A partir de entonces, el silencio reinó en tu casa. Un silencio extraño y tardío, el silencio de las parejas que ya se lo han dicho todo y de todas las maneras posibles. Y a pesar de que tratabas aún con cariño a Cristina, y la saludabas cuando llegabas a casa del trabajo, y la besabas cuando te ibas, vuestro tiempo de conversación se había acabado. Estabais perdidos en vuestro propio hogar y deambulabais por el piso escuchando el rumor de animales salvajes que esperan la noche para saciarse con vuestro sueño. En ocasiones venía algún amigo y rompíais el silencio.
–El médico dice que Pablo está perfectamente de ahí abajo –respondía cuando le preguntaban acerca de los hijos que no llegaban.
Tus amigos te reunían en comité cuando terminaba la velada y te decían lo mucho que habían notado el cambio en Cristina, lo suavecita que estaba, lo bien que la has metido en cintura, y te daban un codazo, y sonreías y les dabas la razón con alguna frase que hubieras robado de una conversación ajena y deseabas que se marcharan cuanto antes y no volvieran nunca más. Hacía tiempo que ya sabías que Cristina se había fugado de vuestro matrimonio y también sabías que había escapado de tu cuerpo. Vuestra casa tenía la textura de una oficina, de un hostal, de un almacén. Armarios donde dejar la ropa, un cuarto de baño impoluto y frío, una ducha donde quitarse el olor a detergente y el almidón que se utiliza en las cadenas de hoteles. Solo el fallecimiento de su madre y, unos meses más tarde, de la tuya, alteraron la ataraxia en la que os habías sumergido juntos. En el velatorio de tu madre, le limpiaste las lágrimas, la abrazaste, y la retuviste así durante unos minutos. Se desmoronó por completo porque tu madre, a pesar de todo, siempre la quiso más a ella que la suya propia y deseaba para vosotros lo mismo que todas las madres: un matrimonio feliz que se consolidara, unos hijos que no llegaban.
–Ahora estamos solos, Pablo, ahora estamos solos y huérfanos –dijo en el coche de vuelta del funeral–. Siempre lo he estado y pensé que casándome contigo mataría el hambre de esta soledad, Pablo. Pero junto a ti esta falta y este hueco que tengo en mi vientre se hacen más grandes. Tú haces que mi soledad esté más presente, más cercana. La noto, día y noche, la notaba en tus manos frías cuando tratabas de acariciar mi cuerpo al principio de nuestro matrimonio, la sentía fría cuando me quedaba por las noches velando los estertores de mi madre. Es posible que nos hayamos equivocado el uno con el otro, Pablo, desde el principio.
Su cuerpo era un acantilado al que hacía meses que no te asomabas; vuestra cama, una formalidad, un desierto. Ella misma había olvidado la intimidad. Sabía que no la deseabas; sabía que tú te preguntabas cada día por qué estabais juntos. Y, sin embargo, seguías allí. Porque durante los meses en los que su madre se moría, también cuidabas de ella. La esperabas cada mañana para prepararle el desayuno cuando volvía ojerosa y sudada de una noche sin dormir. Le dabas un beso y le preparabas café y pan caliente, le preguntabas por su madre y la despedías, «ánimo, cariño». «Cariño» la llamabas, cariño, nombrando la falta más grande en tu vida, la palabra sortílega que repararía los cimientos de vuestra familia pequeña. Y cuando su madre murió, ella siguió pasando noches fuera de casa, por inercia, quizá porque ya se había convertido en sonámbula y era incapaz de dormir; sleep no more, caminaría por las calles de San Blas, hablaría desde cabinas telefónicas, bebería en los bancos abandonados del parque, se columpiaría esperando que llegara el alba, dormiría en las camas de sus amantes. Ni tan siquiera le preguntabas dónde había pasado la noche, ni si echaba de menos a su madre. Os habíais separado sin necesidad de entrar en guerra, porque os habíais acostumbrado a la irrealidad de la situación, porque aquello os debió parecer natural.
