación racial persiste, ¿no?, aunque ahora es menos cruda que entonces.
Me cuenta que su padre fue el único hijo hombre (tenía tres hermanas) de una familia quiché de San Cristóbal Totonicapán. El padre era comerciante, y envió a su hijo a estudiar el bachillerato a la cabecera departamental de Quezaltenango. Al graduarse, viajó a la capital, donde comenzó la carrera de Derecho. Apenas iniciados los estudios, consiguió empleo como amanuense del general José María Letona, secretario y «hombre de confianza» de Manuel Estrada Cabrera, el Señor Presidente. Ese trabajo, que le permitió familiarizarse con las cosas de Estado (tenía excelente caligrafía, y el secretario le hacía copiar sus libros), le costó un disgusto con su padre, que no quería que fuera un simple empleado; había hecho esfuerzos económicos para mandarlo a estudiar en la capital con la esperanza de que siguiera una carrera universitaria.
—El abuelo, que fue alcalde de su pueblo en más de una ocasión, tenía un comercio cerca del de los Gutiérrez, imagínese —continúa—. Si mi padre se hubiera dedicado al negocio, tal vez habría llegado a ser un hombre rico, tal vez no tan rico como Juan Bautista Gutiérrez, de los Gutiérrez de Totonicapán, una de las familias más ricas, si no la más rica, de Centroamérica, ¿no? —Benedicto sonríe.
»Lo cierto es que siguió empleado en la Secretaría de la Presidencia. Le gustaba —dice el hijo— la vida de la capital, el traje europeo y todo lo que podía ofrecer esta ciudad a un joven universitario, aparte del sombrerito panamá de los jóvenes dandis de la época, que él nunca usó. No quiso regresar a San Cristóbal, y siguió como subsecretario hasta la caída de Estrada Cabrera. Como usted sabe, su propio secretario, el general Letona, atestiguó sobre la incapacidad mental del dictador ante la Asamblea Legislativa, que lo separó del cargo. Entonces, mi padre tuvo que huir a El Salvador. Más o menos un año más tarde volvió a Guatemala. Después de un breve encarcelamiento, fue absuelto y comenzó a trabajar en lo que luego sería el Gabinete de Identificación.
»El Gabinete —sigue contando Benedicto— lo absorbió completamente; era su esfera de poder. Le dedicó todo su tiempo, y en cambio tendía a descuidar a su familia —me dice, pero sin tono de queja, simplemente como un hecho más. Repite que era muy tímido y reservado fuera de casa, y que dentro podía ser muy severo.
»Lo pedía todo de sus hijos —dice el hijo menor, y sonríe— pero él no lo daba todo. Mi madre tenía que ayudar a mantenernos con labores de costura. El sueldo del Gabinete era muy bajo, como ya le conté. Pero ahí él podía innovar. Era un hombre con poder, refugiado en su trabajo. Como le digo —insiste el hijo—, su origen maya quiché fue un problema para él. Incluso, tenía leves problemas de dicción, y por eso no le gustaba mucho hablar en público.
Le pregunto si su padre hablaba quiché.
—Creo que de niño sí, pero lo olvidó. Cuando visitábamos a mi abuela en la casa del pueblo, ella y las otras señoras mayores se reían de él y hacían bromas porque había olvidado su lengua materna. Allí no se usaban sillas ni mesas, todos se sentaban sobre petates en el suelo, pero cuando llegábamos nosotros sacaban unas sillitas muy pequeñas, como de juguete, en las que apenas nos podíamos sentar, y nos ponían una mesita que daba risa —me cuenta—. Imagínese las cosas que habrá visto en su trabajo y que tendría que callar —sigue diciendo—. A veces, en casa, ya anciano, lloraba en silencio. Hubo quienes hablaron mal de él, desde luego, porque fueron afectados por sus dictámenes o porque consideraban que fue parte del aparato represor, o por prejuicio, ¿no? De todas formas, él no se aferraba a su cargo. Quiso renunciar en más de una ocasión, pero sus renuncias no fueron aceptadas. El propio Ydígoras Fuentes intentó destituirlo, y el director de la policía se opuso.
Le digo que eso parece increíble.
—¿Ya le conté lo del cadáver que tuvo que ir a reconocer una noche mi padre, pero no había cadáver?
Le digo que no, o que no lo recuerdo.
—Eso —me contesta— me lo dijo ya de muy viejo, poco después de jubilarse. La cosa es que una noche los llevaron a él y al juez de paz encargado del levantamiento de cadáveres a un lugar en las afueras, por la carretera de occidente. Había unos policías a la orilla del camino, y siguieron a pie hasta un lugar en descampado. Allí estaba un oficial de la policía junto a un hombre tendido en el suelo entre unas matas, con un tiro en la espalda. La famosa ley fuga, ¿no? Mi padre me dijo que estaba seguro de que era un obrero, porque tenía uniforme de trabajo. La cosa es que se inclinó sobre él para examinarlo y se dio cuenta de que no estaba muerto. «Aquí no hay ningún cadáver —dijo a los policías—. Este señor está con vida». Entonces, el oficial ordenó a uno de los agentes: «Pues cumpla su deber». Y éste se acercó al hombre tendido en la hierba y le dio un tiro en la cabeza —me dice.
