La sombra que había habitado desde el principio en Cristina se convirtió en un tumor en sus ovarios estériles; al menos así lo quisiste creer, que carácter y metástasis bailan juntos, que hay personas cuyos humores los intoxican y otros que no; querías que un pensamiento mágico resolviera aquello, que ciencia y razón desmentían, que incluso tu propia historia negaba (tu madre había fallecido por el cáncer y ella fue puro júbilo hasta el momento de su muerte). Murió porque quiso morirse, y lo hizo como un abandono voluntario, cansada de la derrota, cansada de ti, de sus hijos. Por aquellos días se libraban las batallas más cruentas con Marta y Rubén. Habíais ganado no solo el título de padres, sino también el de policías, el de jueces, el de verdugos. El pasado brutal de vuestros hijos asomaba la patita en vuestras peleas: os hacían pagar el abandono y el maltrato que habían padecido con escapadas a mitad de noche, a una cabaña a la que iban, Dios sabe cómo, en la vera del río Henares, a cuarenta kilómetros de donde vivíais. La enuresis de Marta, la ira inapagable de Rubén eran pecios que ibas recogiendo para entender lo que habían sufrido. Y mientras tú apagabas esos fuegos, Cristina se fue apagando y murió como había vivido, casi sin notarse. Cuando supo la noticia de manos del doctor, podrías decir que se sintió aliviada, como si hubieran puesto una fecha final a su sufrimiento y, en cuatro o cinco meses, no tuviera que respirar el aire envenenado de la tierra que pisaba.
Había entre tus hijos y tu mujer una sintonía propia de seres que se reconocen en el padecimiento. Al principio se os hacía difícil pronunciar esas dos palabras juntas, «nuestros hijos», «mis hijos», concederles esa categoría a dos desconocidos que hasta hacía unas semanas no eran más que una historia anónima. Hasta que les concedisteis aquel título, no eran más que dos niños desgraciados que no hablaban de su pasado. Tomás os dio alguna pista de sus biografías: tres familias los habían dejado en la calle; tres familias que podían haber sido como la vuestra, que durante meses o años habían deseado tener cerca a personitas a las que pudieran llamar hijos; familias que habían comprado ropa y muebles y los habían acondicionado en una habitación de su piso para que Rubén y Marta se pensaran en un hogar. Familias que tras meses de discusiones a puerta cerrada para que los niños no escucharan, tras un día en el que ella dice que no puede más y él asume la vergüenza de hablar con la agencia de adopción y con Tomás, deciden devolverlos, porque pegan, muerden, lloran, se orinan, insultan, destrozan los muebles, queman las cortinas, descienden desde un quinto con una cuerda hecha de sábanas, amenazan con matarlos. Deciden devolverlos, como quien devuelve un jersey que no le gusta o un televisor que no funciona: tres veces, tres familias, seis padres se reunieron con Marta y Rubén y los despidieron de sus casas, «no funciona ni para vosotros ni para nosotros», y desmontan la habitación y la sellan con trastos, con ropa para tirar, para no sentir vergüenza cada vez que pasan por delante. Tres veces se llevó a cabo esta operación de prueba y garantía, y ahora, eran ellos, los chavales, los que pedían ese retorno por cuenta propia, y así ahorrar el bochorno que debían pasar sus padres adoptivos. Nos vamos nosotros para que no tengan que hacer el paripé de decirnos que, como hijos, no valemos nada, que ellos se esperaban otra cosa, no sé, que fuéramos agradecidos, que los miráramos con ojos de corderitos, que esta novela fuera Oliver Twist y nosotros fuéramos los huerfanitos que, gorra en mano, anunciamos que es Navidad. Y es verdad que nunca nada es así, como en las novelas, porque fuera de estas hay padres que abusan de sus hijos, los queman, les tiran del pelo, se ríen de cómo visten y los dejan sin comer durante días, hay madres que los dejan encerrados en coches con la ventanilla abierta toda la noche mientras se van a una discoteca y cuando vuelven con un maromo o una pelandusca a las cinco de la mañana les disgusta que sigan allí, que no se hayan volatilizado y desaparecido de la faz de la tierra. No, no, ahí están en el asiento de atrás, con ojeras de no haber dormido, delatando a la progenitora o progenitor frente al tipo con el que aspiraba a pasar la noche. Tres veces les había ocurrido, Pablo. ¿Por qué tú y Cristina ibais a ser diferentes? ¿Por qué iban a posar contentos en una fotografía que luego enseñarías orgulloso a tus amigos y vecinos durante años? ¿Por qué?
