EL INTERFONO para bebés emitió un ruido y Sabrina salió del abrigo de los brazos de Mario y recogió la ropa esparcida por el suelo, tratando de no avergonzarse por su desnudez.
–Debería ir a ver si necesita que le cambie el pañal –dijo mientras se vestía tan dignamente como podía.
A Mario no parecía preocuparle tanto su falta de vestimenta. Se incorporó y se pasó la mano por el pelo.
–Voy contigo –dijo mientras se ponía los pantalones.
–No te preocupes. Puede que se espabile si vamos los dos.
–Como quieras.
Sabrina no acertó a respirar profundamente hasta que no llegó a la habitación de la pequeña. Ésta no tardó en tranquilizarse y Sabrina salió de su cuarto de puntillas y dejó la puerta entreabierta.
Oyó que Mario hablaba con alguien. Al principio pensó que debía tratarse de Giovanna, pero pronto se dio cuenta de que estaba hablando por teléfono en el dormitorio principal, pues sólo le oía hablar a él.
Siempre había odiado a la gente que escuchaba tras las puertas, pero algo en su tono de voz la hizo detenerse junto a la puerta. Aunque estaba hablando en italiano oyó que mencionaba su nombre un par de voces. Su tono, urgente, le hizo preguntarse con quién estaría hablando. La posibilidad de que se tratara de otra mujer después del momento tan íntimo que acababan de compartir le provocó una punzada de celos. Sintió que sus frágiles esperanzas eran golpeadas una a una.
De pronto la puerta del dormitorio se abrió de golpe y apareció Mario con el móvil cerrado en la mano. Su boca estaba contraída en un gesto de dureza.
–Lo siento, Sabrina, pero tengo que salir un rato –dijo–. No volveré hasta tarde.
Ella frunció el ceño mientras él recogía las llaves del coche de la mesita de noche.
–Mario.
Él le lanzó una mirada penetrante.
–Déjalo Sabrina. Hablaremos por la mañana. Tengo que irme; alguien me espera.
Sabrina abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Se le cayó el alma a los pies.
Alguien lo esperaba.
Sus palabras la acecharon durante las horas siguientes, mientras esperaba el regreso de Mario tendida en la cama. Era la noche más larga de su vida; nunca se había sentido tan sola.
A la mañana siguiente se despertó con un terrible dolor de cabeza. Bajó a la planta baja y entró en la cocina. Giovanna apartó apresuradamente el periódico que estaba leyendo.
–¿La prima colazione, signora Marcolini? –preguntó limpiándose las manos en el delantal.
Sabrina alzó las manos en un gesto de impotencia.
–Lo siento, Giovanna. ¿Puede decírmelo en inglés?
–¿Desea desayunar? –repitió el ama de llaves, evitando su mirada–. Tenemos pan recién hecho y mermelada, o si lo prefiere puedo prepararle algo de jamón y queso y…
–Está bien, Giovanna –dijo ella con un suspiro–. No tengo mucha hambre en este momento.
–¿Le ha dado mala noche la niña? –preguntó Giovanna al tiempo que introducía subrepticiamente el periódico en el cubo de la basura.
–Sólo se ha despertado una vez y no por mucho tiempo –respondió Sabrina echándole un vistazo al periódico–. ¿Es la prensa de hoy?
Giovanna frunció los labios.
–No va a poder leerlo, señora, está en italiano.
Sabrina sintió de pronto la necesidad perentoria de verlo. Acercándose al cubo sacó el ejemplar arrugado y lo alisó con la mano.
En la portada aparecía una fotografía de Mario con una mujer rubia que tuvo en ella el mismo efecto que si alguien le hubiera dado una patada en el pecho.
Tragó saliva con dificultad tratando de controlar sus sentimientos.
–¿Qué dice, Giovanna? –preguntó tendiéndole el periódico al ama de llaves.
Giovanna se secó las gotas de sudor que cubrían su frente con el delantal.
–Dice que… Mario Marcolini ha retomado su aventura sentimental con Glenda Rickman.
–¿Glenda Rickman, la modelo?
Giovanna asintió, pesarosa.
–Era su amante antes de que el señor se casara con usted.
Sabrina sintió que el aire que respiraba le quemaba el pecho.
–Ya veo…
–Ya se lo he dicho; muchos hombres italianos ricos tienen amantes –explicó Giovanna–. Usted es su mujer; eso es lo único importante.
Sabrina cerró las páginas del periódico y se lo devolvió a la criada.
