Caminaron lenta y pesadamente, arrastrando la nieve a su paso tras el rastro del hermano Fausto, que se perdía a lo lejos arropado ya por la penumbra hacia el Paso de los Monjes. Si fuera por Mario, se habrían quedado investigando dónde se ocultaba el paso secreto de la botica, pero Alvar, más paciente, le dijo que debían regresar. No podían faltar a la reunión en la sala capitular. Su ausencia sería patente, y además intuía que la asamblea tenía por objeto anunciar la candidatura del nuevo abad y su elección. Deseaba ver qué apoyos tenía don Leandro, si había oposición y quién era.
Seguido del oblato, recorrió el camino de huellas marcado por Fausto sin el acompañamiento de las obras de fondo y con el viento adherido al cuerpo. Los copos no dejaban de caer insistentemente y, cuando una ráfaga ominosa se levantaba, parecía que todo se helaba de golpe. Sintió cierto calor al entrar en el claustro, cuyo patio central seguía cubierto por una impoluta y crujiente manta blanca.
Don Leandro y el suprior Bernabé presidían una sala capitular devorada por la penumbra apenas combatida por varias teas colgadas. Con gesto grave, ambos aguardaban a que la congregación terminase de tomar asiento en el banco de piedra adosado a las paredes. En cuanto ellos pusieron un pie dentro de la estancia, muchos semblantes se dispusieron en su dirección. El primero fue el del sacristán Liborio Adelfo, con su mirada rapaz y escurridiza. Junto a este, el hermano Avelino, el inmenso monje que ayudaba en las cocinas o en la sacristía. El cocinero Mateo lo saludó de nuevo con una inclinación de cabeza; estaba sentado junto a sus dos hermanos ayudantes: León, el muchacho fibroso que se asemejaba a un lagarto de dos patas, y el chaparro y malcarado Cebrián. El cillerero Damián también le dedicó un vistazo rápido y se centró luego en la multitud; el bibliotecario Teobaldo adelgazó los labios y el ceño al verlos; a su vera, el hermano Herbasio, el maestro de novicios, los escrutaba deturpado y con mirada de estatua, bisbiseando algo al oído del anterior mientras se rascaba las costras de su piel, más oscuras y cárdenas a la luz de los candiles. Más al fondo, el maestrescuela, Amancio de Piedrahita, y el hermano Gonzalo, su lazarillo y confesor de Isabel, le regalaron una sonrisa afable. Tras ellos y tras los arcos que daban al claustro, estaba de pie el campanero de los conversos, el hermano Gilberto de Bujedo, aquel que solo tartamudeaba el latín. Fue de los pocos que no los miró, pues estaba absorto contemplando el techo de la estancia, como si estuviera en éxtasis. El resto de la comunidad se arremolinaba en una amalgama de rostros que Alvar reconocía ya, pero de los que no recordaba sus nombres.
Una vez sentado, cruzó un gesto rápido con el prior don Leandro y más tarde observó el aire congestionado del hermano Bernabé, el suprior, que se balanceaba inquieto como un badajo a punto de tañer. Fue entonces cuando se percató de que el hermano Fausto no estaba entre los presentes. Rebuscó de lado a lado, pero por más que repasaba entre los rostros secos y angulosos de los presentes no lo encontró. Se acercó al oído de Mario y se lo susurró. Este trató también de localizarlo sin éxito.
—Estaba tan aterrado que lo mismo ha abandonado los hábitos y la abadía —bromeó Alvar.
Mario se tapó la boca conteniendo la risa hasta que don Leandro dio un paso al frente y levantó las manos anunciando que la congregación había sufrido una grave pérdida y que había que hacer frente a ella eligiendo a un nuevo abad.
—Llegado este momento, es hora de saber quiénes de nosotros pueden ostentar tamaña responsabilidad.
Alvar se removió inquieto. Cualquiera que tuviera más de veinticinco años y no fuera converso podía presentarse para abad, pero, en la práctica, el cargo debía ser para el prior. Liborio Adelfo no tardó en iniciar la ceremonia ilusoria de democracia afirmando que había hablado con el resto de los monjes y nadie quería presentarse, pues todos deseaban que fuera don Leandro. Alvar conocía aquellos ardides previos que conducían a la liturgia pública de una elección en la que nadie había votado realmente: o se habían dejado llevar por la mayoría o ganaban algo con el candidato elegido. De no ser así, ya habría otros candidatos sobre la mesa. Don Leandro se levantó de la jamuga realizando una inclinación de cabeza. Sus pocillos negros brillaban de emoción.