Por la tarde.
Después de un almuerzo rapidísimo y la charla en la universidad, me encuentro en el Hotel San Jorge con Javier Mejía, que me llamó hace unos días porque quería regalarme un ejemplar de su último libro, El agente extranjero. Mejía fue agregado cultural en Washington y ahora trabaja para el Ministerio de Relaciones Exteriores.
Hablamos de libros (El hombre invisible de Ellison, como en casi todas mis conversaciones con este sujeto, sale a relucir) y después, inevitablemente, de política. Me aburro mucho; más que conversar, Mejía se jacta o se queja. Hacia el final de los cafés, aparece por ahí Martín Solera, un abogado penal que conocí unos meses antes, durante el cursillo sobre política y violencia del doctor Novales. Solera me pregunta si ya recibí mi diploma por la participación en el cursillo que me mandó con Roberto Lemus —de quien yo sospecho que fue secuestrador. Le digo que no. Le explico que he tenido que suspender mis visitas al Archivo. El abogado parece un poco sorprendido. Le aseguro que no es nada definitivo; tengo que hablar con el jefe y espero pronto poder volver a visitar La Isla. Se me ocurre pedirle el teléfono de Lemus. Voy a llamarlo, le digo, para ver si puede entregarme el diploma, que, después de todo, me gustaría tener. Apunto el número en una servilleta de papel.
Cuando Solera se va, pagados los cafés y a punto de despedirnos, Mejía me dice en voz baja que él conoce bien al jefe del Proyecto de Recuperación del Archivo.
—Un personaje muy oscuro. Si a él le llegan a encontrar algún expediente, van a ver cuántas muertes feas debe.
Pongo cara de incredulidad —una incredulidad hostil— y él continúa:
—Es muy irónico —dice— que sea él quien está husmeando en los archivos de sus enemigos, ¿no? Es también un asesino.
Incómodo, para cambiar de tema, menciono a Fouché —la anécdota que cuenta Zweig acerca de su final «en paz con los hombres y con Dios»: con los hombres, porque poco antes de morir decidió entregar a las llamas los archivos policíacos por los que muchos personajes poderosos le temían, y que se había llevado consigo al salir de París; y con Dios, porque tuvo tiempo para confesarse y recibir los últimos sacramentos.
—Yo no soy afrancesado —comenta con desprecio mi interlocutor—. La biografía que quiero leer es la de Kissinger, pero es un tocho de setecientas páginas y no he tenido tiempo.
Nos despedimos.
Desde luego —pienso ya en mi carro, mientras veo al fornido autor agente alejarse a grandes pasos en su traje azul marino Avenida Las Américas adelante—, con su empleo actual, despierta desconfianza.
El jefe no ha vuelto a llamarme.
Maquinalmente, con un temor reprimido, pensando: no debería, marco el número de Lemus. Nadie contesta.
Viernes. Siete de la noche.
Me reuní de nuevo con Mejía, esta vez en un restaurante mexicano. (Quería preguntarle en qué basa su temerario juicio sobre el jefe.) Encontré un pretexto para darnos cita: regalarle uno de mis libros, que me ha dicho que quiere reseñar. Llega con un amigo, filólogo y crítico literario, que estudió en París. Bref: un petimetre.
Mejía insiste:
—Tu jefe es, o era, el comandante Paolo —me dice, y se ríe—, ¿no lo sabías?
Yo no lo sabía, y me siento un poco ingenuo, un poco tonto. Lo que sí sabía es que «el comandante Paolo» fue parte del tribunal que condenó a muerte a las jóvenes guerrilleras capturadas en los años ochenta en Guatemala y ejecutadas más tarde en Nicaragua, de quienes habló el doctor Novales durante su cursillo.
Discutimos sobre la definición de crímenes de guerra. Mejía compara las ejecuciones atribuidas al jefe con los crímenes cometidos por militares guatemaltecos. No veo —le digo— la simetría.
Me parece que el encono de Mejía hacia el jefe del Proyecto de Recuperación del Archivo es de naturaleza personal. (De muy joven, Mejía militó en el Ejército Guerrillero de los Pobres, del cual el «comandante Paolo» fue dirigente.) Lo divertido es que ahora Mejía trabaje para el Gobierno y le parezca condenable que el otro dirija el Proyecto de Recuperación del Archivo.
Cuando nos despedimos, me sorprende al entregarme un artículo que está preparando sobre «el conjunto de mis libros». Le gustaría publicarlo —me dice— en un medio extranjero. Lo leo al llegar a casa. Me sorprende de nuevo: el tono es ligeramente elogioso.
