2015

De no ser por ti, Quique, y por tu mujer Pili, ninguna de estas reuniones se hubiera llevado a cabo; es más, es posible que pocos de los que hoy estáis aquí en tu casa hubierais vuelto a hablar con Tomás. Alguna vez, en la soledad de tus pensamientos, te has preguntado por qué te empeñas año tras año en llamarlos uno a uno, hacer que todas las agendas concuerden y arrastrarlos hasta tu casa. Y no es que a Pili le apetezca más que a ti: pero mira, vaya, al final son tus amigos y si hay que poner buena cara, pues se pone y no se hable más. Tú los miras atentamente desde el fondo de la mesa, mientras se intercambian tus discos y los manosean. «Este es el primer disco de Queen que escuché», dice Agustín, «a mí, Queen, ni fu ni fa, me gustaba más King Crimson, Pink Floyd, ¿tú qué dices, Quique?»; y a ti, que ya te empiezan a afectar los gin-tonics y el humo de los puros le contestas, «estás en lo cierto, mon ami, estás en lo cierto», sin saber a ciencia cierta cuál era la pregunta. Agustín se ríe, y es una risa agradable, que no te parece falsa ni impostada, es que Agustín y tú siempre os habéis caído bien mútuamente a pesar de no ser grandes amigos. El resto, el Cabezón, Pitita, Pablo, incluso el cura Tomás, están aquí porque los has perdonado. Porque en distintos momentos de tu vida, los necesitaste y te dieron la espalda. No solo a ti, sino a Pili y a tus hijos, que eran quienes más los hubieran necesitado cuando la casa que ahora tienes, el puro que te fumas y la ginebra de cuarenta euros no eran más que un sueño irrisorio, una locura, material de diputados o empresarios. Hoy, en 2015, puedes permitirte esto –no hablamos de la ginebra ni de los puros–, sino de que tus amigos y sus parejas vengan a tu casa a emborracharse y a recordar con una nostalgia vacilante todo aquello que creen que sucedió en los veinte o treinta últimos años. Recuerdos en los que siempre están ausentes las ocasiones que te cerraron la puerta en las narices, o te negaron una ayuda, o cuchichearon a tus espaldas y esperaron que tu caída fuera estrepitosa.

El Cabezón, por ejemplo, perdió la vergüenza de llamarte «gilipollas» muy pronto: en cuanto nació tu hija, que sería la tercera. Él sería Manolo, el Cabezón; pero tú serías Quique, el Gilipollas, el que había tenido tres hijos seguidos sin un duro en el bolsillo.

Durante algún tiempo, hubo un desparpajo descarado en tu grupo de conocidos por llamarte así. Tus hermanas, que trabajaban en El Corte Inglés, cobrando casi doscientas mil pesetas con un contrato fijo, se acostumbraron a sazonar tu nombre con el apelativo cada vez que mencionabas tu situación en casa de tus padres; «este chico es gilipollas». Ellas estaban bien acompañadas por tu padre, «si no anduvieras haciendo el gilipollas, no te pasarían estas cosas», eran tal para cual, te los imaginabas comiendo paella los sábados y rellenando la conversación con el apodo de la misma manera en que se llenaban las bocas de arroz y conejo. Cuando tu padre murió de cáncer, cuando ya Quique dejó de ser gilipollas porque tenía dinero, y pagaste el entierro y más tarde les concediste a tus hermanas un préstamo para que se hicieran una casa en el pueblo el pudor ya no lo escuchabas tanto. Seguro que aún se llenaban la boca de insultos y maledicencias contra ti, en aquella casa de pueblo, pero en voz baja, no fuera a ser que el cemento y los ladrillos pagados con tu dinero fueran a revelarte lo que tus hermanas pensaban de ti.

 

–A mí, quienes me gustaban de verdad, eran los Triana –dijo Agustín.

–¿Triana? ¿Desde cuándo? –respondió su mujer.

–Que yo también he tenido una vida, chata –añadió Agustín. Y mientras se reía, los bordes del bigote apuntaban al techo.

–Pues es una pena lo de Freddie Mercury. Tenía una voz muy bonita –dijo Pitita–. Pero es lo que tiene ser un vicioso. Porque el rock es muy de vicios, ¿a que sí? Al menos a mí, me dio mucha penita. Era un chico muy guapo.

