CAPÍTULO XLV

Intranquilo, Alvar se paseó con las pupilas clavadas en Isabel, que yacía sobre la cama como una aparición nacarada. Al Nasser estaba sentado a su vera acariciando su cabello azabache con delicadeza. Al otro lado de la estancia, el tío de Isabel, don Fernando, se frotaba las manos sobre el brasero. Alvar, ensimismado, lo observó: todavía tenía los vestigios cruentos de la escaramuza contra don Sancho sobre su semblante y la armadura de placas. Le pareció que poseía un rostro desmesurado, de nariz chata y frente despejada, que se desencajaba cada vez que posaba los ojos sobre su sobrina. Incluso su cuerpo, fibroso y alto, parecía soportar un peso lleno de reproches con los que se flagelaba como si fuera un penitente. «Este hombre realmente la quiere», se dijo.

—Mi hermano no le procuró ningún bien con ese matrimonio —le había dicho con la voz teñida de culpabilidad y frustración a partes iguales cuando Al Nasser los presentó esa mañana—. Y no será porque no se lo avisé.

Don Fernando, que notó como lo miraba, le sonrió triste y se volvió hacia su sobrina. Alvar desvió la vista a Isabel otra vez. Tenía el rostro ceniciento y desangelado de vida, como si en cualquier momento su pecho fuera a dejar de respirar. No obstante, la fiebre había desaparecido esa mañana, lo que era un síntoma de buena esperanza según el físico judío. Este ahora preparaba su remedio a base de hierbas y un polvo verde que, decía, extraía de las naranjas mohosas. Sin embargo, había sido una imprudencia por parte de Isabel haberse levantado de la cama y bajado a las mazmorras con el fin de vengarse de Sancho. Eso la había debilitado aún más. De no encontrarla él, inconsciente y con las manos ensangrentadas a la entrada de la mazmorra, solo Dios sabe si no hubiera muerto de frío. Contempló a esa mujer irreductible a la que amaba y sintió que un huracán habitaba constreñido en aquel cuerpo tan menudo. Tras hallarla desmayada en los escalones de la mazmorra, había avisado al físico Josué para que examinase su estado. Desde entonces ya no se había movido de su lado. Así habían pasado largas horas: él lanzando plegarias al Altísimo, a María la Virgen y a todos los santos, y Al Nasser, tan impotente como él, rezando de cara a La Meca. Al final, él, cansado de tanta plegaria, se había sentado en la cabecera de la cama.

Tras administrarle la dosis de aquel compuesto, Josué Benabi les indicó que sería bueno que solo se quedase uno, para no cargar el ambiente y que siempre hubiera calor en la estancia. Al Nasser se ofreció y ni él ni don Fernando pudieron negarse.

—Si hay algún cambio en ella, os avisaré de inmediato —le dijo el mahometano asintiendo—. Podéis descansar en la alcoba de don Sancho, os aseguro que él no la utilizará más. Tal vez haya muerto después de la visita de doña Isabel al alba. La doncella os guiará.

—Gracias —le contestó él dirigiendo una última mirada a Isabel.

Galatea, con el rostro tan sombrío como el del resto, lo acompañó haciendo el menor ruido posible a las estancias superiores de la torre. Le abrió la puerta de la alcoba y se retiró educada. Alvar paseó por la estancia ancha que presentaba un balcón a su derecha y un baldaquino de madera alto. No había reclinatorio, tan solo una mesa con dos sillas de tijera pesadas y un baúl enorme a los pies de la cama. Se acomodó en una de las jamugas y extrajo el último pergamino de Los Diez Escalones. Lo desplegó sobre la mesa y contempló una imagen desgastada en la que Jesucristo en la cruz irradiaba su poder sobre un hombre desnudo en actitud orante en el monte del Calvario. Debajo, escrito como siempre en judaico antiguo, leyó: «¿Amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo?». Se echó hacia atrás y se quedó unos instantes admirando el pergamino. Aquella pregunta le había causado una impresión enorme. No era, lógicamente, la primera vez que oía aquella frase. San Mateo ya narraba en su evangelio cómo Jesucristo advertía de que ese mandamiento encerraba todos los demás, como si al seguirlo no pudieras más que cumplir los otros de manera directa. «Para un hombre, nada debe haber por encima del amor a Dios —pensó—. Qué difícil es cumplir esto».