–Cuando vuelva el señor Marcolini, si es que lo hace, me gustaría que le dijera que me he ido a pasar unos días fuera para meditar sobre su oferta, y que me llevo a Molly conmigo.
Giovanna frunció ligeramente el ceño.
–¿Sì?
–Necesito tiempo para considerar las diversas opciones. No estoy segura de si estoy hecha para este estilo de vida.
Giovanna se retorcía los dedos, preocupada.
–No debe ir donde él no pueda encontrarla, señora Marcolini –le insistió–. Se pondrá furioso.
Sabrina permaneció tranquila, implacable, aunque por dentro estaba deshecha.
–Que se enfurezca. Yo también estoy enfadada. No podemos continuar así; él tendrá que ceder.
–¡Le ha regalado diamantes! –exclamó Giovanna lanzando los brazos al aire–. Le ha dado una mansión y vestidos caros. La trata como a una princesa. Usted es su esposa, signora. Usted comparte su cama.
El labio de Sabrina empezó a temblar al tiempo que las lágrimas afloraron a sus ojos.
–No quiero sus costosos diamantes ni su estúpida ropa de diseño.
Giovanna parecía confundida.
–¿Qué quiere de él?
«Quiero su corazón», pensó Sabrina.
–Dígale que lo llamaré dentro de tres días. Hasta entonces tendré el móvil apagado.
Mario aporreó la encimera de la cocina con el puño mientras interrogaba al ama de llaves por enésima vez.
–¿Qué quiere decir con eso de que se ha llevado a Molly? –rugió–. ¿Dónde demonios está? Debe de haberle dicho adónde se dirigía.
Giovanna retrocedió asustada. Tenía lágrimas en los ojos.
–Le dije que no se fuera, pero no me escuchó. No me dijo adónde pensaba irse; simplemente llamó a un taxi y desapareció antes de que me diera tiempo a dar con usted.
Mario salió de la habitación lanzando un juramento. Caminó de un lado a otro de la casa, tratando de imaginar adónde habría ido Sabrina. Tenía dinero y llevaba a Molly consigo. Podría estar en cualquier lugar del planeta.
Sintió una presión en el pecho al pensar que podría ocurrirles algo. No estaba acostumbrado a sentirse tan impotente.
Había confiado demasiado en Sabrina, había bajado la guardia. Maldita sea, ella se había dejado poseer, haciéndole creer que albergaba sentimientos hacia él, cuando todo el tiempo había estado planeando la escapada.
Recordó de pronto el día del funeral, el momento en que la había sorprendido diciéndole a Molly que ya se le ocurriría la manera de salir de aquella situación.
Apretó con fuerza los dientes al pensar que todo ese tiempo ella había estado planeando su venganza. Si la prensa se hacía eco de todo aquello, quedaría como un perfecto imbécil. Y él podía aguantar eso; lo que no podría soportar era el hecho de que Sabrina lo hubiera abandonado justo cuando él comenzaba a darse cuenta de cuánto la necesitaba. No era sólo por Molly; desde el momento en que conoció a Sabrina había sentido que algo faltaba en su vida y hasta ahora no había sido capaz de identificar qué era.
La mansión estaba dolorosamente vacía. ¿Había sido así siempre? ¿Por qué no se había dado cuenta antes? Sus pisadas resonaban ominosamente en los pasillos mientras buscaba enloquecido en todas las habitaciones pistas sobre el paradero de Sabrina.
La habitación de Molly olía a polvos de talco y Mario sintió que se derrumbaba al tomar entre sus manos uno de los diminutos peleles. Sus dedos se cerraron con fuerza en torno a la prenda y pensó en el dolor que debió de sentir su hermano cuando su pequeña hija nació muerta. Se le hizo un nudo en la garganta al pensar en la valentía de su hermano, que había afrontado el desafío de concebir otro hijo con la mujer a la que había esperado aquellos cinco y solitarios años.
Se sintió avergonzado por haberse convertido en un hombre tan superficial y egoísta. Antonio había sido brutalmente franco con él la noche anterior antes de verse groseramente interrumpidos por los periodistas.
Mario entendía ahora por qué Sabrina se había mostrado reacia a aceptar un plan que incluía un matrimonio sin amor y sin hijos. Los niños lo eran todo para ella. Su razón de ser era cuidar de los demás. Había visto cómo se iluminaban sus ojos grises cuando miraba a Molly. Y él le había negado el sueño de tener sus propios hijos y la había atrapado mediante el chantaje en una relación que le daba dinero, joyas y prestigio, pero no lo que ella más deseaba.
