Ascendió jadeante, con una argolla de angustia al gaznate que apenas le dejaba tomar resuello. «No desfallezcas. No lo hagas, no todavía, Andrés —se advirtió—. Dios te conmina a completar tu misión». Coronó las escaleras que conducían a la biblioteca y penetró con la lámpara en alto. A su espalda podía escuchar las pisadas descompasadas de su asesino, uno al que conocía muy bien, al que había estado unido como a un hermano y con el que había recorrido el camino de la vida sorteando pesares y victorias. En cambio, ahora, en plena madrugada, huía de él como si fuera el mismísimo anticristo, adentrándose en aquel santuario de pergaminos, tintas y encuadernados donde había pasado tanto tiempo. Decidió dejar la puerta abierta y aguardar la llegada de su antiguo amigo. Rodeado por los fantasmas negros que se proyectaban al son del cabo de vela, buscó en la penumbra un lugar donde tomar asiento. Arrastró los pies hasta alcanzar uno de los scriptorium y se acomodó en la bancada admirando una copia de la obra de Orígenes, una traducción al latín vulgar, trabajo de alguno de sus compañeros copistas. Contempló aquella estancia otra vez y recordó todos aquellos años entre volúmenes añejos y colosales. Cuánto tiempo consagrado al eterno camino de recopilar el saber humano, una tarea que le había sido encomendada por el abad hacía años y que él se propuso cumplir diligentemente. Así lo hizo, tanto que su propia eficiencia le había hecho tener una visión más complaciente de sí mismo.
Advirtió su mano temblorosa. Le anunciaba que el veneno que llevaba en la sangre hacía ya su efecto. Exhaló un vaho ominoso con un suspiro, como si con ello pudiera expulsar la ponzoña que recorría su cuerpo, y este quedó retratado por el único rayo lunar que decoraba la sala. A pesar de todo lo que había ocurrido, se sintió satisfecho. «Has hecho lo que debías por una vez, Andrés —se dijo—. Es el momento de rendir cuentas por tu vida de pecador». Se intuyó a sí mismo pálido, con el cuerpo encorvado y esperando la guadaña segadora de la muerte. Sin embargo, no le importó; ya no, después de bucear en las galerías de su propia alma, después de haber visto su imperfección frente al espejo, había comprendido lo lejos que se hallaba del camino de Cristo, aquel que había hoyado la tierra para marcar la senda de los justos.
Escuchó cada vez más cerca los jadeos de su perseguidor, ansiosos y protervos; un aliento que estaba cargado de pecados inconfesables, muchos de los cuales habían sido cometidos con su complicidad. Sonrió contemplando imágenes de tiempos pasados. Ambos, su asesino y él, habían combatido al sarraceno como soldados bajo los estandartes del rey Alfonso X, llenándose la boca de muerte y cubriendo sus manos con la vida roja de los infieles. Ambos habían fornicado y pecado en exceso, habían caído en la gula, la codicia y la indiferencia ante el dolor humano. Así había sido hasta que los dos, con el alma empapada de sacrilegios, se habían visto ante la muerte, desnudos y fríos, como cadáveres ante una plaga de fiebres enfermizas destinada a sesgar la vida de todo pecador o santo. Aquel día, con apenas carne sobre los huesos, se habían arrodillado y rogado a Dios con las manos entrelazadas que acogiera sus almas macilentas. Y Dios les había salvado: les había entregado una nueva vida para que la dedicaran a buscar el camino recto. Por eso ambos habían terminado sirviendo dentro de la Orden del Císter, sometidos a su regla.
Desde aquel abandono de la violencia y el pecado, él se había convertido en modelo de amor y rectitud cristiana, un ejemplo según la regla y la santa madre Iglesia, hasta que los acontecimientos de los últimos días le habían revelado ante sus propios ojos que era un ser indigno del perdón del Todopoderoso. Ahora, con la perspectiva de más de tres cuartas partes de su vida ya agotada, se dijo que nunca se hubiera podido imaginar lo que llevaba dentro: se había terminado convirtiendo en un ladrón, un asesino, un adúltero..., un hombre acosado por sus pecados. ¡Cuánto arrepentimiento! ¡Cuánto orgullo y vanagloria! Su alma estaba condenada y, si el Altísimo tenía a bien concederle el perdón, sería solo por la aflicción que desde unos meses atrás recorría su alma y por el sacrificio que estaba haciendo al final.
