CAPÍTULO XXXVIII

Sancho se miró las manos cubiertas con la sangre de su esposa. La había golpeado de tal forma que le costó recuperar el resuello. La miró una vez más, tirada sobre el suelo del salón mientras dos de sus hombres la montaban como a un saco de carne sanguinolento y otros dos contemplaban la escena entre sarcasmos. Le importaba bien poco ya si moría o no. Era una adúltera y una asesina, y tenía testigos de ello.

Fabrique había llegado al castillo medio muerto, con las costillas rotas y los riñones reventados, arrastrando las bridas de un caballo al que había atado a Isabel como si fuera un fardo. El Tuerto, al alba, se había enterado de que Isabel había salido a cabalgar al preguntar al capitán Navarro. En aquel momento, nadie en el castillo sospechaba que la muy barragana estaba en plena huida, pero como el bribón de Fabrique tenía órdenes de acompañarla como un búho allá donde fuera, había salido tras sus huellas. Como buen rastreador que era, había dado con la beata cerca del río Gomiel, en dirección a las tierras de su tío. Tras casi perder la vida en una caída de caballo, su vasallo había sacado fuerzas de flaqueza para reducirla y traerla de vuelta consigo. «Una suerte para mí que no estuviera con ella el hideputa del sarraceno —pensó Sancho con una risa—. El desgraciado de Fabrique habría perdido la vida y la cabeza en ese momento». Sin duda, debía haber un motivo extraordinario para que Al Nasser hubiera dejado a Isabel sin protección. Según su soldado, las huellas del caballo del sarraceno se habían separado de ella en Quintanar. «¡Dios sabe a qué!», se dijo escupiendo al suelo un gargajo. Le daba igual ya.

Él fue avisado de la captura de su mujer en el campamento que había ordenado montar cerca de la abadía. Cabalgó a toda prisa y, antes de que su hombre se fuera al otro barrio, le hizo firmar una confesión ante testigos en la que aseguraba haber visto a Isabel ayuntándose con el cardenal en plena serranía. Sabía que eso era falso, pero importaba poco ya. Isabel sería la asesina. Ella, tratando de ocultar su adulterio, había dado muerte a su soldado para silenciarlo para siempre. Con esto cumplía no solo una, sino las dos condiciones que recogía el testamento de su difunto suegro para poder heredar sin descendencia: adúltera y asesina. Su capitán había sido testigo de la huida e incluso el párroco de Duruelo de la Sierra le había dado hospedaje. Eso le brindaría por fin toda su riqueza sin mover un dedo. Podría tener un hijo con una futura esposa fértil y más joven. Además, era sabido que el rey Alfonso andaba otra vez aquejado de su mal y que esa vez no duraría mucho. A su muerte, el príncipe Sancho, al que él apoyaba, se convertiría en monarca y él se vería beneficiado, pues si entraba la justicia real, ahora fallaría en su favor.

El desgraciado de Fabrique había muerto apenas unos instantes después de firmar sin haber consumado su acto más deseado, folgarse a su esposa. Al menos el capellán del castillo, Severino González, le había dado la unción de enfermos antes. Para Sancho había sido un alivio que falleciera así. De no haber muerto por los daños ocasionados por la caída del caballo, él habría sesgado su hilillo de vida bajo un almohadón. «No son necesarios cabos sueltos en estos casos —se dijo—. No fuera a ser que sobreviviera el muy hideputa y terminara aflojando la lengua por unos sueldos».

Después de tener la firma de su soldado en la confesión que le aseguraba la riqueza de Isabel, se había dejado llevar por la ira reventando el rostro de su esposa con los puños y sus tripas a patadas, preguntándole una y otra vez dónde estaba el moro asqueroso y si don Alvar le había entregado algo el día que se encontraron en la iglesia. A diferencia de otras ocasiones, ella había luchado de una forma inusitada, arañándole el rostro y afirmando que era un medianía, un cobarde, un esposo que no tenía fuerza en el miembro y que moriría excomulgado. Fue como encontrarse con la Isabel de aquellos primeros años, cuando combatía aunque fuera a ser derrotada. Los golpes que le propinó, duros como martillos, le inflamaron los ojos y el cuerpo. Aun así, la muy barragana se mantuvo con el gesto desafiante, sin temor ninguno, como si todo el dolor que él le había provocado durante todos aquellos años ya no le pesara. Eso le reventó sobremanera, e intentó borrarle con sus nudillos y su frustración aquella expresión altanera, que, tras cada impacto, parecía que se marcaba aún más. Al final la dejó inconsciente por los golpes; solo así consiguió que su rictus se relajara. Era obvio que su esposa había dejado de temerle y que posiblemente no lo haría nunca más. No lo comprendía, pero realmente no le importaba: «Dudo que sobreviva a esta noche», se había dicho.

