El amor, la sustancia de sueños que cala los huesos al despertar, la corriente que decían tus amigas que les inundaba el corazón cada vez que se enamoraban; el amor puro, sin adjetivos; la esencia con la que decían inspirarse tus poetas favoritas; el amor sin centellas que lo decoraran, el amor exquisito, musical, amor sin cuerpos ni voces ni flautas acompañadas por timbales; amor en roca, sin pulir, en estado natural; el amor que hablaba a través de princesas y muñecas vestidas de color rosa...
Ese amor tú nunca quisiste encontrarlo, porque nunca lo habías buscado y no sabías lo que era y, a decir verdad, a partir de la adolescencia te importó bastante menos que al resto de la humanidad. Un LP de The Clash que te pudiera traer un amigo de Londres tenía más prestigio que el amor.
Llegaría, qué duda cabe, en algún momento: así te lo decían las amigas viejas de tu madre, «ya te llegará, hija, ya te llegará», como una maldición que solo se ensaña con las mujeres, «vendrá la muerte y tendrá tus ojos» escribía Cesare Pavese. Quizá querían decir eso, que hay algo funesto cuando una mujer se enamora, algo fatal, de acabamiento de la juventud, de ruina de la frescura. Y tú, que lo intuías, no quisiste amar hasta mucho más tarde, porque todo aquel drama con el que tus amigas languidecían por las noches (me querrá, hoy no me ha hablado, le he visto sonriendo a otra chica) a ti no te decía nada, te dejaba fría. Si bien de pequeñita te había ilusionado todo aquello del amor romántico, según fuiste creciendo te pareció ridículo y estéril. Pensabas que tenías cosas mejores que hacer que andar con un punzón rellenando corazones en bancos del parque, carpetas, pupitres.
No era exactamente desgana, pero el ambiente no te ayudaba. Del grupo de San Blas, que era el que más frecuentabas, no te gustaba ninguno: Agustín era más bien un santurrón de hacer pícnics por la sierra; el Cabezón un extraterrestre que hablaba de libertad social, derechos colectivos, explotación laboral a un grupo de chavales cuya implicación política no iba más allá de organizar una pachanga de fútbol; y Pablo era poco masculino, demasiado luminoso, demasiado sospechoso... Solo Quique tenía cierto gracejo. Sus requiebros verbales le concedían un atractivo y las habladurías de otras chicas (que era un truhan, un señor) solo incrementaban el misterio que tal vez guardaba bajo la barba... Y que resultó una decepción.
Insistió en que fuerais a un concierto de un grupo que ya no recuerdas, y aunque ya ibas avisada, aceptaste: compartisteis una litrona y cigarrillos a las puertas y después no encontrasteis entradas (a pesar de que él te había dicho que no habría ningún problema, que conocía a alguien que conocía a otro alguien que os dejaría pasar). Una vez constatada la decepción y aburridos, os estuvisteis sobando y besando durante media hora, sin prisas, ni promesas. Él quiso avanzar con las manos por tu cuerpo, pero para ti la broma ya había acabado cuando os quedasteis sin entrada en la puerta. Te marchaste con un «hasta luego» que le concedía un aprobado raspado al encuentro y que se transformó en un suspenso cuando te enteraste, dos días más tarde, que había tardado poco en ufanarse de su conquista, de lo sencillo que todo había sido para él, y de que volvería a hacerlo en cuanto quisiera, ahogado entre risotadas con las que acompañaban sus amigotes del fútbol.
Así eran los jovencitos de la parroquia, aún atados al cordón umbilical, que buscaban en sus parejas una prolongación de su madre, que necesitaban ser educados y cuidados en todo aquello que fallaron en su casa; y ese era el amor rácano al que podías aspirar con ellos, el cariño famélico que mendigaban. Así que, mejor pasabas de la parroquia, de las actuaciones musicales donde tocabas la pandereta en canciones de santos que caminaban sobre las aguas o bajaban de los cielos y se llevaban niños a las nubes, del público compuesto de preadolescentes y catequistas con la permanente recién hecha y que se peleaban por ver quién le lavaba las ropas al cura. Pasaste de San Blas y empezaste a colarte en los bares del centro, donde bastaba con vestirse como Cyndi Lauper o Alaska para ser aceptada: ibas sola y estabas más que encantada, porque estar allí era ya motivo más que suficiente para pertenecer a aquello, a la Movida, al rollo, al cambio que se estaba produciendo en Madrid.
