CAPÍTULO XVIII

Isabel estaba convaleciente desde la noche anterior y solo ya entrada la tarde encontró fuerzas para bajar a comer al salón. Al Nasser se había unido a ella hacía un rato. El pobre, después de velarla durante la noche, había necesitado dormir toda la mañana. Ahora, contemplaba los huesos descarnados de las perdices que se había comido hacía horas mientras Al Nasser, sentado a su lado en la mesa, apuraba las suyas. «Dios hizo el mundo para los hombres —pensó Isabel—. Él envió a su hijo; Él se encarnó en varón; Él eligió doce apóstoles; Él fundó su Iglesia de presbíteros; Él, que dictó las diez leyes a Moisés, dijo que el hombre no debía desear a la mujer de su prójimo. Él, el que dijo “Yo soy el que soy”, dijo también “No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda proporcionada a él” y creó de la costilla del hombre a la mujer, paridora, frágil, delicada y sin pecado. Se nos prohibió el deseo, pues encarnaba la tentación; se nos prohibieron las ideas porque eso era aspirar a más de lo que podíamos; se nos prohibió ser fuertes, pues para eso estaba el hombre». «Este es tu mundo —le reprochó internamente a Dios—, un mundo atroz y salvaje en el que para sobrevivir debemos devorar la carne de otros, los frutos de otros, la vida de otros». Una creación digna del infierno, un infierno como el que ella vivía junto a Sancho.

Estaba airada con el Altísimo por no llevarla a su seno. Podía aceptar una vida servil, dado que era lo que Dios quería. Así había sido creada la mujer, para servir al hombre según las escrituras. En segundo lugar. Sin embargo, una vida de servicio no debía ser una vida de maltrato. Relajó su tono. No era la primera vez que discutía con el Señor y sabía que al final Él era su único refugio. Algo más tranquila rezó, casi sin poder evitarlo, pidiendo perdón por sus palabras. «El sufrimiento no te lo ocasiona Dios, sino Sancho», se recordó.

El dolor corporal solo era una efeméride perversa comparado con las náuseas que sentía su espíritu. Unas arcadas que le subían desde las entrañas, las mismas que había pateado el animal de su esposo, y que le decían que ella era un ser pequeño y grotesco.

Después de la paliza y de la violación, se había quedado tumbada sobre la cama, donde el capitán Navarro había tenido a bien colocarla, con el sexo roto y el alma desvencijada. A pesar de que Sancho la había forzado en lo más íntimo, solo había incendiado un páramo ya quemado. Ella había muerto hacía mucho tiempo. Se miraba en el espejo y solo era una réplica hueca de aquella muchacha risueña y decidida de hacía veinte años. Solo quedaba un saco de huesos, músculos y vísceras sin valor. Se sentía como una usurpadora de aquella otra vida, como una cobarde incapaz de defenderse ante el monstruo, llena de odio acérrimo hacia su marido.

Así, después de dejarla como un trapo descosido sobre la cama, con el estómago entumecido y la estancia girando vertiginosamente en torno a ella, Navarro había desaparecido. Unos instantes más tarde había surgido Al Nasser; parecía como si Alá, su dios, le hubiera tatuado en el rostro la derrota y la impotencia. Se había tirado a sus pies llorando desgarradoramente. No tardó en tragarse la frustración e ir en busca del físico judío de Quintanar, Josué Benabi, un hombre menudo de mediana edad que poseía el don divino de aliviar el dolor con sus dedos largos. Antes de irse, su custodio dejó a cargo de su aseo a Galatea, una muchacha inculta y leal que la servía diligentemente desde hacía años. Poco tiempo bastó para que apareciera Gregoria Santibáñez, a la que detestaba. Aquella mujer era el brazo largo de Sancho y cargaba con sesenta y tres años en el cuerpo y la maledicencia en su lengua. El aya, tras despedir a la muchacha, la había desnudado con poco aprecio. Isabel, sin fuerzas, no pudo impedir que esta le lavara el cuerpo y el sexo. De buen grado le habría ordenado a Gregoria dejarla en paz con palabras gruesas.