Sentado en la jamuga, observaba ahora cómo sus hombres, tras devolverla a la realidad arrojándole un cubo de agua helada, se la folgaban por turnos. Ella, con el rostro empapado en carmesí, tumefacto como una vejiga amoratada, le incrustó su mirada medio ida pero indómita, removiéndole la frustración que regurgitaba en su interior por no poder someterla. Le enardeció de tal forma aquella irreductibilidad indecente y completamente descarnada que perdió toda la lujuria y se percibió asqueado. No pudo soportar más su mirada seca y fría, y se levantó para coger unas zanahorias del canastillo central de la mesa.

—Cuando terminéis con ella, retiráis la canasta y la ponéis aquí —ordenó a sus hombres, que apenas asintieron.

Decidió irse a las cocinas con Gregoria. En cuanto comiera algo regresaría con una pareja de soldados. Los otros dos se quedarían allí para vigilar a Isabel, en espera de que apareciese el malnacido de Al Nasser. A este lo despacharía lentamente, arrancándole la piel a tiras por cada año que había tenido que soportar su presencia y la de sus condenados rezos. Descendió hasta las cocinas, donde su aya preparaba una gallina para él, y lo miró al verlo entrar. Él masticó con fuerza la zanahoria.

—Deberíais lavaros... —le dijo al ver sus manos teñidas de rojo.

Él se acercó a una palangana en la que flotaban lavanda y romero e introdujo las manos.

—¿Está muerta? —le preguntó la vieja nodriza.

Él se encogió de hombros torciendo el gesto de sus labios, se dejó caer en una banqueta y la miró.

—No tardará mucho —admitió.

Gregoria, como una buena madre, se acercó y le acarició el cabello.

—Lo que tenéis que sufrir y que yo tenga la desgracia de verlo, mi señor... —le dijo negando con la cabeza—. Mirad que habéis intentado domarla, pero hay quien no entiende cuál es su posición en la vida. Ni un hijo os ha dado.

Él asintió con la mirada perdida y, cogiendo la mano de Gregoria, la atrajo hacia sí y apoyó su frente en su vientre, uno de los pocos lugares del mundo donde encontraba un remanso de paz. Permaneció con los ojos cerrados mientras ella le acariciaba el cabello como a un niño hasta que el aya se despegó alegando que debía terminar el guiso. Sancho asintió y se incorporó, meditabundo, diciendo que no debía tardar mucho en cenar. Esperó hasta que le sirvieron y comió sin hambre, llevado más por una costumbre que por la necesidad. Solo cavilaba dónde podía haberse metido el yenguo infiel. Tal vez Isabel le hubiera ordenado adelantarse por algún camino más corto para avisar al tío don Fernando de su llegada, pero le habría sido difícil convencerlo de que la dejara sola. Nunca se separaba de ella, era como su sombra. El maldito sarraceno no la dejaría sola por nada del mundo. Cierto era que ya no importaba mucho, pues tarde o temprano aparecería por la hacienda con sus ínfulas de gran señor musulmán y él se lo haría pagar con sangre. Rebañó la salsa de huevo y carne con un trozo de pan de trigo y apuró la copa de vino. Se despidió con un gesto de manos y caminó despacio hasta llegar de nuevo al salón. Sus soldados se habían aliviado ya y habían dejado a Isabel exhausta y moribunda sobre una de las mesas, tal y como él había ordenado. Se aproximó y se sentó en una jamuga hasta conectar sus miradas. Con delicadeza, le retiró el cabello del rostro y la escrutó mientras se limpiaba los dientes con la lengua sonriendo. Ella le devolvió una mirada serena de desprecio, sin lágrimas, como si aceptase la situación en la que se encontraba y él ya no pudiera hacerle más daño.

—Ya está, esposa mía... Ya está —le dijo—. Para tu información, eres culpable de matar a Fabrique, pero debes saber que antes firmó una confesión explicando cómo te vio ayuntándote con el cardenal. Por eso lo mataste, ¿verdad? Lo cierto es que, bien mirado, don Alvar tenía que haber venido mucho antes para hacer de mí un cornudo mucho más rico.

