Al escuchar el sonido abrupto de la puerta corrediza de nuestra casa, me desperté enseguida. Pensé que, como de costumbre, era mi marido que regresaba borracho a altas horas de la noche. Permanecí en silencio y seguí durmiendo.
“Ja, ja, ja”. Encendió la luz mientras respiraba con dificultad. Abrió los cajones del escritorio, también los de la biblioteca. Estaba desordenándolo todo, parecía que buscaba algo, pero al final escuché como se desplomaba de golpe sobre el tatami. Luego se sentó y volvió a reírse: “Ja, ja, ja”. Después ya sólo se oía su áspera respiración. ¿Qué estaría haciendo?
–Bienvenido a casa, qué bueno que estás de vuelta. ¿Ya has cenado? En la despensa del comedor hay unas bolas de arroz –le dije desde mi lecho.
–Ah, gracias –contestó muy amable, como nunca antes lo había hecho– ¿Cómo está el niño? ¿Aún tiene fiebre?– preguntó.
Eso también era algo raro. Nuestro hijo cumpliría pronto cuatro años, pero a causa de la desnutrición y de sus dolencias crónicas, y también por culpa del alcoholismo congénito de su padre, el chico era muy pequeño en comparación con los dos niños de nuestro vecino, menores que él. Incluso su manera de caminar era deficiente. Me mortificaba que apenas pudiera decir uma-uma, para pedir comida, y que negara sólo moviendo la cabeza. Pensaba que tal vez sufría algún retraso. Cuando lo llevo desnudo a los baños públicos, como es tan pequeño y escuálido, se siente como abandonado y algunas veces le ha dado por llorar delante de la gente. Continuamente se enferma del estómago y tiene de fiebre, y a mi marido esta situación no le importa nada pues casi nunca está en casa, y cuando le digo que al niño le ha dado fiebre me dice: “Ah, en serio, llévalo al médico”. Y se pone su negro kimono encima de la gabardina y se larga de prisa quién sabe para dónde. Pero aun cuando quisiera llevarlo al médico, no tengo dinero, y no me queda otra alternativa que poner a dormir al pobre chico acariciando en silencio su cabecita.
Sin embargo, esa noche, por alguna razón, él se mostraba afectuoso y, extrañamente, me había preguntado por la fiebre de nuestro hijo. Más que experimentar algún grado de felicidad, presentí que algo horrible se avecinaba, y me recorrió una especie de escalofrío. Me quedé callada, sin nada que decir, eschuchando sólo la estrepitosa respiración de mi marido.
–Buenas noches, disculpen…
Una voz fina de mujer se oyó desde la puerta. Sentí como si un balde de agua helada hubiera caído sobre mi cuerpo. Sentí miedo.
–¿Hay alguien en casa? Señor Ôtani, ¿está usted ahí?
Ahora el tono de su voz sonaba con algo de impaciencia. Al mismo tiempo escuché el sonido de la puerta al abrirse.
–¡Señor Ôtani! ¿Está usted aquí, no?
Ahora la voz denotaba que la mujer estaba francamente enojada.
Al fin mi marido se levantó y se dirigió a la entrada.
–¿Qué quieres? –respondió asustado, como un idiota.
–Cómo que “¿qué quieres?” No me hables así –dijo la mujer, bajando la voz–. Tienes una buena casa, cómo es posible que seas un ladrón, ¿qué te pasa? No intentes tomarme el pelo, devuélveme lo que te llevaste. Si no lo haces, ahora mismo te voy a denunciar a la policía.
–¿Qué estás diciendo? ¿Por qué me hablas con tanta desfachatez? Este no es lugar para personas como ustedes. ¡Váyanse ya! Si no me hacen caso, seré yo quien los denuncie.
En ese momento se escuchó la voz de un hombre.
–¡Qué agallas las suyas, señor! Decir que “este no es un lugar para personas como nosotros”. ¡Qué descaro! Me ha dejado usted pasmado, sin palabras. Esto parece cosa de otro mundo. Usted ha robado un dinero ajeno, y me sale con este tipo de bromas. Todo tiene un límite y usted lo sabe. No sabe lo que estamos sufriendo mi mujer y yo a causa de su desvergonzada conducta. Y ahora se empeña en decir puras mentiras. La verdad, señor, es que usted me ha desilusionado.
–Pretenden extorsionarme –mi marido habló en voz alta, enojado, aunque se notaba por el tono de su voz que estaba temblando de miedo–. Me están tratando de chantajear. ¡Váyanse! Si tienen alguna queja, los atenderé mañana.
–No haces más que decir disparates, eres un condenado maleante y no nos va a quedar otra que denunciarte a la policía.
Aquella voz me ponía la piel de gallina y hacía que sintiera cada vez más rabia.
–¡Hagan lo que quieran! –la voz de mi marido, aunque excitada, sonaba como hueca y falsa.
Me levanté, cubrí mi pijama con el saori del kimono y me dirigí a la entrada.
–Bienvenidos.
Saludé a los dos intrusos.
–Es usted, señora…
El hombre tenía la cara redonda como la luna y poco más de cincuenta años. Traía puesto un gabán que le llegaba a las rodillas y, sin siquiera sonreír, me saludó con una leve inclinación de cabeza.
La mujer, flaca y pequeña, tendría unos cuarenta años, y vestía con corrección.
–Disculpe que nos hayamos presentado por la noche y tan tarde.
Me devolvió el saludo con una reverencia y se quitó el chal. Tampoco sonrió.
En ese momento, mi marido se puso sus sandalias e intentó escaparse.
–¿Qué te pasa? Espera, ¿qué pretendes?
El hombre agarró a mi marido por un brazo y comenzaron a forcejear.
–¡Suéltame! ¡Te voy a dar una puñalada!
En la mano derecha de mi marido brilló de pronto una navaja. Aquél era uno de los objetos que más apreciaba y lo guardaba siempre en su escritorio. Ahora entiendo lo que andaba buscando, hurgando en los cajones, cuando regresó: era esa navaja. Presentía que se podía dar una situación como ésta y la guardó en su bolsillo.
Al sentirse amenazado por la navaja, el hombre se apartó, y mi marido, aprovechando aquel descuido, como si fuera un cuervo, dio vuelta a las mangas de su gabán y se escapó.
–¡Ladrón! ¡Ladrón!
El hombre alzó la voz y trató de salir corriendo, pero bajé descalza hasta el piso de tierra y me abalancé sobre él, impidiéndole cualquier movimiento.
–No, por favor, no lo haga. No voy a permitir que se lastimen, yo me encargaré de resolverlo todo.
La mujer, que estaba a nuestro lado, habló en tono conciliador.
–Ella tiene razón, querido. Se trata de un tipo aturdido armado con una navaja. No sabemos lo que puede hacer.
–¡Mierda! Vamos a la policía. Esto no se va a quedar así.
Había susurrado esas palabras para sí mismo, al tiempo que contemplaba la oscuridad como un idiota, pero se notaba que había perdido el ímpetu de la furia que lo acometía.