Por unos segundos, el grupo calla ante la violencia de la declaración de Pitita. Pitita mira a un lado y a otro y trata de encontrar una mirada que le confirme que lo que ha dicho no es tan descabellado.

–Hay que ver... –empieza Pablo–, lo brutita qué eres, Pitita. Brutita, brutita.

Todo el mundo menos tú se echa a reír liberado de la carga de las palabras que Pitita había dejado caer. Tú no hubieras dicho nada, tú no necesitabas reprocharle absolutamente nada a Pitita porque te daba igual lo que dijera. Con todo, te ha hecho gracia el comentario de Pablo, «brutita». Por cosas así, prestas más atención a Pablo, por cosas así, piensas diferente de él. Y porque tu hijo mayor te ha dicho que Pablo es gay. «No, hombre, cómo va a ser... Si ha estado casado y tiene dos críos», «por Dios, está muy claro, le gustan los musicales y siempre que está aquí habla de un amigo muy especial, ningún hetero se va a un musical con amigos, salvo que sea gay».

Supones que es diferente. Tú nunca notaste nada, y él nunca os dijo nada. Tu hijo mayor, en cambio, qué diferencia, apareció un día y os dijo a Pili y a ti, «papá, mamá, soy bisexual, salgo con un chico y nos vamos a ir a París». Y no sucedió nada. Nadie comentó nada en casa, nadie se preguntó por qué el niño os había salido raro, ni sus hermanos añadieron mucho más a la declaración, porque ya lo sabían desde hacía mucho tiempo. No hubo gritos, dudas, lloros. Hemos llegado al siglo XXI. «El siglo de los maricones», como te gusta decir, «esto con Franco no hubiera pasado».

En el fondo, cuando lo examinas, sí que eres un poco gilipollas. Tú vas diciendo esas tonterías por ahí a pesar de que Franco fue el que desterró a tu padre a una vida de amargura por haber estado del lado republicano. Nunca dijo nada en casa sobre qué había sucedido en la guerra que nunca acabó: los reproches mudos en el pueblo, la vida a oscuras de puertas para adentro y mudaros años después a Madrid porque el ambiente había sido imposible, daban la sospecha de que si había seguido con vida, había sido por alguna deferencia del régimen. Cuando estaba a punto de morir, te pidió que trasladaras el olivo que teníais en Camporreal hasta unas tierras de las que era propietario a las afueras del pueblo. Así que cruzaste Madrid con una pala y desenterraste el olivo entero, lo metiste en la furgoneta y condujiste seguido hasta Jaén y lo plantaste, casi ya a la hora que canta el gallo, en los terrenos donde habías pasado tu infancia. Te saludó un vecino que te reconoció después de treinta y ocho años, «tú eres el hijo del Berrinche, ¿no?», intercambiaste cuatro palabras y volviste a Madrid. Una semana más tarde tu padre moría en el hospital, y dos meses más adelante acudirías con tus hermanas a esparcir las cenizas al pie del olivo. Pero lo habían serrado y se lo habían llevado, «porque la madera de olivo es muy preciada», dijo el vecino con una sonrisa sardónica.

«A mí me sobran razones para odiar el pueblo donde nací / a mí me sobran razones soy como un extraño allí / entre envidia y rencores es imposible vivir», se quejaba el Cabrero y por un momento te sientes tentado de poner el vinilo y hacerles escuchar a tus amigos lo que han sido los últimos treinta años de tu vida, navegar entre envidias y rencores, para traer a casa un pan, un libro de texto, unas natillas. Te imaginas la protesta, flamenco, por Dios, quita, quita, pon algo de King Crimson, pon algo de Pink Floyd y haz desaparecer esa tontería, a este paso nos pones un pasodoble, quita, quita.