Su pensamiento se cortó de raíz al sentir un dolor agudo en el costado que casi le hizo perder el conocimiento. Abrió los ojos desfallecido y sintió sus pulmones ardiendo como dos pesados tizones en llamas. Con el aliento angosto, percibió su sangre agolpada en las sienes, pulsante, y el corazón encabritado. «Apenas puedo respirar —se dijo—, el veneno me está devorando por dentro». Hizo acopio de todas sus fuerzas y elevó la mirada hacia el umbral. Allí, de pie, surgió, a la luz de la lámpara, la figura enjuta de su asesino con la cogulla inundando aquel rostro acartonado por la edad. Avanzó hacia él con paso sereno y las manchas excoriadas y rojizas de su semblante se destacaron brillantes a la luz de los cabos.
—Al fin te rindes ante la evidencia, Andrés —bisbiseó su antiguo amigo para terminar gruñendo un poco—: Nunca deberías haber...
—La única evidencia es que ambos estamos condenados —lo interrumpió entre toses—. Se nos dio una oportunidad y míranos ahora, hemos fallado a Dios.
El homicida se acercó a él apretando compulsivamente una cruz pequeña tallada en dolor y sangre, un trasunto de la vida que habían llevado. Unidos por una amistad sincera durante años, ya solo los unía el pecado. Ambos se deshacían en ceniza pestilente, cada uno llevado por una necesidad imperiosa de defender posturas contrarias.
—Andrés, ¿dónde está?
—Lejos de ti, lejos de esta abadía. —Su voz se entrecortó y se dobló hacia adelante sintiendo que sus piernas eran dos hebras pajizas.
—Mientes. Te conozco demasiado bien, no has tenido tiempo de enviarlo fuera del cenobio —le contestó—. Antes de viajar al infierno, dime dónde está. Tal vez así salves tu maltrecha alma.
Entonces Andrés sonrió para sí. Con las pocas fuerzas que le quedaban, se puso en pie como un junco roto y avanzó hacia su asesino hasta pararse frente a él y escrutar sus pozos negros. Sin poder evitarlo, comenzó a gorgotear, tratando de tomar aire, cuando de su nariz se desprendió un hilillo de sangre oscura.
—No hay salvación, amigo mío —dijo con la voz quebrada—, no hay perdón para hombres como nosotros, no para lo que hemos hecho.
—¡Cuánto te has equivocado, Andrés! Cuánto te equivocas. Dios nos encomendó una nueva misión y tú has ido en contra de su mandato.
—No es más que el miedo el que habla por tu boca... —afirmó él, y apoyó su mano ensangrentada sobre el hombro de su antiguo amigo con el fin de sostenerse—. Ahora, ya que me has matado, déjame morir en paz y...
Antes de acabar la frase, Andrés experimentó una última punzada y el dolor que sintió le pareció justo. Se desplomó sobre sus rodillas con el pulmón incendiado y la garganta llena de sangre cuajada. Corvado, agonizando bajo su propio estupor y con el cuerpo cada vez más frío, se dijo que la vida no era más que un chiste cruel, un camino de soledad y miseria al que se venía para aprender a amar, a uno mismo y a otros, pero en el que se terminaba por conocer solo la condición humana: mortales hechos de barro pasajero, tan frágiles como una promesa rota. Se convulsionó y al final impactó con su cabeza sobre el solado. Mientras su vista se velaba con nieblas húmedas y sus órganos se deshacían entre estertores, su asesino se acercó a él y le escrutó con dulzura, la misma que los había unido en el pasado.
—Tranquilo, Andrés, no dejaré que caigas en la mala muerte. No tú, con quien tanto he vivido. Voy a darte la extrema unctio para que, pese a los pecados que has cometido en esta vida, el Señor pueda perdonarte.
Él abrió la boca, esputó carmesí y lanzó un gorgoteo descorazonador.
—Gra... cias... —le contestó.
—Dime dónde está. Créeme, te será más fácil reconciliarte con el Señor. Estás protegiendo lo que no debes.
—Está... —dijo en un último suspiro— en buenas... manos.
—Como desees, Andrés —le susurró con palabras serenas—. De nada servirá si no te arrepientes, pero no quedará por mí.
Andrés, privado de aire y palabra, percibió cómo su asesino le ungía los ojos nublados, la nariz que apenas inhalaba aire, los labios descoloridos, los pies y las manos frías. Se contempló alejado, viendo que el velo del mundo se deshacía ante sus ojos y que su alma se preparaba para ser condenada por sus pecados. Entonces, justo cuando sus sentidos daban ya el último suspiro, oyó la voz de su ejecutor sobre su oído despidiéndose con una sencilla frase cargada de desconsuelo y fatalidad:
—Adiós, viejo amigo. Ojalá nunca hubieras cruzado los diez escalones.