Apoyó los codos sobre la mesa y su mentón sobre los nudillos de los puños y miró el cielo ceniciento e invernizo tras la ventana. Bien sabía que no había nada que pudiera hacer al respecto. Amar a Dios como lo amaba no era más que un pálido reflejo de su amor por Isabel; y, por otro lado, no podía amar a personas como Sancho como se amaba a sí mismo. Debía ser consecuente y, tanto si ella sobrevivía como si no, dejar la vida de sacerdote. Era consciente de que el amor a Dios solo había significado un refugio seguro en su huida. Por eso no cumpliría el último de los escalones y sabía que no podría cumplirlo nunca en su vida. Tras haber fracasado en todos los desafíos, después de saber que era un pecador con más pecados de los que podía imaginar, no se mantendría dentro de la Iglesia fingiendo lo contrario, tratando de ser un modelo de virtud cuando no lo era. Tal vez eso era lo único coherente que podía hacer respecto del Señor. Regresaría a Castilla tras el juicio a los asesinos para vivir solo o, si Dios así lo permitía, pasar el resto de su vida junto a Isabel.

Aquellas diez simples preguntas y la providencia que había guiado sus pasos para responderlas lo habían transformado en otra persona. No dejaba de estar atónito y extasiado al ver cómo ese camino se había abierto ante sus ojos. Parecía como si Dios mismo hubiera alentado sus pasos con su divina Providencia para que no se viera más a sí mismo de una forma adulterada. Se había tenido por un hombre bueno, incapaz de matar, de robar, de adulterar, de mentir..., incapaz de pecar de forma capital. Se había visto con demasiada indulgencia. Al menos, ya no estaba engañado respecto a sí mismo. Era consciente de la distancia enorme que separaba su virtud, y también la del género humano, del modelo de Cristo.

Se guardó el pliego, se levantó y se encaminó hacia las mazmorras. En su cabeza no dejaba de preguntarse cómo sería el mundo de los hombres si todos siguieran el mandamiento único, un mundo en el que todos los hombres se amaran y amaran a Dios por encima de todas las cosas. «Nos trajo al mundo un modelo imposible, un camino del amor cuya senda es la más difícil de recorrer», se dijo. No le parecía que las personas estuvieran preparadas para seguir un modelo así, ni entonces, ni ahora ni posiblemente nunca. Para que eso fuera posible, el alma humana debería parecerse más a la de los ángeles. «De ser así —concluyó—, el género humano aprendería menos de sí mismo, de sus errores y fracasos; no sería libre de pecar tanto y sería más perfecta y menos humana». Por eso precisamente Decem Gradus representaba una posibilidad real de ascenso, de cambio radical. Una que, al menos a su juicio, se debía intentar.

Abrió la puerta de la mazmorra y penetró por el corredor angosto hasta el final, donde había un tonel con agua y un cazo. Lo cargó y, tapándose la nariz y la boca con la mano por el olor, tomó la llave de la celda y la abrió. Don Sancho respiraba aún, emasculado, derrotado y con la mirada perdida. Se acercó y le dio de beber con suavidad. El conde abrió los ojos y tragó desesperadamente. Al ver que seguía sediento, le ofreció una segunda carga.

—Escuchadme atentamente —le dijo después—: vais a ser juzgado en Roma por intentar matar a un cardenal de la curia y por aliaros con enemigos de la Iglesia.

—Matadme ya y ahorradme todo eso —respondió don Sancho—. Sé que voy a ir al infierno.

—Vuestra muerte solo está en manos de Dios y del tribunal. —Se aproximó a los grilletes y los descolgó para que don Sancho descansara sobre el suelo. Después lo cubrió con una de las mantas que había en la entrada—. Rogad a Dios para que Isabel no muera, porque, de ser así, os juro que la muerte en la hoguera no expiará vuestros pecados, sino que viviréis para soportar un castigo durante cada uno de los días de vuestra vida.

El conde no dijo nada más. Tras escucharlo pareció caer en una inconsciencia turbadora y Alvar salió de la estancia cerrando el enrejado. Había bajado para hacerle saber al conde que iba a pagar por todos sus delitos. Sin embargo, abandonó el calabozo con una sensación amarga y ascendió hacia los pisos superiores con ese gusano negro aún en las entrañas. Al decirle a Sancho los motivos por los que se vería ante el tribunal eclesiástico, había sido consciente de algo turbador: en ningún caso sería encausado por la tortura sistemática a la que había sometido a su esposa. Nadie lo juzgaría por esto, pues el mundo entero avalaba el derecho que el hombre tenía sobre su mujer. La conclusión era terrorífica: la vida de un hombre y sus instituciones tenían valor; la vida de una mujer, ninguno. No habría juicio para el esposo por sus actos, no habría justicia para ella. Por eso Isabel había bajado a aplicar su castigo, pues nadie más lo haría.