—Gracias, hermanos míos, por elegirme vuestro abad. Me llena de orgullo tal hecho y no sé si merezco el honor ni la responsabilidad que me brindáis. Espero que bajo mi mandato como abad este cenobio prospere y...
De súbito, un retumbo brutal de huesos rotos hizo crujir la techumbre de las pandas superiores cortando de raíz el discurso. Tras esto, un cuerpo muerto voló junto con varias tejas hasta empotrarse contra el suelo del claustro, enfrente mismo de la sala capitular. El impacto fue tan atroz que la cabeza rebotó contra el granito esparciendo nieve, sangre y un sonido hueco, quebradizo, que provocó un chillido coral de la comunidad. Durante un instante nadie se movió. De golpe, los monjes comenzaron a santiguarse sin saber qué hacer, hasta que don Leandro, tea en mano, se aproximó a grandes zancadas al cadáver. En tropel, como si aquello nunca hubiera sido un cenobio, acudió la masa lanzando jaculatorias en latín y persignándose, envueltos en una nube de vahos anaranjados. Alvar, con Mario a su espalda, se abrió paso hasta el cuerpo que yacía bocabajo, amasado e informe. Le pareció un cuadro funesto, decorado perversamente con brochazos rojos sobre el blanco níveo. Era como una advertencia de que la muerte se había instalado en la abadía y no sería la última víctima que se cobraría.
Don Leandro ordenó a dos de los novicios que dieran la vuelta al interfecto y, al hacerlo, todos lanzaron un quejido ceremonial ante el rostro deformado: era el hermano Fausto, quebrado y con los ojos vueltos del revés.
—¡Dios bendito! —exclamó don Leandro con los párpados abiertos y una mueca de horror congelando todo su rostro—. ¡Dominus, libera nos malo!
—¡Que el Creador nos ampare! —gritó santiguándose el hermano Bernabé.
Alvar, aún atónito, escrutaba cada uno de sus gestos cuando Mario le tiró de la túnica un poco y se acercó a su oído.
—Son muchos escalones. La torre es muy alta y solo hay un camino para subir y bajar. Si fue empujado, el asesino puede que todavía esté descendiendo —concluyó Mario.
—Bien visto.
Se alegró de que el joven tuviera una razón perspicaz y miró hacia el campanario. Después, con cierto disimulo, le hizo una seña a Mario para que lo siguiera entre la batahola de monjes que se arremolinaban sin dejar de proferir gritos y hacer muecas de horror ante la llegada inminente del anticristo. Se escabulleron por la panda del claustro que llevaba a la iglesia y una vez allí aceleraron el paso por la nave lateral en dirección a la torre. Alcanzaron el nártex y penetraron en la antesala, de donde partían las escaleras de la torre que estaba pegada al conjunto abacial.
Alvar detuvo un momento a Mario cogiéndolo del hábito para que ambos pudieran escuchar y el paso apresurado de unas sandalias sobre los sillares llegó hasta ellos. Se le agitó el corazón y comprobó de pronto cómo la baranda de madera adherida a los mamperlanes helicoidales vibraba. Corrió hasta el ojo de la escalera y pudo divisar la luz mortecina de un farol que descendía como si tuviera al diablo tras su alma.
—¡Todavía está bajando! —dijo Mario en un bisbiseo gritado, y comenzó a subir.
Sin dudarlo, le siguió con el ánimo desbocado y la esperanza de hallar al posible asesino del hermano Fausto. Antes de lo deseado, sintió que las piernas le ardían mientras que Mario, delante de él, apenas jadeaba llevado por la fuerza de su juventud. Lo animó a que continuara mientras que él exhalaba sus primeros sofocos antes de alcanzar la tercera vuelta. Volvió a mirar hacia arriba tomando aliento y observó cómo la luz se detenía a una vuelta de escalera sobre sus cabezas. La cerradura de una puerta se descerrajó abruptamente y Mario, que corría con su lámpara por delante, empezó a gritar al monje para que se detuviera.
—¡Detente! ¡Detente!
—Mario, si es el asesino, no se va a detener porque se lo pidas —le chilló él—. ¡Corre!
—¡El muro es una puerta! —chilló también Mario al completar el giro de la escalera.