Lunes 14.
Almorcé en casa de mis padres. Larga conversación con mi padre y Magalí. Les pregunto qué piensan que deberíamos hacer si ahora nos enteráramos de quiénes secuestraron a mi madre. Mi padre dice que haría lo mismo que hemos hecho hasta ahora: nada.
—Usted sabe —le digo—, el secuestro es un crimen imprescriptible, no importa que hayan pasado ya más de veinte años, todavía podría haber castigo.
No cambia de opinión.
Cuando Magalí se va, le pregunto a mi padre si ha guardado las cintas que grabamos con las negociaciones telefónicas durante el secuestro de mi madre. Dice que sí. Se las pido. Va a buscar en uno de sus armarios y encuentra tres casetes.
—Seguís jugando con fuego —me dice al entregármelos.
Miércoles.
Ayer por la mañana, otra entrevista con Benedicto Tun. Me explica que no tiene mucho tiempo, debe ir a la Torre de Tribunales a realizar un trámite. Me dice también que su hijo menor hubiera querido acudir a esta cita, pero por motivos de trabajo no ha podido. Sugiero que nos reunamos los tres más adelante.
Entre otros sucesos criminales que recuerda como al azar, me habla de uno conocido como «el caso de la casa #38», un robo cometido en la residencia de dos ancianas, que fueron muertas por los ladrones, entre los que estaba el nieto de una de ellas.
«En ese tiempo, cuando la ciudad era muy pequeña todavía, una manera de investigar en uso era mandar agentes a beber a las cantinas, usted sabe. Todo el mundo conocía a todo el mundo, y tarde o temprano se oía algo que decía un imprudente, que podía servir de pista. Otra muerta, decía un bolo cada vez que vaciaba una botellita de aguardiente. Por eso lo arrestaron, lo llevaron al cuartel, y no tardó en hablar. Era uno de los culpables, y por él encontraron a los otros dos.»
Aparece Rodríguez. Benedicto vuelve a presentármelo, nos acompaña al despacho de al lado y se despide. Aunque ya me había advertido que su amigo sufre severos lapsus de memoria, le pido a Rodríguez que me hable sobre Benedicto padre. Me dice: «Fue un hombre brillante, honorable, honradísimo, gran conocedor de su trabajo. Nuestro primer criminólogo. Por eso —explica— ni durante el Gobierno de la Revolución pudieron prescindir de él. Fue muy amigo de intelectuales como Balsells Rivera, el escritor, y de Cazali, el padre de esa muchacha que hace críticas de arte en la prensa... Venía del Quiché, sus padres eran indígenas. Y mire hasta dónde llegó.»
Le pido que me hable sobre el levantamiento frustrado contra el régimen de Ydígoras Fuentes en 1960, del que fue protagonista. Su memoria, sin embargo, es demasiado borrosa y no puede hilar los acontecimientos. De Yon Sosa (que también participó en el levantamiento y fue fundador de las Fuerzas Armadas Rebeldes) me dice: «Es una lástima que terminara así. Lo mataron el año pasado en Tapachula por contrabandista, ¿no se enteró?»
Yo sabía que miembros del ejército guatemalteco lo mataron en Tapachula, pero hace casi cuarenta años. Opto por callar.
Domingo.
Pía cumple cinco años. Pequeña celebración con mis padres y hermanas en El Tular. Minipiñata de pingüino, que a la hora decisiva Pía se niega a romper.
Lunes.
Llamada silenciosa ayer por la noche, a eso de las dos. Pía estaba conmigo, lo que me inquieta aún más.
Martes.
Por la tarde fui a Novex, la ferretería, en busca de una cuerda de nylon y arneses para facilitar una posible huida (con Pía) por una ventana del apartamento. Al final la idea me pareció ridícula y en lugar de eso compré cables y terminales para grabar conversaciones telefónicas.
Lunes.
Muy entretenido con Pía, que está de vacaciones. A la noche la llevaré a casa de su madre.
Por la mañana, llamada (que dejé al contestador) de Uli Stelzner, «el documentalista alemán», como él mismo se describe en el mensaje que dejó. Es el realizador del largometraje Testamento, sobre la vida de Alfonso Bauer Paiz, activista político sobreviviente de más de un atentado y todavía activo a los casi noventa años —espléndido y raro ejemplo de buen hombre de izquierda guatemalteco del siglo XX. Alguien le contó a Uli que he estado trabajando en el Archivo. Quiere que platiquemos, me invita a tomar un café uno de estos días, dice. Le devuelvo la llamada por la tarde. Le pregunto quién le dijo que yo había estado visitando el Archivo. «Unas personas», responde. Le digo que esta semana estaré muy ocupado; quedamos en hablar la semana que viene.
