IV

Si se hubiese tratado de un día normal, habrías vuelto a casa como cada día. Habrías terminado el turno, metido el portapapeles y algún cuaderno en el maletín y te hubieras despedido a paso ligero de los contables ceñudos que se quedaban hasta las diez, once, doce de la noche tratando de cuadrar las cuentas. Si hubiese sido un día normal, le habrías dado un beso a Cristina al llegar a casa, que lo recibiría con desgana, y te hubieras puesto a repasar la lista de la compra, o a pasar la mopa o a plancharte las camisas. Aquel día hubo un aviso de bomba, y los avisos de bomba en aquella época se tomaban muy en serio, ni siquiera se podía pensar que fueran fruto de una broma infantil, porque aquello era Barajas, Madrid, cerca de aeropuerto y trabajabais en una zona de alto riesgo. A un aviso de bomba ignorado le seguían normalmente ambulancias y escombros, caras tiznadas deambulando por la calle, figuras carbonizadas sobre el asfalto. Os hicieron desalojar el edificio por primera vez en años a través de las escaleras de incendios, y los contables apuraban los cigarrillos con la corbata mal puesta mientras bajaban los peldaños de dos en dos. No había lugar al cachondeo ni a las bromas porque si el aviso era real, quizá os tocaría pedir auxilio entre cascotes a aquellos que tan solo unos minutos atrás os habían estado contando que habían llevado a su hijo al Santiago Bernabéu por primera vez el fin de semana pasado o que el pantano de San Juan no tiene nada que envidiar a las playas del Levante. Cuando pusisteis un pie en la calle, la policía ya acordonaba la zona y gesticulaban para que acelerarais el paso. Semirramís se sujetaba la falda y el pelo mientras pasaba por debajo de la cinta policial; un chico del almacén preguntó si podrían volver pronto; la secretaria del gerente protestaba que no había derecho, los hijos de puta de los etarras. Tú te marchaste sin preguntar. Habías cogido el abrigo y, para la hora que era, sería difícil que entrarais de nuevo a la oficina hasta el día siguiente. Tomaste un autobús que te llevaría hasta el centro y desde tu asiento viste las sirenas de la policía sortear el tráfico de la Nacional II en sentido contrario. Los viajeros se aplastaban contra el cristal del autobús, y murmuraban, «algo ha pasado, algo ha pasado, ponga la radio», y el conductor sintonizó las noticias, sin rastro del aviso. Conforme llegasteis al centro, disminuyó la tensión del ambiente. Apenas se veían coches de policía y ambulancias por el centro, solo el trasiego indiferente de Madrid un jueves por la tarde: taxistas que tocaban el claxon, adolescentes fumando mientras contemplaban la luz del semáforo, señores con garrota que discutían sobre política en un banco al borde de la Castellana. Te apeaste cerca de Ópera porque en aquellas horas que le habías robado a la jornada laboral querías visitar una tienda de discos de segunda mano de la que te había hablado Miguel Ángel. Allí comprabas LPs de Queen y de Freddie Mercury, y soñabas con hacerte una pequeña colección de vinilos con el dinero que escatimabas de la cuenta común. La tienda hervía aquella tarde, nostálgicos con gabardina, parejas entusiastas y un señor con bigotes largos recorrían con dedos nerviosos las cajas de madera donde se desperdigaban abigarradamente los discos, todos ellos indiferentes a la posibilidad de que a quince kilómetros de aquel punto podía haber explotado un automóvil con ochenta kilos de amosal. Esta indiferencia madrileña, casi una resignación, te inquietaba por lo frecuente que era. Explotaba una bomba en cualquier lado de Madrid: gente llorando en directo mientras el reportero no quita la vista del objetivo de la cámara, «hubo un gran ruido, de cristales rotos, la tierra tembló», gente con la cara ennegrecida y un paño sanguinolento en la cabeza, acompañado del brazo de un miembro de la Cruz Roja; unas horas más tarde, la declaración institucional del presidente del gobierno lamentando la pérdida de vidas humanas a causa de la barbarie terrorista, «no nos derrotarán», viudas, hermanos, compañeros de trabajo desolados durante el homenaje con pancarta y políticos y sindicalistas cabizbajos detrás, banderas