–Disculpen. Por favor, entren con toda confianza, cuéntenme lo que ha sucedido.
Así hablé mientras subía al piso de madera, inclinando la cabeza en un gesto de sumisión.
–A lo mejor, encontramos una solución. Por favor, pasen, pasen. La casa está hecha un desastre, pero pasen.
Se miraron y asintieron con una leve inclinación del cuello. El hombre, ya más apaciguado, como si comprendiera la situación, dijo:
–No importa lo que usted diga, señora, ya lo hemos decidido. Sin embargo, creo que debemos contarle lo que ha ocurrido hasta ahora.
–Sí, por favor pasen, siéntanse cómodos. Están en su casa.
–No, bueno, no podemos quedarnos mucho tiempo –dijo el hombre mientras se quitaba el gabán.
–No es necesario que se lo quite. Quédese como está. Hace frío. De verdad, está bien así. No tenemos nada con qué calentarnos.
–Disculpe, gracias, entonces me lo dejaré puesto.
–Por favor, también usted, señora. Está bien así.
El hombre entró, seguido por la mujer. En la habitación de seis tatamis de mi marido, las esteras habían comenzado a pu drirse, el papel de las ventanas se había roto sin remedio, la pared estaba resquebrajada, el papel que cubría la puerta se había descascarado y apenas se veía la estructura esquelética. En un rincón se distinguía el escritorio y una biblioteca completamente vacía. Parecía que los recién llegados se hubieran quedado sin aliento al contemplar aquella imagen desolada.
Les ofrecí un par de cojines para que se sentaran. Ambos estaban rotos y se les estaba saliendo el relleno de algodón.
–El tatami está sucio, por favor, utilicen estos cojines –así les hablé y los saludé de nuevo como si se tratara de personas distinguidas.
–Es la primera vez que los veo. Al parecer mi esposo les ha ocasionado algún problema. ¿Qué será lo que habrá hecho esta noche? ¿Por qué actuaría de esa manera tan extraña? No encuentro palabras suficientes para ofrecerles mis disculpas. Como habrán visto, mi esposo es una persona de un carácter imprevisible…
Me detuve en medio de la conversación. Se me trababan las palabras y derramé unas cuantas lágrimas.
El hombre cruzó las piernas sobre los cojines, sin importarle que aquello fuera de mala educación, apoyó los codos en sus rodillas, sostuvo la quijada con la mano cerrada, y me preguntó como si fuera a agacharse.
– Señora, disculpe mi atrevimiento, ¿cuántos años tiene usted?
–¿Cómo? ¿Se refiere a mí?
–Sí, creo que su esposo tiene treinta años, ¿no?
–Sí, yo, bueno… soy cuatro años menor.
–Entonces, tiene veintiséis, qué calamidad. ¿Aún es tan joven? Claro, si su esposo tiene treinta... Me he quedado sorprendido.
–Yo también me he sorprendido de lo joven que es –dijo la mujer sacando la cabeza detrás del hombro de su acompañante–. Si tiene una esposa tan joven y decente, por qué el señor Ôtani se comporta de esa manera.
–Está enfermo, es un enfermo. Antes no era así, pero ha empeorado paulatinamente –dijo el hombre suspirando con fuerza.
–Mire, señora, en realidad –comenzó a hablar en un tono más formal– nosotros tenemos cerca de la estación de Nakano un pequeño restaurante donde también ofrecemos bebidas alcohólicas. Aunque ya no lo parezca, ambos nacimos en Jōshū. Yo era un respetado comerciante, pero me cansé de hacer mezquinos negocios con aquellos campesinos, a los que sólo les interesaba el juego. Así que hace ya veinte años que me vine con mi mujer a vivir a Tokio. Comenzamos a trabajar como camareros en un restaurante de Asakusa. Bueno, como todos, nos rompimos el lomo y poco a poco nuestros ahorros aumentaron, lo que nos permitió arrendar cerca de la estación de Nakano, creo que fue en 1936, una casa con suelo de tierra, realmente pequeña y sucia. Nuestros clientes no gastaban más de uno o dos yenes, para ese tipo de clientela habíamos abierto aquel miserable mesón. No despilfarramos nuestro dinero y, trabajando honestamente, pudimos conseguir en poco tiempo gran cantidad de shôchû y ginebra. Luego, en la época de escasez de alcohol, seguimos en el oficio, nos resistimos a cambiar nuestras rutinas y así, con esfuerzo, logramos salir adelante con el negocio. Nuestros clientes habituales nos apoyaron y algunos, incluso, nos abrieron el camino para que pudiéramos conseguir, aunque fuera en pequeñas proporciones, comida y bebida de los militares. Al comenzar la guerra, y aun cuando se habían intensificado los bombardeos aéreos, como no teníamos hijos a quienes cuidar, ni tampoco queríamos refugiarnos en nuestra tierra natal, pensamos que estaríamos mejor en esta casa hasta que la destruyeran. Nos aferramos al negocio y, por suerte, nuestra casa resultó ilesa, así que, al finalizar la guerra, nos sentimos aliviados. Ahora podemos conseguir alcohol en el mercado negro y lo vendemos en nuestro mesón sin importar lo que nos digan. Esa es, señora, la síntesis de nuestra vida.
