Dejaron la noche cayendo tras ellos al cruzar el portón tachonado de la iglesia. Alvar se humedeció los dedos en el aguamanil después de Mario y ambos se persignaron. Se detuvo unos momentos a contemplar el magnífico espectáculo de quietud y elevación: los cirios encendidos y el incienso se dilataban suspendidos en aquella atmósfera sacral. Al fondo, un pequeño retablo policromado de la Anunciación dividía, a modo de tabique, la nave central en dos zonas claramente diferenciadas: la clausura baja, para uso de los conversos, y la clausura alta, situada frente al altar y el santuario para el disfrute de los cristianos cultos. «Así dividimos el mundo los hombres, haciendo constantemente lo contrario de lo que dicta Nuestro Señor Jesucristo», se dijo mientras cruzaba esa frontera en dirección al altar. Aspiró el aire sagrado tratando de que el Espíritu Santo le contagiase el alma de aquella placidez. Admiró las arcadas que unían la nave central con las laterales y se recordó zascandileando por las galerías superiores, jugando a esconderse tras los vanos del triforio, la celosía de piedra que mostraba a los Santos Padres de la Iglesia.
Avanzó como si no existiera un océano de tiempo entre el muchacho joven de sus recuerdos y él, y alzó su mirada hasta el claristorio, la pared más alta de la nave central, por cuyas vidrieras penetraba todavía algo de luz mortecina. Le nació una alegría melancólica, densa y serena, y una necesidad compulsiva de regresar a aquel pasado lejano que parecía haber sido vivido por otro, pero que formaba parte indubitable de su vida. El chiquillo que había paseado un día despreocupado por las pandas del cenobio, que no prestaba demasiada atención a los oficios ni a Dios, ahora lo hacía más sereno, sabiendo que era una criatura en manos del Señor. Se le aceleró el corazón al admirar las nervaduras de las columnas en lo alto y rememoró cómo siendo un zagal trataba de mantener toda su compostura embargado por una tiritera de frío durante las lecturas sacras. Se vio asistiendo con los monjes a las abluciones, las que practicaban a los pobres y peregrinos; casi pudo oler el agua de lavanda y las hebras limpias de lino de los paños con los que secaban los pies. Se le escapó una carcajada susurrada al recordar la forma en la que Octavio y él cruzaban muecas mientras comían en el refectorio y cómo el maestrescuela los miraba severo, con los ojos a punto de salirse de sus cuencas.
Instalado en aquel tiempo perdido y en la felicidad aneja, repasó los rostros de aquella otra comunidad, la que lo había cuidado. «¡Qué jóvenes eran y qué mayores los veía yo!», pensó. Imbuido por el recogimiento, avanzó por la nave principal hasta el crucero, donde se paró para hacer una reverencia hincando la rodilla frente al altar. Allí, en el ábside central, la talla de madera mostraba al Señor en su calvario, con el rostro serenísimo en la eterna crucifixión. Tragó saliva y, mientras contemplaba el rostro de Cristo, se agitó conmovido como antaño, respirando sus recuerdos con incienso, meditando sobre cómo el tiempo había cambiado tan poco aquella estancia y tanto el interior de su alma. Ya no era un adolescente imberbe y curioso. Su ingenuidad de entonces se había transformado en una mirada escrutadora; sus sentimientos se habían refugiado tras el escudo de la razón y el conocimiento y su alma se había pertrechado para soportar las maldades del camino. Se había hecho más consciente de la vida, del mundo, de su maldad y del coste que acarreaba hacer lo correcto. Un sentimiento de anhelo y temor le invadió, como si las imágenes del pasado que se habían arrodillado con él fueran a verse empañadas por aquellas otras oscuras y dolorosas. Rezó una jaculatoria en latín y se dirigió por la puerta lateral al mandatum, el corredor del claustro paralelo a la iglesia. Al andar detrás de Mario, constriñó su añoranza sepultándola para evitar que aquellos recuerdos se enseñoreasen de toda su alma. Si eso pasaba, bien sabía él que ya no sería dueño de sí y que terminaría por abandonar de nuevo la abadía de inmediato, como hacía veinte años. Pero eso no iba a ocurrir, su voluntad era el rompeolas en el que su miedo se estrellaba sin cesar.