Desde el día que habían tomado esponsales, Sancho había despachado a Teófila, su tata, y había puesto al coyote para que vigilara sus palabras y sus actos. Más de una vez había sorprendido a la nodriza acechando en la oscuridad las conversaciones que ella tenía con Al Nasser para después vertérselas en el oído a su señor. La detestaba. Siempre aparecía después de las palizas para susurrarle sus moralinas perversas: «Todavía no habéis aprendido que no debéis hacerlo enfadar»; «¿acaso no os dais cuenta de cuál es vuestro sitio?»; «este hombre necesita de vos y solo le dais un disgusto tras otro»; «¿creéis que a él le gusta pegaros? Solo lo hace por vuestro bien»; «no querríais un hombre al que todo le fuera indiferente». La noche anterior no había sido una excepción. Mientras le pasaba el paño húmedo con sus manos crasas de porqueriza, había chascado la lengua como si todo aquello la desagradase.

—Después de lo que le hicisteis en la iglesia, ¿qué esperabais? —le había dicho.

No contestó por debilidad, pero de haber tenido fuerzas tampoco lo hubiera hecho. La relación con aquella mujer solo era un glaciar baldío. Gracias a Dios, cuando terminó de lavarla, se fue para preparar algo de comida. Así se quedó, expuesta. El viento había cesado, pero no el frío, y tras quedarse tumbada, apenas sin moverse por el dolor que le suponía hacerlo, sus pies se quedaron helados y su cuerpo comenzó a tiritar. Una hora más tarde regresó Galatea, su fiel doncella, para avivar el fuego, arroparla y darle de comer un caldo de ave especiado a pequeños sorbos. Gracias a su ternura pudo recobrar algo de aliento y calor. Mientras, la muchacha le narró que Al Nasser, antes de ir en busca del físico, había bajado al salón principal con la furia en los ojos y la mano en el pomo de la cimitarra, dispuesto a partir toda cabeza que se interpusiera. Al llegar, había abierto las puertas de golpe para encontrarse a Sancho sentado en su jamuga, cerca de la chimenea, dando de comer carne a los podencos. Junto al conde, Fabrique y otros seis hombres lo esperaban con las cotas puestas y la mirada expectante. El capitán Navarro se situaba algo más adelantado, cerca de la puerta.

—Sarraceno, ¿os ocurre algo? Se os ve algo atribulado. Tomad y comed un poco de cerdo —le había dicho Sancho lanzando al suelo una costilla porcina prohibida por su religión—. Tal vez así se os aplaque el ánimo.

Los hombres se habían reído al ver que uno de los canes devoraba el hueso que había tirado su amo a los pies de Al Nasser. Este, plantado frente a ellos, había dado un paso hacia adelante y ese movimiento había bastado para que todos se pusieran tensos, con las manos cerca del pomo de las bastardas. El capitán Navarro, el único que no se había carcajeado, se apresuró a detener su brazo para que no desenvainara.

—Pensad bien lo que hacéis, Al Nasser —le había susurrado—, el único motivo por el que seguís con la cabeza sobre los hombros es la riqueza de su mujer. Para él sois un mudéjar en tierra cristiana que deberíais vivir confinado en la aljama de Burgos. Si desenvaináis vuestra cimitarra primero, tened por seguro que le daréis una satisfacción enorme: nosotros os daremos muerte y él tendrá un obstáculo menos para hacerse con las posesiones de su esposa.

Al final, su hermanastro se había dado la vuelta y se había ido a buscar al físico, que llegó dos horas después de que ella hubiera cenado. El sanador examinó su abdomen y su sexo y le dijo que tenía desgarros sangrantes en su interior. Añadió que necesitaba cierto reposo y que sería bueno que no tuviera ayuntamiento carnal durante un tiempo. Le recetó un ungüento para aplicar sobre la piel amoratada y una cataplasma para su entrepierna. Gracias a Dios, su estómago y sus huesos, pese a los golpes, no se habían roto. Al Nasser permaneció junto a su lecho toda la noche e impidió que Gregoria se acercase cuando vino a cambiarle la bacinilla.

Al amanecer, ella había conseguido erguirse en la cama y tomar algo de leche caliente y pan para desayunar. Tras dormir hasta mediodía, se había despertado con la necesidad de alimentarse. Así, haciendo gala de entereza, había descendido ayudada por Galatea hasta el salón para comer. Deseaba hacer ver a su marido que no había podido con ella y que ya estaba en pie. Sancho apareció unos momentos después, dispuesto a partir de cacería junto a su halcón, que decoraba el guante de cuero tachonado de su brazo derecho.

