Capítulo 5

 

 

 

 

 

SABRINA desapareció del mapa hasta que llegó la cena encargada al servicio de habitaciones. La tensión le había creado un nudo en el estómago y temió no disfrutar de la comida.

Todo aquello era tan injusto… Ella no tenía nada de lo que avergonzarse. Imogen Roebourne la había acusado sin molestarse en escuchar sus explicaciones. Estaba decidida a pagar con la niñera la ira que sentía por su marido infiel.

Sabrina se estremeció al recordar la manera en que había sido retratada en los medios de comunicación. Casi agradeció no tener parientes vivos que fueran testigos de la vergüenza a la que había sido sometida. Sus padres de acogida vivían en otro estado y casi nunca se ponían en contacto con ella, pero si les llegaran los rumores pensarían automáticamente que Sabrina era la culpable.

La madre de Sabrina se había quedado embarazada muy joven en la época en que ser madre soltera era todavía un estigma. Sabrina nunca llegó averiguar quién era su padre, a pesar de su deseo por saberlo que se intensificó al morir su madre. La sensación de no sentirse unida a nadie por lazos sanguíneos agudizó su deseo de tener su propia familia.

Desde muy pequeña había soñado con forjar una relación con un hombre sólido y fiel, darle hijos y criarlos en un hogar seguro, afectuoso y feliz. Ahora tendría que aparcar sus sueños y esperanzas, pues no podía abandonar a Molly. Y Mario, a pesar de ser muy atractivo, no era el tipo de hombre dispuesto a sentar la cabeza y a darle hermanitos a la niña. Parecía querer lo mejor para Molly, pero sin que esto interfiriera con su despreocupada vida de mujeriego.

Por eso necesitaba a Sabrina; ella sería la mujer oficial, la madre sustituta hasta que encontrara a alguien más apropiado que ella para ocupar su cama. Físicamente, Sabrina no tenía nada de qué avergonzarse. Había tenido la suerte de heredar el tipo menudo de su madre y los pómulos prominentes que tienen las modelos. Sus ojos grises estaban enmarcados por unas pestañas espesas y oscuras que no necesitaban rímel para destacar, y su piel era fina, libre de impurezas e imperfecciones aparte de una ligera capa de pecas que recubría su nariz.

Pero los hombres como Mario Marcolini buscaban en sus parejas la perfección y ella estaba muy lejos de ser perfecta. Su vestuario, al que Mario ya había aludido, no contenía nada glamuroso. No usaba maquillajes caros ni zapatos de diseño hechos a mano. Compraba en grandes almacenes porque no le quedaba más remedio, aunque sabía sacarle partido a su aspecto cuando la situación así lo requería. Aun así, no le extrañaba que Mario la considerara vulgar. Los hombres de clase alta podían ser unos esnobs terribles a la hora de mezclarse con los que no eran de su condición.

El empleado del servicio de habitaciones llegó con un carrito cuyo aroma estimuló el apetito de Sabrina.

Mario le dio una propina y una vez se hubo marchado el joven cerró la puerta. El ambiente era íntimo y acogedor. Una suite de lujo, una comida deliciosa, una botella de vino y nadie que pudiera interrumpirlos. Sabrina miró a Mario preguntándose qué estaría pensando.

–Siéntate –dijo Mario retirando los cubreplatos plateados que mantenían la comida caliente.

Sabrina tomó asiento en el borde de la silla. La boca se le hacía agua. El delicioso aroma de la crema de champiñones y del bollito de pan crujiente hizo que le sonaran las tripas.

Mario había pedido algo más contundente: un solomillo de buey, verduras al vapor y guarnición de patatas crujientes y cremosas.

Él sirvió una copa de vino blanco muy frío para ella y otra de vino tinto para él.

–¿Suele Molly dormir de un tirón toda la noche? –preguntó mientras se llevaba a los labios la copa de vino tinto.

Sabrina alzó su propia copa, preguntándose si sería buena idea dejarse tentar cuando estaba a un paso de perder el control.

–Las últimas noches no se ha despertado. Generalmente, a los tres o cuatro meses, la mayoría de los bebés empiezan a dormir de un tirón.

Mario se colocó la servilleta en el regazo.

–¿Por qué te hiciste niñera? –quiso saber–. ¿Es algo que siempre habías querido hacer?

Sabrina depositó el vino sobre la mesa sin probarlo y tomó un vaso de agua.