Porque tú, Pablo, tú siempre has tenido un corazón que no te cabía en el pecho, tú siempre has tenido la grandeza de los hombres que se fijan en la lluvia y comprenden más allá del agua que cae, tú siempre viste la primavera y el florecimiento, tú viste en Rubén y Marta a tus hijos desde el primer minuto, desde el momento en que te los presentaron bajo el portal de la parroquia. Rubén no soltaba un instante la mano de su hermana, le costó convencerse de que los cuidaríais y los amaríais sin condiciones. Cristina no salió del coche, lo vio desde el asiento del pasajero y no salió para decirles ‘hola’, los miró por encima del respaldo y les preguntó cómo estaban, si tenían hambre, si tú necesitabas algo. Y así fueron los años duros que siguieron a aquel momento, de observación para Cristina, contradicha por querer tener hijos y tenerlos, y que no hubieran nacido de su dolor. Tú eras el que los levantabas por la mañana, tú eras el que te enfadabas con ellos porque no querían dejar de dormir juntos, tú eras el que conducía a las tres de la mañana por unas calles repletas de drogadictos, trapicheros y travestis como Felisa, que a veces te servía como delatora, «¿los peques? No los he visto... Menudos trastos los niños, ¿verdad?», y en su sonrisa ya solo quedaban encías, Felisa, antes llamado Felipe, vestido con medias y sujetadores sucios; Felisa, que ya no te daba miedo porque el tiempo de la transgresión se había acabado, el de los hombres que se hacían pasar por mujeres y el de las mujeres que se hacían pasar por hombres, hasta Almodóvar recogía Óscars y daba las gracias a una industria de blancos y de heteros. Los maricas los habían dejado atrás, para los programas de recuerdo de la Primera el día de Nochevieja, qué loco aquel tiempo, qué músicas, cuánta droga, qué confusión aquella, Franco nos dejó con ganas de libertad y la bebimos a bocanadas y tanto la bebimos que hemos terminado siendo lo que teníamos que ser: familias, hombres de bien, tanto da si maricas o heteros, ante todo, ante todo, gentes de bien, que se casen y adopten, que se depilen y se compren potingues para las arrugas, que follen con condón y hagan campañas LGTBI en pelota, que se compren camisetas arcoíris el día del Orgullo; eran los tiempos que tocaban, era lo que tenía que suceder después de visitar los extremos, que todo el mundo se compre un coche, un piso en la playa, veranee en Sitges, que todo el mundo sea limpio, sobrio, que trabajen en oficinas y compren perros, que vayan al cine y a catas de gin-tonics; y los que no se adaptaron, murieron o se suicidaron, y nadie los llorará. Y tú, tú, Pablo, no lo niegues, te convertiste en algo de aquello y veías a Felisa con compasión y hasta con desprecio, a pesar de que estaba más cerca de ti que tú de tu mujer o que de tus amigos de San Blas, aquellos que tomaban el cuerpo de Cristo, amén, y agachaban la cabeza y cantaban en voz baja, y luego decían que preferían un hijo drogadicto a uno maricón. Tú habías huido hacia delante, primero me caso; después me mantengo haciendo equilibrios en mi matrimonio, con la nariz tapada; luego, busco un hijo, la hija, la parejita. Era tu vida un proceso de ir encontrando gente para evitar descubrirte como lo que realmente eras. Y por eso te encargabas de ellos constantemente, para evitar pensar, para evitar parar y preguntarte si había merecido la pena. Te pateabas Madrid en busca de psicólogos especializados, en busca de espías y confidentes que les siguieran la pista, porque así conseguías pertenecer a algo que los demás reconocían y de lo que no sospechaban.