—Come, mujer —le había dicho—, no vaya a ser que te mueras en mi ausencia. ¡Qué haría yo sin ti, no sabría contra quién descargar mi furia!

Tras dejar aquellas palabras como su regalo de buenas intenciones, se había marchado al galope para estar de montería hasta el día siguiente. Sintió un alivio enorme al verlo marchar. Fue como si pudiera respirar de nuevo, a pesar de que en su interior burbujeaba el desprecio hacia él, hacia sí misma y hacia su culpabilidad. El terror a que se desatara su violencia lo inundaba todo. Tan solo sentía un pánico aún mayor ante la posibilidad de quedar embarazada otra vez, como al principio de estar casada. Entonces había ocultado el embarazo todo lo que había podido, hasta que se le había roto la vida dentro: la criatura no llegó a los tres meses. Aquel día se quebraron también los vestigios de aquel espíritu osado y joven. Rota y desgarrada, ocultando el dolor y el sangrado, había acudido secretamente a los físicos hasta expulsar una amalgama de carne amorfa y carmesí.

Antes de verse encinta, había expuesto su vientre a todo tipo de ungüentos y preparados para no quedar preñada. Por eso no podía decir si era ella la causante de quebrar una vida inocente, la de su hijo, o si era voluntad del Señor. Nunca podría saberlo ya. Suerte que Sancho había salido hacia la corte aquellos días y le pudo ocultar el episodio. «No se te concede morir por la vida que arrebataste», se había dicho muchas veces. Desde la muerte de su vástago, dejó de usar aquellas cataplasmas y brebajes. Se prometió a sí misma que, si quedaba otra vez embarazada del verdugo, viviría con ello, sería la voluntad de Dios. Jamás contravendría la ley cristiana de la vida. Lo sentiría por su hermano, que se vería abocado al exilio, y por ella, porque un hijo suponía ser aún más una marioneta en manos de aquel salvaje. La despojaría de su derecho natural a ser madre, no lo vería crecer y mucho menos cuidaría de él. Además, Sancho buscaría la manera de asesinarla o de dejarla encerrada en un convento. Desgracia o fortuna, la gracia del Altísimo había querido que nunca más le fuera concedido el don de la vida. Su vientre parecía ser ya un campo yermo y tampoco le extrañaba, pues había recibido tantos golpes, había sangrado tantas veces, que le resultaba lógica aquella imposibilidad de engendrar vida.

Sentada frente a la mesa, cerca de la chimenea, había comido desganada las perdices que le sirvió Galatea. Más tarde, envuelta en una manta gruesa, la habían rendido el sueño y la debilidad hasta que Al Nasser la despertó suavemente apenas hacía una hora.

—Deberías estar en la cama.

Ella había negado con la cabeza, desperezándose un poco, y él había pedido su ración de ave. El tiempo había transcurrido entre mutismos y diálogos intrascendentes hasta ese momento. Ahora él devoraba sus perdices e Isabel escudriñaba hipnótica las ascuas del hogar, con las imágenes de tiempos mejores en su cabeza. Sonrió brevemente al rememorar cómo Al Nasser trataba de sujetar la espada de su padre y apenas la levantaba un palmo del suelo. «Pobre», se dijo desviando la mirada y observando sus facciones a la luz del fuego. Su hermano musulmán tampoco lo había tenido fácil. Gracias a la caridad cristiana de su padre había podido convertirse en un caballero y mantener con dignidad el apellido y la espada de su padre, Mahid Alí Ibn Nasser. De no ser por esto, un musulmán de corta edad viviendo en territorio cristiano habría terminado por vivir como un mudéjar en alguna aljama, con el nombre de su padre por estandarte, pero sin ningún futuro. Sin embargo, ella no sabía decir si esa vida habría sido mejor para él. Su casamiento con Sancho había supuesto una verdadera tortura para su guardián no solo por el juramento de protección incumplido, sino por verse ridiculizado por Fabrique y los otros por ser mahometano y por ende rezar hacia La Meca los versículos del Corán. No había día que su hermanastro no tuviera ganas de saldar cuentas con todos. «Pobre de ellos si lo hiciera», se dijo en silencio.