–Siempre me han gustado los niños. Fui hija única, seguramente eso tiene algo que ver. Durante una época trabajé en una guardería, pero esto no me permitía establecer lazos con los niños, pues éstos iban y venían. Para mí resultó mucho más satisfactorio hacerme niñera y pasar largas temporadas con los niños en su propia casa. Eso me permitía conocerlos bien, familiarizarme con sus rutinas y formar parte de su hogar, que es algo muy beneficioso para ellos. Por supuesto, nadie puede sustituir a los padres, pero contar con otra persona que está tan metida en sus vidas les resulta muy reconfortante, sobre todo cuando ambos padres trabajan y disponen de poco tiempo para ocuparse de sus hijos.

–¿Cómo empezaste a trabajar para los Roebourne? –preguntó dirigiéndole una mirada impenetrable.

Sabrina sintió que el color asomaba a sus mejillas. Con la perspectiva que da la experiencia se daba cuenta de lo tonta que había sido al aceptar ese puesto de trabajo. Nada de lo que dijera iba a cambiar la impresión de que había sido ella la que se había introducido de forma artera en casa de los Roebourne con el fin de liarse con el marido.

Cambió de vaso y bebió un largo sorbo de vino, esperando que esto la ayudara a calmar los nervios, pero lo único que consiguió es dejar patente que le temblaba la mano, algo que sin duda Mario se tomaría como un signo de culpabilidad.

Respiró temblorosamente y, encontrando su mirada, respondió.

–Conocí a Howard Roebourne en un acto benéfico. Me comentó que su mujer deseaba volver a trabajar después de haberse ocupado de sus dos hijos, de cuatro y seis años. También me contó que les estaba costando encontrar a una buena niñera.

–¿No tenías trabajo en aquel momento? –preguntó taladrándola con la mirada.

Sabrina trató de mantenerse serena.

–La familia para la que había estado trabajando se marchaba al extranjero. No me hubiera importado irme con ellos, pero los niños ya estaban en edad de ir al colegio y la madre decidió que iba a dejar de trabajar. Así que en ese momento no tenía nada que hacer.

–¿Cómo te llevabas con la mujer de Roebourne?

A Sabrina nunca se le había dado bien mentir y tuvo que hacer acopio de sus escasas dotes como actriz para contestar a esa pregunta.

–Su actitud conmigo fue muy profesional.

–Pero no os hicisteis amigas…

No era ni una afirmación ni una pregunta, sino una mezcla de las dos.

–Yo era su empleada –explicó Sabrina, cada vez más irritada por su actitud–. ¿Acaso eres tú amigo de todas las personas que trabajan para ti?

–De algunos sí –contestó–. Pero está claro que desde el principio no fuiste santo de su devoción.

–La señora Roebourne no mostraba mucho interés en sus hijos y a veces era bastante dura. En mi opinión, no debería de haber tenido hijos –soltó con imprudencia.

Mario enarcó las cejas.

–¿Así que hubo roces entre vosotras por la forma de criar a los niños? ¿No sería más bien que tú le habías echado el ojo al marido y querías quitarla de la circulación?

Sabrina deseó haber mantenido la boca cerrada. Dijera lo que dijera, llevaba todas las de perder.

–No quiero hablar de ello –dijo llevándose la copa de nuevo a los labios.

–¿Cuánto tiempo duró vuestra aventura?

Ella lo miró con resentimiento y decidió seguirle el juego.

–¿A ti qué te importa? Tú no eres quién para juzgarme teniendo en cuenta la de líos que has tenido a lo largo de los años.

–No niego ser un libertino, pero hasta el momento nunca le he robado la mujer a otro hombre.

–El matrimonio no es más que un trozo de papel –le espetó Sabrina–. No significa nada si la pareja no está comprometida emocionalmente.

–Supongo que Howard Roebourne te dijo que su mujer era muy fría y que no lo entendía –dijo–. Estas cosas suelen ser así, ¿verdad?

Sabrina agarró el vaso con tanta fuerza que se le pusieron blancos los dedos.

–Era fría y hostil con su marido y a veces también con los niños. Si te soy sincera, no entiendo por qué seguían juntos.

Mario frunció el labio superior con expresión de asco.

–Así que decidiste aliviar sus problemas maritales ofreciéndole tu joven y núbil cuerpo en cuanto se te presentó una oportunidad.