Te daba pena que tuviera que escurrirse de vuestro apartamento para encontrarse con el hombre con el que te engañaba. Te daba tanta pena tu propia mujer como tú mismo, que durante años habías intentado forzarte a estar con ella y no lo habías conseguido, a pesar de haber seguido a pies juntillas el guion de la relación perfecta. El teatro de vuestro matrimonio cerró las puertas para siempre cuando te enteraste de la traición de tu mujer. Ya no hacía falta seguir fingiendo. Y ni tan siquiera podías reprocharle aquello: era un alivio que te desquitaba del sentimiento de traición que llevabas a las espaldas desde que aquella tarde en Chueca viste a dos hombres besarse, desde aquel paso que diste para besar a Fernando. Quisiste creer que, en otras camas, en otros cuerpos, podría ser feliz. Era un teniente de la Guardia Civil con el que se paseaba del brazo sin ningún pudor, supiste, y te despertó la curiosidad: cómo sería el tipo de hombre que sí gustaba a tu esposa, qué porte gastaba, cómo se las arreglaba para manejarla. Solo querías ver si la hacía reír, si la besaba, cómo hubieras sido tú si no hubieras sido tú, sino un hombre de verdad. Cómo hubiera sido la vida si ella no hubiese tenido la urgencia de tener alguien a su lado, si hubiera tenido la oportunidad de elegir entre más hombres, si, en definitiva, no se hubiera casado contigo. Solo en una ocasión los seguiste, desde lejos, porque los habías visto por un camino sin asfaltar, no muy lejos de vuestro piso, aún de uniforme, los ojales resplandecían bajo el sol, poseía unas facciones fieras, un entrecejo pronunciado. Lo conociste un día que llegaste a casa y allí estaba sentado, dueño y señor de tu sillón, de tu salón, de tu casa, con el tricornio reposando sobre la silla en la que se solía acurrucar tu madre. Cristina salió de la cocina, con una risa que tapaba con la mano, y decía que era un amigo a quien había invitado a comer. Por supuesto. Le dijiste que estabas encantado de conocerle y él te estrechó la mano con la robustez de quien puede darte una paliza al menor descuido, te retiraste y te escondiste en el cuarto de matrimonio, te tumbaste en la cama y rezaste porque no se quedaran a follar en tu casa. Intercambiaron chistes y bromas, y Cristina lo despidió en la puerta. Los escuchaste besarse en el descansillo, «Cristina, te van a ver las vecinas», pensaste, después no perdió la sonrisa en toda la tarde, no sabías si por una felicidad genuina o porque se alegraba de que hubieras contemplado aquella humillación en tu casa.
Apenas hablabas con el grupo de San Blas en aquella época, y nunca hubieras necesitado más a un amigo, solo te los encontraste durante el entierro del padre Miguel Ángel, con Josete, con Quique, con el Cabezón. Quique ya no se pasaba por la oficina porque había montado su propio negocio, ya no te pedía planchas, ni te decía que anduvieras con cuidado porque Madrid se estaba llenando de maricones, te invitaba a unirte a él, a trabajar codo con codo porque iba a hacer mucho dinero con los chinos. El Cabezón tenía tanta prisa que pensaste que azuzaría a Tomás para que terminara el sepelio cuanto antes y se excusó diciendo que había dejado a la niña con una canguro de la que no se fiaba; Josete, ajeno a todo, te pidió dinero, porque acaba de salir de la cárcel y apenas tenía para comer. Solo Miguel Ángel parecía estar presente en aquel entierro, solo él parecía saber qué es lo que estaba ocurriendo: que al final todos os marcharíais de San Blas, que él se quedaría allí enterrado para siempre, pudriéndose en la tierra dura y recalentada de Madrid, junto a sus hermanos que se volvían locos o a quienes se les secaban las venas por la heroína. No abrió la boca para decir adiós, ni dio las buenas tardes, ni os dio las gracias por venir; no supiste mucho más de él durante los años que estaban por venir.
A lo mejor entonces quisiste imaginar que el guardia civil dejaría embarazada a Cristina y se abandonarían mutuamente, y los siguientes diez o veinte años pasarías de ser un oficinista que apretaba el paso en las pedanías de Chueca a ser un padre que recogía a sus hijos del colegio y no tendría tiempo para distracciones. Porque seguías pasando por Chueca, el barrio del compositor de zarzuelas, te hacías el distraído e inventabas excusas por si alguna vez la casualidad hacía que te encontraras con algún conocido: una tienda de discos, un amigo imaginario, un regalo para tu mujer. «Fuera maricones», habían pintado en la puerta del pub, y aunque lo habían intentado fregar, aún quedaba el rastro del espray, una nota visual que reflejaba que nada había cambiado en España, a pesar de Almodóvar, Bosé, McNamara. «Fuera maricones», como una advertencia, como si se pudiera identificar a todos y cada uno de aquellos, y se les fuera a poner en línea en la frontera con Francia y mandarlos fuera de aquí, fuera de España, de cualquier lugar, a tomar por culo, y si no fuera así, se les acusaría de traer el SIDA, la droga, las orgías, la pedofilia, de querer destruir las familias, de formar lobbies que conspiraban contra el statu quo. Tú pasarías los siguientes años viendo crecer personas, alimentándolas y educándolas para que no anduvieran pintarrajeando en paredes de clubs gais; tú les enseñarías que propagar el terror era propio de ignorantes, de acobardados. A cambio de aquel activismo, tú renunciarías al amor sensual de cualquier tipo, al roce de la piel contra la piel, la excitación súbita, el querer entrar en otro cuerpo y que ese cuerpo entrara en ti, abandonarías el deseo, abandonarías el sexo, amén. Sí, tendrías hijos, Pablo.