españolas a media asta; un mes después detenciones en Getxo, Andoain y Lasarte, la izquierda abertzale condena la represión del Estado español, un nuevo tiroteo acaba con la vida de guardias civiles. Se trataba de un cuento circular, un espectáculo indecente que se repetía, cada mes, cada semana y para el cual los madrileños solo hallaban una solución: seguir como si nada, como si se tratara de un ladrillo que un día se desprende y te abría la cabeza porque tuviste la mala suerte de que pasabas por allí. Llamaste a Cristina desde una cabina azul para decirle lo que había sucedido, y te respondió con frialdad. Te dijo que su madre se había puesto enferma y que pasaría la noche en su casa para cuidarla, después colgó sin explicarte mucho más, pero tú ya habías pasado alguna de esas noches con ella: vomitonas y falta de apetito, la cama me da calor, hace frío en esta habitación, por qué no me muero ya; el soliloquio de los que ven la muerte sentarse al borde de la cama y acariciarles la cara. Tú, en cambio, estabas en Madrid, solo y con dinero. Y aunque nunca fuiste un animal nocturno, cuando estuviste soltero no habías tenido ningún reparo en ir solo a cenar, al teatro, al cine, a comprar libros de segunda mano. Llegaste hasta Callao y te paraste a los pies de los cines. Admiraste los carteles pintados a mano de las películas que estrenaban aquella semana. Les buscabas las imperfecciones que los hacían genuinos, el color más saturado que el del póster real, las facciones de la cara más estiradas o achatadas que las de los actores, siempre con pestañas más gruesas o inexistentes, los ojos verdeazulados cuando debían ser castaños, pómulos superlativos o dientes que parecían limados a conciencia para que brillaran. Era, pensabas, la licencia artística del pintor, una reivindicación de la artesanía por encima de la fotocomposición; los defectos, te decías, estaban añadidos a propósito, porque la imprenta nunca cometía errores, salvo por el desajuste de las láminas que componían el póster, que duplicaban pecas o unían entrecejos que los actores se habían esforzado por mantener separados.

Como el timbre de una voz, o el olor de una persona largamente olvidada, alguien pasó a tu lado con unos andares familiares. Te giraste y te pareció ver la espalda de Fernando, que desaparecía por Hortaleza o por Valverde. No te dio tiempo a mirarle el culo, porque la figura se esfumó rápidamente junto a la de otra persona, a quien pudiste ver más claramente. Vestía pantalones de cuero, era más alto y robusto, llevaba gafas de sol a pesar de haber anochecido. Era extraño, si aquel era Fenando. Era extraño que fuera acompañado de un hombre con aspecto de forzudo de circo, que no llevaba nada bajo el chaleco que vestía. Pensaste que la fugacidad del instante te había presentado una visión confusa, que el trasiego de personas había mezclado elementos que no habías entendido. Te envalentonaste y apretaste el paso hacia aquella esquina mientras pensabas que aquella era una pareja extraña: un repartidor de paquetes con bigote y un personaje kitsch, de tantos que brotaban en el Madrid de Tierno Galván, mitad psicodelia posfranquista, mitad mamarrachada. Pusiste un pie en el centro lumpen de Madrid, que por aquellos años ya se lavaba la cara con artistas que se mudaban allí; te cruzaste con transexuales rotas y prostitutas viejas que esperaban en portales bajos donde fumaban y charlaban con sus proxenetas, ancianas con tacatá y señoritos arreglados que paseaban el perro; indiferentes a tu persecución. Fernando –¿era Fernando?