–Mira, Mario, el matrimonio de los Roebourne estaba roto mucho antes de que yo apareciera en escena. Howard tenía una amante, y sospecho que no era la primera, mucho antes de que me contratara.

Mario la observó largamente. Parecía desesperada por convencerle, pero no se iba a dejar engañar tan fácilmente. Hacía años que conocía a Howard. Éste se lo había contado todo: cómo Sabrina había orquestado su plan de seducción desde su primer encuentro. Ella quería un amante ricachón y ¿quién mejor que un hombre acaudalado que está luchando por mantener la unidad de la familia por el bien de los niños? Había que ser un santo para resistirse a una mujer como Sabrina Halliday. Era una mujer sensual y embriagadora. Esa misteriosa combinación de inocente ingenuidad y hosca rebeldía lo excitaba profundamente. Podía hablarle con tanto desprecio como ella quisiera, pero eso no disimulaba la mirada hambrienta de sus ojos. Estaba claro que Roebourne no la había dejado satisfecha, lo cual le dejaba el campo abierto. Tenerla jadeando entre sus brazos iba a ser muy pero que muy satisfactorio.

Rellenó la copa de Sabrina antes de hacer lo mismo con la suya.

–¿Esperas que te crea antes que a él?

–¿Qué razón podría tener yo para mentirte? –preguntó frunciendo el ceño.

Él se arrellanó en la silla y la observó unos instantes.

–No tengo razón alguna para dudar de la palabra de Roebourne cuando yo mismo he sido víctima de tus artimañas de seducción.

–¡Oh, por el amor de Dios! Si alguien tiene la culpa de ese beso, eres tú. Te aprovechaste de mí.

Sus ojos la fulminaron.

–Ten cuidado, Sabrina –le advirtió–. Me estás acusando de algo muy grave. ¿Estás segura de que recuerdas bien lo que ocurrió aquel día?

Sabrina no sabía a quién odiaba más; si a él por recordarle ese momento de debilidad o a ella misma por reaccionar tan apasionadamente a sus avances.

–Perdí el control de mí misma. No suelo beber alcohol y menos con el estómago vacío. Lamento haberte dado una impresión equivocada. Te aseguro que no volverá a ocurrir.

Él sonrió, indolente.

–Cuento con que vuelva a pasar… mañana, una vez estemos casados. El novio podrá besar a la novia, ¿no?

Los ojos de Sabrina se abrieron como platos.

–¿Mañana? –preguntó a punto de atragantarse.

–He solicitado un permiso especial. El juez nos ha concedido una dispensa especial que nos permitirá viajar a Italia como tutores legales de Molly. He iniciado los trámites de adopción, pero llevarán un tiempo.

Sabrina sintió que perdía las riendas de su vida.

Había encontrado consuelo en el hecho de que al menos disponía de algunos días para acostumbrarse a la idea de casarse con Mario e irse a vivir al extranjero. Y ahora resultaba que tenía que hacer el equipaje deprisa y corriendo antes de convertirse en su esposa. Era demasiado pronto; necesitaba más tiempo.

–Por supuesto será una boda civil –continuó Mario.

–Es una pena; me hubiera hecho ilusión casarme de blanco –intervino ella toscamente.

–¿De blanco? Hubiera sido una hipocresía dado tu historial sexual.

Ella elevó la barbilla.

–La mayoría de las mujeres, independientemente de su pasado sentimental, sueñan con una boda en condiciones. Es el único día de su vida en que pueden sentirse princesas.

Él la observó en silencio durante unos instantes mientras ella deseaba no haber abierto la boca. Al igual que su madre, lo único que deseaba era casarse: ponerse un bonito vestido con velo y llevar algo usado, algo nuevo, algo prestado y algo azul. Y, al igual que su madre, el destino se lo iba a negar. Se reprendió a sí misma por ser tan sentimental.

–No entiendo por qué quieres celebrar por todo lo alto un matrimonio tan poco convencional.

–Ésa no es la cuestión. La gente de tu entorno se preguntará por qué te casas en la intimidad en lugar de celebrar una boda en condiciones.

Mario tamborileó los dedos en la mesa.

–¿A qué viene todo esto, Sabrina?

–Nada, olvida lo que he dicho. Tienes razón, una boda civil es lo más apropiado dadas las circunstancias.