Sin embargo, tus hijos no los pariría Cristina. Era ella, había sido ella todo el tiempo y cuando te lo dijo aquella tarde, que era estéril, había destrozado todos los cuadros de la casa y se había enroscado entre las sábanas de la árida cama matrimonial. Cuando lo supiste, sentiste un alivio vengativo, un orden en el universo que esta vez no se decantaba en tu contra. Ya no se trataba de Pablo, el impotente, el que huye cuando aparece el guardia civil, el homosexual embozado, el que no es un hombre real. La caída era conjunta, caíais en el pozo tú y ella, podría arrastrar al guardia civil, a los amigos que odiaba, era igual, seguiríais cayendo a ese agujero que era la vida sin hijos, la vida que os habías proyectado sin futuro, sin excusas para continuarla. Te dijo, «vete de aquí, porque no quiero verte», y saliste a caminar por el centro de Madrid, hoy sí, hoy entrarías en el local, hoy te lo consentirías, hoy no apretarías el paso por el Parque del Oeste, donde hombres solitarios hacían la ronda y se tocaban la visera de la gorra cuando se cruzaban, y se unían a otros tras los arbustos, hoy te demorarías y tomarías a uno de la mano e iríais al famoso bar. Sí, hoy entrarías al bar, decidiste con aire triunfal, tu mujer se alejaba de tu vida a la velocidad de las galaxias, nunca le había importado que estuvieras allí, qué más daba si sabía que tú también podías enamorarte de un guardia civil. Entrarías, tal vez te encontrarías con Fernando, tú llevarías una gorra y te tocarías la visera en cuanto lo vieras, os tomaríais una copa, os saludarías sin tener que reventaros las manos, cómo tú por aquí, Pablito, cómo tú por aquí, si es que lo sabía, si es que nos reconocemos entre nosotros, tenemos un sexto sentido, un olfato, un radar, y por eso nos tenemos que proteger y meternos en bares sin nombre, en barrios asediados por la porquería y el desencanto, tenemos que escondernos en estas alcantarillas donde nadie en su sano juicio querría vivir, como San Blas, pero más húmedo, más goteante, más cálido. Fuiste al centro, sin pensar en qué dirías si te asaltaba algún compañero de oficina, «voy a enamorarme», le dirías, y te reías mientras lo pensabas, y canturreabas una canción de Frankie Goes To Hollywood a la que acabas de coger el sentido, The whispers in the morning / of lovers sleeping tight, te afirmabas para qué había servido de algo estudiar inglés, para qué bajar al quiosco cada semana a comprar las cintas que ponías en el walkman, para entender que tú también tenías derecho a aparecer una mañana ojeroso y feliz, también tenías derecho a ser inundado con el júbilo de despertar junto a alguien que te quiere comer a bocados, eso decía la letra, eso decían las palabras en inglés que te mandaban desde otros países donde no había tanta duda, tanta rabia, tanta melancolía por el simple deseo de querer ser feliz.