«Unas personas» —por qué la evasiva, me pregunto.
Por la noche.
—Querer a alguien que no te quiere —me dice B+, que acaba de leer Cien poemas más del japonés, de Kenneth Rexroth, que le presté hace unos días— es como entrar en un templo y adorar el trasero de madera de un ídolo hambriento.
—Creo que comprendo. ¿De quién es eso? —le pregunto.
—Mío.
—No te creo.
—No me extraña, no me importa —contesta con cierta amargura.
Miércoles.
Voy a recoger a Pía al colegio. Hablo con su maestra. El viernes iré a leer para la clase una adaptación de un mito quiché sobre el origen del maíz, una historia de un cuervo y un pájaro carpintero que enseñan al hombre el cerro de Paxil, donde la planta crecía naturalmente.
La maestra sigue hablándome de algo que comenzó a contarme hace unos días. Ayer —me dice— presenció un homicidio frente a su casa. ¡No era a ella, después de todo, a quien vigilaban! Está muy asustada.
Me cuenta también que hace unos años vivió en México, donde conoció a una ex guerrillera guatemalteca que fue torturada por la policía. Sobrevivió, y ahora vive «normalmente» en Londres. Esta mujer le dijo que con el tiempo había llegado a perdonar a sus torturadores, pero no a sus antiguos jefes. Un día, ya terminada la guerra, fue a ver a Gaspar Ilom, el comandante (Rodrigo Asturias, el hijo de Miguel Ángel) para decirle lo que pensaba de él: que era un cerdo. «Él, Gaspar Ilom —dice la maestra—, se puso verde, pero no contestó nada».
Viernes.
Fui anoche con Magalí al antiguo Edificio de Correos a ver un documental sobre los hijos de los combatientes guerrilleros titulado La colmena, que se centra en hijos de altos y medios cuadros del Ejército Guerrillero de los Pobres. Uli, el documentalista alemán, estaba ahí. Se me acerca a preguntarme qué me ha parecido la cinta. El documental es monótono, pero no carece de interés. Le digo: «Es un retrato de familia, ¿no? ¿Qué se le puede pedir?»
Uli hace una crítica un poco más severa. «No debió hacerlo ese muchacho (el director del documental es hijo de un ex comandante, y creció en una colmena). Él fue uno de esos niños. Imposible ser objetivo así.»
Hablamos de uno de los casos que expone la cinta. Una mujer de unos veinticinco años cuenta que, cuando tendría diez, recibe la noticia de que su padre ha muerto en combate. Unos años más tarde, alguien le dice que en realidad su padre había sido acusado de traición, juzgado por un tribunal guerrillero, y ejecutado por sus propios compañeros de armas. (Al narrar esto, la mujer entrevistada comienza a llorar.) Un poco más adelante, sigue contando que, al final, se entera de otra versión. Unos amigos le cuentan que su padre había sido un héroe, que no cometió traición, que eso había sido un error, una confusión. «Yo siempre lo he recordado a mi padre —dice por último la entrevistada con una sonrisa cándida— como alguien que luchó por su patria».
Uli —creo que con razón— se queja de que no hayan profundizado más en este caso. ¿Quiénes juzgaron al supuesto traidor? ¿De qué se le acusaba? ¿En qué consistió el error, si lo hubo?
—Los combatientes sabían, ¿no? —le digo—, que en caso de ser capturados les esperaba la muerte, o si tenían mucha suerte, el exilio. (Muerte por sus captores, o por sus ex compañeros, pues el peligro de delaciones bajo tortura, o el de seguimiento de reos al ser dejados en libertad, era muy grande.)
—Por supuesto —asiente Uli, y continúa en tono confidencial, con su marcado acento alemán—: Yo quiero hacer un documental sobre La Isla, pero sobre la gente que trabaja ahí, en el Archivo. Por eso te quería hablar. Yo conozco a muchos. Son casi todos ex guerrilleros o hijos de ex guerrilleros. Es extraño que a alguien como vos te dejaran entrar.
—Ya ves —le digo—, pueden hacer excepciones. De todas formas, está bien que quienes combatieron con las armas el sistema que ha quedado en parte reflejado ahí, en el Archivo, continúen oponiéndose a él, digamos, legalmente, de manera retrospectiva y no violenta, ¿no?
Se acerca a saludarnos Luis Galíndez, del Archivo. Como siempre, se muestra muy amable. Me pregunta por qué no he vuelto a La Isla. Menciono las protestas de los otros archivistas por el privilegio que me concedían. Me pregunta (y esto no deja de llamarme la atención) quién me comunicó la noticia. Le digo que fue el jefe.
—Ya —me responde—, te doraron la píldora.
—¿Y sin dorarla cómo sería? —le pregunto, en tono de broma.
—Un poco más amarga —me dice.
Uli, que parece que está al corriente de mi caso, comenta:
—Claro, eso se decide en la cúpula.