Rubén y Marta te pusieron a prueba durante los años previos a la muerte de tu mujer, porque fumaban y se reían de ti, porque le prendían fuego a los muebles de la casa y te decían hijo de puta y gilipollas, porque escupían la comida sobre el plato y decían, «menuda puta mierda, lo que quieres es envenenarnos», y os señalaban y os llamaban imbéciles. Y aguantabas y les alzabas la mano, y les decías, «a mí no me toques los cojones, niño, que te parto la cara», y entonces Rubén se encaraba contigo, y Marta se meaba en las bragas. Pero daba igual, porque sabías que tan solo te estaban cogiendo la medida: ¿hasta dónde podrías? ¿Hasta cuándo aguantarías? Y tú eras más listo, Pablo, porque si no hubieras tenido fuerzas para aguantar a aquellos dos boniatos, quizás tendrías que haber hecho frente al hecho de que eras el único anormal de tu grupo: el único que acudió al médico a hacerse las pruebas del SIDA porque habías tratado con un enfermo, Fernando, justo después de enterarte de su muerte: te preguntaron, «mantuvo relaciones sexuales con algún infectado, ha recibido transfusiones recientemente, ha compartido jeringuillas». Ante esas preguntas, meter a dos niños en cintura era sorprendentemente fácil o, al menos, más fácil que darle realidad a la sospecha que todo el mundo tenía sobre ti.
Hubiera sido fácil devolverlos a la iglesia y que Rubén apareciera quince años más tarde con el cuello rebanado por un ajuste de cuentas, y Marta con tres hijos de cadáveres distintos, tres aventureros que hubieran visto su vulnerabilidad y se hubieran aprovechado de ella, de su inocencia cristalina. Tu propósito educativo era sencillo: solo querías que no tuvieran que mentir, que no tuvieran que vivir la farsa que tú habías tenido que montar y dirigir, que fueran fuertes ante las acusaciones de tus amigos: el Cabezón decía que no merecía la pena, con unos niños tan rabiosos; y Pitita que eran graciosos y tal, pero que ella no podría, que a saber qué les habían hecho.
Y a todo esto murió Cristina, se apagó, como venía haciendo desde el momento en que adoptasteis a vuestros hijos.
Cristina murió. Y no os disteis cuenta.
Durante el sepelio, Rubén y Marta te estudiaban con distancia, seguramente esperaban que los echaras de casa. Si ya no está la mujer, ¿qué familia es posible?, pensarían. Esperaban que te desmoronaras, que lloraras la desaparición de la chica con la que te habías casado por conveniencia y aburrimiento, y por la que no derramaste una sola lágrima. Lo sentías, sí, por Cristina, y así se lo decías a Quique, «lo que más pena me da es saber que no quiso ser feliz, que no se dio a sí misma la oportunidad de disfrutar de su vida, de sus hijos». Y ahora qué harías, sin una mujer en casa: la retahíla de Tomás, Angustias, los meapilas de toda la vida. Y tú te contestabas: querrán decir qué hago sin esta mujer que ha sido al mismo tiempo carga y disfraz y yo tengo la respuesta: la dicha.
Las primeras semanas Rubén te evitaría: aquella muerte era la última prueba, la gota que colmaba el vaso, el momento de echarlos. Marta, por si acaso, se agarraba más a tus piernas que a las de su hermano.
Y, en esencia, nada cambió. Siguieron yendo al colegio, siguieron suspendiendo, seguiste acudiendo a las reuniones con sus tutores en las que te decían qué posibilidades laborales tenían, y tú le preguntabas, «Rubén, ¿tú que quieres hacer?», «no sé», «¿te gustaría arreglar coches, ser mecánico, manejar una grúa?», «no lo sé, no lo sé», estaba desconcertado, tenía miedo, sí, y tú no, tú estabas repleto de amor por él e iba cediendo, poco a poco. Marta era más inteligente: sabía que un padre viudo es más frágil y no quiso añadirse a ninguna otra pelea. Así que en las siguientes escapadas, Rubén se marchaba solo y Marta te ayudaba a encontrarlo: seguro que ha ido allá, a beber cerveza con los amigos, y acudíais los dos y lo traías por la oreja, a ver si así quedaba ridiculizado frente a sus colegas de litrona y porrito, que todavía eres un mico, que tu padre viene a recogerte, no sabes rebelarte o qué te pasa. Hasta que finalmente ganaste por cansancio, se aburrió de haceros la vida imposible al resto de la familia, porque hacerte daño a ti, era hacerle daño a Marta, porque él tampoco era tonto, y veía cómo Marta te adoraba, y te pedía que le ayudaras a colorear animalitos vacíos en cuadernos, y cómo te disfrazaba de león, de tigre, de cebra, y se partía de la risa y Rubén debió pensar que si te dejaba, tendría que abandonarla a ella también, y por él, tú podías comer mierda, pero Marta, Marta, Marta... Después de tres familias y orfanatos, y una madre adoptiva que se muere, eran demasiados abandonos para una vida tan corta. Así que se quedó, se convirtió en un buen chico, cuidó de ti, pensó en estudiar mecánica, a condición, eso sí, de nunca llamarte papá, que aún no te habías ganado el título. Y es cierto que nunca ganasteis ese título, siempre habíais sido Cristina y Pablo; o gilipollas, maricón, hijo de puta, en los malos tiempos.