››Sin embargo, como se la he contado de forma tan resumida, tal vez piense que no hemos sufrido nada, que hemos tenido una existencia afortunada, pero la vida de los humanos es un infierno, es la verdad: en este mundo la maldad supera con creces a la bondad. De los trescientos sesenta y cinco días del año, se puede ser feliz un solo día, o quizá menos, medio día. Su marido, el señor Ôtani, vino por primera vez a nuestro local allá por la primavera de 1944; no importa cuándo haya sido, por entonces la guerra no estaba todavía perdida, bueno, miento, ya se comenzaba a palpar la derrota, pero ignorábamos lo que estaba sucediendo, pensábamos que si aguantábamos dos o tres años más podríamos pactar una paz igualitaria. Cuando el señor Ôtani se apareció por primera vez en nuestro local, si mi memoria no me falla, traía puesto un gabán sobre su lujoso kimono de Kurume. Por aquella época pocas personas salían vestidas a la calle con ropa de camuflaje, la mayoría utilizaba vestimentas normales y caminaban despreocupados como si no sucediera nada. Por supuesto, no se nos pasó por la cabeza la clase de persona que era su marido. En aquel momento el señor Ôtani no estaba solo. Fue antes de conocerla a usted, señora, pero es necesario que le digamos, sin ningún tapujo, todo cuanto aconteció: su esposo llegó acompañado por una mujer mayor, y entraron a escondidas por la puerta trasera. Por esa época manteníamos la puerta principal cerrada, pues funcionábamos de forma clandestina. Los pocos clientes que atendíamos entraban por la puerta trasera y no utilizaban los asientos de la planta baja sino que se ubicaban en la habitación del fondo, de seis tatamis, apagaban la luz y bebían sin hacer mucho ruido hasta emborracharse en la oscuridad. Así funcionaba nuestro negocio. La mujer mayor, que hasta hacía unos años había sido camarera en un bar de Shinjuku, traía a nuestro bar a muchos de los clientes que conocía y bebía con ellos, y a la larga se convertían en nuestros clientes habituales. “Dios los cría y ellos se juntan”. Ese dicho resumía nuestra relación, y como el apartamento donde ella vivía estaba cerca, aun después de que clausuraran el bar de Shinjuku, nos seguía trayendo clientes. Sin embargo, el alcohol de nuestro negocio escaseaba cada vez más y aunque se tratara de buenos clientes, no nos alegrábamos como antes cada vez que aumentaba el número de bebedores, incluso llegamos a considerarlos un lastre. Como hacía ya cuatro o cinco años que la mujer nos había estado trayendo nuevos clientes que derrochaban su dinero, teníamos con ella una especie de deuda social, y por esa razón le vendíamos alcohol a las personas que la acompañaban sin mostrar molestia alguna. Así pues, cuando en aquel momento el señor Ôtani se presentó con la mujer mayor, a la que llamábamos cariñosamente Aki, les permitimos entrar al cuarto de seis tatamis y les ofrecimos de beber. Aquella noche, el señor Ôtani bebió muy tranquilo, permitió que Aki pagara la cuenta y salieron juntos por la puerta trasera. Por alguna extraña razón, en ese momento se me quedó grabada la imagen del señor Ôtani como una persona serena y educada. ¿Será que cuando los monstruos se nos aparecen por primera vez muestran sus mejores atributos para seducirnos? A partir de aquel momento, el señor Ôtani quedó fascinado con nuestro local. Diez días después llegó solo, entró por la puerta trasera, y enseguida extrajo de su cartera un billete de cien yenes, que en aquella época era un dineral, equivalente a unos dos o tres mil yenes de ahora, tal vez mucho más. Se empeñó en entregármelo diciendo: “Por favor”, al tiempo que sonreía débilmente. Parecía que ya estaba bastante bebido, pero usted ya sabe, señora, no hay nadie que aguante tanto licor como él. Pensamos que estaba borracho, pero de pronto se puso serio y comenzó a hablar de forma muy coherente, y aunque bebía y bebía, en ningún momento lo vimos tambalearse. Tampoco en ninguna ocasión notamos que estuviera a punto de desplomarse a causa del alcohol. Dicen que a los treinta años los hombres aguantan muy bien el alcohol, pero su caso es raro. Aquella noche parecía que había estado bebiendo en otro lugar, y aun así en nuestro local se bebió unos diez tragos seguidos. Lo hacía como si tal cosa y, cuando le llamábamos la atención, simplemente sonreía con timidez y a veces asentía con una leve inclinación de cabeza. De pronto preguntó: “¿Qué hora es?”. Se levantó enseguida y quise darle su cambio. Me dijo: “No, no”. Le hablé con decisión: “Señor, me pone usted en un aprieto, por favor”. Sonrió mostrando los dientes: “Por favor, guárdelos para la próxima vez, volveré de nuevo”. Así habló y se marchó. Y esa fue la única vez, señora, que recibimos dinero de él. Se ha valido de las más viles artimañas para tomarnos el pelo. Desde entonces, y ya han transcurrido tres años, no nos ha pagado ni un céntimo más. Él solo se ha bebido todo nuestro alcohol. ¿No le parece, señora, que se trata de un abuso?
No pude evitar soltar una carcajada. Me había acometido un incontrolable ataque de risa. Me cubrí la boca con una mano y miré en dirección a la mujer, que también sonreía sin disimulo alguno. Al tipo aquel no le quedó más remedio que desplegar una sonrisa sardónica.
–De verdad, señora, no es un caso divertido que digamos, pero como es tan absurdo y raro dan ganas de reír. De hecho, si utilizara esas habilidades en algún lugar decente, es decir en otro contexto, podría llegar a ser ministro o doctor de algo. No solamente nosotros, quién sabe cuántos más habrán caído en sus garras y a esta hora estarán llorando sin consuelo. Le sucedió a Aki, a la que por relacionarse con el señor Ôtani se le escapó un buen señor que la mantenía. Se quedó sin dinero y se vio en la necesidad de vender sus kimonos, y ahora vive como una pordiosera en el sucio cuartucho de una pensión. Sin embargo, en la época en que conoció al señor Ôtani, Aki no dejaba pasar oportunidad para presumir de su conquista. Estaba loquita por él, como una idiota. Según ella, su amado Ôtani disfrutaba de una posición social privilegiada. Era el segundo hijo del barón Ôtani, descendiente de una rama secundaria de un señor feudal de Shikoku. A causa de su mala conducta, había sido alejado de la familia, pero a la muerte del barón se repartirían la herencia entre el primogénito y él. Era muy inteligente, un genio. A los veintiún años había escrito un libro que superaba con creces los escritos por el famoso Takuboku Ishikawa. Luego escribió unos diez libros más. Aun siendo tan joven, se le consideraba el mejor poeta de Japón. Por si fuera poco, se había graduado en la Universidad Imperial de Tokio. Primero había estudiado en la prestigiosa Escuela de Gakushûin, donde se formaban los hijos de los nobles, y luego continuó en la Escuela Preparatoria Número Uno. Estudio francés y alemán. Era impresionante, no sabíamos en realidad cuánto abarcaba su sabiduría y erudición, pero si nos ateníamos a la opinión de Aki estábamos en presencia de un semidiós. Y aunque aquello resultaba a todas luces exagerado, no todo era mentira. Cuando le preguntábamos a otras personas, al parecer resultaba cierto que su padre era el barón Ôtani, y además no se ponía en duda su condición de distinguido poeta. Incluso mi mujer, que ya no es ninguna jovencita, competía en elogios con Aki. Decía: “La verdad es que las personas de origen noble son distintas”. Y se pasaba el día esperándolo, hasta el punto que me llegó a dar envidia. Ahora, esos condenados aristócratas ya no existen, pero antes de terminar la guerra, para conquistar a una mujer, la mejor forma de lograrlo era decir que uno descendía de algún noble. Al parecer, eso hacía que las mujeres cayeran como moscas. Ahora nos parece una actitud muy servil, pero entonces pensábamos que su posición y la nuestra eran en extremo diferentes, y por tal razón lo tratábamos con deferencia y respeto, e incluso con cierta admiración, aunque en el fondo no era más que un simple aristócrata, perdone usted que se lo diga de esta manera tan directa, o un descendiente secundario de un terrateniente de Shikoku, el segundo hijo del barón Ôtani. A pesar de lo expuesto antes, la verdad es que aquel señor no era de nuestro agrado y así, sin importar cuánto nos rogara, habíamos decidido no hacerle más caso. Sin embargo, cuando se aparecía a horas inverosímiles, con el aspecto de alguien que se ha librado por el momento de una tenaz persecución, al ver cómo se sentía aliviado en nuestra presencia, olvidábamos nuestra decisión y acabábamos ofreciéndole todo el licor que le apeteciera. Aunque se embriagara hasta un grado extremo, no hacía ningún escándalo ni gritaba. Si nos hubiera pagado la cuenta, realmente habría sido el mejor de los clientes. No presumía acerca de su persona, nunca nos habló de su genialidad, y cuando Aki estaba a su lado y comenzaba a informarnos de su grandeza, cambiaba de tema, hablaba de cualquier cosa, decía que quería pagar la cuenta y así acababa la velada. Como le dije antes, hasta ahora no nos ha pagado un centavo, pero a veces Aki cancelaba la cuenta por él. Ah, y en otras ocasiones lo hizo una mujer con la que había ido a nuestro local sin que Aki se enterara. Se trataba de la esposa de quién sabe quién, pero cuando aparecía con el señor Ôtani gastaba mucho dinero. Nosotros somos comerciantes, de eso vivimos, y si no había pago, no nos importaba que el señor Ôtani fuera el mismísimo príncipe heredero, no podíamos permitir que se pasara el día bebiendo a nuestra costa. Y no era poco lo que nos debía, no se trataba de algunos tragos, se trataba de mucho dinero, habíamos tenido pérdidas cuantiosas por culpa suya.