Efectivamente, al superar el último tramo hasta el rellano, a solo unos pasos antes del portón que conducía al triforio, Alvar contempló que la pared curva de la torre se abría descubriéndose como un muro falso. Mario la atrapó con rapidez antes de que se cerrara y se precipitó adentro interponiendo su farol como obstáculo para dejarle a él el paso abierto. «Chico listo», se dijo Alvar. Recogió el farol del oblato y resollando se precipitó tras él cruzando el pasillo oscuro y angosto que conducía a la panda superior del claustro, donde Mario aceleraba tras su presa. Abajo, en el patio central, los hermanos todavía se arremolinaban absortos colocando el cuerpo aplastado de Fausto sobre una parihuela de madera. Alvar no se detuvo y corrió todo lo que pudo tras el oblato y el prófugo.
Este último, tan rápido o más que el propio Mario, llegó a la esquina del claustro y la dobló, con tan mala fortuna que sus sandalias resbalaron sobre el solado y estuvo a punto de caer. Mario deceleró a tiempo y se puso a un paso del monje extendiendo la mano hacia su hábito. Alvar aflojó el ritmo por cansancio cuando su adjutor rozaba ya con la punta de los dedos la capucha del supuesto asesino. En dos zancadas más la apresó y tiró de ella hacia atrás desvelando un rostro difuso entre las sombras. El prófugo empotró su codo contra la boca del oblato, que gimió de dolor y lo soltó dando un traspiés. Alvar apretó el paso todo lo que pudo hasta doblar la esquina, y comprobó que Mario reanudaba su carrera. Al fondo de la panda, la silueta crepuscular se introdujo de pronto por una nueva abertura camuflada sobre el Paso de los Monjes. Tras cruzar la pared falsa, el perseguido se giró para cerrarla. Mario no le dio opción y se lanzó con el pie por delante. A Alvar le dio la sensación de que el portón se había cerrado, pero al llegar jadeante unos instantes después observó al oblato haciendo fuerza.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó inspeccionando su labio partido.
—Sí, sí, no os preocupéis, ilustrísima —le contestó Mario con los carrillos encendidos por el esfuerzo y los dientes teñidos de rojo—. Creo que el resbalón del portón no ha terminado de bloquear la puerta.
—Nunca pensé que esta abadía escondiera tantos secretos —dijo él dejando las lámparas en el suelo y haciendo fuerza con el hombro.
Realizó varias tentativas hasta que la pared falsa volvió a pivotar hacia dentro. Penetraron con las lámparas en la mano. Un pasillo angosto y cortado que discurría sobre el Paso de los Monjes era todo lo que se escondía allí dentro. Desde algún punto todavía se podía oír el zapatear del religioso crujiendo sobre el entarimado de madera. Avanzaron veloces hasta descubrir un pequeño arco de medio punto cegado con una pared de madera lisa y con una cenefa sencilla que la recorría como un marco. Apenas Alvar tocó la puerta para comprobar que estaba cerrada, un sonido de bisagras viejas y poleas oxidadas llegó a sus oídos desde algún lugar impreciso al otro lado.
—Se escapa, ¡rápido! ¡Debe de haber algún resorte que abra esta pared! —dijo Alvar iluminando los muros—. Tal vez sobre la dovela o en el suelo.
—Por la posición del corredor, creo que conduce directamente a la segunda planta de la biblioteca —apuntó Mario—. El resorte debe de estar por aquí, ilustrísima.
Alvar levantó la cabeza y vio que Mario palpaba el marco de madera hasta dar con un saliente prácticamente imperceptible. El oblato hizo fuerza sobre la cenefa y, como si de un postigo se tratase, esta se abrió dejando ver una argolla metálica. Luego tiró de ella y algún mecano de metal y madera intramuros liberó la puerta, que se abrió ligera y sin ruido.
Aparecieron efectivamente en el segundo piso de la biblioteca tras un estante de códices de más de dos codos, que cerraron suavemente. Un olor a pergamino de ovino y vacuno, de tinta mixturada con hollín y cola, con esencias de las cortezas del espino albar y del ciruelo pruno, se apoderó de Alvar en cuanto se adentró en la estancia. La tenue llama de los faroles lanzó sombras espinosas sobre las paredes y los cerca de diez pupitres alineados en una fila.
—Estamos en el scriptoria... —susurró Alvar a Mario, emocionado como si hubieran entrado en el templo del saber—. En mi tiempo no existía esta sala y los monjes copistas trabajaban en sus celdas. Ahora la abadía tiene un taller de copiado y puertas y pasillos secretos.
No todos los cenobios podían permitirse un scriptoria como aquel. Era un taller en el que tenía lugar el trabajo más importante de la cristiandad: la recapitulación del saber de los hombres, un opus hominum hominibus que las órdenes monásticas legarían al mundo que estaba por venir. Todavía se podía sentir la presencia de los escribas, que no hacía ni una hora habían sido llamados a la sala capitular. Alvar no pudo reprimir la imagen del hermano Teobaldo, el bibliotecario jefe, dirigiendo a sus scriptores, los escribanos que tenían la responsabilidad de realizar las copias de los libros al dictado, o a los rubricatores, que se encargaban de los textos previos que se situaban antes de los capítulos.