—Supongo que en la misma cúpula en que se decidió darme permiso para entrar —le digo—; decidieron darme ese privilegio, y luego quitármelo. Me parece bien.
—Ve, qué democrático —dice Galíndez—. Pero es verdad, te hicieron un favor al dejarte entrar. Y tal vez también al no dejarte volver —se ríe, y Uli y yo reímos también.
—De todas formas —prosigue Uli—, todo el mundo debería tener acceso a esos documentos.
—En realidad —le digo—, creo que ahí no hay nada que no sepamos ya. Un montón de detalles, nada más. (Pero —me pregunto en silencio— ¿no dice el refrán que allí precisamente, en los detalles, está Dios, que acecha?)
A media mañana marco el número de Lemus. Me parece reconocer su voz en el contestador. Suena como en los casetes. Cuelgo, bastante asustado. Vuelvo a llamar y esta vez grabo la voz. Después llamo a Benedicto Tun. No responde.
Poco antes de mediodía, voy a leer la adaptación del mito quiché sobre el maíz al colegio de Pía. Por la tarde, exhausto.
Domingo.
Anoche sonó el timbre a eso de las doce, mientras dormía. «Ya está. Vienen por mí.» Otro timbrazo terminó de despertarme, con gran sobresalto. Me levanto, atolondrado, pensando en la cuerda y los arneses que no he comprado para salir por la ventana y descolgarme hacia el barranco. Me digo a mí mismo: «Pía no está, no importa». Salgo de mi cuarto, con bastante miedo, voy a oscuras hasta la puerta de entrada. «¿Quién es?», pregunto. «Yo», dice B+ (temprano por la noche habíamos reñido, como de costumbre, absurdamente). Enciendo la luz, abro la puerta.
—¿Estás borracha? —le pregunto—. ¿Qué te pasa? Me asustaste.
Explica con una sonrisa entre traviesa y culpable que quería estar conmigo. Pienso que no imagina, no puede imaginar, el miedo que me ha hecho sentir.
—¿Cuántas veces tocaste? —le pregunto.
—Dos.
—Eso pensé.
Regreso con ella a la cama, todavía con palpitaciones de susto.
Lunes.
Me pregunto si quiero realmente a B+. Me respondo a mí mismo que sí.
Después del almuerzo en casa de mis padres.
Mientras comíamos, mi padre me cuenta que el fin de semana vio un reportaje de televisión sobre el Archivo. Luego hablamos sobre la película Capote. Mi padre ataca al escritor. «Un verdadero hijo de puta interesado», dice. María Marta y yo lo defendemos, con el argumento de que la conducta amistosa (aunque interesada) de Capote hacia el desdichado y terrible Perry Smith debió de ser para éste, después de todo, algún consuelo.
—A ver si no te pasa a vos lo mismo que a Capote, y por estar investigando criminales no volvés a terminar un libro —dice mi padre hacia el final de la conversación.
Hoy, más temprano por la mañana, el urólogo le prohibió definitivamente a mi madre el café y la sal. Un día triste, sin duda. Por la noche, el ruido de la lluvia, la callada compañía de los libros.
Martes.
Pía duerme plácidamente desde hace dos horas.
Me pregunto si en realidad he jugado con fuego al querer escribir acerca del Archivo. Mejor estaría que un ex combatiente, o un grupo de ex combatientes, y no un mero diletante (y desde una perspectiva muy marginal), fuera quien antes saque a la luz lo que todavía puede sacarse a la luz y sigue oculto en ese magnífico laberinto de papeles. Como hallazgo, como Documento o Testimonio, la importancia del Archivo es innegable (aunque increíble y desgraciadamente hay quienes quisieran quitársela) y si no he podido novelarlo, como pensé que podría, es porque me han faltado suerte y fuerzas.
Miércoles por la mañana.
Llamo varias veces al despacho de Tun; nada. Me pregunto si puede ver mi número cuando lo llamo y ha decidido no contestar. O si está enfermo, o de vacaciones. Volveré a llamarlo mañana.
Leo un juicio de Voltaire sobre el nieto de Enrique IV, duque de Vendôme, que me gustaría ver aplicado a mi persona: Intrépido como su abuelo, de carácter amable, bienhechor, ignorante del odio, la envidia y la venganza. A fuerza de odiar el fasto, llegó a un descuido cínico que no tiene precedentes.
Viernes.
Ayer llamé de nuevo a Tun. Me cuenta que estuvo varios días en Mazatenango, trabajando, que ha querido llamarme pero no ha tenido tiempo. Quedamos en almorzar el martes próximo en La Casa de Cervantes, que está cerca de su despacho. Le digo que tengo un favor que pedirle. ¿Puede él hacer un análisis de voz? Necesito comparar, le digo, voces en unas grabaciones. Contesta que sí.
Sábado 8 de junio.
Día prácticamente perdido, en familia.