»Así las cosas, nos enteramos de que el señor Ôtani tenía una casa en Koganei donde vivía con su respetable esposa, y pensamos entonces venirnos hasta acá para negociar esas cuentas pendientes. Le preguntamos al señor Ôtani la dirección de su casa, pero al parecer se había olido nuestro plan y nos decía que no existía tal lugar, que por qué lo molestábamos y que, si entablábamos algún pleito con él, los perjudicados seríamos nosotros. Se regodeaba en este tipo de maldades. A pesar de su actitud, insistimos en dar con la dirección de la casa del señor Ôtani, lo seguimos dos o tres veces, y siempre se nos escabullía. Luego se sucedieron los continuos y mortíferos ataques aéreos sobre Tokio, y un día, nunca supimos por qué, el señor Ôtani, que traía puesto un uniforme de combate, llegó por sorpresa, y sin siquiera pedir permiso se apoderó de una botella de brandy que guardábamos en la alacena, y ahí mismo se la bebió de pie, y luego salió pitando como el viento, y, por supuesto, no pudimos cobrarle. Y así, a la postre, llegó el fin de la guerra. Nosotros habíamos conseguido en el mercado negro sin ningún problema licor y comida, y de esa manera reabrimos el negocio. Aunque el nuestro era un establecimiento modesto, a fin de aumentar la clientela contratamos a una empleada, pero de nuevo apareció el monstruoso señor Ôtani, esta vez sin la compañía de mujeres. Llegaba con dos o tres periodistas de algún diario o revista, pues ahora que los militares habían sido apartados del gobierno, los poetas, antaño empobrecidos, se habían convertido en los personajes más consentidos y populares. Delante de los periodistas, el señor Ôtani se lucía hablándoles de autores extranjeros, disertaba sobre Filosofía y hasta citaba algunas frases en inglés, cosas que nosotros no entendíamos. Los impresionaba contándoles asuntos extraños, y de pronto salía y no regresaba. A los periodistas se les acababa el buen humor, y, molestos, se preguntaban a dónde se habría ido su amigo parlanchín, y enseguida comenzaban a recoger sus bártulos diciendo que ya era hora de irse. Yo les decía que esperaran, que el señor siempre se escapaba utilizando esa misma treta, que ellos tendrían que pagar la cuenta. En algunas ocasiones no decían nada y entre todos la pagaban, pero a veces protestaban enojados: “Que pague ese tal Ôtani, nuestros míseros sueldos son apenas de ciento cincuenta yenes. Aunque se molestaran, les decía: “No tienen por qué tomarla conmigo, es más ¿saben cuánto me debe el señor Ôtani? Si alguno de ustedes pudiera hacer que me pague esa cuantiosa deuda, le daría la mitad del dinero”. Los periodistas ponían caras atónitas. “No sabía que ese tipo fuera así de tramposo, de ahora en adelante no pienso beberme ni un trago con él, aunque usted no lo crea, esta noche no tenemos ni siquiera cien yenes, mañana venimos y le pagamos nuestra cuenta, a cambio le dejamos esto…”. Con mucha dignidad dejaban en prenda sus gabardinas. La gente dice que los periodistas son mala gente, pero en comparación con el señor Ôtani, son buenos y honrados. Si el señor Ôtani es el honorable segundo hijo de un barón, entonces los periodistas valen mucho más que él, son como los primogénitos de un duque. Después de la guerra, el consumo de licor por parte del señor Ôtani aumentó considerablemente. Se convirtió en un tipo impertinente y vulgar, comenzó a decir bromas pesadas que antes no se le habían escuchado, se enzarzaba en peleas con los periodistas que lo acompañaban y los zarandeaba agarrándolos por las solapas de sus trajes. Y, por añadidura, sin que nos hubiéramos percatado, sedujo a la chica que habíamos contratado como empleada. La muchachita no había cumplido aún veinte años, y nos quedamos realmente sorprendidos. Estábamos metidos en un lío, y como no era cuestión de ponernos a lamentarlo, le dijimos a la chica que desistiera de esa relación y en secreto la enviamos casa de sus padres. Entonces le hablamos al señor Ôtani: “Fíjese que no le vamos a reprochar nada, pero le pedimos, por favor, que no vuelva por aquí”. Enseguida replicó: “Ustedes se están enriqueciendo con las mercancías de contrabando, así que no tienen ningún derecho a sermonearme, yo lo sé todo”. Nos amenazó de una forma mezquina y a la noche siguiente apareció con la cara lavada, como si nada. Tener que lidiar con aquel tipo monstruoso tal vez era un castigo que se nos imponía desde el cielo por haber hecho negocios sucios durante la guerra. Sin embargo, lo que nos ha hecho esta noche no tiene perdón. Su conducta no ha sido la de un poeta ni la de un señor, sino la de un vulgar ladrón: se ha apoderado de cinco mil yenes que nos pertenecían y ha huido como un criminal. Como en nuestro local tenemos que abastecernos a diario, conservamos unos quinientos o mil yenes para las compras. Esta noche disponíamos de cinco mil, una cantidad enorme pues, como se acercaba el Año Nuevo, habíamos ido de casa en casa cobrando cuentas pendientes de nuestros clientes más asiduos, ya que necesitábamos proveernos de una cantidad extra de víveres para la reapertura del local el primero de enero. Mi mujer estaba contando el dinero en la habitación del fondo. Lo guardó en el cajón del escritorio sin percatarse de que el señor Ôtani la había estado observando desde el sitio en que se hallaba bebiendo sake. Entonces, sin previo aviso, se levantó, entró en la habitación, empujó a mi mujer y se apoderó del fajo de billetes, de los cinco mil yenes. Los guardó en las mangas de su kimono negro y salió a la calle como si nada hubiera sucedido. Nos quedamos perplejos, paralizados por la sorpresa. Cuando pudimos reaccionar, salimos tras él llamándolo en voz alta. Lo normal en un caso como este hubiera sido gritar ladrón, ladrón para alertar a los vecinos que acudirían en nuestro auxilio, y atraparlo, eso pensé. Sin embargo, considerando la larga relación que habíamos mantenido con el señor Ôtani, nos abstuvimos de armar un escándalo para no someter a tan distinguido señor al escarnio público. De todas maneras, siendo consecuentes con lo que había sucedido esta noche, lo perseguiríamos costara lo que costara hasta dar con él. Y al encontrarlo lo trataríamos como gente civilizada para de que nos devolviera nuestro dinero. No somos más que unos pobres comerciantes, sin embargo, tras muchos esfuerzos logramos al fin dar con la dirección de su domicilio y, controlando nuestra furia, nos acercamos hasta aquí para pedirle la restitución del dinero que en mala hora nos sustrajo. Y usted, señora, ha visto lo que sucedió. Nos amenaza con una navaja y está a punto de hacernos daño con esa arma. ¡Qué cosas!