Por qué creíais que beber cerveza, escuchar a grupos de nombre extraño e irónico y una vida media de meses; por qué creíais que asistir presencialmente a todo aquello iba a cambiar el mundo, a la querida España, esta España mía, esta España nuestra. ¿Cómo creíais que escuchar los recitales de poetas subterráneos iba a subvertir el orden constitucional? Es una pregunta que todavía no habéis resuelto ni tratado. ¿Cómo supisteis si por ahí vendría el aire fresco que necesitaba el cajón apolillado de España? Habría que preguntárselo hoy al Cabezón, que entonces ya se desgañitaba en comités de empresa y en la sindical; para explicarnos aquello, ya estaban Felipe González, Marcelino Camacho, los abogados, las feministas; sí, había otra gente que vendría después y lo contaría de otra manera, y le daría razón a todo aquello que vosotros tan solo vivíais entre cervezas, canciones, fanzines. Lo importante es que una vez en un bar de moda del centro, con apenas unos pendientes y una chaqueta de cuero atravesada con cuatro o cinco imperdibles que le habías tomado prestados a tu madre, ya no querrías salir de allí, ni volver a los fines de semana en el campo a respirar aire puro, ni a los encuentros en Vinuesa o Arévalo, ni a rezar por los bosques de Soria. Había llegado el momento de extender tu educación más allá de las estancias en el extranjero y las clases privadas de mecanografía, donde hubiera sido imposible ver a un hombre vestido de mujer besarse con otra mujer, donde los chicos se cogían de la mano: aquel mundo que era una granada rebosante de purpurina y cigarrillos del que aprendiste en qué consistía una resaca y cómo perder domingos del calendario porque los sábados tenían que vivirse doblemente, distinguiendo entre punks y mods en la Plaza del Dos de Mayo y Malasaña, quemando poesía reaccionaria en el piso de algún colega espontáneo, posando semidesnuda para aquel fotógrafo de pacotilla que luego quiso acostarse contigo.
A las quejas de tu madre por tu desfloración cultural, respondía tu padre, «no he pasado yo una guerra para que mi niña viva como una monja». Ella se ponía hecha un basilisco, qué guerra ni qué ocho cuartos, si él había sido de los ganadores, si la guerra terminó cuando él cumplió los seis años y de penurias, ninguna, que a tu padre le puso Franco un estanco y desde entonces nunca faltó un plato de lentejas con chorizo en la mesa. Tu padre fue un aliado en tu segunda educación y así como te había pagado el instituto privado, te ahorraba durante estos años tener que enfrentarte al estamento familiar: sería la culpa acumulada por tantas décadas de bienestar mientras el país reventaba de hambre y miseria y no terminaba de cicatrizar, «dale a la niña para que se divierta; dale, que vamos a ser los más ricos del cementerio», y te ponía el dinero en la mano y el permiso para hacer todo lo que quisieras con tu divina juventud. «Divina» sin asomo de exageración porque eras alta y esbelta desde los dieciséis años, y lo que otras mujeres envidiaban de ti con dieciocho años lo siguen envidiando con cincuenta, Pitita, que te has conservado en formol sin pasar por el quirófano: apenas unas arrugas en las comisuras de los labios y menos canas de las que te corresponden por tu edad.
En tu casa podías hacer lo que te viniese en gana, y no lo hacías por rebeldía, no lo hacías para enfrentarte a tus padres ni con una intención vindicativa, es (o al menos pensabas) por la asunción ilimitada de tu libertad: hasta fumabas delante de tu madre, que te gritaba, «¡pero si solo tienes dieciocho años, niña!», y tu padre acudía al rescate, «anda, anda, no seas carca, dame que me fume yo uno también», y los dos fumabais en la sobremesa, a pesar de que rara vez habías visto a tu padre encenderse un cigarrillo o un puro. Para eso estaba puesto en la vida, creíste de tu padre, para salvarte del paso por la cárcel de la moral en la que tu madre se enclaustró, de la ética de frases hechas y moralinas antediluvianas. La gente es muy envidiosa, qué van a decir los vecinos, los hombres van a pensar que eres una fresca, en fin, aunque lo hubieses querido, no podías sentir la rabia natural de los hijos contra los progenitores porque estaba desactivada e ignorada y aunque hubieses querido tocarles los cojones, no veías la necesidad de una rebeldía organizada y centrada en ellos.