Domingo.
En El Tular. Lluvia.
Lo que puede ser pensado tiene que ser con seguridad una ficción. ¿Savater?
Lunes.
Clara no pudo venir a limpiar el apartamento. Me llamó por teléfono para explicar que ayer mataron a otro chofer de la línea de autobuses de Boca del Monte, donde ella vive, y hoy los colegas conductores están en huelga.
Por la tarde.
Llamo al jefe a mediodía. Para mi sorpresa, contesta. El tono es muy amigable. Me pide disculpas por la serie de citas frustradas. Me dice que ahora está más relajado. El procurador de los Derechos Humanos ha sido reelecto, el Proyecto no peligra, al menos por el siguiente mandato, que dura cuatro años. Y el hoyo de San Antonio ya no es una amenaza seria; tienen todo listo en caso de que fuera necesaria una evacuación de urgencia. Me pregunta cómo va «el proyecto de libro». Le digo que no estoy seguro, que he estado llevando un diario, que no sé qué haré con él. «¿Un diario?», pregunta. Le explico que es un diario personal, en el que uso mis visitas al Archivo como tema, y que desde el día de mi suspenso tiene un leitmotiv: mis múltiples llamadas a él no correspondidas. Se ríe, vuelve a disculparse. Tengo un conflicto confidencial —le digo— y hay algo que necesito consultar con él. Se trata de un rumor que he oído, una anécdota que le concierne. Lo he anotado como tal en mis diarios, pero no sé si debería —si se diera el caso— publicarlo. Del otro lado de la línea, le oigo toser. Sugiere que nos veamos inmediatamente. Nos damos cita para almorzar en La Estancia.
Llega diez minutos tarde. Desde el fondo del largo salón central de la churrasquería lo veo acercarse; camina tambaleándose ligeramente, como suelen caminar los hombres de gran estatura. Algo de Jesse James hay en él, con sus vaqueros desteñidos y camisa a cuadros. Tiene mirada de jugador de póquer, subrayada por grandes y oscuras ojeras permanentes. Me pongo de pie para saludarlo.
Mientras comemos le cuento lo que me ha dicho Mejía sobre la eliminación de gente de sus propias filas que se le atribuye.
—Eso es verdad —me dice—, y no es ningún secreto.
Él mismo hizo declaraciones ante la Comisión para el Esclarecimiento Histórico inmediatamente después de la firma de la paz, y narró ese episodio, que calificó de error. Al declarar —añade— pidió que su nombre de civil apareciera en el testimonial, pero era un principio de la Comisión no usar, en ningún caso, nombres reales.
—Pero hay algo que no es exacto en esos rumores. Fui fundador del Ejército Guerrillero de los Pobres. Siempre fui cuadro político, nunca tuve grado militar. No combatí con las armas. El ejército, el enemigo —aclara— me puso el título de comandante, supongo que para darme importancia.
Le pregunto si le molestaría que publique la anécdota. Niega con la cabeza y agrega que puedo usar su verdadero nombre.
—Hay algo que quiero aclarar —me dice— acerca de esas ejecuciones. Me refiero también a las ejecuciones mencionadas en el documental que viste con Uli y Galíndez. Yo reivindico mi papel como revolucionario, pero también me gusta reconocer mis errores. A varios hijos de los compañeros que ejecutamos, con razón o no, porque nos equivocamos en más de una ocasión, yo he tenido que explicarles lo que pasó. Algunos dirigentes hubieran preferido que no se les dijera nada, que siguieran pensando que sus padres habían muerto o desaparecido en acción. Eso a mí no me parecía bien, y cuando protesté me dijeron que, si quería, que yo mismo les explicara lo ocurrido. Así lo hice, por mucho que me costara. No podés saber cuánto me costó.
Guarda silencio un momento, y continúa; ahora su voz es un poco más grave.
—Al hablar, todo parece un poco ligero, pero esto es algo muy serio. Es tal vez lo que más me preocupa a estas alturas de la vida. Algo que, no en un sentido figurado sino literal, es un asunto de vida o muerte para mí, que libraba entonces una lucha a muerte. Creo que soy el único pendejo que piensa todavía en todo esto.
Hace otra pausa, y me parece ver en el blanco de sus ojos un indicio de humedad que no había visto antes.
—Esas ejecuciones dentro de nuestras filas, reconozco que fueron errores, o exageraciones, excesos de severidad, cuando no fueron atrocidades. Reconocer esto no ha sido nada fácil, y lo que ahora me molesta es no haberme opuesto más enérgicamente a que se aplicaran esas medidas drásticas, con las que no estuve de acuerdo en muchos casos. Si pudiera regresar... Pero aquél era otro momento. —Los rasgos de su cara, que son más bien duros, se han suavizado levemente—. Hay quienes, aun sabiendo que nosotros mismos ejecutamos a sus parientes, no han renegado del espíritu revolucionario. Y es extraño, pero por otra parte también hay muchos que habrían preferido no conocer nunca la verdad.