Al entrar en el claustro, se dejó invadir por el jardín que sintió algo más pequeño que cuando era un muchacho. En el centro, unas pequeñas lámparas apenas destacaban una fuente de piedra de dos pilones semiesféricos sobre los que se erguía una cruz tallada en piedra. El sonido que fluía por canales, sin embargo, sí era el mismo. Construidos por los primeros pobladores de Urbión desde el hontanar cercano a la laguna Oruga, le murmuraban que allí el tiempo se había detenido. Parecía que incluso sus pasos eran más lentos y pesados, acompasados con aquel sonido embriagador del agua precipitándose sobre los aguamaniles de piedra. Su nostalgia le recordó que, de alguna forma, su espíritu pertenecía a aquel lugar y su huida se le antojó breve. Caminó algo más pausado. Se fijó en el mortero irregular que no existía cuando él era un oblato más y que ahora se extendía por todo el recinto interior del claustro. Este, cuadrado y armónico, abrazaba dos grandes cipreses que rivalizaban con las pandas superiores en altura, elevándose por encima de los quince arcos de crujía por banda. «Han crecido mucho —se dijo—, son el reflejo del tiempo que no viví aquí». Observó las figuras de los capiteles que, siendo un zagal, le llamaban tanto la atención: los rostros de jinetes montados sobre ciervos, los leones enfrentados, las arpías y las esfinges, la procesión de santos y el pequeño retablo dedicado al nacimiento del Señor. Ahora se le antojaron menos terroríficas y más simbólicas. Rafael, durante muchas tardes de verano, lo aleccionaba sobre el significado silencioso de cada una de las tallas que se contorsionaban para quedar encajadas en la piedra: san Pedro con las llaves, la serpiente, el árbol, el cáliz, las tablas del decálogo, el arcángel san Gabriel, la expulsión del paraíso, Jesús y los niños, el Domingo de Ramos, Caín y Abel. Todo al servicio de la expansión de la fe y el fervor al Señor. «Todo en este mundo nuestro está impregnado de devoción y pecado a partes iguales —pensó—. No habría catedrales de no ser por esto».
Fue entonces cuando distinguió una luz proveniente de las pandas superiores. Desde allí, dos siluetas fundidas en las sombras de la galería, con los rostros desdibujados por las llamas de las teas, parecían escrutar sus movimientos. Apenas pudo vislumbrar sus gestos, pero aun así les dedicó una mirada abierta y, de inmediato, le respondieron con una inclinación de cabeza a modo de bienvenida.
—Son el suprior Bernabé y el hermano Fausto, el boticario —le susurró Mario desde atrás.
Alvar asintió suavemente con la cabeza, pues ninguno de esos dos estaba en la abadía en su época, cuando la voz de su maestro Rafael se extendió por todo el corredor claustral.
—Alabado sea el Señor, Alvar..., ya estás aquí.
Pese a que la Orden del Císter no hacía voto de silencio, el hecho de que el abad hubiera levantado la voz de aquella manera no dejaba de ser una muestra extraordinaria de entusiasmo por su llegada. La quietud debía gobernar la vida de la congregación para su oración y comunión con Dios. Aun así, antes de ubicar a su mentor en la penumbra del claustro, Alvar percibió de soslayo que las dos siluetas desaparecían. Después, aguzó la vista y por fin lo vio, acompañado por dos monjes jóvenes, con su pequeña tonsura, el cuerpo más anciano y la mirada más sabia. Conservaba aquel gesto casero y voluntarioso que caracterizaba a los hombres que ya conocían el mundo y sus durezas. Andaba algo más despacio, acusando su leve cojera fruto de una caída de juventud, pero le bastó mirarlo al rostro para comprender que toda la santidad que había sentido al entrar en la iglesia emanaba de alguna forma del espíritu de su antiguo maestro. Qué figura tan grande le parecía entonces y qué pequeño se le antojó ahora. El gozo melancólico que había respirado en la iglesia se tornó de pronto en un júbilo palpitante con solo verlo. Sonrió arrebatado por la emoción de encontrarse con él y contuvo su espíritu para no caer en el exceso. Rafael abrió los brazos con el rostro pintado de alegría y él volvió a sonreír como hacía tiempo, con los ojos brillantes y el alma tomada.