De nuevo, por alguna extraña razón que no alcancé a comprender, sentí que todo aquello me resultaba muy gracioso, y solté una carcajada. La mujer, que había permanecido callada, se reía también, aunque intentaba contenerse. Yo no podía parar de reírme, aun sabiendo que no debería hacerlo delante del señor, pero las ganas de reír eran más fuertes que el decoro y así continué riendo hasta que se me saltaron las lágrimas. Recordé de pronto un verso que aparecía en un poema de mi marido: “Las grandes carcajadas son producto de una sociedad civilizada”. Esta frase resumía lo que estaba sintiendo en aquel momento.
II
Fuese lo que fuese, aquel incidente no se podía resolver con grandes carcajadas. Después de pensarlo con calma les dije que intentaría solucionar la penosa situación, que, por favor, no acudieran a la policía, que me dieran un día de plazo, mañana mismo les haría una visita, y les pregunté la dirección exacta de su restaurante en Nakano. Aceptaron a regañadientes y se alejaron en medio del frío de la noche. Me quedé sola, sentada en la habitación de seis tatamis intentando idear un plan, y como no se me ocurría nada especial me levanté, me quité el chal y me deslicé en el futón donde dormía mi bebé. Mientras le acariciaba la cabecita, rogaba para que la noche se prolongara y nunca llegara el amanecer.
Hace ya mucho tiempo, mi padre tenía un puesto de comida cerca del estanque de Hyōtan en el parque de Asakusa. Mi madre había muerto prematuramente, y mi padre y yo vivíamos en una especie de anexo. Ambos administrábamos el kiosco, y un tipo que se hacía llamar Ôtani pasaba de vez en cuando por el puesto. Comencé a verme con él a escondidas de mi padre, y pronto quedé embarazada. Después de algunos avatares nos fuimos a vivir juntos y me convertí en algo similar a su mujer. Por supuesto, no estamos casados legalmente, así que nuestro hijito es una especie de bastardo. Cuando sale de casa permanece fuera dos o tres noches, qué digo, a veces regresa al cabo de un mes, y nunca sé qué hace durante su ausencia. Cuando vuelve siempre está borracho, con el rostro demacrado y respira con dificultad. Se me queda mirando en silencio y algunas veces le da por llorar o de pronto se cuela en el futón donde duermo y me abraza con fuerza.
–Ay, me siento mal, qué angustia, qué horrible sensación. Me estoy muriendo de miedo. ¡Ayúdame, por favor!
Así habla, temblando de terror y, aun después de dormido, continúa quejándose. A la mañana siguiente despierta como aletargado, como si fuera un ser despojado de alma, pero pronto desaparece de nuevo y durante tres o cuatro noches no se deja ver. Un par de viejos conocidos de mi marido, personas que trabajan en editoriales, se preocupan por mí y por el bebé, y algunas veces me envían dinero, y así hemos podido sobrevivir hasta el presente sin morirnos de hambre.
El sueño me venció y me quedé dormida, pero muy pronto abrí los ojos y me di cuenta de que por la ventana se filtraba la claridad que anunciaba el amanecer. Me levanté y después de acicalarme un poco cogí al bebé y salí de casa. Sentía que no podía permanecer un minuto más en silencio, en aquel encierro.
No tenía la más remota idea de adónde ir, así que caminé rumbo a la estación. En un kiosco que había a la entrada compré un caramelo para el bebé y luego, sin pensarlo mucho, saqué un boleto para Kichijoji. Subí al tren, me sujeté a la agarradera, y de pronto, mientras contemplaba distraída los carteles publicitarios que pendían del techo del vagón, me sobresalté al ver que en uno de ellos aparecía el nombre de mi marido. Se trataba de la propaganda de una revista donde al parecer mi marido había publicado un largo ensayo titulado François Villon. Mientras observaba aquel cartel, donde figuraba el nombre de mi marido y el título del ensayo, no sé muy bien por qué sentí una inmensa pena y mis ojos se llenaron de lágrimas.
Descendí del tren en Kichijoji y caminé por el parque Inokashira. Hacía tiempo que no hacía ese recorrido. Me fijé en que habían talado los cedros cercanos al estanque, al parecer se preparaban para levantar quién sabe qué tipo de construcción. Me acometió un raro sentimiento de desolación. Todo había cambiado, ya nada era como antes.
Bajé al niño de mi espalda y nos sentamos en un banco destartalado a orillas del estanque, y le di de comer el ñame cocido que había traído de casa.
–Mira, mi niño, qué bonito estanque. ¿No te parece? Antes abundaban las carpas y otros peces, pero ya no hay nada de nada. ¡Qué triste! ¿No?
“Ke, ke”. No se lo que pensaba el bebé, pero sonrió de una manera extraña al tiempo que mascaba el ñame. Aunque se trataba de mi hijo, no podía dejar de pensar que sufría de alguna forma de retraso.
Nada iba a resolver si permanecía sentada en aquel banco, así que cargué de nuevo a mis espaldas al niño y regresé tambaleándome a la estación de Kichijoji. Atravesé la ruidosa calle comercial y compré un boleto para Nakano, sin pensar en ningún plan. Estaba siendo arrastrada hacia un profundo abismo, un abismo maldito. Descendí del tren en la estación de Nakano y me encaminé en dirección al pequeño restaurante siguiendo la ruta que sus dueños me habían señalado la noche anterior.
Como no pude abrir la puerta delantera, me dirigí a la zona posterior y entré por la cocina. El hombre no se veía por ninguna parte, la mujer se ocupaba de la limpieza del local. Al verla cara a cara solté delante de ella, con singular desfachatez de la que yo misma no me hubiera creído capaz, una retahíla de mentiras.
–Disculpe, señora, estoy dispuesta a devolverle todo su dinero, esta noche o a más tardar mañana. Se lo aseguro, ya lo he conseguido, así que no hay motivo para preocuparse.