– aceleraba cuando parecía que te acercabas a él; sí, parece que es él, no hay duda, era el mismo, y entraba a un local sin nombre, cuyo único distintivo era un garabato hecho de tubos de neón, cuya luz iluminaba la calva del tipo que custodiaba la puerta. Para que no te reconocieran, te cambiaste a la acera de enfrente. La puerta era maciza, con un ojo de buey ahumado que impedía ver qué ocurría en su interior. Solo cuando salía alguien del lugar, entre nubes de humo y carcajadas, podías escuchar fragmentos de una canción de los Pet Shop Boys. Dos tipos disfrazados de moteros norteamericanos se percataron de tu curiosidad. Levantaron la barbilla hacia ti y te dijeron, «qué pasa, loca», se echaron a reír y se besaron larga y profundamente. No supiste qué hacer, si retirarte o quedarte para que no notaran la violencia con la que te agitó aquella escena: casi podías sentir las dos caras barbudas rozándose, el aliento de otro hombre sobre tus labios, tan extraño al aliento de Cristina. Te imaginaste besando a uno de ellos y te asustaste, te aterrorizaba que ser espectador de aquella imagen prohibida durante tantos años hubiera revelado una debilidad que ocultabas largamente, que ahora te inundara y no pudieras dejar de pensar en hombres que se besan y se acarician, vestidos mínimamente, en la puerta de un bar gay. ¿Y si después de reírse de ti les daba por perseguirte a través de las calles de Chueca? ¿Y si una vez atrapado te empujaban el uno a los brazos del otro, y te tomaban por los hombros, te besaban en el cuello, hacían con tu cuerpo lo que prometían algunos hombres que harían con el cuerpo de algunas mujeres? ¿Y si te arrastraban al interior del bar, donde una cuadrilla de hombres vestidos de igual manera se frotaría las manos y entre risitas y comentarios por lo bajo, y allí te dabas cuenta de que el sonido de la música, el aire cargado de sudor, como en aquellas duchas de las convivencias con la parroquia, te hundían en un misterio placentero del que no quisieras huir? Te descubrirías como aquello que no querías ser, que nunca hubieras deseado ser, aquello que no podías ser porque era inmoral, asqueroso, inimaginable en un hombre casado como eras tú, y entonces no podrías volver a casa y mirar a los ojos a tu mujer porque te descubriría. «Desde aquella noche en la que se quedó a dormir con su madre algo cambió», lo notaría, sabes que te arrepentirías, sabes que lamentarías no haber entrado en un teatro o en un cine a ver una película normal sobre personajes normales. Volviste a casa andando. Durante dos horas esquivaste las calles principales donde pudieras tropezarte con alguien conocido que pudiera leer tu rostro y descifrar tu culpa, «a ti te ha pasado algo esta tarde, estás blanco, parece que has visto un fantasma, Pablo», te dirían, después lo dejarían caer a tu mujer, «el otro día me crucé con Pablo, qué mala cara traía, apenas me saludó, y ya sabes cómo es él, tan dicharachero y parlanchín, algo grave debía pasarle, porque no me lo explico de otra manera», te acorralarían y te obligarían a confesar aquello que viste. Al llegar a casa llamaste a Cristina por cada una de las habitaciones, habías olvidado que esa noche estabas solo. Te desnudaste con urgencia y te metiste en la ducha, el agua te quemaba la piel, apenas entraba aire en tus pulmones. Ni tan siquiera enchufaste el televisor para saber si el atentado finalmente se había producido, «otra página negra de la historia de España, con Franco esto no hubiera ocurrido, como decía tu madre, contra ETA, metralleta», frases prefabricadas que se intercambiaban en la oficina para expresar un dolor absurdo. Si al menos hubiera habido un atentado podrías explicar tu desasosiego, tu pánico, tus ganas de arrancarte la piel a tiras; es vil que pienses así, es malvado y cruel. Te aterrorizaba que Fernando hubiera sabido de tu persecución ese día, que aquella coincidencia en la calle hubiera sido un juego para él, le daría en el codo a su amigo y le diría, «haz como que no lo sabes, pero nos sigue un tío que trabaja en la oficina, aprieta el paso que nos pilla», y se reiría. Y ahora cuando volvierais a veros en la oficina te guiñaría un ojo, te diría, dónde te vi el otro día, dónde te vi, por qué me seguías y no nos dijiste «hola», pedazo de maricón, bujarrón, hijo de puta, cómo te metes en ese mariconerío de Chueca, sí, sí, no lo niegues, que te vi el otro día, tú, sí, tú, que sé que tienes mujer y que queréis tener un hijo, tú, sí hombre, tú, con tu trabajito y tu pisito de recién casado ahora te quieres ir con hombres, a hacer qué, ¿eh?, que te he visto, mariquita, como te descuides lo digo todo, a toda la oficina, así pensabas, así temías el día siguiente, y temblabas de miedo mientras sorbías una sopa de pollo recalentada.