Me habla de un caso particular, el asesinato de una periodista por el cual el Estado se ha hecho responsable. A pesar de que —según a él le consta— esta mujer fue ejecutada por orden de los dirigentes de la organización guerrillera a la que pertenecía, sus propios deudos prefieren pasar esto por alto porque existe la posibilidad de cobrar una indemnización del Estado, lo que sería imposible si el asesinato es atribuido a la guerrilla.
—Me gustaría hablarte de todo esto con más tiempo —me dice. Insiste en la importancia vital que estos problemas de conciencia tienen para él.
Le digo que debo salir de viaje muy próximamente (no le digo, y no pregunta, adónde). Prometo darle, a mi regreso, un borrador del texto que estoy escribiendo sobre el Archivo. Le aseguro que no lo haré público sin su consentimiento.
Por último, en tono de humor, me cuenta que ha tenido problemas laborales con una agrupación de jóvenes investigadores del Archivo. Un telediario local emitió ayer —sin dar a conocer las fuentes— una noticia en la que se les acusa a él y a otros responsables del Proyecto de maltrato a sus empleados. «Es peor que administrar una fábrica, esta chamba», se sonríe el ex dirigente guerrillero.
Partimos la cuenta en dos.
Martes.
Camino del centro llamo a Benedicto por mi celular para confirmar nuestra cita para almorzar en La Casa de Cervantes. Se excusa: ha sido llamado a última hora por un cliente que lo espera en tribunales. Quiso llamarme más temprano pero no encontró mi número. Podemos, si me parece, almorzar el jueves próximo, en el mismo lugar. En vez de seguir hacia el centro doy la vuelta y me dirijo a la zona 14, para almorzar en casa de mis padres.
Jueves.
Reunión con Benedicto Tun y su hijo Edgar en el lugar acordado. Almuerzo mediocre, conversación cordial. Antes de que llegue su hijo, le entrego dos casetes de audio: uno con la voz de Lemus que grabé del mensaje de su contestador; otro con un breve fragmento copiado de los casetes con las negociaciones del secuestro de mi madre. Dice que dentro de dos o tres días podría darme el resultado.
Me cuenta otra anécdota familiar. El secuestro por guerrilleros y posterior arresto policial de uno de sus hermanos, médico pediatra, en 1970.
De la familia Tun —me dice después— alguien había dicho alguna vez en público, su padre aún en vida—: «Se parece a un rosal. Tiene rosas, pero también espinas». Con lo de las espinas —me explica— probablemente se referían a él, por sus ideas de izquierda.
Llega su hijo. Quería conocerme porque ha leído algunos de mis libros, dice. Escribe teatro. Veo un claro parecido con su abuelo, según la foto de éste que me enseñó Benedicto, quien, por cierto, no se parece a ninguno de los dos.
Edgar Tun es un joven de unos veinticinco años, delgado, de apariencia frágil y mirada despierta. Lleva su propio almuerzo, que condimenta con aceite de oliva virgen, que también trae consigo. Sufre del páncreas, explica. Estudió ciencias jurídicas y sociales, y ahora trabaja como investigador en el Programa de Resarcimiento para Víctimas del Conflicto Armado.
Benedicto habla de la muerte de Turcios Lima, atribuida generalmente a un accidente de tránsito en la Calzada Roosevelt de la ciudad de Guatemala. Según Benedicto padre, que fotografió los restos del auto en que viajaba el dirigente guerrillero con su novia y la madre de ésta, fue un atentado. «El automóvil, un Mini Cooper, se incendió demasiado rápido —dice el hijo—. Tal vez usaron fósforo blanco, pero la causa del incendio, según mi padre, no pudo ser la simple gasolina. En cualquier caso, se dijo que si hubo atentado sería por parte del Partido Guatemalteco de los Trabajadores, que decidió eliminar a Lima por indisciplinado.»
Él, Benedicto hijo, conoció de adolescente a Turcios Lima. Era menor que él, y muy inquieto, me dice. Fue ahijado del arzobispo de Guatemala, monseñor Casariego, y, según entendí, la Casa Arzobispal fue alguna vez el escenario de sus amoríos.
Relata también algunos detalles del asesinato del embajador de Alemania, Karl von Spreti, en 1970. No todos los miembros del grupo de las Fuerzas Armadas Rebeldes que lo secuestró querían ejecutarlo —dice— cuando el Gobierno se negó a liberar a los presos políticos que eran parte de la negociación. «Casi se agarran a balazos entre ellos, porque no se ponían de acuerdo.» Esto se lo contó un amigo suyo que pertenecía a ese grupo, y que luego desapareció. Era uno de los que se opuso a la ejecución. «Al saber que había sido capturado, su compañera me llamó. Fui a su casa, y me enseñó, entre otras cosas, unas cartas que Von Spreti había escrito durante su secuestro. Las tenía escondidas detrás de un espejo. Las leí, y luego las quemamos. Guardar algo así en esos días era demasiado comprometedor.»