Pablo ha cogido el LP de Pink Floyd que había dejado Agustín, el del hombre de traje que arde a lo bonzo, y lo mueve de un lado a otro tratando de que el resto resuelva el acertijo que lleva asociado, «venga, ¿quién sabe qué tiene de especial este disco?» Las mujeres se ríen y los hombres se dan codazos, «menuda borrachera lleva», «no estoy borracho, mira». Pablo se pone a la pata coja y se lleva un dedo a la punta de la nariz, y el LP se desliza de su funda y está a punto de caer al suelo de no ser porque Agustín se ha levantado derribando un vaso con estrépito y lo ha atrapado al vuelo. «Pablo, deja de hacer el imbécil», dice Pitita, «déjalo, mujer, lo estamos pasando bien». Pablo se gira hacia ti y junta las manos pidiendo perdón, «perdona, Quique», «como me cabree... Te vas a enterar». Y para disimular Pablo revela la solución: este es el disco con el que Pili y Quique se conocieron. Se hace un silencio y todo el mundo se mira, «definitivamente está borracho», dice Angustias, «que no, que no, que se conocieron en un concierto que dieron en la parroquia: Quique tocaba la batería, Pili salía vestida de mimo y cuando hacía un redoble, ella hacía que se tropezaba...» El grupo exclama un «ohhh» al unísono, Pili enrojece sin saber qué hacer, le delata una risa nerviosa, niega con la cabeza y al final dice, «si solo tenía 17 años, era una niña, mirad, mirad...» Pili abre un cajón y extrae un álbum de fotos y tú piensas, «seguro que lo tenía preparado, si es que ¡cómo no la voy a querer!», y Pili, que parece que ha escuchado tus pensamientos, te mira y dice, «¿qué? ¿No quieres que les enseñe las fotos?», y tú mueves el puro en círculos, concediéndole el permiso, «adelante, adelante». Pablo dice, «¿y ahora vamos a empezar con las fotos? Madre mía, pues sí que estamos chochos...», «tú calla, que eres el que mejor se ha conservado», dice Pitita, «al final acabaremos mal, ya verás... Sobre todo tú, Quique, que eras el peor».

«El peor de todos, sí, sí», dices con aplomo, con la oscuridad de quien guarda algo más que decir y sin embargo se lo reserva para el momento oportuno. Porque además de gilipollas, eras el canalla, el bribón y el berrinche: el mejor jugador del equipo de la parroquia, el que asaltaba a collejas a los árbitros si te sacaban una tarjeta amarilla y que revolucionabas a los jugadores del equipo contrario hasta que el partido se convertía en una trifulca; eras también, el único que tocaba un instrumento con el entusiasmo de un rockero pelanas. El Cabezón, por mucho que lo intentara, jamás atinaba con los punteos de guitarra de las canciones que escogía (Led Zeppelin o Deep Purple), y Pitita y Pablo tenían la rebeldía de un grupo como Mocedades. Pero nunca decíais nada, para no arrebatarles los delirios de grandeza.

 

Mientras llevabas a Tomás a la estación esta tarde, te decía, «¿sabes, Enrique? En ocasiones pienso en el momento que Dios me lleve a su lado, y a quién me encontraré allí: a mis padres, a mi hermano... Pero últimamente he soñado que también me encontraré con Franco allí, y tendremos tanto de lo que hablar», «pero a ver, Tomás, ¿cómo te vas a encontrar a Franco en el cielo? No creo yo que Dios le haya dejado pasar, después de lo que hizo aquí en España, que al que no mató, le hizo la vida imposible», «Enrique, no digas barbaridades, Franco salvó España de los ateos y solo por eso se ganó el reino de los cielos...»; estuviste a punto de reírte, a punto de decirle algo solo para provocarle, y qué más daba, si se morirá y se acabará todo esto, fin, pum, telón y tal vez música, y después a abonar la tierra, el muerto al hoyo, el vivo al bollo; quisiste decirle que no había cielo ni infierno, que de existir algo así son las personas, la familia, y que si Dios existe, era un cabrón por permitir todo lo que estaba ocurriendo; total, para qué, para qué decirle nada, si está como un cencerro el cura de las narices, si se morirá de aquí a un par de años, rodeado de criaturas mestizas que lo llaman «padrecito» y «maestro», que es lo que siempre ha querido, estar rodeado de gente que le diga a todo que sí y no le contradiga, cómo ibas ahora a arrebatarle esa última imagen del pillo de San Blas que al final se ha salido con la suya: una casa fabulosa, un Mercedes con cambio automático, cuatro hijos maravillosos (uno bisexual, que hace una tesis sobre Pier Paolo Pasolini en París, aunque esa información conviene no aclararla) y una mujer, que si bien no era la mujer que te hubieras merecido a su entender, había bastado para darte soporte durante todos estos años. En cuanto volvieras a la fiesta lo ibas a decir, «Tomás se ha vuelto loco y cree que va a ir al cielo con Franco, para que luego digáis de viejos chochos». O tal vez no. Tal vez sencillamente volverías y no dirías nada, porque a Pili no le gusta que montes el número delante de nadie, porque, al contrario que a ti, a ella le gusta pasar desapercibida o, mejor dicho, no dar la nota y tú siempre has hecho gala de un afán de protagonismo porque ha ido en tu papel desde pequeñito, desde que pisaste por primera vez la parroquia porque era el único sitio de todo San Blas donde podías pasar todo el día sin que sospecharan en tu casa y porque necesitabas un lugar donde no te sintieras inválido, inútil, pequeño, fracasado como lo eras en tu casa: necesitabas, sí, otra casa, otra familia, un lugar donde alguien, al menos, te mirara con admiración, donde pensaran de ti que eras inteligente, resuelto, admirable porque lo que es en tu casa, eso no lo encontrarías. Allí estorbabas porque no traías dinero a casa, y ni siquiera habías sido capaz de agenciarte un buen trabajo como ellos: tus hermanas en el Corte Inglés como costureras, tu hermano como administrativo de Telefónica, tu otro hermano con una empresa de reparto.