La única rebeldía que te surgió fue la guerra que tuviste que hacer contra ti misma. Supones que Makoke podría haber sido parte de esa rebelión porque de la mano de Makoke podrías haber dado pasos de gigante hacia tu autodestrucción: entrar en el círculo de fuego y arder a lo bonzo. Y no es que Makoke supiera que tenía ese poder sobre ti, no es que fuera un encantador de serpientes que corrompía a jovencitas en su apartamento ocupado, las drogaba y las arrojaba al cubo de los desechos, pobre Makoke, si apenas tenía la inteligencia de un niño. No fue él quien encabezó la rebelión contra ti misma. Todo el mundo hubiera esperado que con el tiempo no pudieras despegarte de los cinco botellines diarios ni del paquete de Fortuna, que hubieras acabado en un piso en el centro sin aire acondicionado y en camiseta de tirantes, con un reproche amargo colgando de los labios, con bolsas en los ojos y el pelo como un estropajo usado, que tu hija no te hablara, que el resto de tu vida fuese un castigo por la ignorante arrogancia de tu juventud. En cambio, te rebelaste contra los pendientes de cruz, las botas de cuero, las muñequeras de pinchos, que acabaron en un cajón. Empezaste a comprar en el Corte Inglés, le dabas palmadas a tu hija en la mano para que no comiera más bollos en la cocina, y esperaste frente al televisor a que el Cabezón volviera para contarte lo de su ascenso en la empresa: una rebelión hacia atrás, tierra adentro, donde la libertad era menos peligrosa y también, por lo tanto, menos libertad. En cualquier caso, fuera quien fuera el que diera la chispa era lo de menos porque la labor pirómana sería enteramente tuya.
La noche que conociste a Makoke te habías quedado sola en un local donde tocaba un grupo que imitaba a Joy Division. Las amigas que habías hecho fugazmente dos horas antes, habían desaparecido con sus ligues o estaban perdidas en la oscuridad del antro. Makoke se presentó como una aparición, por la espalda y te dijo a quemarropa, «¿te gustan estos maricones?» Otro colgado, otro sonámbulo de los ochenta que vagabundeaba por Madrid entablando conversaciones para luego sacarte una cerveza, un cigarrillo, un beso: si bebíais frente a Daoiz y Velarde la regla era esconder el tabaco para evitar que los mendigos se sentaran con la excusa de daros charla y después desmantelaros toda la diversión con sus teorías de la conspiración y sus ganas de bronca. Te alejaste unos pasos, el chico no te desagradaba, era alto, con el pelo largo y la tez blanqueada de no ver el sol, los ojos marinos te miraban con pena, pero no estabas dispuesta a que sus ganas de ligar te fastidiaran el concierto. Desde luego aquella expresión agresiva, «¿te gustan estos maricones?», que te repitió dos minutos después, mientras te seguía por la sala (¿estás segura de que hubiera seguido tus pasos toda la noche si no le hubieras hablado en la segunda ocasión?) era más original que la de los oficinistas calvos que se presentaban con frases de franela de películas de los años cincuenta, «me llamo así o asá, es que te he visto desde que has entrado, te apetece que tomemos algo», tan tiernos, tan anticuados, tan de acudir los domingos a comer el potaje de la abuela. No fue Makoke muy ingenioso, desde luego, pero tampoco era el cuarentón con cortinilla de pelo que te llamaba, «hola, guapa», que es, ha sido y posiblemente será el nombre de millones de mujeres en el mundo, señora de Holaguapa, con el cual pensionistas, fruteros, reponedores, estudiantes de medicina, estudiantes de derecho, abogados, obreros de la construcción, arquitectos llamaban cada día, a cada hora, a cualquier mujer que pasara por delante de sus narices. Eras Holaguapa para el viudo del séptimo, a quien no veías desde hacía meses, doña Holaguapa, a lo que siguió, «vaya, vaya, pues sí que te has puesto hermosa» mientras se relamía mirándote las piernas. A Makoke, en cambio, parecía importarle más que no dudaras de la blandura musical de aquel grupo que la longitud y espesor de tus piernas, como si pudierais encontraros en el gusto musical, como si ese reconocimiento mutuo fuera la piedra fundacional de cualquier relación humana. No hizo referencia a tu belleza, ni a tu pelo, ni al color de tu cara. Para él, acercarse a ti no fue un atrevimiento hostigado por los amigotes que lo azuzaban para que hablara contigo: si te hubieras negado, si le hubieras dicho que te dejara en paz, se hubiera vuelto a la barra y se hubiera pedido otro cubata, solo, apoyado en un codo y lamentándose de lo mala que era la música que ponían y sacudiéndose con los dedos las motitas de la chaqueta de cuero que nunca se quitaba y que le quedaba demasiado grande.