Pero los malos tiempos ya habían pasado, y la vida transcurrió levemente, durante unos meses, y entendiste que eso también era amor, que eso también era la plenitud.
Y eras feliz. Por supuesto que lo eras. Y eso era la dicha.
Buenas noches de nuevo, señoras y señores, vamos a entrar a hablar ya de la semana, haciéndolo de la muerte de Freddie Mercury que es el penúltimo rostro del SIDA, hace dos años, más o menos, hablaba en este programa en Informe Semanal...
Nunca llorabas en los entierros: ni en el de tu madre, ni en el de los padres de Miguel Ángel, a quienes querías como a un tío cercano. No lloraste cuando Cristina murió en vuestra cama y cuyas últimas palabras fueron «ojalá todo hubiera sido de otra manera, ojalá, Pablo». No lloraste cuando un psicólogo os dijo rodeado de sus títulos, másteres y diplomas que Rubén era un caso perdido, un sociópata de manual, que su único destino era la cárcel o el cementerio y que, si no era vuestro hijo, era mejor dejarlo correr. No le creíste. Y Rubén se convirtió en un hijo querido y manso.
Freddie Mercury había muerto un 24 de noviembre, justo unos días después de declarar que tenía SIDA. Estaba muerto y lo habían enterrado siguiendo un ritual zoroástrico, pero tú te habías enterado seis días más tarde. Nadie te había dicho nada, nadie lo había mencionado en la oficina, porque allí no había nadie a quien le gustase la música de Queen o la música, en general. Te enterabas ahora a través de las palabras de la seria Mari Carmen García Vela, en un televisor que apenas enchufabas, si no era para entretener a tus hijos para que comieran sin darte demasiada guerra. Había una sobriedad amarga de presentadora de televisión estatal en sus palabras, el pelo liso que le llega a los hombros, los ojos entristecidos mientras lee el nombre de Freddie Mercury en el teleprónter, Freddie Mercury, y te preguntabas si no era aquel cantante que tanto te había gustado hacía unos años, tantos que podían haber sido décadas, ¿era Freddie Mercury, el chico del bigote, el cantante de Queen, de quien te habías comprado tantos discos...? Escuchar el nombre era escuchar la noticia de que el amigo con el que habías estado de cháchara hasta tarde el día anterior había muerto fulminantemente, que lo había atropellado un camión o se había suicidado en cuanto había llegado a casa, y en ese momento tratabas de recordar cuáles habían sido las últimas palabras, si había dejado alguna pista en vuestro encuentro, la traza de algún sentimiento que, de haber captado, podría haber impedido su pérdida. ¿Cuándo había sido la última vez que habías pensado en Freddie Mercury, o habías escuchado la voz de Freddie Mercury, cuándo tú y él os habías abandonado? Recorriste los años desde tu matrimonio con Cristina hasta ese preciso instante, y pensaste qué día dejaste de poner sus discos, de leer las letras una y otra vez, ¿hacía cinco años, siete años? ¿Qué había pasado? De repente, parecía que el que iba a morir eras tú y por eso contemplabas tu vida como una película hecha con polaroids y malas grabaciones de vídeo.
Freddie Mercury había muerto seis días atrás, de SIDA, y tú, sin embargo, habías transcurrido por tu vida con tus preocupaciones inanes, que si los niños, que si el coche, que si las vacaciones, que si la Navidad, preocupaciones de cualquier familia normal que quiere salir adelante, seis días en los que hiciste todo lo posible por que tu familia fuera, sí, una familia con todas las letras, sin mujer, y sin biología mediante, pero familia; y aquel hombre del bigote agonizaba, se moría y lo enterraban en algún cementerio de famosos, y te decías, Freddie, Freddie, por qué me has abandonado, lejos estás de mi socorro, Salmos 22:2, a ti te clamaron y fueron liberados, en ti confiaron y no fueron confundidos; de repente la Biblia habla de Freddie y de ti, como si ya lo hubiera previsto.