Al Nasser había sido criado como escudero en los campos de batalla, teniendo a su padre y a otros grandes espaderos como maestros. De eso se había preocupado mucho su progenitor, que lo veía como el futuro protector de su hija: había contratado, en los territorios conquistados a mozárabes, a maestros de espada y lanza para que le enseñasen aún más. Cuando su padre murió por heridas de guerra, Al Nasser tenía ya dieciséis años y durante los siguientes cinco se dedicó a vengar la muerte de su mentor en los campos de batalla contra sus correligionarios. Allí se había ganado el apodo de la Muerte Blanca entre los infieles, por sus ropajes límpidos que siempre terminaban cubiertos de escarlata.

—Isabel, ¿qué motivó la paliza de ayer? —le preguntó de pronto Al Nasser sacándola de sus pensamientos—. Hacía tiempo que no veía en ese hideputa tanta furia hacia ti.

—Lo desafié en la iglesia, en público —le contestó.

Se extendió un silencio entre sus miradas y él terminó por agachar la cabeza y concentrarse en el fuego de la chimenea.

—¿Tu arranque de valor tuvo que ver con encontrarte con el cardenal?

A su regreso de la iglesia el día anterior, antes de la paliza, Isabel había hecho un comentario ligero sobre su encuentro breve con Alvar, pero nada más. Su custodio, conocedor de sus silencios, seguro que había creído que este había causado un desasosiego en ella. «No ha habido tal, más allá de la sorpresa», se había dicho entonces. A pesar de que Al Nasser podía leer en su corazón, ninguno de los dos había hablado durante el camino de vuelta, él por prudencia y ella encerrada en un caparazón de mutismo. Isabel ni siquiera había hecho mención de lo que había escuchado en las cocheras del monasterio. Había preferido evitar las palabras incómodas que su hermanastro terminaría por decir sobre sus supuestos sentimientos hacia su antiguo amor. Por eso deseaba que su silencio demostrase que el regreso de Alvar no era importante para ella. Se repitió que su impulso de advertir al oblato de lo escuchado en las cuadras había sido motivado por ser buena cristiana y una suerte de recuerdo antiguo y pasajero. Era obvio que después de tantos años solo anidaba en ella la indiferencia, hasta el punto de ignorar el peligro que corría Alvar dentro de esa abadía y de no comentar nada a Al Nasser sobre ello.

—Isabel, ¿tu arrebato vino motivado por el encuentro con don Alvar? —volvió a preguntar él ante su silencio.

Tardó en responder aún más y, finalmente, se encogió de hombros desangelada, deseando que él comprendiera que aquel encuentro no había removido nada. Al Nasser la escrutó con los párpados entrecerrados, como si presintiera que dentro de ella, después de tanto tiempo, se había removido su arrojo, o al menos un reflejo pálido de él, hasta asomarle por la comisura del espíritu.

—Me voy a rezar, mi bien —le dijo él irguiéndose—, pero no te engañes, Isabel: don Alvar nunca dejará de importarte.

Ella apretó las yemas de los dedos y volvió a encogerse de hombros. Sintió su ánimo acre y sus mejillas arreboladas, coléricas, como si la afirmación de su querido hermano la hubiera herido en lo más hondo de su persona. Se removió en la jamuga y se dijo que no había motivo para tal arrebato. Él abrió el portón del salón. Observó sus espaldas anchas perderse hacia la oscuridad del pasillo. Entonces sintió urgencia de contarle lo ocurrido en las cocheras el día anterior, el cruce con el oblato y el riesgo que corría Alvar.

—Está en peligro —dijo por fin quebrando sus propias cadenas.

Su hermanastro se detuvo y se giró con el ceño fruncido. Se acercó de nuevo a ella con el paso sereno e inclinó la cabeza en ese visaje suyo tan característico cuando no comprendía algo.

—Alvar está en peligro de muerte en esa abadía —continuó acelerada—. No sé lo que está pasando allí dentro, pero... no es nada bueno y me temo que la muerte del abad don Rafael puede estar relacionada.

Al Nasser se acuclilló como una pantera que cuida a sus cachorros y le acarició la cara tratando de calmar su ansiedad.

—Está bien, hermana —le dijo con voz calmada—. La cuestión es, y debes preguntarte esto antes de dar cualquier paso, qué quieres hacer tú.

Ella negó con la cabeza.

—No lo sé.

Él se irguió un poco, la besó en la frente y recomenzó el camino hacia su aposento para iniciar sus rezos.

—No te engañes. Sí que lo sabes.