Al día siguiente te aterrorizaba cada vez que se abría la puerta y entraba un mensajero; lo que imaginabas era, de alguna manera, lo que esperabas, pero aquel día solo aparecían caras indolentes que no daban los buenos días y que chupaban puros apagados. Tuviste la tentación de preguntarle a un mensajero gordo por Fernando porque llevaba el uniforme de la misma empresa de reparto, pero Semirramís se te anticipó y te dijo que menuda faena lo del desalojo de ayer, que ni bomba ni bombo, que había sido una broma de unos chavales y que les daría una paliza de buen gusto si fueran sus propios hijos. Se te ocurrió entonces ir a Chueca una tarde esa misma semana, como si volviendo a la escena, los espectros desaparecieran. Volver como un criminal que otea allí donde dejó el cadáver por última vez y quiere enterarse de cómo van las pesquisas o de si el muerto no ha resucitado o su fantasma busca al asesino entre la gente. Aquellas imágenes que habían sido tan poderosas el día anterior se esfumarían si las veías otra vez, aquellos dos moteros semidesnudos, gozándose en mitad de la calle por donde pasaba todo el mundo, era lo más normal del mundo, cualquier podría haberse detenido aquella tarde, cualquiera podría haber sido objeto de sus bromas, no solo tú, no solo los ancianos pervertidos, sino también chavales que van a la escuela, y gente que hace compras y los puteros que ahogan su salario en pensiones con colchones de gomaespuma mordida. Aquella tarde, sin embargo, volviste a casa. Cristina ya había vuelto de su vigilia. La besaste en la frente y le preguntaste por su madre, sí, no, está bien, come poco, duerme mal, menuda nochecita, en ocasiones creo que la odio, no quieres decir eso, Cristina, no digas eso de tu madre, después silencio y más silencio, y de repente, explotó:

–Quiero que vayas al médico, tú, sí tú. Al médico. Porque no es normal que después de tantos meses y tantos intentos aún no me haya quedado embarazada, todos los demás ya han tenido al primero e incluso al segundo.

Te tomó desprevenido, ¿qué mal sueño había tenido aquella noche? Le respondiste (y tú nunca respondías) que Angustias y Agustín no tenían hijos y parecían la mar de felices, que el ansia no era buena para estos casos, y se debió sentir engañada, que le tomabas el pelo. Se levantó con los puños cerrados y se echó a reír, se rio de ti y luego de Angustias, «me quieres decir, en serio, que me vas a poner de ejemplo a la cagapoquito de Angustias y al calzonazos de su marido, tú has perdido la cabeza, Pablo, tú estás mal, acaso no tienes una pizca de amor propio, Pablo, que no me tocas ni con un palo, a ti te pasa algo». Podrías haberle partido la cara en aquel momento, avanzar dos pasos y dejarle caer un puñetazo en la mandíbula y despejar así cualquier duda sobre tu virilidad. Tenía algo de bruja, sin duda. Justo hoy cuestionaba tu hombría y te arrojaba a la zona gris de la que habías querido escapar desde tu paseo de la noche anterior. Un puñetazo en la cara y se derrumbaría de una vez por todas la imagen del buen chico de Pablo, que tocaba la guitarra y cantaba con los curas, podrías haberle dicho, «no le busques las cosquillas a un hombre por muy educado que sea, porque no deja de ser un hombre». En ese instante, cuando la tenías frente a ti, la podrías haber metido en cintura, tirarla contra el sofá y apuntarle con un dedo, «ahora te vas a callar y vas a dejar de tocarme los cojones, que ya has rebasado todos los límites», la podrías haber aterrorizado porque eso era lo que hacían los hombres, dejar las cosas claritas sobre quién mandaba en casa, pero ya te lo decían en tu oficina, «tú, chaval, aún no te has caído del guindo», y ciertamente la agitación de Cristina ocurría a millones de kilómetros de aquel lugar. Rompió a llorar y la abrazaste, y le pasaste la mano por la cabellera, «estás cansada», le decías, y te juraste que nunca, jamás, le darías un hijo a aquella pobre mujer que odiaba la vida y te odiaba a ti, y que te imbuía del mismo desprecio que ella tenía por el mundo. Te detestabas por desearle un mal tan grande y cruel, pero más intolerable era permitirle traer una nueva vida al mundo y que la asfixiara con su angustia congénita. Le prometiste que sí, que irías a la Seguridad Social, a una clínica, al monasterio del Escorial si hacía falta para que te sacaran de los testículos el hijo que ella tanto necesitaba. Pero desearías que no ocurriera el milagro, no, no, nunca, le pedirías a Dios, si se quedara embarazada, que lo perdiera, por accidente, por voluntad divina, por aborto natural.