Habla también de un periodista suizo que visitó Guatemala en tiempos de Ubico. Acusado de comunista, fue fusilado en la penitenciaría de la capital. Ya preso, hizo amistad con su padre, que no lo creía culpable. Antes de ser ejecutado, el suizo le regaló una máquina de escribir portátil, que Benedicto hijo conserva hasta hoy.
A mediodía, un mediodía nublado con olor a lluvia, en la Lexus color azogue, entre semáforo y semáforo, pienso en mis debilidades. Un remordimiento ligero y, como resultado, la reflexión de que tal vez hay que ser un poco inmoral para ser una persona moral al menos en ciertos aspectos, para comprender «el mecanismo de la moral».
Viernes.
Larga entrevista con Uli en el café de TacoBell. Sigue pensando en hacer un documental sobre La Isla. La madre de su «compañera» que trabaja en el Archivo —me cuenta— fue capturada por agentes de la Policía Nacional hace muchos años y no volvió a aparecer. Todavía buscan su paradero. Parece que entre los documentos del Archivo hay algo referente a su captura. A raíz de esto, Uli ha visitado el cementerio general de La Verbena. En los libros de ingresos hay datos de sumo interés si uno busca desaparecidos, con detalles de la procedencia y señas generales de los cadáveres, me dice. Le hablo por extenso sobre Benedicto Tun.
Domingo. Día del Padre.
Por la tarde, después de un día extraño y placentero, pero con final reñido, B+ me dice por teléfono que no quiere verme mañana, ni por unos días; necesita «tiempo para pensar».
Lunes.
Por la mañana llamo a Tun. Ha hecho analizar las cintas —me dice—; cree que es la misma voz. «No es una prueba irrebatible, sobre todo porque las muestras no son contemporáneas, ¿no? Pero es bastante segura.»
Pienso en Lemus: patético, sombrío. Éste era entonces el Minotauro que me esperaba en el fondo del laberinto del Archivo. De tal laberinto, tal Minotauro. Probablemente me tiene tanto miedo como yo a él. ¿Si lo atacara —me pregunto— se defendería?
Casi medianoche. Dos llamadas, una inmediatamente después de la otra. En el otro extremo de la línea, silencio, tal vez ruido de lluvia, pero no llueve esta noche sobre la ciudad de Guatemala.
Martes.
Hasta hoy no había pensado seriamente en dejar de escribir este diario —pero es como si el germen del final ya hubiera contaminado el organismo.
Recibí un correo electrónico de Guillermo Escalón, que acaba de volver de París. Lo llamo por teléfono y quedamos en cenar mañana.
Llamada de larga distancia de Homero Jaramillo. Necesita verificar unos datos —el número de teléfono y la dirección exacta de mi apartamento (donde vivió durante casi todo el 2003). Está llenando unos formularios para solicitar una extensión de su asilo en Canadá, me explica. Tono jovial, como casi siempre. Al colgar, tengo un presentimiento poco halagador.
The most precious thing in life is uncertainty. Kenko.
Jueves.
Anoche cené con Guillermo, después de acompañar a mi padre y a Magalí a hospitalizar a mi madre. Le han puesto una sonda para drenar orina y evitar que su riñón defectuoso sufra un colapso.
Larga plática con Guillermo sobre el proyecto del Archivo. Uli lo ha invitado a que colabore en el documental que está preparando. Guillermo no ha dado una respuesta definitiva. Le digo que la idea de un documental en ciernes me hace querer dejar de escribir sobre el Archivo, que las cámaras harán mejor trabajo que yo.
Viernes.
Llamada de Uli. Viaja a Alemania el domingo. Quiere dejarme ver un documental filmado por la Procuraduría de los Derechos Humanos sobre el hallazgo del Archivo. No podremos vernos antes de su partida, pero en casa de una amiga suya dejará una copia para mí.
Lunes, de noche. Hotel Caimán.
En el Pacífico con Pía, que tiene vacaciones.
Yo estaba tratando de ordenar estas notas, esta colección de cuadernos, cuando ella, que desde hacía unos minutos insistía en que le contara un cuento, me preguntó qué estaba haciendo. Le dije que estaba tratando de armar un cuento.
—¿Para niños? —me pregunta.
Le digo que no.
—¿Para grandes?
Le digo que no sé, que tal vez es sólo para mí.
—¿Sabés cómo podría terminar? —me dice.
Niego con la cabeza.
—Conmigo llorando, porque no encuentro en ninguna parte a mi papá.
Me río, sorprendido. ¿De dónde sacó eso?, me pregunto. Me quedo un rato escuchando el retumbar interminable de las grandes olas del mar.