—No sabéis cuánto ansiaba veros, maestro —le susurró y, tras un ósculo santo, el casto beso cristiano con el que se saludaban los religiosos, se abrazaron.
Se mantuvieron enlazados por la felicidad que emanaba de ambos y Alvar apretó su dicha sintiendo la respiración agitada del abad entre sus brazos. Aspiró el olor tan característico de su mentor, a madera noble y a pergamino viejo, y supo de golpe cuánto lo había echado de menos. Le sobrevino la imagen de Rafael acariciándole las manos al caer enfermo o contándole leyendas mientras caminaban por el huerto; las reprimendas ante sus descuidos, ante las travesuras que perpetraban él y su amigo Octavio o las constantes correcciones sobre la voz media del griego. Probablemente seguía malhumorándose cuando se gastaba demasiado en algo poco útil o alegrándose cuando un esqueje bien plantado arraigaba. A pesar de su seriedad, de seguro que Rafael todavía se veía embargado por esa risa nerviosa que le trababa el habla y le hacía llorar los ojos en cuanto intentaba narrar algún suceso gracioso de la vida. «Han pasado demasiados años desgastados», pensó mientras se separaban y su maestro le acariciaba el rostro con ternura.
—Os he echado tanto de menos —le volvió a decir.
Rafael no le contestó. Se le humedecieron los ojos y la sonrisa, como si el alma se le hubiera desbordado y la senectud le hubiera aflojado la voluntad de controlar los sentimientos. Alvar no pudo evitar enternecerse al verlo.
—Y yo, hijo mío..., yo también —terminó por decirle enjugándose los pómulos.
Alvar tomó distancia para verlo mejor y el semblante sereno de su antiguo tutor le avivó la nostalgia de nuevo, que ahora se le antojó trasnochada. Rafael, que tenía un alma llena de bondad y firmeza a partes iguales, había sido un referente. Poseía una inteligencia y una mesura inigualables por ningún hombre que él hubiera conocido. Bastaba sentarse con él para que aquella serenidad suya se contagiase y uno terminase completamente relajado escuchando sus enseñanzas sobre los tres santos padres capadocios. Su sabiduría, su forma de enfrentarse a los problemas, su candidez y la ternura que desprendía hacia toda criatura viviente le habían proporcionado un modelo sólido por el que guiarse en la vida.
Su maestro, algo agitado, se apostó sobre una de las cuatro columnas entorchadas de las pandas y lo miró con los ojos encendidos mientras se quitaba un escarpín y lo sacudía.
—Cuánto tiempo, maestro —le dijo Alvar.
Rafael asintió.
—El tiempo lo cambia todo, hasta los espíritus, pero ¿qué es eso de «maestro, maestro...»? —le respondió Rafael con tono risueño y humilde mientras se deshacía de la piedrecilla molesta del interior—. Yo ya no puedo enseñarte nada. Mírate. Todo un obispo cardenal de la curia papal. Ahora debo llamarte ilustrísima. Qué orgullo.
—Por favor, yo siempre seré vuestro humilde discípulo.
La vejez sin duda se había adueñado de su cuerpo, de su cara redonda, marcando con surcos desvencijados sus facciones afables. Sin embargo, su espíritu seguía mostrando su sentido emprendedor y feliz, ese que tanto le había enseñado. Alvar, sin poder reprimirse, volvió a abrazarlo. Rafael se rio suavemente.
—Anda, vamos, vamos —lo apremió en susurros después de ponerse de nuevo el escarpín—. Has llegado justo a la hora de la cena y estarán todos ya en el refectorio.