Al día siguiente no hubo ninguna entrega de paquetería. Quique te invitó a tomar café para que le sacases unas cuantas planchas de sellos del almacén. Otro fajo que revendería a otras oficinas a un precio más barato, «está bien, ahora te saco unas cuantas». No lo hacías por él, que había ido descubriéndose como un auténtico rufián y un maleducado, sino por Pili, a quien adorabas y de quien pensabas que debía ser una persona con una paciencia rayana a la tuya, y con los tres críos y un marido que se comportaba como otro, tenía, a tus ojos, un halo de santidad. Entraste en el almacén y recorriste los pasillos de estructuras metálicas y manchas de aceite en el suelo liso. Los operarios se gritaban de un lado a otro, mientras los toros mecánicos levantaban los palés y los llevaban a toda velocidad de un lado a otro. Le pediste a un operario que te ayudara a bajar un cajón alto, lo abriste y estuviste rebuscando, «dónde estarán los putos sellos», refunfuñabas; y odiabas un poco más a Quique, y sus modales soberbios, Fernando, ah, Fernando, qué haces aquí, se había presentado en el almacén, allí estaba, ¿una alucinación? Mantuviste el temple, que no se te note, aquí no te puedo recibir los paquetes porque no tengo el sello de la empresa, tienes que ir a recepción, entrégalo a Semirramís, no entendías qué hacía allí, si él no tenía por qué bajar al almacén. Estaba a dos metros de ti, de pie, sin decir nada, tú recolocando la caja con los sellos, qué quieres, qué es lo que quieres Fernando, era el único mensajero del que te sabías el nombre, qué pasa Fernando, es que me viste en ese bareto el otro día, a que sí, me viste en ese bareto de maricas al que ibas con otro tipo, querías decirle, sí, ya sé que me viste, querías decirle, que sé que eres un bujarrón y quieres que te empotre o qué te pasa, que te ponga aquí contra el cajón y empuje y empuje, pues olvídate, olvídate de eso porque estoy casado, tendremos un hijo, ¡vete!, querrías haberle dicho, querrías partirle la cara, gritarle homosexual y pervertido, preguntarle qué se siente al besar a un hombre, qué se siente al posar tus labios sobre una boca afeitada, húmeda, cálida, ¿daba asco?, ¿daba rabia?, ¿daba placer? Diste un paso hacia él, querías probarlo, ya estabas perdido, ya estabas dentro del círculo de espanto de los hombres que se abrazan, y se tocan, y se besan, y se restriegan las entrepiernas, querías besarle y apretarle la cara. Él te dio el paquete con media sonrisa y se dio la vuelta, dijo «chao» y pensaste que acabarían por cazarte y descubrirían lo que eras en realidad y la farsa que tan pobremente interpretabas, justo como los retratos deformes de los actores que colgaban en la Gran Vía. No os habíais besado, y querías haberlo hecho, aquella mañana, y descubrirte, y poner orden a aquellas estampas de tu vida que coleccionabas en tu memoria como si se tratasen de cromos de futbolistas: que si te habías encontrado más inquieto que el resto de los chicos en las duchas, que si tenías erecciones con Freddie Mercury, que si habías seguido a una pareja de gays hasta Chueca era porque tú también formabas parte de aquello, aquello estaba entrelazado en la fibra más íntima de tu ser, que era tu vida de la que se trataba y aquello también era un orden, y tú lo andabas descolocando a cada paso de tu existencia. Fernando desapareció y tú recogiste los sellos. Quique te esperaba, se había cruzado con el mensajero, y te sonreía, «¿qué?», le preguntaste, «¿conoces a ése?», te dijo, «¿a quién?», «al mensajero, coño, ten cuidado con él que me han dicho que es maricón», y Quique te hablaba con un costado de la mano tapándole la cara, y daba risotadas que eran ladridos, «ten cuidadín, no vaya a ser que te pille desprevenido a solas, tú siempre el culito a la pared»; menudo imbécil, Quique, mendrugo, quién era él para ir diciendo qué era o qué no era la gente, acaso te había molestado Fernando, «el culito a la pared», y metía y sacaba un dedo en el círculo que había hecho con el pulgar y el índice de la otra mano, y se reía, a quién le habría molestado Fernando, a quién había insultado. Le dijiste que aquello de los sellos se acababa, él balbuceó, «joder, macho, parece que te molesta», la empresa ha empezado a hacer inventarios y ya no te puedo dar más, lo siento, ni uno más, total, para el poco dinero que te sirve, no te merece la pena, como tú tampoco le mereces la pena a tu mujer, que es una santa, por aguantar a semejante imbécil.