–Signore Marcolini –Giovanna lo llamó vacilante desde la puerta.
Él se giró y la miró tratando de adoptar una expresión impenetrable.
–¿Sì?
–La cena de esta noche… Le he planchado el traje.
Mario lanzó un juramento mientras echaba un vistazo a su reloj.
–Llame a mi hermano y dígale que no puedo asistir –le espetó mientras se acercaba a grandes zancadas a su despacho–. Dígale que tenía asuntos más importantes de los que ocuparme. Él lo entenderá.
Sabrina estaba sentada en una terraza soleada vigilando de cerca a Molly, que dormía en su carrito en el interior de la casa. La villa que había alquilado en Positano era pequeña, pero ofrecía la calma y tranquilidad que necesitaba para meditar sobre la decisión más difícil que tendría que tomar en su vida.
Había leído información sobre el pueblo en una guía turística de Internet y se había sentido irremediablemente atraída desde el primer momento. Era como el paraíso terrenal, o al menos eso decía la guía. Se encontraba resguardada del viento por las montañas Lattari, y su clima seco y templado atraía turistas en todas las épocas del año. La guía también mencionaba las palabras que John Steinbeck había escrito en un ensayo en los años 50: «Positano impresiona profundamente. Es un lugar de ensueño que no parece verdadero cuando estás en él, pero del cual sientes con nostalgia toda su profunda realidad cuando lo has dejado».
Esas palabras le habían recordado a su relación con Mario. Su amor por él la había impresionado profundamente, sentía las marcas que había dejado en su alma.
No había sido un matrimonio de verdad, pero ahora que se había marchado le parecía más real que nunca.
¿Podría abandonar a Molly y dejar que Mario viviera una existencia de lujo y libertad? ¿O sería capaz de quedarse y sacrificar el sueño de formar su propia familia por él?
No era una decisión tan difícil. No había pasado más que un día separada de él y sabía muy bien qué elegiría si lo tuviera ahí delante.
El sonido de unos pasos en la terraza le hizo alzar la vista sorprendida. El corazón la latió aceleradamente al ver a Mario de pie frente a ella.
–La próxima vez tendrás que borrar las huellas, cara –dijo en un tono que ella no fue capaz de descifrar–. Por ejemplo, el historial de páginas visitadas en Internet.
Ella se levantó de la tumbona. Las piernas apenas la sostenían.
–Mario… yo… Tengo algo que decirte.
Él estaba ojeroso y demacrado, como si no hubiera dormido en toda la noche. Ella dio un paso hacia él, pero Mario le dio la espalda y miró el océano que se extendía ante sus ojos.
Su voz sonó hueca, llena de arrepentimiento.
–No te culpo, Sabrina –Mario permaneció inmóvil unos instantes antes de girarse hacia ella con expresión contrita–. No te culpo por abandonarme. Me lo merezco por la forma en que te he tratado.
Ella no se atrevía casi ni a respirar.
–He sido un imbécil –continuó–. No me di cuenta hasta que te fuiste.
Sabrina pensó de pronto que toda su vida sería una sucesión de momentos como aquél: él volviendo a casa disculpándose por una nueva indiscreción, una nueva aventurilla aireada por los periodistas recordándole que ella no era capaz de hacerlo feliz. Él le pediría perdón y ella aceptaría su disculpa; así una y otra vez hasta que el dolor acabara con ella. Sintió la ira creciendo en su interior.
–¿Por qué tuviste que acostarte conmigo? –preguntó atragantándose con sus palabras–. ¿Por qué tuviste que convertirme en otra de tus amantes baratas? ¿Por qué?
Mario atrapó con las manos sus puños cerrados y miró su rostro encolerizado.
–Sabrina, no me estás escuchando. Deja de gritarme un momento y permíteme que diga lo que he venido a decirte.
–Lo hiciste a propósito, ¿verdad? Hiciste que me enamorara de ti para reírte de mí… ¿Te reías de mí cuando estabas con ella?
–Cara… –Mario apenas podía respirar de la emoción que sintió al oír sus palabras. Ella lo amaba. Parecía imposible, después de cómo la había tratado.
–¿Por qué? –volvió a preguntar ella con los ojos anegados en lágrimas–. ¿Por qué tuviste que hacerme el amor? ¿Era necesario llevar las cosas tan lejos?