Cuando llegaste, el bar había ardido: los bordes de la puerta estaban tiznados y eran gritos que trataban de escaparse hacia el cielo, impresos como sombras sobre la fachada. El ojo de buey reventado dejaba ver un interior oscurecido, con los asientos en la barra derretidos y pegados al suelo, una viga se había desprendido y cortaba el paso hacia el interior. Había botellas, vasos, cazadoras, pósteres a medio quemar, había sido abandonado en la urgencia del incendio y su espíritu aparecía muerto. El neón agonizaba en la entrada, fulgiendo tímidamente por aquel sitio en el que nadie volvería entrar. Aquella visión fue la visión de un Madrid donde ya no quedaba nadie, nadie sano, nadie en el mundo que pudiera hacerte feliz. Alguien te chistó desde la acera donde una vez espiaste a una pareja que se besaba, «vente conmigo si quieres pasar un buen rato». Te giraste y no viste a nadie. Escuchaste unas carcajadas que se retiraban. Un gato que corría de un lado a otro de la calle se paró en frente de ti, se relamió los bigotes y se perdió. El rumor lejano de la Gran Vía. Las gotas sucias que caían de los andamios de una obra paralizada.
Cristina volvió a dormir en casa todas las noches. No te hablaba y volvía a negarse a ser feliz, pero tenerla a tu lado, en tu cama, por más que apenas fuese un bulto que respiraba, te daba paz. Seguisteis con la representación de vuestro matrimonio en cines, en exposiciones, de compras, en restaurantes, sin decir nada, frente a frente, sin levantar la mirada para no veros reflejados en vuestra soledad. Ya no la encontrarías por los caminos sin asfaltar del brazo del guardia civil porque sabías que ya no lo vería ni a él, ni a ningún otro, ¿con qué propósito lo iba a hacer? ¿Qué objetivo tendría? En aquellos días oscuros acudiste a Tomás, «Cristina y yo no hacemos buen matrimonio, no podemos engendrar», «Cristo tampoco engendró y tuvo muchos hijos, todos nosotros», «Tomás, ya sabes a lo que me refiero, esto nos causa mucha infelicidad», querías que os diera una bula, un consejo, que santificara vuestra separación, que os concediera un divorcio católico, «Tomás, queremos tener un hijo y no podemos, nuestra familia está extinta, no puede Cristina, no le funcionan los ovarios, no puede quedarse embarazada». Tomás te sonreía, siempre sonreía porque tenía una solución para todo, una respuesta que arreglaba lo que estaba desordenado. «Quizá podáis acoger en vuestro hogar a los hijos de otros, a aquellos a quienes no han querido». Esperabas otra cosa del santurrón. Que Tomás intercediera por vosotros con el Altísimo y os concediera un milagro. Que entonara un salmo oculto, una contraseña que le permitiera una reunión con Dios, que lo hiciera aparecer en forma de rama de olivo flamígera, y que con voz ronca, les dijera, «mira, mis fieles quieren un vástago que los ame y los proteja cuando sean ancianos, haz que la simiente de tu hijo Pablo florezca en el vientre de tu hija Cristina», algo así, o que una paloma le anunciara que se quedaría encinta, un acto macabro o descabellado, y que así Cristina quedara embarazada y que gracias a este acontecimiento, os tornaríais cristianos a tiempo completo, con una fe renovada e inquebrantable esta vez. Una fe y un misterio con el que educaríais al primogénito, al cual harías saber, contra toda lógica, que su existencia no era debida a la biología ni la teoría de la evolución, que su agente creador había sido la misericordia de Dios Nuestro Señor, sin olvidar, eso sí, la injerencia teológica del cura Tomás, quien se encargaría del bautizo, comunión, confirmación y todo lo necesario para que no se descarriara de la fe cristiana que lo había traído a la vida. Convenciste a Cristina de acudir a las sesiones de educación para nuevos padres, y lo mantuvisteis en secreto a vuestros amigos, ya que tu mujer recelaba de amamantar a los hijos de otros. Os hablaban de la gran misericordia, de Moisés y del Éxodo 2:10: cuando el niño creció, ella lo llevó a la hija del faraón, y vino a ser hijo suyo; le puso por nombre Moisés, diciendo: pues lo he sacado de las aguas; o Hechos 7:21, después de ser abandonado, la hija del faraón se lo llevó y lo crio como a su propio hijo. Sí, sí. Allí estaba en las Escrituras, predestinado desde hace dos mil años, adivinado por escribas de luengas barbas e idioma desaparecido, nada había de pecaminoso, erróneo o extraño en aquello: podríais ser padres. Cristina lo veía con suspicacia: de dónde salían aquellos niños, por qué los habían abandonado, no vendrán con taras, te preguntaba, y tú le respondías, «Cristina, nosotros ya hemos sido abandonados, nada nos separa de ellos, todos somos defectuosos y brillantes».