Era bello: la primera vez que se tumbó desnudo a tu lado, descubriste un cuerpo albino, de piel de luna, casi transparente, con pequeñas matas de vello alrededor de los pezones y el ombligo y en ningún sitio más, con las costillas luchando por no escapar del pecho, constelaciones de lunares por toda la espalda que recorrías con el dedo hasta que se quedaba dormido como un animalito doméstico, tan poco viril, tan absolutamente deseable.
Aquella noche le aceptaste una cerveza, bah, qué demonios, qué podías perder, si era cierto que los músicos dejaban mucho que desear y tus amigas te habían dejado sola, si podías abandonarle con su cuelgue en cualquier momento, si, a pesar de todo, era inofensivo. Le constaste que venías de San Blas mientras bebías a sorbos, y él se sorprendió, y dijo, seguramente sin pensar en el efecto de sus palabras, que pensaba que eras una niña pija que venía a aquellos garitos para vengarse de sus padres ricos.
–Mis padres son maravillosos. Mi padre es estanquero y mi madre, ama de casa –defendiste.
–Mi padre es un hijo de la gran puta –dijo.
Makoke, que venía de Carabanchel, dejaba caer expresiones con la amargura de quien lleva saboreando el mismo plato podrido durante muchos años. «Hijo de la gran puta» era un calificativo que jamás hubieras imaginado que podría acompañar a un progenitor, o a un hermano, jamás habías escuchado hablar a nadie de esa manera tan exagerada excepto a los locos y a los mendigos, y esa expresión, en boca de alguien tan frágil como te parecía Makoke, sonaba gigantesca, monstruosa. Y por exabruptos como este, no llegaste a presentarlo formalmente a tus amigos. ¿Se trataba de vergüenza, de decoro de hija bien? Que era demasiado desnortado, demasiado fuera de órbita para las maneras y modos de los hijos espirituales de Tomás y de la parroquia, que lo más gamberro que habían hecho era fumarse un cigarrillo al borde de la mayoría de edad o acudir a un concierto de rock... ¿Cómo ibas a presentarles a un tipo de dos metros de alto, heroinómano, que militaba (pobremente) en un partido comunista? Tal vez no era tanto por Makoke, tal vez la vergüenza era inversa, tal vez a quien querías ocultar era a tus amigos, a los que veías como un grupo ñoño y mojigato. ¿Y de qué iban a hablar el Cabezón y Makoke? ¿De punk? ¿De la revolución sandinista? Al principio solo le confiaste el secreto a Angustias, porque sabías que no lo aprobaría, y así alimentaría el vértigo de enamorarte de alguien prohibido; y hete aquí que, por supuesto, no lo aprobó, pero era un partido fácil porque Angustias nunca aprobaba a ninguna pareja foránea, por miedo a que los novios y las novias desgajaran el grupo de la parroquia... Y para evitar caer en esa suerte de pecado genético, Agustín y ella anunciaron un día, con toda la pompa y ceremonia de una declaración matrimonial, «amigos, queremos comunicaros que Agustín y yo estamos saliendo juntos. Llevamos más de dos meses y antes de decíroslo queríamos estar seguros», aplausos, risitas por lo bajo, qué hortera eres, Angustias, hija mía, si ya lo sabíamos desde el principio, si no hacíamos más que veros de la mano por los alrededores de la parroquia, seréis muy felices, sí, sí.
Y, a pesar de que Angustias consideraba a Makoke el summum de todos los males de España, defendía con fiereza ser tu única confidente y mostraba un celo meticuloso por conocer todos y cada uno de los detalles de vuestro amor, quien después recordará el cuento entre Makoke y Pitita para darle más adelante un sentido, quizá el día de tu boda o el del bautizo de tu primer hijo... O quizá se lo confesaste porque tú misma preveías la ruina, la calamidad más atroz y necesitabas a un testigo que pudiera explicarte qué había sucedido, alguien inocente, de alma cristalina, incluso con un toque de bobería... Tenía que ser Angustias. Angustias seguía tu romance casi a diario, como la psicóloga que tomaba nota de cada uno de los movimientos y devenires por si en algún momento era necesario reencauzarte. Claro estaba que le contabas la mitad del chiste porque seguramente hubiera ido corriendo a tus padres a decirles que bebías demasiado, que habías probado la heroína y que la mayoría de los amigos de Makoke eran unos donnadies, unos tirados, unos anarquistas y unos antisociales.