Extremadamente delgado, virtualmente ciego, sedado, así lo narraba la voz de un hombre joven, la cara del SIDA, con epítetos tan engolados como innecesarios: el guionista, tratando de hacer méritos para este momento tan histórico, añade adjetivos para embellecer la brutalidad del momento: aparecía Freddie con el rostro comido por el gris de la muerte, el mismo que pintó la Parca en el rostro de Cristina una semana antes de que muriera. Freddie lo había sido todo para ti, durante un periodo en tu vida. Había muerto y nunca más volvería a existir, cenizas a las cenizas, etcétera, mañana habrá una tormenta, un accidente, la publicación de un LP por cualquier otro grupo y Freddie Mercury será pasto de la nostalgia y de los bueno deseos, quedará fijado eternamente en la juventud mientras Brian May y los otros envejecen y crían canas y hablan a la cámara de lo maravilloso que era y contarán anécdotas y chascarrillos que algún idiota doblará al castellano.
Y seguirá muerto.
Y entonces empezaste a llorar frente al televisor, mientras servías un puré de verdura a tus hijos. Un puré que tenías que pasar por el chino para que Marta se lo comiera y al que secretamente añadías leche o mantequilla porque era lo que tu madre te decía que hacía para que ganaras peso, y Marta estaba aún muy flacucha. Allí te quedaste, con el cazo suspendido en el aire, dejando caer gotas de puré fuera del plato y los dos niños mirándote, y ahora qué le pasa a este. El Freddie de la portada del disco, con los dos dientes de conejo que le daban un aire infantil, inocente, el del vello en el pecho, se había esfumado y ponían una imagen en la que se le veía enterrado bajo capas de maquillaje blanco que anunciaban muerte, muerte, muerte. ¿Nadie lo había sospechado? ¿Nadie se preguntó si se estaba pudriendo por dentro? Murió a los pocos días de anunciar que estaba enfermo y no tuviste tiempo de velarlo, de prepararte para que se extinguiera, no pudiste acompañarle en su tránsito, aunque fuera desde allí, desde San Blas, donde uno se infectaba de SIDA como quien se contagia de un catarro, donde los parques eran jardines de jeringuillas y drogadictos que olían a sudor de dos semanas; el lugar donde tú habías luchado por ser feliz y lo estabas consiguiendo.
Tu primer amor había muerto una semana atrás y tú no habías sido consciente de que lo había sido hasta ese preciso momento, mientras servías puré a dos pimpollos que habías adoptado, a dos descalabrados que habías rescatado de un mundo tiránico que tortura a los más débiles y que te observaban recién duchados, con el pelo húmedo pegado a la frente y vestidos con pijamas de colores, «por qué lloras, papá, por qué lloras», y era la primera vez que la palabra «papá» salía de la boca de esas criaturas. La dicha.
Después de haber sido abandonado por Cristina, por el cáncer, por Fernando, por Freddie Mercury, los niños te llaman papá, por primera vez en cinco malditos años, después de que te mordieran, te arañaran, te escupieran, te robaran el dinero, después de que te dijeran mil veces, «tú no eres mi padre», te daban el título, venga que te lo has ganado, por qué lloras papá, es por ese señor, ese señor tan flaco que canta y que se parece a ti un poco, tú no morirás, papá, tú serás inmortal, tú no serás como ese señor y si no, mírate, mírate bien, si hasta tienes panza, si hasta podría decirse que estás gordo, y ese señor está muy flaco, solo tienes que comer un poco más, echarle mantequilla a los purés; además, papá, tú cantas fatal, muy mal, muy mal, si hasta te pedimos que dejes de hacerlo, no te preocupes, no llores que no te vas a morir, no vamos a dejar que te mueras, y se levantaron y se abrazaron a ti, y te fundiste con ellos, con la vida y la muerte, mansamente, oscuro, como una piedra que se encuentra con su fondo marino.