Ella, con las fuerzas exiguas, adornó su rostro con el mismo visaje desafiante y se rio de él esputando sangre y babas por la boca. Sancho se unió a su mujer con una risa sardónica. De golpe, la tomó por la mandíbula y la besó crispado. Isabel se agitó bajo sus labios sin apenas energía y él la aplastó con brusquedad llenando su boca de rojo. Después se separó y la miró con desprecio.

—Eres una zorra estúpida —le dijo—. Tu cardenal ya no puede hacer nada contra mí. Para todos habrá roto su voto al estar contigo, y en cuanto Al Nasser aparezca, ten por seguro que se lo voy a hacer pagar mucho más que a ti.

—El infierno te mira por mis ojos, cobarde.

Isabel lanzó unas carcajadas moribunda y entre quejidos. Él, sin poder soportar más su falta de respeto, le cruzó el rostro. Le cortó la risa de raíz, pero luego ella le devolvió sus pupilas orgullosas.

—Estoy seguro de que, si no te mueres antes, esto no te va a hacer tanta gracia cuando tenga al moro y al cardenal en mis manos.

Sancho se marchó internamente encolerizado dejando a Isabel y su coro de gorgoteos débiles a la espalda. Caminó sin prisa y les dijo a sus dos hombres que esperasen allí hasta que regresara el infiel, y que a nadie se le ocurriese llamar a un físico para su esposa.

Salió por la puerta ajustándose el gambesón y la cota de maya y montó sobre el caballo. La nevada se había reanudado, pero las rachas de viento ahora intermitentes hacían que fuera todo algo más apacible. Sus soldados, que lo aguardaban en el patio de armas, lo jalonaron con sus monturas para escoltarlo con antorchas encendidas. Partió al galope con el fin de regresar al campamento, no fuera a ser que tuviera buenas noticias y los suyos hubieran apresado al cardenal hereje. De ser así, aquel podía ser el día más feliz de su vida.

Según los monjes de la abadía, don Alvar se había adueñado de un objeto importante que debía ser retornado. Sospechaba que debía de tratarse de alguna prueba sobre el comportamiento poco cristiano de algunos decanos de la congregación. Sin duda, algo turbio tenía que estar ocurriendo para que hubiera tantos muertos en tan poco tiempo. A él, sin embargo, le importaba un cojón lo que pasara allí dentro y los motivos que hubiera detrás. Lo único que deseaba era ver a don Alvar colgado de una pica o siendo purificado por las llamas, y más si con eso se ganaba su ansiado enterramiento ad sanctos. Por eso había aceptado ayudarlos a conseguir el libro, capturar al fementido del cardenal y, por supuesto, guardar silencio sobre todo lo que ocurriese. De saberse que estaban intentando dar caza a un cardenal, se jugaban el cuello.

Si todo salía como esperaba, obtendría las riquezas de su mujer y esta, su moro asqueroso y el cardenal estarían muertos. Sin embargo, debía esperar pacientemente. El suprior le había asegurado que el prelado tenía una necesidad extrema de abandonar la abadía y avisar a su guardia cardenalicia, que se hallaba en Burgos: unos doce hombres veteranos de armas liderados por un capitán que lo habían escoltado desde Roma.

—No se preocupe, hermano Bernabé, yo tengo cerca de treinta —le había respondido él sonriendo—. Incluso aunque aparecieran, no tendrían oportunidad de salir con vida.

—Ya..., ya —le había contestado el decano manteniendo algún tipo de duda en su corazón.

Monje incrédulo... Sus hombres habían disputado muchas batallas contra el moro y el capitán Navarro era un líder nato. Doce hombres, por muy avezados que fueran, no saldrían vivos contra los suyos en un embate. Era cierto que no siempre la victoria se concedía a la tropa mayor y que costaría vidas, pero en aquella situación, en la que él tenía la sorpresa de su parte, sería un precio pequeño. Había apostado vigías en los caminos por si la guardia cardenalicia hubiera sido avisada por algún mensajero, cosa poco probable. De ser así, caerían sobre ellos como una de las diez plagas de Egipto y él seguiría esperando al cardenal. Se había pasado media vida conviviendo con el fantasma de don Alvar entre las paredes de su casa y ya iba siendo hora de expulsarlo. Su mujer, con su sola presencia, se lo recordaba. Eso habría tenido menos trascendencia para él si ella lo hubiera considerado, al menos, su marido, si le hubiera obedecido y dado descendencia. Recordaba una vez en que Isabel se lo había dicho, en un ataque de locura, lanzándole a la cabeza un hurgón del hogar:

—¡Ni eres hombre ni eres marido, porque no sabes lo que es comportarse como tal! —le había chillado—. ¡Solo sabes matar, fornicar, embriagarte e ir en contra de Dios!