Angustias cumplió su parte. Cuando tu embarazo se empezó a hacer demasiado evidente, todo el mundo le preguntaría quién había sido el desgraciado, cuchichearían con ella, «esa es la que se quedó embarazada de un punki», «qué fuerte», dirían vocalizando con la boca muy abierta, y haría así de portavoz y te librarías de andar dando explicaciones a todo el mundo. Así te ahorrarías tener que someterte a una inquisición diaria con las vecinas, las amistades de la familia, las novias de los monaguillos. Angustias hizo bien de jefa de prensa, de tal manera que solo tendría que explicarlo una vez más, a Manolo, y así Manolo se lo contaría a Agustín, Agustín a Pablo, Pablo a Quique, etcétera. No tuviste que añadir nada nuevo a la leyenda creada, no tuviste que revivir la historia de su muerte y tu embarazo diariamente para la sola satisfacción de la curiosidad comunitaria.
Makoke te llevaba a lugares inesperados para que entendieses que él no era como los demás. Era un caso, el muchacho: un freak que se pintaba las uñas de negro y usaba mitones de rejilla porque le quedaban bien, que encontraba poesía en la vista de un vertedero desde una colina por la noche o que veía la despedida de la vida en los árboles agitados por las llamas de un incendio. Aquella misma noche cogisteis su coche estrepitoso y condujo hacia las afueras, a un local abandonado en mitad de la nada, que emitía ruido de música y de gente hablando en voz alta, apenas una casa de campo desnuda, construida con cuatro paneles y chapas mal montadas sobre la estructura de un antiguo almacén, iluminada por unos flexos y llena de sillas de terraza con el logotipo de KAS, Schweppes y Mahou, que se desperdigaban alrededor de un micrófono. Al principio no te sentías cómoda en aquel lugar: tenía una atmósfera de reunión clandestina, de meeting de terroristas y subversivos; tú, que habías crecido al calor de la rectitud del hombre de negocios y del sabio consejo de Tomás. ¿Quiénes eran aquellos con barba larga y camisa arremangada, con los ojos vidriosos, que te estudiaron durante cinco segundos y después volvieron a sus asuntos? Asentían exageradamente cuando se escuchaban unos a los otros y hablaban de Marx y Trotsky, de los libros de Marta Harnecker, de que la revolución permanente era la única salida al descrédito que amartillaba a nuestra juventud, de que Claudín y Semprún habían sido desde siempre unos traidores y de que Carrillo había hecho bien en expulsarlos... El Cabezón se hubiera encontrado a gusto aquí, pensaste, pero a ti te situaba en un campo de batalla que no era el tuyo, un campo en el que caerías como los inocentes, trágica y anónimamente, ¿cómo podías haber sido tan ingenua? Venías de una familia de ganadores, seguro que se te notaría en la cara, ¿y si te preguntaban? ¿Y si había alguna cicatriz en tu gesto que delatara que no eras una roja, sino más bien lo contrario? Seguro que podían leerte y descubrir que estabas atemorizada, podían convencerte de que los siguieras, que acudieras a las reuniones, a las pegadas de carteles, que te leyeras los libros que hasta hace nada estaban prohibidos...
Makoke no se marchó de tu lado ni un solo momento, saludaba a todo el mundo sin demasiado entusiasmo y respondía con poca poesía, «mal, tío, todo muy mal, todo muy chungo, fatal», y aquella actitud te tranquilizó porque te demostraba que Makoke tampoco era verdaderamente parte de aquellos que llevaban la hoz y el martillo en la solapa, que cantaban canciones revolucionarias por lo bajo y esperaban que las masas se encendieran. Makoke decía que era más rojo que Satanás y que se cagaba en Dios y en el Rey, decía, decía, decía, como el niño que ha aprendido una palabrota y espera la situación más ridícula para soltarla y comprobar las caras perplejas de quienes le escuchan.