Tras una palmada afectuosa de su mentor en el brazo, comenzaron a andar lentamente, como si el tiempo que habían estado separados no hubiera existido. Avanzaron por el claustro dejando sus bajorrelieves grotescos de bestias infernales y coros angélicos entre las sombras. Continuaron entre bisbiseos hasta el Paso de los Monjes y más allá para llegar a las puertas del comedor. Frente a estas se instalaba el lavatorio, una fuente encastrada entre columnas con la estatua en piedra de una virgen con un cántaro del cual manaba agua. Por mandato de la regla, la congregación debía lavarse las manos antes de cualquier comida. Así lo hicieron y se secaron con unos pequeños paños dispuestos oportunamente allí. Alvar se giró tras la estela de su maestro y, al acercarse a los portones del comedor, estos se abrieron de pronto. De entre la oscuridad del pórtico surgió, sujetando un pequeño candil, un hombre orondo de cara redonda y chata.
—Alvar, ¿recuerdas a nuestro cocinero? —dijo sonriendo Rafael.
—Por supuesto. Cómo olvidar los panecillos recién horneados del hermano Mateo. Los dejabas distraídamente para que los novicios los cogiéramos.
—Así es, mi señor obispo, qué alegría veros de nuevo —le dijo mientras le besaba la mano con los ojos abiertos—. Todavía recuerdo cuando no levantabais más que unos palmos del suelo. Como veis, hemos ampliado el monasterio desde que os fuisteis: las cuadras, la botica, el palomar, la casa abacial... —Señaló con la mirada a Rafael—. Y lo más importante para mí: una cocina, una bodega y una despensa más grandes.
Alvar le dijo que solo había podido ver algunas mejoras al entrar y añadió que le alegraba sobremanera que la abadía marchase tan bien. El hermano asintió y volvió a sonreír. Ya en sus tiempos, Mateo era uno de los monjes más antiguos del monasterio y su opinión era muy respetada en la comunidad. Su dedicación a la cocina era verdadera vocación y por eso, mientras que en el resto de las clausuras el cocinero era un miembro elegido semanalmente, en Urbión los fogones eran su santuario. Tal vez por esa inclinación y por su falta de conocimiento de lenguas no había llegado a ser prior. Tenía encanecido el cabello que le bordeaba la tonsura, pero más allá de eso no parecía que la edad hubiera hecho mella en él. Continuaba orondo y tenía una mirada más cansada y más endurecida, como si el tiempo hubiera sido más incompetente con su cuerpo que con su espíritu.
—¿Hasta cuándo os quedaréis, ilustrísima?
—No lo sé. Depende del señor abad.
—Se quedará el tiempo que sea necesario, hermano —dijo Rafael—, no os preocupéis.
—Espero que sea mucho. A todos nos agrada tenerle aquí.
No estuvo seguro del todo, pero pudo presentir que se había destilado algo de tensión en la respuesta de Rafael. Tal vez a su maestro no le había gustado que el hermano le preguntase por su marcha cuando apenas acababa de llegar. Además, los párpados abiertos en demasía del hermano Mateo le advirtieron de que era la primera noticia que tenía de su llegada, lo que desconcertó a Alvar. Estaba fuera de todo protocolo que la comunidad no supiera de la aparición de un obispo en la abadía. Pensó que, tal vez, con los años, Rafael se había vuelto olvidadizo. Aun así, el orondo cocinero sonrió afable como siempre, se frotó las manos y se despidió alegando que debía supervisar la cena.
—Mañana os prepararé un tentempié especial para cuando os despertéis —le dijo perdiéndose hacia las cocinas.
Alvar se lo agradeció, pues la vida ascética de los clérigos ya no estaba hecha para él. Todos ellos se levantarían antes del amanecer, en la hora maitines, para celebrar la primera oración del día; él, con el cansancio acumulado del viaje, querría dormir hasta bien entrada la mañana.
Por fin accedieron al refectorio. Alvar contempló a los religiosos que aguardaban en silencio de pie frente a grandes mesas colectivas, como una hilera de esculturas cementeriales. El silencio era tan perturbador que tragó saliva y dispuso su mirada sobre las grandes lámparas descolgadas desde el techo con cadenas de acero forjado. Una colmena de pábilos encendidos desafiaban el frío con una luz mortecina. Avanzó por el centro de la sala, recorriendo el pasillo que conformaban las mesas hasta alcanzar la del fondo, perpendicular a las demás. Allí se situaban los decanos del monasterio. Tomó aire al reconocer algunas caras envejecidas por el paso del tiempo y castigadas por el trabajo. Entre ellas destacó la del maestrescuela Amancio de Piedrahita, que, ya mayor, se apoyaba sobre un cayado sentado en una de las bancadas, con el pelo blanco y el rostro ajado. El de al lado, según le dijo Rafael en un susurro, era el padre Gonzalo Saldaña, un monje joven con cara de pan y barriga generosa, bien parecido, que hacía las veces de lazarillo del anciano, pues este veía poco en la oscuridad.