–Oh, gracias, muchas gracias.
En su rostro se dibujó un signo de alivio, mezclado con cierta vacilación, como si lo hubiera recorrido de pronto una sombra de angustia.
–Le estoy hablando en serio, señora. Cierta persona vendrá a traerle su dinero aquí mismo, con toda seguridad. Mientras llegue ese momento, me quedaré en su casa como garantía. De esta manera, usted confiará en lo que le estoy diciendo. De momento, y en espera de que hayamos satisfecho la deuda, la ayudaré en los trabajos que se requieran en este lugar.
Dejé al niño jugando en el cuarto de seis tatamis del fondo y me dediqué a ayudar a la señora en lo que pude. El niño está acostumbrado a jugar solo, así que se mantuvo tranquilo, sin causarnos ninguna molestia. Además, como tiene cierto retraso y no es nada tímido, siempre está sonriendo. Cuando salí a buscar algunos víveres al mercado, la señora le dio una lata de conservas americana vacía y el chico se quedó jugando en un rincón de la habitación.
El marido de la señora regresó por la tarde, cargado de pescado y verduras. Al verlo llegar repetí de forma apresurada las mismas mentiras que le había dicho a la mujer.
El rostro del hombre no reveló ninguna sorpresa.
–¿Habla usted en serio? De todas formas, hasta que no tengamos ese dinero en nuestras manos, no hay seguridad de nada.
El tono de su voz era sereno, pero al mismo tiempo parecía estar advirtiéndome algo.
–Créame, es verdad. Confíe en lo que le estoy diciendo. Por favor, espere un día más antes de hacer la denuncia a la policía. Mientras tanto, los ayudaré en lo que sea necesario.
–Bueno, cuando nos devuelva el dinero todo estará bien –parecía que hablara para sí mismo–. A este año ya no le quedan más que cinco o seis días.
–Sí, por eso, yo le… Parece que llegaron clientes. ¡Bienvenidos! –saludé con una sonrisa a los recién llegados, que tenían aspecto de obreros, y en voz baja le dije a la mujer– Señora, disculpe, me podría prestar un delantal.
–Vaya, vaya, has contratado a una preciosidad. Mírala, que guapa –así habló uno de los clientes.
–Por favor, dejen de fastidiarla –respondió el dueño en tono de broma, pero su semblante se mantuvo serio–, que está en juego una bonita cantidad de dinero.
–¿Será una yegua purasangre de un millón de dólares? –intervino otro cliente, con un tono grosero.
–Dicen que comparadas con los caballos, las hembras valen la mitad –para no quedarse atrás, un tercer cliente habló de forma todavía más vulgar, mientras yo ponía a calentar una botella de sake.
–No seas bruto. Ahora en Japón, no importa que seas perro o caballo, hombres y mujeres tienen los mismos derechos –intervino el cliente más joven y luego agregó–: Oiga guapa, me he enamorado de usted, amor a primera vista. ¿Tienes un hijo, verdad?
–No –habló desde el fondo la señora, que llevaba a mi niño en brazos–. Unos parientes nos lo han dado en adopción. Al fin tenemos un heredero.
–Y les habrán dado dinero también –dijo otro cliente, mofándose.
–Sabe cortejar y sabe endeudarse –susurró el dueño con seriedad. Luego cambió el tono de voz y se dirigió a los clientes–. ¿Qué les ofrecemos? ¿Si quieren les preparamos una cacerola de verduras y pescado?
En ese instante comprendí algo. Asentí con la cabeza, pero no me inmuté y les traje a los clientes una botella de sake.
Aquel día se celebraba la noche previa a la Navidad, y por esa razón el flujo de clientes no cesaba. Yo no había comido nada desde la mañana, pero mi corazón rebosaba de sentimientos encontrados y aunque la señora me invitó a comer, le dije que no tenía hambre. Sólo giraba y giraba como si tuviera alas, me sentía ligera como el viento y me afanaba en el trabajo. A lo mejor me estaba dejando llevar por la vanidad, pero como aquel día la afluencia de clientes era inusual, hubo dos, qué digo, tres clientes que me preguntaron mi nombre y me tomaron de la mano, y esa situación nueva para mí me producía una especie de excitación.
¿Qué podía hacer? No se me ocurría nada. Simplemente sonreía a los clientes que no cesaban de hacer bromas soeces, y para seguirles la corriente les respondía con más vulgaridades. Me deslizaba de aquí para allá llevándoles sake, y mientras me movía de aquella manera pensaba que mi cuerpo se estaría derritiendo al igual que un helado.
En este mundo a veces suceden milagros.
Pasadas las nueve de la noche llegaron dos nuevos clientes, un hombre y una mujer. El primero traía puesto un gorro navideño y ocultaba la parte superior de su rostro con un antifaz negro al estilo Arsenio Lupin. La mujer era guapa y delgada, de unos treinta y cuatro o treinta y cinco años. El hombre se sentó de espaldas a nosotros, pero desde el mismo instante en que entró supe quién era: el ladrón de mi marido.
Parecía que no se había percatado de mi presencia, así que me hice la tonta y continué bromeando con los clientes. La mujer, que se había sentado delante de mi marido, me llamó.
–Oiga, señorita.
–Sí, dígame –le contesté y me acerqué a la mesa–. Bienvenidos. ¿Les apetece una botella de sake?
Cuando hablé, mi marido me miró de reojo desde el fondo de su antifaz, y me di cuenta de que no podía disimular la sorpresa, pero rocé con suavidad su hombro.
–¿Se dice feliz Navidad, o algo así, no? ¿Qué es lo que se dice en este día? Parece que hoy uno puede emborracharse ¿verdad? –agregué.
A la mujer no le agradaron mis palabras y puso cara de pocos amigos.
–Por favor, disculpe usted, quiero hablar en privado con el dueño, ¿podría decírselo?
Asentí y fui hasta el fondo, donde el dueño se ocupaba de preparar la comida.
–Ôtani está de regreso. Por favor, hable con él, pero a la mujer que lo acompaña no le diga nada de mí. No quiero avergonzar a Ôtani.
–Al fin volvió, señora.
El dueño, a pesar de que no había creído ni siquiera la mitad de lo que le había dicho, ahora que mi marido había regresado parecía que comenzaba a confiar en mí. Todo estaba resultando a la perfección.
–No le diga nada sobre mí –insistí.
–Si eso la satisface, así lo haré.
Parecía sincero. Echó un vistazo a los clientes y luego se encaminó directamente a la mesa donde estaba mi marido. Intercambiaron dos o tres frases y enseguida salieron los tres juntos del local.
Todo estaba saliendo bien. Las cosas se estaban resolviendo de la mejor manera posible. Por alguna razón me sentía alegre y confiada, incluso feliz. Tomé la mano de un cliente joven, no pasaría de los veinte años, que vestía un bonito kimono azul marino con rayas blancas.
–Brindemos, ¿quieres? Bebamos, que es Navidad.