Los conocisteis: tenían diez y cinco años, él era mayor que ella, eran hermanos, no eran exactamente lo que uno pensaba que sería una adopción moderna: una chinita, un negrito hijo de aquellos que llegaron de milagro a la Península, un nene cuyos padres abonaban el fondo marino, un niño de un orfanato ruinoso del Nepal que lloraba con los mocos colgando. No eran nada de eso: él se llamaba Rubén, ella Marta, y ya habían estado en otras casas, ya habían estado en otras familias, que a su vez los habían abandonado. Rubén dejaba marcas blancas en la mano de Marta el día que os lo presentaron, apretaba los dientes, te amenazaba con los ojos; si tratas de separarnos, te mato; si haces daño a mi hermana, te mato; si tratas de convertirte en mi padre por las bravas, te mato; porque sois todos iguales, todas estas familias que dan palmaditas en la iglesia y se dan la paz como hermanos, todos los matrimonios que no pueden tener hijos y creen aportar bien al mundo llevándose a un par de desheredados de la tierra a sus casas despobladas y que, cuando se hartaban, los devolvían, los retornaban sin garantía: no es para nosotros, estos chicos son demasiado mayores, dan demasiada guerra. Rubén tenía el pelo fosco y era delgado como si no hubiera comido desde su nacimiento; Marta aún se chupaba el dedo a los cinco años y se había quedado atrapada en la crisálida de la infancia. De dónde venían estos niños rotos, por cuáles casas habían pasado, en qué camas habían dormido, por qué no los habían querido. Te dieron la mano con sospecha, los llevasteis a casa para que los cuidarais y amarais, cuánto habrían pasado, cuántas veces habrían pasado por una puerta esperando que fuese la última.
Las primeras semanas en vuestra casa fueron una batalla, y la vida pasó de librarse en el hielo a pelearse a cuchillo. Se negaban a comer, a dormir, a vestirse con la ropa que les habíais comprado; se negaban a consideraros padres, se reían de vuestros esfuerzos torpes, os retaban por ser primerizos. Rubén se escapaba y llevaba a Marta consigo, y Cristina y tú los buscabais por San Blas y cuando los encontrabais respirabais aliviados al unísono. Fue raro conocer a una Cristina que colaboraba contigo, que en cuanto llegabas a casa te decía, «se han vuelto a escapar, coge el coche», y que te trataba como a un igual. Los encontraríais casi siempre en la puerta de la parroquia, a Rubén cubriendo a su hermana con los brazos, protegiéndola de los golpes invisibles de la vida; Marta con el pulgar siempre en la boca, apenas gimiendo como si necesitara agua, comida, compañía. Se trataba de cansarlos, de llevarlos una y cien veces de vuelta y demostrarles que ningún lobo se escondía bajo sus camas, que allí sí podían ser hijos de alguien, de Cristina y de Pablo, que saldríais de vuestra separación siempre que lo necesitaran. Ejercías de padre y Cristina de madre de aquellos dos desgraciados que habían estado tan perdidos como vosotros, y por eso podría decirse que aquellos momentos fueron los primeros que os trajeron la felicidad como matrimonio.
Ahora tu vida en casa tenía un color y una forma. Es cierto, te sacaban de quicio y a veces querrías haberlos atado a la pata de la cama y azotarlos hasta dejarlos inconscientes. Mas aquello te llenaba y por primera vez en mucho tiempo deseabas terminar la jornada en la oficina para volver a casa a desesperarte con Rubén y con Marta, y para tranquilizar a Cristina. Tanto es así, que no fuiste consciente durante semanas de que Fernando no había vuelto a pasar por la oficina, que las entregas las realizaba otra persona y asumiste que lo habían despedido, o que había cambiado de trabajo, o de ciudad, o de vida, y solo en una ocasión se te ocurrió preguntar por él a un chico que llevaba el mismo uniforme. Lo hiciste como quien pregunta por un amigo de la escuela del que no sabías nada desde hacía veinte años, sí, Fernando, sí, uno que venía por aquí, un chico guapete, y el nuevo chico se quedó en silencio durante unos segundos, preguntándose si debía decirte qué fue de Fernando, qué, qué ha pasado; el chico se inclinó sobre el mostrador y te dijo que Fernando había muerto, que llevaba enfermo algún tiempo, «algo chungo, algo muy muy chungo, eso que dicen del SIDA, yo creo que era eso, de lo que se mueren las prostitutas y los drogadictos y los maricones, yo creo que era un poco sarasa, sabes, algo pillaría por ahí, vete tú a saber».