Mario la agarró todavía con más fuerza.
–Me acosté contigo porque no pude resistirme. Porque quería hacerte mía –respiró hondo antes de añadir–: Me acosté contigo porque estaba enamorado.
Sabrina se quedó laxa.
–Pero… eso es imposible. El periódico decía que habías vuelto con tu amante. ¿No fuiste a verla anteayer por la noche?
El rostro de Mario adoptó un tinte sombrío.
–Fui a ver a mi hermano. Quedamos en uno de nuestros bares favoritos, pero nos interrumpieron Glenda y los periodistas. Ella se volvió loca de celos cuando me casé contigo, y tuve que cortar con ella. Nunca antes la habían dejado, así que planeó una pequeña venganza.
Sabrina se mordió el labio hasta que le dolió.
–¿Y la foto?
–Sé que era comprometedora, pero ya sabes cómo son los periodistas. Le acababa de decir que se alejara de mi vida y de la gente a la que quiero, especialmente de ti, y ella se arrojó sobre mí. Lo que la prensa no contó es que unos minutos más tarde los empleados de seguridad la sacaron del local.
–¿Lo estás diciendo en serio? Quiero decir… eso de la gente a la que quieres…
Él la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí.
–Me di cuenta ayer cuando hablaba con mi hermano. Le pedí consejo sobre lo nuestro. Mientras hablábamos rememoré el día en que nos conocimos en la boda de Ric y Laura y cuando volvimos a vernos en el bautizo. Me di cuenta de que siempre me había sentido atraído por ti; no podía apartarte de mi mente. Supongo que siempre he estado un poco enamorado de ti y creo que Ric y Laura lo sabían.
–Yo también creo que estaba un poco enamorada de ti.
Las manos de Mario rodearon su rostro.
–¿Sólo un poco? –preguntó con una sonrisa traviesa.
Ella lo miró, radiante.
–Mucho. Total e irrevocablemente.
–¿Quieres casarte conmigo, Sabrina? –preguntó.
Ella frunció el entrecejo, sorprendida.
–Pero, querido, ya estamos casados, ¿no? –preguntó mostrándole el anillo de compromiso y la alianza.
–Hablo de casarnos de verdad, tesoro mio –replicó él adoptando una expresión seria. Quiero verte caminando por el altar hacia mí, con un vestido blanco y un velo muy largo. Quiero darte la mejor luna de miel que puedas soñar –se detuvo unos segundos antes de añadir–: Y quiero darte un hijo. O dos.
Sus ojos se abrieron como platos.
–¿Lo dices en serio? ¿Estás seguro?
Él asintió asiéndole las manos con fuerza.
–Me bastaron unas cuantas horas en soledad para darme cuenta de lo mucho que os echaba de menos a ti y a Molly. Lo quiero todo, Sabrina. Te quiero a ti, a Molly y una familia propia.
Ella se acercó y echándole los brazos al cuello depositó un beso en su boca.
–Te quiero. Pensaba volver a casa para decirte que quiero vivir contigo, con niños o sin ellos.
Mario sintió una plenitud que nunca hubiera creído posible
–Eres la persona más generosa que he conocido jamás. ¿Qué he hecho para merecerte?
Ella suspiró y lo abrazó con fuerza.
–No me puedo creer que esto esté ocurriendo de verdad. Me sentí fatal cuando pensé que estabas con otra.
–Cara, las cosas no van a cambiar, así son los periodistas. Hacen dinero a costa de gente como Antonio y como yo, inventando escándalos, especulando todo el tiempo con nuestras vidas. Tendrás que confiar de mí; si no, nos destruirán.
Sabrina le sostuvo la mirada con ojos amorosos.
–Me fío de ti, Mario. Ric y Laura lo hicieron, y Molly también. Eres el hombre más leal y digno de confianza que he conocido nunca.
Él la besó con suavidad.
–Gracias por tus palabras, significan mucho para mí. Nunca pensé que encontraría a alguien como tú. Es más, no sabía que seguían existiendo personas como tú. Pensé que mi hermano había encontrado a la última.
–Hablando de lunas de miel… –dijo Sabrina restregándose contra él al estilo gatuno–. ¿Tenemos que esperar a que estemos casados de verdad?
Él la tomó entre sus brazos.
–¿Quién ha dicho que tengamos que esperar? ¿Acaso no somos marido y mujer?
Sabrina esbozó una sonrisa de dicha y enlazó los brazos alrededor de su cuello.
–¡Por supuesto!