A medida que pisaba cada peldaño hacia las estancias superiores, su amargura se fue transformando en una profunda sensación de terror hasta que se vio obligado a sentarse en el último de los escalones. La conclusión a la que había llegado lo había conducido a otra todavía más inexorable: que él mismo, no hacía más de una semana, defendía que una esposa debía estar sometida al gobierno del marido. «La mujer no pertenece al hombre —se reconoció internamente controlando su pánico—. Solo Dios es señor de toda alma y su Hijo mostró que no había diferencias entre hombres y mujeres, pues ambos tienen derecho al paraíso». Sin embargo, en el mundo, imperfectamente humano, ellas pertenecían a los varones. Aristóteles y Platón ya argumentaban sobre la inferioridad de las féminas y, desde aquel mundo antiguo hasta ahora, la visión sobre la mujer apenas había cambiado: continuaban siendo un bien en manos del esposo, un animal racional secundario nacido de la costilla de Adán para servir al hombre; un vientre en el que se hallaba la sacrosanta capacidad para alumbrar vida o la mayor de las corrupciones si se caía en el vicio. A Alvar, ahora más que nunca, se le antojaba una visión muy angosta para un Dios perfecto, y también para él, pues era incapaz de ver en Isabel a una criatura nacida para servirlo. En todo caso, era él quien se sentía un privilegiado por recibir sus atenciones.

Todavía pasó un rato hasta que consiguió calmar el horror de ver el mundo con esos ojos nuevos. Después decidió dirigirse a la alcoba de don Sancho Osorio. Tras rezar oportunamente, se echó a descansar y, diciéndose a sí mismo cuánto lo habían transformado aquellos simples legajos, cerró los párpados.

 

 

Se despertó entrada la noche cuando alguien le agitó suavemente el hombro. Se sintió desorientado, sin saber exactamente dónde se encontraba, hasta que los cirios de la palmatoria iluminaron el rostro de Galatea.

—Se ha despertado y la fiebre no ha subido. El físico Josué dice que lo peor ha pasado —le dijo la doncella—. Quiere veros, ilustrísima.

Se puso en pie casi de inmediato, con el estómago rugiendo de hambre y la preocupación en el alma por Isabel. Salió con premura de la alcoba y descendió. Entró de golpe, sin llamar siquiera, y se tiró a los pies de la cabecera junto a ella. Isabel tenía la mirada más entera y las mejillas con algo de color. La abrazó sintiendo que era su bien más preciado.

—Mi bien —le dijo—. No he dejado de rezar por ti... Estoy embargado por el miedo a perderte otra vez y...

Ella, agotada por la lucha que había disputado con la muerte, lo miró y le acarició el cabello con dulzura.

—Shhh, tranquilízate..., mi amor —le susurró con debilidad—. No voy a permitir que te vayas de nuevo de mi lado.

Alvar la miró estático, abrumado por una emoción que desbordaba las palabras, y su dueña le acarició los pómulos hasta llegar a sus labios. Él le besó con delicadeza la yema de los dedos y, tomando su mano entre las suyas, reclinó la cabeza sobre la respiración de Isabel.

—Te amo tanto que me duele la vida si no te tengo —le dijo.

Ella le sonrió desfallecidamente y entrelazó los dedos por sus cabellos produciéndole un placer delicado. Alvar se vio con los ojos rebasados por las lágrimas, con el alma derramada por aquel sentimiento que había sepultado bajo la costumbre, y se aferró a su bien, al latido del corazón que sentía bajo las sábanas, a su respiración rítmica, al calor de su cuerpo vivo. Su alma se veía extasiada por aquel manantial de esperanza y anhelo, por un deseo de quedarse atrapado en aquel instante durante mucho tiempo. Cerró los ojos y se dejó llevar por la sensación de saber que tenía una vida por delante junto a ella, que ya nada los podría separar. Dios, en su infinita piedad, le había concedido esa gracia a su alma llena de pecados, aun cuando había transgredido todos sus preceptos y a todas luces no era merecedor de tal presente. Aquella inmensa gratitud le hizo pensar que el amor que profesaba a Isabel era parte de ese amor que profesaba a Dios. Tal vez era esa la clave de todo, que la senda espinosa del amor, capaz de unir incluso a las bestias salvajes más inteligentes, aquel sentimiento intangible pero tan real como las piedras o el mar, no era otra cosa que un lenguaje universal al que todo ser vivo podía acceder. Así, amar a Isabel era amar a Dios también, y cuanto más amor se desplegaba hacia otros, más se amaba al Señor.

Se quedó inmóvil, sintiendo una dicha descomunal al notar los dedos de ella rozando su cabeza, y allí, con el espíritu embriagado de felicidad, con lágrimas silenciosas recorriendo su rostro y sus brazos rodeando la figura de Isabel bajo las sábanas, comprendió que se encontraba en el reino de los cielos.