Aquel calvario en forma de mujer terminaría pronto. Su suerte estaba echada. La paliza que le había propinado en esa ocasión no le permitiría permanecer en el mundo de los vivos durante mucho tiempo. Él debía ir pensando ya en casarse otra vez, con una joven de doce o catorce años que le asegurase la descendencia de los Osorio. Criaría a un vástago que dispusiera de su carácter y que no se dejara ablandar por las caricias de su madre.

Cabalgó a intervalos entre el paso y el galope suave. Finalmente, una hora y media después llegó por un pequeño sendero al campamento desde el que arrancaba el perímetro que rodeaba la aldea y el compás de la abadía. Se asentaba en un claro, entre el río Frío y la laguna Oruga. A lo lejos se veían algunas teas encendidas del monasterio flotando en medio de una oscuridad densa. Al entrar, su capitán le informó, haciendo las veces de palafrenero, de que tras la última ronda no se sabía nada del cardenal. Él asintió y le dijo que ese malnacido aparecería tarde o temprano. Navarro entregó las riendas del corcel a un soldado y continuó junto a él preguntando por Fabrique.

—Ha muerto reventado —le explicó Sancho—. Se cayó del caballo mientras perseguía a mi mujer. Del moro no hay noticia.

—Téngalo Dios en su gloria —dijo Navarro santiguándose mientras apretaba los labios.

Él emitió un exabrupto y se rio.

—Ese está en los infiernos, Navarro. Copón, no sabía que le tuvierais tanto afecto al Tuerto.

El capitán medio le sonrió y él se encaminó hacia el centro del campamento. Navarro inclinó el mentón con el rostro ceniciento, como si alguna tribulación le atenazara el ánimo. Antes de dar un paso más, lo tomó del brazo con cierta fuerza y lo detuvo:

—Mi señor —le dijo—, ¿fue Fabrique quien encontró a vuestra esposa?

Le dio sensación de que en su capitán asomaba de nuevo esa compasión lastimera por Isabel. Lo escrutó en silencio y desvió las pupilas a la mano de Navarro, todavía sobre su antebrazo. Este, al darse cuenta de que estaba ejerciendo presión sobre la muñeca, la retiró de inmediato.

—La furcia está medio muerta. Si tanto os preocupa, podéis ir a folgárosla —le dijo a unos dedos de su rostro—. Allí dejé a dos en la tarea.

Ambos se miraron durante un instante, él con el poder que le daba ser su señor y Navarro con la desventaja de ser el vasallo. El capitán finalmente rindió su mirada y negó con la cabeza.

—Pues listo entonces —dijo él entrando en su jaima, una que había tomado de un moro rico durante una razia y que era más amplia que las castellanas.

Se quitó el cinto de la espada y le dijo a Navarro que dormiría un poco para estar fresco por la noche. El capitán se retiró con un saludo simple, como si no quisiera seguir en su presencia, y él se dejó caer entre las pieles de una parihuela ancha y forrada de paja que le servía de jergón. Cerró los ojos tratando de conciliar el sueño, permitiendo que sus párpados descargaran el cansancio, hasta que el ruido de enseres y personas del campamento lo transportó al letargo. Fue entonces cuando, sin desearlo, se vio de nuevo frente al rostro de Isabel con aquella sonrisa tatuada en sus labios, indecente y asfixiante, que se reía de él, de su banalidad y de sus logros, de sus pretensiones de ser enterrado en la iglesia y de las fútiles ilusiones de adquirir más prestigio. Se carcajeaba señalando su alma grotesca y vulgar. Aquella expresión de desafío era como verse reflejado en un espejo que le devolvía un trampantojo detestable y réprobo. Se negó a mirar más y trató de borrar la sonrisa sardónica de su rostro con sus puños, pero por más que la golpeaba solo parecía descarnarse los nudillos.

—¡Don Sancho Osorio, el infierno te mira por mis ojos! —le dijo de pronto con una voz metálica que no era la de ella, sino otra que no pudo reconocer.