—El hermano Gonzalo también es el confesor de doña Isabel —añadió Rafael.
Sintió un estremecimiento al oír el nombre de ella y prefirió no pensar. Hizo un saludo con la cabeza y se acercó al hermano Amancio tomándole de la mano. El pobre apenas lo reconoció, le apretó los dedos con sus escasas fuerzas.
—¡Muchacho, qué alegría verte! ¡¿Pero qué haces aquí?! —le dijo sin protocolo alguno con marcado acento galego, como si él todavía fuera un zagal.
—La alegría es mía, maestre. Siempre.
—¡Mi mejor alumno..., mi mejor alumno, hermano Gonzalo! —le decía a su lazarillo con la voz quebrada por la vejez y la emoción.
Alvar le sostuvo entonces ambas manos y, al contrario de como debía ser, se las besó como muestra de cariño. «No debe de haber sido fácil para Amancio», pensó. El trabajo de enseñar las artes liberales se había ido haciendo más estrecho para los maestrescuelas, pues ahora los clérigos viajaban a las universidades para este fin, fuera de las iglesias catedralicias o las abadías. El hermano anciano, al final, se habría tenido que limitar, como tantos otros, a enseñar a los novicios pobres el latín, el romance castellano y su galego natal.
Continuó su camino tras dejar que el anciano también le acariciase las manos y posó su vista al frente. Esta vez fue Rafael el que le hizo pararse para presentarle al hermano Fausto, el boticario, el mismo que hacía unos momentos le había dado una bienvenida algo fría desde las pandas superiores. En esta ocasión, sin embargo, se mostró afable y huidizo y habló con palabras halagadoras sobre su fama entre la comunidad. Mientras el hermano le besaba las manos, Rafael le susurró al oído que era un hombre demasiado temeroso, pero un boticario formidable, de buen corazón. Alvar no le respondió y ambos avanzaron hacia el lugar que presidía el refectorio.
El sacristán, un hombre menudo con cara de pájaro al que no conocía, fue el único monje que se movió en aquella sala de figuras pétreas en dirección al ambón. Era obligación que en toda comida un hermano, diferente cada semana, leyera las Sagradas Escrituras mientras el resto comía en silencio sepulcral. Por eso el hombrecillo ascendió la escalera adosada al muro derecho hacia una pequeña plataforma elevada. Desde el antepecho de esta, cubierto por un tornavoz, su lectura sobrevolaría las cabezas de los comensales. Rafael le bisbiseó al oído, intentando preservar el mutismo en la comida, que se llamaba Liborio Adelfo y que sería el encargado de leer mientras él estuviese allí.
—Es un buen lector, pero eso sí, siempre está quejándose de todo: del frío, del hielo, de la niebla, del sol, del pan demasiado ácido o de la fruta poco madura —le confesó su maestro.
Alvar lo miró y el sacristán le retiró su mirada furtiva fijando sus ojos en los escalones de piedra. Conocía bien la vida en la comunidad, donde los religiosos murmuraban de los defectos de otros hermanos, en contra de lo que dictaba la regla. No era nada nuevo y Rafael tampoco era una excepción en eso. Aun así, el recuerdo de los dimes y diretes que tanto le desagradaban de joven le pareció en ese momento algo entrañable y sin malicia.