Pili tenía tan solo diecisiete años cuando la conociste y aunque a tus amigos les parezca oportuno dar las razones por las cuales dejaste tu perfil donjuanesco y te casaste con ella, todos se equivocan. Dicen que fue porque era rubia, que tenía los ojos azules y la piel blanca, porque se quedó embarazada muy pronto y no te cupo otra elección, «porque la debe chupar muy bien», (dijo en una ocasión Pitita, que siempre esperó más de ti, que te comprometieras, que fueras su novio, demasiado altiva, demasiado pija, demasiado idiota). Según ellos, querías a Pili porque tenía el aire frágil, las muñecas finas, el paso tembloroso, porque era obediente... La lista de idioteces no tiene fin y se repite año tras año y década tras década, «tú, Enrique, te enamoraste porque...», y año tras año, década tras década, has dicho a todo que sí, que están en lo cierto, porque todo el mundo opina, todo el mundo sabe lo que tienes que hacer y pensar, y lo saben muy bien pero tiempo después acuden a ti, y te piden consejo, recomendaciones, inversiones, dinero; todo el mundo sabe lo que sabe, y cuando no lo saben, acuden a Enrique.

Tú no te enamoraste de Pili porque fuera guapa o inteligente, sino porque había sido desahuciada de su propia vida tanto o más que tú y solo contigo, solo juntos podríais escapar de unas casas donde, sencillamente, no os querían. Y puede sonar brutal e ingrato decir que unos padres no quieren a sus hijos, que solo un resentido podría hablar así de quienes le dieron la vida, pero nunca se dice nada de aquellos padres que utilizan la familia como si fuera una hoja de cálculo: los que cuentan las pesetas en una deuda que nunca se terminará de pagar. Ella había huido de una casa que empequeñecería la de Bernarda Alba. Su madre había hecho desaparecer su título de educación básica para que no pudiera matricularse en bachillerato y así garantizarse una trabajadora barata en su pequeño taller de costura doméstico; su padre, el señor Pelayo, no puso objeción, porque enfrentarse a su mujer era peor que enfrentarse al demonio.

Lo siguiente a escapar de estos hogares sería pedir un préstamo y comprar un piso lejos de San Blas, en una de las últimas promociones de viviendas de Franco: bloques de doce plantas donde aún regía el yugo y las flechas del Ministerio de la Vivienda y que tenían tres habitaciones apretadas para vosotros y los niños (un niño, de momento, luego vendrían otros tres) y que había que pagar religiosamente cada fin de mes con un salario que llegaba a trompicones y que nunca superó, durante los primeros años, las treinta mil pesetas. Había que restar diez de hipoteca, más agua, luz, gas y cuarenta y ocho mil cada seis meses que había que dar al banco en concepto de intereses. Pero ya estabais fuera de San Blas, de vuestras casas, tirados sobre una manta roída que apenas os tapaba durante los primeros días, en los que, por no tener, no teníais ni un colchón donde dormir.

 

Tu mujer te mira mientras enseña las fotografías y te pregunta, «¿qué? ¿No te parece bien? Quique es siempre igual de berrinche», y dice «berrinche» como una palabra extranjera a su boca, porque ella nunca ha utilizado apodos para referirse a ti, siempre Enrique, o Quique cuando estaba de humor, y si dice berrinche esta noche es para ganarse la simpatía de los restantes, que parecen divertidos ante las fotos que os tomasteis los primeros años de vuestra vida en común. Años que fueron un infierno. Años que fueron un amor.