Chilló, llevado por la locura de verse abocado a los infiernos por protervo, y se hizo pequeño por el pánico de verse envuelto en la oscuridad, percibiendo el pozo, sin nada que sentir más que frío y soledad.

—¡Don Sancho Osorio, es hora de que pagues por tus pecados! —De nuevo ella y su sonrisa y aquella voz grave, dura, que le imprecaba arrastrándolo hacia el abismo cada vez más frío y abandonado.

 

 

Se despertó de golpe. Con el corazón latiendo desbocado y la mirada desorientada. Tardó unos instantes en ubicarse de nuevo en el interior de la jaima cuando surgió del exterior una voz atronadora.

—¡Don Sancho Osorio, salid! Soy Al Nasser, hijo de Mahid Alí Ibn Nasser, servidor de Alá y de su voluntad.

Sancho se incorporó de inmediato, tomó el cinto con la espada y, tras abrocharse la hebilla, salió a grandes zancadas a la noche que había caído ya sobre el campamento. Fuera, sus hombres, en torno a los braseros de hierro, hacían un círculo con antorchas encendidas. Tras ellos, a distancia, sobre la sierra de Neila, se mostraba la figura de la abadía cubierta de cencellada blanca, como si con las primeras luces del alba se hubiera investido el hábito de una monja novicia. De pie estaba Al Nasser, destacando sobre el espesor del bosque que tenía a su espalda, con la mirada vestida del color de la venganza y el rostro de piedra. Balanceaba levemente su enorme cimitarra desenfundada, impaciente por utilizarla. Sancho le sonrió atribulado todavía por el recuerdo borroso de su sueño. Caminó lentamente y desenvainó su espada.

—No sois vos la presa a la que esperábamos, pero nos divertiremos mientras aguardamos al cardenal.

—Me temo que tendréis que conformaros conmigo. El cardenal no vendrá, lo he hecho yo en su lugar.

Sancho frunció el ceño. La afirmación de que don Alvar no aparecería le indicaba que no era casual que Fabrique hubiera encontrado sola a Isabel. Supuso que el tiznado había puesto en un lugar seguro al prelado, de ahí que se hubiera separado de Isabel por orden de ella misma. ¡¿Pero cómo había sido posible?! ¿Cuándo y dónde se habían visto estos? ¿Cómo el hideputa de don Alvar había cruzado su cerco? Fabrique nunca le dijo que hubiera huellas de un tercer sujeto. Cierto que seguía el rastro de su esposa, por lo que le pudo pasar desapercibido, y más con la nevada. Fuera como fuese, el obispo no podía estar muy lejos teniendo en cuenta que Isabel había huido al alba del castillo.

—Así que has visto a don Alvar. —Arrugó el gesto e hizo un ademán con la mano para que se preparasen sus hombres.

Al Nasser no quiso contestar, solo le sonrió de medio lado. Lo único que no llegaba a captar era el porqué de aquel arranque de temeridad. Tenía que reconocer que aquel moro tenía cojones por venir a morir frente a más de veinte hombres. Quizá, tras poner a salvo a don Alvar, de camino a las tierras del tío don Fernando, se hubiera enterado del estado de Isabel, tal vez por un criado, y la rabia lo había llevado a cometer la imprudencia de presentarse ante ellos.

—Por lo que veo, no habéis pasado por el castillo —contestó Sancho desenvainando su acero y tratando de averiguar su motivación—. Doña Isabel os aguarda allí, aunque no sé si seguirá con vida después del escarmiento que le he aplicado por su fuga.

Sancho se rio de él señalándolo con la punta de su hoja. Al hereje se le descolorió el semblante hasta cubrírsele de la impotencia acumulada a lo largo de los años y le empotró sus pupilas cruentas, como si con su mirada pudiera enviarlo a los infiernos. Por su reacción, fue obvio para él que no sabía nada de la paliza a Isabel. El motivo de su aparición en el campamento se debía a otra cosa. «No importa, ya no te me escapas —se dijo—. Te voy a desollar vivo hasta que me digas dónde está al hideputa de don Alvar».

—¡Hereje porquerizo! No sé qué demonio os ha entrado en el alma para plantaros aquí solo...

—¡Quién dice que esté solo, bastardo! —gritó Al Nasser desencajado y las cuatro cabezas de sus vigías volaron desde la oscuridad para caer a sus pies.