Se acomodó en la mesa junto al abad y saludó al prior don Leandro con una pequeña inclinación de cabeza. Este le devolvió el saludo con una sonrisa. Tenía el cuerpo menos espigado y el rostro más plegado en arrugas. Lo miraba a destiempo con sus cincuenta inviernos pasados de largo, la cogulla puesta y sus ojos negros, entre desconfiados y nerviosos. Sentado a la vera del canónigo, Alvar pudo reconocer también el rostro del suprior Bernabé Mazán, que le había observado desde la ventana de la panda superior hacía apenas unos momentos junto al hermano Fausto, el boticario. Con la luz de las teas encendidas, pudo escrutar ahora sus facciones pétreas, con las bolsas descolgadas bajo los párpados, una nariz recta y el mentón fuerte marcado por una cicatriz profunda, recuerdo tal vez de una antigua vida de soldado. Tenía una mirada desabrida y un semblante desencajado, como si Dios al nacer le hubiera negado la gracia de la belleza. Algo mayor que él, se le atisbaban algunas canas alrededor de su tonsura.
Al resto apenas pudo verlos más que en sombras. Se sentaron y apareció de nuevo el hermano Mateo, el cocinero con el que se acababan de cruzar, sin la capucha y exhibiendo tonsura. Tras él, los monjes semanarios portaban una marmita humeante de gachas, piezas de fruta y un poco de pan ácimo.
El sacristán Liborio Adelfo, el hombre con cara de pájaro, leyó un capítulo de la regla de san Benito y todos cenaron como un solo cuerpo. Al terminar, por ser quien era, le ofrecieron un poco de buen vino y membrillo. Él lo aceptó a condición de que el resto participasen de la ofrenda y todos pudieron saborear el dulce. Al término de la cena, tocaron la campana para iniciar la última oración del día. En la iglesia rezaron, como hacían siempre, lanzando plegarias al Señor llenas de fórmulas sagradas, unos con más devoción que otros. Un jardín de salmodias acomodadas se desvaneció hacia las alturas del templo como si deseasen formar parte del color de las vidrieras. Cuando terminaron de leer las Sagradas Escrituras, el silencio bañado en fervor impregnaba la iglesia como una tea espesa y negra que amordazaba la lengua e invitaba a la comunión con el Altísimo.
Tras esto, el abad ordenó que los monjes se dispusieran en fila de a dos para dirigirse en silencio a la sala capitular. Alvar la conocía bien: era una estancia adherida al claustro, pero separada de él por una triple arcada sustentada por columnas pareadas. En ella, cada mañana, tanto en el tiempo que él estuvo allí como, a buen seguro, durante los más de veinte años en los que no había cohabitado en el cenobio, se leía algún capítulo de la regla de san Benito y Rafael discutía los asuntos importantes de la jornada. Sin embargo, aquella reunión tenía algo de extraordinaria por cuanto se celebraba a petición del abad y fuera del horario. Mientras los clérigos se alineaban, el sacristán Liborio Adelfo, con su rostro de ave, le dedicó una nueva mirada huidiza al descender del ambón. Él le correspondió y el hombre retiró otra vez sus pupilas con cierto resquemor interior. Al fijar su vista en las tonsuras de delante, Alvar percibió que el prior don Leandro lo observaba también desde sus cavernas oscuras entre interrogante y desconfiado. Este hizo finalmente una mueca que él no supo interpretar, y tras esto se unió a la columna de escapularios negros sin volver a mirarle.
Había dado por hecho que el recibimiento de algunos de los hermanos sería más afectuoso, a la manera al menos del hermano Mateo, el cocinero. Sin embargo, no había sido así. Tal vez esto se debiera a cierta laxitud de Rafael a la hora de informar a la comunidad. Probablemente su memoria ya frágil le había jugado una mala pasada. Le daba la sensación de que nadie estaba al tanto de su llegada, de que esta los había cogido por sorpresa. Sin duda había sentido cierta destemplanza en la acogida, aunque era verdad que después de tantos años no conocía ya a casi nadie. Tal vez el prior don Leandro y otros temían que él se inmiscuyera en los asuntos privados del cenobio, de ahí su distancia. Fuera como fuese, en principio no tenía intención de intervenir, a pesar de que tenía poder para ello, pues la abadía estaba sujeta directamente a la Santa Sede.
Encabezó junto a Rafael la procesión hacia la sala capitular, con la desazón abriéndose paso en su interior y cavilando que, tarde o temprano, esa incógnita se resolvería. «En cualquier caso, mi único propósito será servir bien a mi maestro», se dijo.