Cuando entrasteis leía un poeta flaco, andrógino, «avaricia de tus besos / pereza de vivir sin ti». Tu Romeo te llevó a una barraca en mitad del campo para escuchar versos que sonaban a través de unos altavoces estridentes, así era su versión del romance. Se hizo un descanso y Makoke se quedó hablando con el poeta. Aprovechaste para estudiar a los asistentes: gafas de pasta color crema, barbas largas de nostalgia, mujeres de cincuenta y muchos que fuman nerviosamente y se agarran el vientre, hombres con las bocas pintadas. Makoke te tomó del brazo y te presentó a todos como su novia, aunque no hacía ni dos horas que os conocíais, qué más daba, sí, su novia, le seguiste el rollo, así sería más sencillo, más mágico, así entrarías más rápido en su mundo, como novios, sí soy su novia. A nadie parecía importarle demasiado lo que se discutía o se decía en aquel lugar, parecía que les bastaba la presencia y el reconocimiento mutuo, como si la militancia de aquel grupo terrorista o partido radical dependiera tan solo de la asistencia a esas verbenas, de compartir una cerveza, de aseverar lo mal que estaba todo. Un caballero vestido de traje con el bigote encerado te aseguraba que las había pasado canutas en Leganitos, que no hay poli bueno, que lo único que tendría que pasar en España es que se restaurara la República robada, y mientras te decía eso, te ofrecía beber de la misma botella, y le respondías que sí a todo, no fuera a ser que te descubrieran, Durruti era el español con más cojones de la historia, por encima de Pelayo y los Reyes Católicos, por supuesto, señor, qué duda cabe... ¿Quién era Durruti? Habías perdido de vista a Makoke durante unos segundos y ahora tu nuevo amor salía al escenario con un grupo de músicos de la misma escuela cadavérica que él. Tras ajustar brevemente los instrumentos, tocaron canciones horribles y a medio traducir de los Sex Pistols y los Who, vaya, un despropósito de escupitajos y berridos que en ningún caso cautivó la atención de los presentes, que continuaron sus debates como si tal cosa. Tú, sin embargo, te quedaste contemplando a Makoke, quien verdaderamente se empleaba a fondo con el bajo, parecía que la vida se le escaparía con aquellas cuatro cuerdas. Después de varias intentonas de canción, el cantante gritó, «muerte al Estado, cabrones», seguido de un riff de dos minutos que terminó abruptamente cuando los asistentes le reprocharon el ruido que estaba haciendo. Dejaron los instrumentos en el escenario y se unieron al público, Makoke se acercó a ti y te dijo «menuda mierda de concierto».
Una hora más tarde, te condujo hasta el mismo portal de tu casa. Os quedasteis escuchando cintas de casete, fumando, sin dejar de preguntarte si te besaría, si te gustaría que lo hiciera, si se pondría idiota si lo rechazabas. Makoke parecía no obstante más atento a la música que a tus ruegos e insinuaciones: si buscaba tu mirada era para confirmar que tu gusto estaba a la altura del suyo, «¿mola o qué? ¿Mola o qué?», soltaba, con un punto agresivo, y tú asentías sin abrir la boca, como hiciste con el señor que soñaba con Durruti (¿quién era Durruti? Días más tarde le preguntaste al Cabezón, que se sorprendió de que conocieras ese nombre, y que te lo explicó sin ningún sentido del humor). Os despedisteis sin beso, y al día siguiente llamaste a Angustias y le explicaste tu encuentro, y ella se escandalizaba porque hubieras ido a aquel lugar, «te podrían haber hecho algo, de verdad, Pitita, estás muy loca», y te preguntó que qué más pasó, y tú te acelerabas cuando hablabas de él, ¡si solo lo conocías de una noche!, era poeta, músico, sabio, oscuro, no como aquellos nenes yeyés de la parroquia que desdeñaban todo aquello que no hubiera permeado su gusto musical, «eso no es música ni nada», «cómo te puede gustar esa basura», ésta última te era especialmente dolorosa porque situaba un muro entre ellos y Makoke, y aún eran tus amigos, aún los querías, aún querías hacerles partícipes del amor que ya sentías por aquel chico de Carabanchel, sí, sí, del que ya te habías enamorado, a tu manera, vaya. Makoke, en cambio, nunca lanzaba afirmaciones sobre gustos, nunca opinaba sobre nadie, para él todo era destierro y escombros y la música un instrumento para tocar la vida, no veía a «estos» ni a «aquellos», solo movía la cabeza adelante y atrás con los ojos cerrados mientras tocaba un bajo eléctrico invisible. Nadie, ni siquiera Angustias, quiso entender que salieras con él, nadie lo aprobó, nadie lo amó como tú, eras la única que creíste tener la llave que aligeraba su pena. Una llave que además te encerró en un mundo en el cual no habitabas.