Mario se preguntó a qué estaría jugando. Quizá esperaba que si se casaban por la Iglesia él se lo pensaría dos veces antes de ponerle fin al matrimonio. Al fin y al cabo, era italiano, y la Iglesia estaba profundamente arraigada en su cultura, como seguramente ella sabía muy bien. La chica era más artera de lo que él había imaginado. Quizá pretendía compensar el descrédito resultante de su aventura con Howard Roebourne anunciándole al mundo entero que había pescado a un millonario. Pero Mario no pensaba seguirle el juego. Se casaría con ella, sí, pero bajo sus propias condiciones.

–He contratado un avión privado para que nos lleve a Roma –cambió de tema–. Pensé que sería más cómodo para Molly. Los viajes largos no son una experiencia agradable en los aviones comerciales, aunque se viaje en clase preferente. Menos aún si se trata de un niño, me imagino.

–No se puede negar que estás en todo –replicó ella con expresión huraña.

–Intento cubrir todas las necesidades –repuso él–. Sin embargo, todavía no he comprado tu anillo de compromiso ni las alianzas. Esperaremos a llegar a Roma. Tengo un amigo joyero que además es agente de los diamantes Marcolini.

Ella se encogió de hombros con indiferencia.

–Por mí, como si lo compras en un todo a cien. Seguro que tú también lo preferirías.

La mandíbula de Mario se endureció.

–No me provoques, Sabrina. Todavía estoy a tiempo de encontrar a otra mujer dispuesta a hacer de madre de Molly.

–No te vas a librar de mí tan fácilmente –dijo ella–. Voy a odiar cada minuto de nuestro matrimonio, pero quiero a Molly lo suficiente como para soportar cualquier tortura que me inflijas.

Mario arrojó la servilleta sobre la mesa. Sus labios formaban una fina línea.

–Puedes odiarme todo lo que quieras, pero te ruego que evites demostrar tus malos sentimientos delante de Molly. Puede que sea demasiado pequeña para hablar, pero ve y oye. No quiero que la pongas en mi contra.

Sabrina deseó tener unas uñas lo suficientemente largas como para arañar su arrogante rostro. ¡Cómo lo odiaba! Era todo lo que despreciaba en un hombre. No estaba acostumbrada a experimentar emociones tan intensas. Generalmente era una persona equilibrada que no se enfadaba con facilidad, exageradamente paciente. Pero en presencia de Mario Marcolini algo le ardía por dentro y amenazaba con consumirla. Sabía que si daba rienda suelta a su furia él lo utilizaría contra ella. Tenía el poder para hacer lo que quisiera. Podría impedirle volver a ver a Molly sin que ello le causara ningún problema de conciencia.

Iban a casarse en menos de veinticuatro horas. Ello le proporcionaría seguridad y un lugar legítimo en la vida de Molly, por lo menos de momento.

Su única esperanza era que Mario se diera cuenta con el tiempo de lo mucho que Molly la necesitaba y que le permitiera desempeñar una función permanente en la vida de la pequeña.

Tras respirar profundamente para calmarse, tomó la copa de vino y bebió bajo el escrutinio de la mirada de Mario.

–¿Sabes una cosa, Mario? Creo que podrías aplicarte el cuento. Piensa en lo que pensará Molly de ti como padre si te oye insultarme.

Él tomó la copa de vino sin apartar la mirada de ella.

–Ambos tendremos que tener cuidado con lo que decimos cuando estemos juntos –concedió–. Me imagino que todos los padres tienen que limar asperezas por el bien de sus hijos.

–Los niños se dan cuenta de todo –señaló Sabrina–. Intuyen que los padres están peleados aun cuando éstos creen que están disimulando. Si perciben tensión todo el tiempo pueden sufrir de angustia emocional.

–Entonces tendremos que asegurarnos de resolver nuestras diferencias antes de que Molly alcance una edad en la que se pueda ver afectada por ellas.

–¿Y cómo sugieres que lo hagamos? –preguntó ella frunciendo el ceño.

–Tendremos que suspender las hostilidades –respondió alzando su copa–. Te propongo un brindis.

Ella brindó su copa cautelosamente.

–¿Y por qué brindamos exactamente? –preguntó.

Él esbozó una enigmática sonrisa.

–Por hacer el amor y no la guerra –respondió y, llevándose la copa a los labios, se bebió su contenido de un trago.