A Sancho apenas le dio tiempo a reaccionar cuando de la espesura zumbaron saetas despeinando las hojas de los árboles hasta impactar en las quijadas de sus tres ballesteros. Estos apenas emitieron un gorgoteo y se derrumbaron sobre el suelo esputando sangre. Gritó para que los suyos reaccionaran montando en los caballos, pero doce hombres al galope inundaron la negrura sembrando con sangre sus filas. Su mesnada chilló descolorida, sin orden, y sus ojos estuvieron a punto de salirse de sus cuencas al contemplar las capas púrpuras de la guardia cardenalicia cargando sobre ellos. El hideputa del yenguo había avisado a la escolta del cardenal. «¿Cómo, cómo...? ¡No ha tenido tiempo de ir a Burgos y volver! —se gritó internamente—. Es imposi...».

Su pensamiento se cortó de raíz cuando el moro arremetió contra él lanzando su cimitarra de dos manos hacia su cuello. Él se retiró un poco elevando su defensa, mientras a su lado Beltranillo, uno de sus más leales, perdía la testuz ante el capitán de los cardenalicios dejando un reguero cruento. Vociferó impotente para que los suyos reaccionasen, cuando un segundo contingente entró a sus espaldas blandiendo el gallardete de don Fernando de Tena y Villar, el tío de Isabel. Su desconcierto fue todavía mayor. Su mujer había partido hacia aquellas tierras, pero, según Fabrique, él la había encontrado en Duruelo de la Sierra: no había llegado a las tierras de su tío. ¿Cómo podían haber avisado en apenas un día a la guardia cardenalicia y a los hombres del don Fernando a la vez?

Los suyos, que apenas se habían recompuesto del primer embate, se vieron devastados, sin concierto, cubiertos de carmín, con los huesos rotos y la muerte en sus visajes. Él detuvo un nuevo asalto del moro, que tenía una fuerza descomunal, y se lanzó haciendo el movimiento del jabalí. Al Nasser lo eludió dejando pasar la hoja y, girando sobre sí mismo, le golpeó por la espalda en el muslo. Sintió la hoja cercenando su carne y un arco sanguinolento de acero y cuero se unió al coro macabro de aquella matanza. Se giró cojeando, imponiendo la guardia alta, pero apenas le dio tiempo a parar tres acometidas directas. Retrocedió hasta que Al Nasser apartó su hoja e incrustó el pomo de su espada en su rostro. Percibió un dolor glacial al sentir cómo la nariz se le desencajaba y cayó hacia atrás perdiendo el equilibrio. «Date prisa o el sarraceno te parte el cráneo en dos» se dijo. Elevó su bastarda y detuvo un golpe terrible que le hizo temblar los brazos. Sin dar tiempo, Sancho lanzó su hoja hacia las piernas de su enemigo. El hereje saltó hacia atrás, y apenas le rasgó los bombachos. El muy bastardo volvió a la carga, y él, desde el suelo, trató de frenar aquella embestida de toro. Apenas le dio tiempo a levantar su filo cuando el acero de Al Nasser lo obligó a bajarlo hasta el suelo y lo atrapó con su bota. Soltó su arma a la desesperada, cuando el arco de la cimitarra voló sobre su cabeza. Consiguió esquivarlo solo a medias y sintió cómo el acero marcaba una vírgula cruenta que cruzó su rostro desde la frente hasta la mejilla. Chilló de dolor, sabedor de que acababa de perder un ojo y de que perdería la vida a manos de aquel bastardo nauseabundo. Lo miró esputando babas. Al Nasser se acercó para rematarlo y él se arrastró por el suelo hacia atrás, como una serpiente moribunda, pensando que era injusto morir a manos de un moro, sin recibir la extremaunción, sin poder ser enterrado en el interior de la iglesia, y apretó los dientes viendo cómo la hoja sarracena caía sobre él.

Fue entonces cuando otra figura cargó sobre el moro y lo desplazó a la derecha. Sancho abrió su único ojo sano para ver atónito que había sido el capitán Navarro el que acababa de salvarle la vida. Sin dudarlo, se arrastró entre sus soldados desmembrados y los que todavía seguían presentando batalla. Llevado por la urgencia de conservar la vida, recogió su espada y se irguió cojeando. Con su pupila sana encendida de furia, viendo cómo aquella escaramuza podía dar al traste con todos sus planes y percibiendo que aún no todo estaba perdido, arengó a los suyos para que siguieran luchando como lo hacía el capitán Navarro, que ahora se las entendía con Al Nasser.