III
Apenas habían pasado treinta minutos, miento, un poco menos, cuando, más pronto de lo que había pensado, el dueño regresó solo y se sentó a mi lado.
–Muchísimas gracias, señora. Su marido me devolvió el dinero.
–¿En serio? ¡Qué bien! ¿Todo?
El dueño sonrió de una forma rara.
–Sí, aunque sólo me reintegró lo que nos había sustraído ayer.
–Ah, ¿y cuánto le sigue debiendo en total hasta ahora? Más o menos, un cálculo aproximado.
–Veinte mil yenes.
–¿Sólo eso?
–Bueno, sí, sin entrar en detalles, más o menos.
–Se lo devolveré todo, señor, si me permite trabajar aquí a partir de mañana. Sí, por favor, saldaré esa deuda con mi trabajo.
–¿Habla usted en serio, señora? Es usted una mujer fácil, no se respeta.
Ambos nos reímos al unísono.
Aquella noche, después de las diez salí del restaurante de Nakano llevando a mis espaldas al niño y regresamos a nuestra casa de Koganei. Como sospechaba, mi marido no había vuelto, pero yo estaba tranquila. Si mañana volvía al restaurante, allí podía verlo. ¿Cómo no se me había ocurrido antes esta idea? Todo el sufrimiento de aquel largo día se debía a mi estupidez, todo porque no se me había ocurrido una buena idea. En el pasado, cuando ayudaba a mi padre en el puesto de comida que teníamos en Asakusa, yo no era nada mala en el trato con los clientes. De ahora en adelante seré todavía más eficaz. Esta noche, incluso, me dieron quinientos yenes de propina.
De acuerdo con lo que me contó el dueño, la noche del incidente en nuestra casa de Koganei, mi marido se había quedado a dormir en la casa de un conocido suyo, a saber dónde. Luego, por la mañana temprano, se presentó como un desesperado en el bar que administra aquella bella señora, en Kyōbashi. Estuvo bebiendo whisky desde la mañana y repartiendo dinero a las cinco chicas que trabajan en aquel lugar, diciéndoles que se trataba de sus regalos de Navidad. Al atardecer pidió un taxi y se fue para otro sitio donde consiguió gorros de Navidad y antifaces, así como pasteles y un pavo asado. Llamó por teléfono a un grupo de sus conocidos invitándolos a una gran fiesta. La administradora del bar comenzó a sospechar que algo raro estaba sucediendo e interrogó a mi marido que, con descaro, le contó lo que había sucedido la noche anterior. Como la señora tenía una relación muy estrecha con Ôtani y lo apreciaba de verdad, temiendo que se armara un escándalo y que interviniera la policía para llevárselo preso lo conminó a devolver el dinero, ofreciéndose además a poner de su bolsillo lo que había gastado hasta ahora. Y así fue como ambos se presentaron en el restaurante de Nakano.
–Lo sospeché desde el principio, pero usted, señora ¿cómo se dio cuenta de lo que iba a suceder? ¿Se lo pidió a algún amigo del señor Ôtani?
Él pensaba que yo sabía desde antes lo que sucedería y que por eso había venido al restaurante a esperar a mi marido. Como estaba convencido de que las cosas eran de esa manera, le ofrecí una sonrisa de circunstancias al tiempo que le decía:
–Sí, claro, por supuesto…
A partir del día siguiente mi vida dio un vuelco y cambió radicalmente: la alegría se apoderó de mis sentidos como nunca antes había sucedido. Acudí a la peluquería para arreglarme el cabello, compré un equipo de maquillaje, acondicioné los kimonos que había recuperado, e incluso la señora del restaurante de Nakano me regaló un par de calcetines blancos. Sentía que los oscuros sentimientos que pesaban sobre mi corazón habían sido borrados de una vez por todas.
Me levantaba temprano y desayunaba con mi hijo, luego preparaba el almuerzo, y con el chiquillo al hombro salía a trabajar a Nakano. Nochevieja y Año Nuevo eran los días de mayor actividad en el restaurante. Adopté el nombre de Sacchan de Tsubakiya, y los días que siguieron la Sacchan estaría tan ocupada que llegaría a sentirse mareada. Día sí, día no, mi marido aparecía por el local, bebía como siempre, hacía que yo pagara la cuenta y, de pronto, desaparecía. Más tarde, ya de noche, aparecía de nuevo para fisgonear.
–¿Quieres que te acompañe a casa? –me proponía en voz baja.
Yo asentía con un gesto y comenzaba a preparar mis cosas para la vuelta. Varias veces regresamos juntos y alegres a nuestra casa.
–¿Por qué no hice esto desde el principio? Ahora me siento tan feliz.
–Recuerda, para las mujeres no existe felicidad ni desdicha.
–¿En serio? Si tú lo dices, será verdad. ¿Y para los hombres?
–Para los hombres sólo existe la desdicha. Tenemos siempre que luchar contra nuestros miedos.
–Aunque no te entiendo, no me importa. Pienso continuar siempre con esta vida. El dueño y la señora del Tsubakiya son personas muy buenas.
–Son tontos, unos pueblerinos. Aunque no lo parezcan, son unos egoístas. Me hacen beber y beber con el propósito de aumentar sus ganancias.
–Pues claro, así funcionan los negocios. A propósito, ¿intentaste seducir a la señora, no?
–Eso fue hace tiempo. ¿El marido se dio cuenta?
–Lo sabe muy bien. El otro día dijo con un suspiro que tú sabías seducir y endeudarte.
–A lo mejor no soy más que un presumido, pero lo único que deseo es morir, no puedo evitarlo. Desde que nací sólo pienso en morir. Para el bien de todos, lo mejor será que yo esté muerto. Ese es un hecho irrefutable. A pesar de mis deseos, continúo con vida. Una especie de extraño y terrible Dios ha impedido mi muerte.
–Tienes cosas que hacer, ésa es la razón.
–Si te refieres a mi trabajo, eso no significa nada. No he logrado escribir una obra maestra, ni tampoco una mediocre. Si la gente afirma que una obra es buena, se convierte en algo extraordinario, si dicen que es mala, se vuelve una basura. Es justo como el aire que expulsamos y aspiramos. Lo que me aterra es la idea de que en algún lugar de este mundo está Dios, eso es. Existirá ¿no?
–¿Cómo?
–Existirá, ¿no?
–No lo sé.
–Bien.
A los veinte días de trabajar en el restaurante me di cuenta de que los clientes que venían a beber al Tsubakiya, sin ninguna excepción, eran unos delincuentes. Hasta llegué a pensar que mi marido era el mejorcito de todos. Además, no se trataba sólo de los clientes de aquel lugar, todos los que andábamos por las calles teníamos un pasado oscuro, ocultábamos algún crimen. Una señora cincuentona de muy buena presencia entró por la puerta de la cocina vendiendo sake, lo ofrecía con claridad a: “Trescientos yenes la botella de dos litros”. Se trataba de un precio muy inferior al que se ofrecía en el mercado, así que la dueña lo compró sin ninguna vacilación, pero resultó que no era más que alcohol disuelto en agua. En un mundo como aquel donde una dama refinada tenía que recurrir a ese tipo de tretas para sobrevivir, no era posible que nosotros pudiéramos vivir sin algún lado oscuro. Al igual que en un juego de naipes, si te tocan cartas negativas es imposible transformarlas en positivas. Eso no es factible, ¿verdad?