Avanzó con cautela esperando encontrar al asesino oculto tras un armario o una nueva entrada camuflada. Levantó el fanal y de nuevo las sombras se entrelazaron sobre las cátedras de los asientos y los pequeños atriles. Echó una mirada rápida a los trabajos de los copistas, a sus utensilios ordenados y dispuestos para la tarea: las péndolas de oca y los raspadores, los cuchillos curvos que servían para corregir las erratas y afilar las plumas... Más adelante dedujo, por el juego de tintas de color que había sobre dos de los pupitres, que aquellos eran los lugares de trabajo de los miniatores, los responsables de los dibujos en miniatura y de su iluminación. Detectó algo un poco más allá de estos y levantó la lámpara para ver qué se ocultaba en las sombras. La llama apenas dibujó algunos escabeles, los pequeños asientos sin respaldo que se utilizaban más en su época, y que ahora, con la abadía a pleno rendimiento, debían de usarse para enseñar a los novicios.
—Nuestro prófugo ha salido por algún lado —dijo Mario.
Discurrieron sorteando algunas pilas de libros erigidos sobre las mesas robustas mientras sus sombras se deformaban sobre el muro derecho. Allí se abrían surcos en ojivas, grandes ventanales que permitían la entrada de la luz del día. Se le asemejaron a umbrales siniestros que bien podían conducir al más allá. Finalmente, vio las escaleras entorchadas al fondo de la sala, y se dirigieron hacia ellas. Bordearon una mesa grande, donde el pergaminarius apilaba los pergaminos creados con la piel del ganado monasterial para los escribas. Alvar no se privó y acarició la piel seca y suave con la yema de los dedos mientras trataba de encontrar un rastro del huidizo monje.
Recorrió la mesa con cuidado, mientras Mario inspeccionaba el muro izquierdo en busca de una salida oculta. Alvar echó un vistazo al utillaje ordenado sobre la tabla y dedujo que era la zona de trabajo del último artesano del taller, el aglutinator o encuadernador. Allí se terminaba de dar a la obra su aspecto final. No le extrañó que cuando Mario y él descendieron por los escalones hacia la planta inferior le naciera un sentimiento de pérdida, como si abandonara la oportunidad de abandonarse entre todos aquellos trabajos a medio hacer. Pero seguían persiguiendo a un asesino y no debía distraerse. Chascó la lengua cuando alcanzaron la planta baja donde se instalaban los cartularios, los rollos y los códices y una sala adjunta que se adhería tras el muro a sus espaldas. Se agrupaban en pequeñas hornacinas y armarios donde convivirían como hermanos silenciosos durante la siguiente era. Hizo un esfuerzo por no abrir aquellas alacenas y bucear entre las páginas, entre los grabados, las miniaturas y los colores. Tal vez, con mucha suerte, podría haber algún mapa interesante de la zona o de la península. Se imaginó investigando entre los anaqueles hasta que Mario, que conocía mejor aquella estancia, avanzó con su candil hasta la puerta de entrada y comprobó que estaba cerrada por fuera.
—No ha salido por aquí, eso seguro. Solo el bibliotecario jefe tiene las llaves —le dijo dando a entender que había más de una cerradura.
—Es probable que el ruido que oímos al entrar fuera el de una nueva puerta secreta —sugirió Alvar—. Miremos en la sala adjunta de los novicios.
Con el fanal en alto, se introdujeron en la estancia contigua, que tenía los techos más bajos y era de una sola planta. Mario y él iluminaron las bancadas de los novicios aspirantes a copistas sin encontrar una sola huella que les indicase por dónde había huido el monje. Alvar, con el cuerpo cansado, se obligó a tomar asiento y depositó el farol en el suelo. No recordaba la abadía con aquellos callejones ocultos tras la piedra, si bien era cierto que él nunca había participado en labores de construcción durante el tiempo que había vivido bajo la regla. Parecía más bien como si aquel pequeño entramado de pasillos encubiertos se hubiera construido a medida que se levantó el monasterio hacía siglos. En su época, don Leandro era el cillerero y Alvar dudaba de que este conociera todos aquellos corredores secretos. Empezaba a sospechar que únicamente Rafael era conocedor de aquellos pasajes; un secreto bien guardado que había pasado de abad en abad por medio de alguna carta escrita en las últimas voluntades.
Repasó mentalmente la ruta por la que el asesino había pasado: «De la torre del campanario a la panda superior del claustro y de esta al scriptoria de la biblioteca. Una vez allí debió de huir por otra puerta falsa hacia algún lugar indeterminado». Negó con la cabeza diciéndose que lo importante era descubrir al autor de los crímenes, no por dónde se movía dentro de la abadía. Eso era algo que, de seguro, se iría desvelando en cuanto deshicieran la madeja de secretos que se acumulaban unos sobre otros como capas de una cebolla.
—Vámonos, Mario, pronto tocarán a la oración y a la cena —dijo por fin en voz alta—, y esta noche nosotros debemos obtener el crucifijo de la garganta de don Rafael.
—Ave María Purísima —contestó el joven mirándolo resignado—. Vamos a cometer sacrilegio.
—Peor sacrilegio sería dejar libre al asesino. Aquí hoy no encontraremos más y está claro que en esa cruz hay un secreto que el abad quiso llevarse a la tumba.
Retomó el farol y subieron las escaleras hasta el piso superior. Allí él se detuvo un momento sobre la mesa del aglutinator y se hizo con un pequeño raspador curvo y una piedra de afilar. «Lo necesitaré para abrir el gaznate de Rafael», se dijo. Al oblato, que le observaba guardarse la pequeña hoz, se le descolgó una mirada desamparada al imaginarse en la tarea de diseccionar la tráquea de su antiguo abad.
Regresaron sobre sus pasos hasta el armario de códices del scriptoria que escondía el pasillo al claustro. Encontraron la argolla detrás de los doce libros del Descubrimiento de la verdad evangélica a partir de la filosofía griega de Teodoreto, un autor que defendía que la fe precede al saber y lo acompaña, de ahí que los sabios griegos ya hubieran presentido las verdades de la religión cristiana. Una vez accedieron al corredor intermedio, no les fue difícil encontrar otro tirador oculto detrás de un sillar que desbloqueaba el acceso. Salieron a la panda superior del claustro que estaba vacía, y Mario cerró tras ellos.
—Esperad —dijo el oblato y, agachado cerca del falso umbral, descubrió que, accionando un pequeño sillar de la pared, la puerta se desbloqueaba de nuevo.
—Bien visto, Mario —respondió él mientras asomaba la mirada sobre la balaustrada.
En el patio apenas se podían observar los rastros sanguinolentos sobre la sábana blanca de nieve que el hermano Fausto había dejado tras su caída. Todavía alrededor, algunos monjes se arrodillaban espontáneamente salmodiando jaculatorias para que Satanás no se adueñase de todo el cenobio. Alvar pensó que lo mejor sería regresar a la celda antes de que los copistas volvieran al scriptoria o de que sonara la nueva llamada a la oración.
—Imagino que tendremos otra misa de difuntos —supuso Mario.
—No lo tengo tan claro —le corrigió él—. A ojos de todos parecerá un suicidio, y los suicidas no son enterrados en camposanto ni se celebran misas por ellos.
—Pero, ilustrísima, muy probablemente el monje al que hemos seguido es su asesino.
—Lo sé, Mario. Solo los hombres sin esperanza se quitan la vida y el hermano Fausto no era más que un hombre con mucho miedo, y estos solo quieren preservarse, no lanzarse desde campanarios.
—Y menos sin la unción de enfermos —apuntó Mario—: pierden la vida y además el alma.
Alvar asintió y, al alzar la cabeza hacia el otro lado del claustro, descubrió la figura del hermano Bernabé que los escrutaba sosteniendo un farol, tan pétreo e impertérrito como las columnas bajo los arcos de ojiva. Mario se detuvo también y sus ojos se balancearon entre él y la figura algo amenazadora del suprior. Alvar lo saludó asintiendo con la cabeza. El suprior no movió un músculo, solo giró sobre sus pies y echó a andar para perderse por las escaleras.
Aquel comportamiento, impropio de un hermano, le hizo intuir que la muerte de Fausto, la de Rafael y lo que estuviera por venir no eran obra de un único individuo que, llevado por la codicia de poseer el libro, hubiera cometido tales crímenes. Más bien le parecía ahora que tales muertes se debían a una singular resistencia y conspiración donde cada implicado cumplía un determinado papel.
Se dijo entonces que, fuera como fuese, debían averiguar de una vez qué contenía el libro, qué tesoro o peligro escondían sus páginas, qué influjo infernal se filtraba para que cristianos dedicados al trabajo y a la oración terminaran conspirando para asesinar.