Si Dios existe, ¡por favor, que se manifieste de una vez!
A finales de enero, fui violada por un cliente del restaurante. Aquella noche llovía. Mi marido no se dejó ver por allí, pero un antiguo conocido suyo, el señor Yajima, editor o algo parecido, un cuarentón que en algunas ocasiones me había dado cierta cantidad de dinero para mis gastos, apareció en compañía de un individuo más joven que él. Bebían sake y hablaban en voz alta diciendo que no era bueno que la señora de Ôtani trabajara en un sitio como aquel. Hablaban medio en broma, supongo, así que intervine riéndome y les pregunté:
–¿Dónde anda esa señora?
–No sé dónde estará, pero lo que sí puedo decir es que es más fina y bella que Sacchan de Tsubakiya –afirmó el señor Yajima.
–Me hace sentir celos. Aunque fuera por una noche, me encantaría invitar a una persona como el señor Ôtani. Me gustan los individuos embusteros como él.
–Ya ves.
El señor Yajima le hizo un gesto a su acompañante y se me quedó mirando con despecho.
Por aquella época, los periodistas que venían al Tsubakiya acompañando a mi marido sabían que yo era su mujer. Algunos más se habían acabado enterando también y acudían al restaurante a divertirse a mi costa y quizá, gracias a esta circunstancia, el negocio prosperaba. No obstante, el dueño no podía disimular su molestia y mal humor.
Esa noche, el señor Yajima y su acompañante charlaban sobre negocios, creo que se referían al papel que se comercializaba en el mercado negro. Pasadas las diez se retiraron, y como seguía lloviendo y mi marido no aparecía, aun cuando todavía quedaba un cliente, comencé a preparar mis cosas para irme a casa. Fui hasta el aposento del fondo donde dormía mi niño, lo cargué a la espalda y salí.
–Señora, ¿me podría prestar de nuevo un paraguas? –le dije en voz baja a la dueña.
–Yo tengo un paraguas. Si quiere la acompaño hasta su casa –dijo un cliente que aún permanecía en el local. Un tipo de baja estatura y flaco, con aspecto de obrero, de unos veinticinco años. Se levantó y en su rostro pude observar su semblante serio. Era la primera vez que lo veía.
–Gracias, no se moleste. Estoy acostumbrada a caminar sola.
–¿Cómo dice eso? Su casa está lejos. Lo sé muy bien. Yo también vivo por Koganei. La acompaño. Señora, la cuenta, por favor.
En el local se había tomado sólo tres copas de sake. No parecía estar borracho.
Subimos juntos al tren, bajamos en Koganei, luego caminamos bajo el mismo paraguas por calles oscuras. Hasta entonces el hombre no había dicho ni una sola palabra, pero de pronto se desató a hablar.
–Sabe, soy un fanático de los poemas del señor Ôtani. Yo también escribo poesía. Varias veces he pensado mostrarle mis poemas al señor Ôtani, pero siento temor de hacerlo. No sé por qué.
Llegamos a casa.
–Muchísimas gracia, señor. Nos vemos pronto en el Tsubakiya.
–Bueno, sí, hasta luego.
El joven se alejó bajo la lluvia.
Alrededor de la media noche me despertó el sonido de la puerta de entrada. Pensé que era mi marido que llegaba borracho y permanecí acostada.
–Por favor, señora Ôtani, disculpe, disculpe… –Se escuchaba una voz masculina.
Me levanté, encendí la luz de la entrada y fui a ver quién era. Ahora, el joven que me había acompañado se tambaleaba, no podía mantenerse en pie.
–Señora, por favor, perdóneme. De vuelta a casa me detuve en un bar a tomarme unos tragos y ya ve usted… Vivo en Tachikawa, lejos de aquí, y cuando me acerqué a la estación ya había salido el último tren. Señora, le ruego que me dé posada por esta noche. No necesito futón, me puedo quedar aquí mismo durmiendo en el suelo. Por favor, permítame quedarme hasta que salga el primer tren de la mañana. Si no estuviera lloviendo me podría refugiar bajo el alero de alguna casa vecina, pero con este aguacero es imposible…
–Mi marido no está en casa. Si se conforma con dormir en esta entrada, no hay ningún problema, puede quedarse –le dije y le ofrecí un par de cojines rotos.
–Gracias, discúlpeme. Ay, estoy tan borracho –habló en voz baja como si experimentara un profundo sufrimiento. Se acostó enseguida y cuando regresé a mi habitación se escuchaban sus aparatosos ronquidos.
De madrugada, sin que pudiera ofrecer ningún tipo de resistencia, aquel individuo abusó de mí. Me violó.
Ese mismo día, como siempre, cargué al niño a la espalda y salí rumbo al restaurante.
Sentado en el suelo, mi marido estaba leyendo el periódico. No había nadie más en el local. Sobre una mesa se podía ver una copa de sake. La luz del sol de la mañana se reflejaba en el cristal, y a mí aquel reflejo se me antojó hermoso.
–¿Dónde están los demás?
Mi marido se volvió para mirarme.
–El dueño salió de compras y aún no ha regresado. La señora andaba hace poco en la cocina. Por ahí estará.
–Anoche no viniste, ¿verdad?
–Claro que vine. Si no veo el bello rostro de la Sacchan de Tsubakiya no puedo dormir. Vine a verla pasadas las diez y me dijeron que ya se había marchado.
–¿Y?
–Pues me quedé a dormir aquí. Llovía a cántaros.
–Yo también debería pedir que me permitan dormir aquí, para siempre.
–Si eso te conviene, pues adelante.
–Eso es lo que voy a hacer. No tiene sentido seguir pagando el alquiler de esa casa.
Mi marido continuó mirando el periódico en silencio.
–Ah, de nuevo están escribiendo falsedades sobre mí. Dicen que soy un falso aristócrata, un epicúreo. Ni siquiera han acertado. Lo correcto sería decir que soy un epicúreo temeroso de Dios. Fíjate, Sacchan, aquí han escrito que soy un bruto, un animal indigno de ser humano. ¿Será verdad? Ahora te puedo decir la razón por la que me llevé cinco mil yenes de este lugar a finales del año pasado: quería pasar un bonito año nuevo contigo, Sacchan, y con el niño. Como no soy un bruto ni un animal, puedo hacer este tipo cosas.
No se le veía particularmente feliz.
–Puedes ser un bruto o un animal –le dije–. Eso no tiene ninguna importancia. De momento nos basta con estar vivos.
(Título original: “Viyon no tsuma”, 1947)