La primera vez que viste la portada del disco Sheer Heart Attack estabas tumbado sobre un colchón de gomaespuma en la habitación de Miguel Ángel, que por aquel entonces aún vivía con sus padres. Era un cuarto estrecho, más parecido al pasillo de un bar subterráneo que a una habitación, cubierto de arriba abajo de pegatinas y pósteres de grupos de música británicos y españoles, y donde no quedaba ni un solo palmo de pared libre. A pesar del puzle abigarrado de los rostros de The Who, Rolling Stones, Beatles que os observaban a través de flequillos espesos y miradas forzadamente duras, la habitación estaba ordenada meticulosamente: el tocadiscos en una esquina, con un cajón de madera donde guardaba los LPs en orden alfabético, un escritorio rayado por el aburrimiento y con algunos libros que era improbable que Miguel Ángel hubiese leído (un manual de química de BUP, Nada de Carmen Laforet y Las españolas de Francisco Umbral), las cortinas cortadas a la altura justa para no quedar atrapadas por el escritorio y, en una esquina, la cama desde la que contemplabas el disco que Miguel Ángel te había dejado en las manos como quien entrega la llave de una caja fuerte. Están los cuatro: Deacon, Taylor, May y Freddie; la piel les brilla como si acabaran de salir vestidos de una sauna. Taylor es el único que mira a la cámara con el cabello derramado sobre la superficie en la que están tumbados. Deacon y May parecen colocados (o lo están, sin más) y Freddie, por oposición, es el único que parece saber qué lugar ocupa, porque su posición es calmada, atenta, placentera. Un matojo de vello se escapa entre la camisa vaquera y trata de cubrírselo con unos dedos que llevan las uñas pintadas.
–¿Has visto qué mariquita, tito?
Nadie en Madrid decía tito en lugar de tío y por detalles así te gustaba pasar el tiempo con él, porque esos pequeños giros y expresiones lo hacían único y divertido, sin necesidad de convertirse en estrafalario. Aquella fue la primera vez que fuiste a su casa; fue una invitación espontánea que se dio cuando, en una conversación a tres con Quique, dijiste que no conocías a Queen.
–¿Que no conoces a Queen? Vente a casa y te grabo una cinta.
Mirabas la portada y a los cuatros músicos sudorosos y pensaste que aquel disco debía contener algo prohibido, algo incorrecto, una pista que escuchada del revés fuese capaz de enviar algún mensaje oculto. No sabías si debías escucharlo.
–Me gusta –dijiste, y después carraspeaste porque parecía que dabas a entender que te gustaba Freddie Mercury–. La portada, quiero decir.
Miguel Ángel sonrió inocentemente.
–Pues mira cómo tocan.
Se sentó frente al tocadiscos y lo abrió con la delicadeza de un cirujano. Deslizó el LP de su bolsa protectora, los sostuvo sobre los dedos y le pasó un recogepolvo minuciosamente. Tú te distraías con las pegatinas del cabecero de la cama, de bares de Madrid y Valencia y de grupos punks de los que jamás se volvió hablar desde que sacaron su primer single.
–Escucha, escucha.
Sonó el piano de Killer Queen, y aquella música no era tan oscura ni misteriosa como anunciaba la fotografía de aquellos tipos.
–Déjame la portada, a ver.
Fue entonces que cuanto más mirabas la fotografía, más calor sentías en las mejillas, te pitaban los oídos y por un momento pensaste que te estaba dando un golpe de calor y que te desmayarías. Te preocupó que Miguel Ángel se diera cuenta y que tu sofoco quedara como anécdota en el grupo, pero él estaba más atento a seguir los compases de la canción con el pie y las dos manos a modo de baqueta que a tu enamoramiento súbito por Freddie Mercury. No, no te habías puesto enfermo, es que te habías enamorado de un tipo con pulseras y anillos y el pantalón desabrochado que dejaba entrever que no llevaba ropa interior, e imaginártelo desnudo bajo la ropa vaquera había hecho que tuvieras una erección. Y sin embargo no podía ser, porque tú ya estabas casado con Cristina, tratabais de tener hijos, os habíais acostado, con pocos fuegos artificiales, eso sí. Tu imaginación te daba una sed por aquella piel sudorosa de Freddie Mercury, que se sentaría a tu lado, frío y duro, como la mirada del disco, incapaz de responder a tus caricias...
–¿Te encuentras bien? –te dijo Miguel Ángel.
La canción había terminado y tú te cubrías la cara con el LP para no delatar tu vergüenza.
–Divinamente, divinamente.
Os llegó el aroma del café hecho hasta la habitación, y oíste al señor Montoya farfullar desde el sofá. La señora Montoya gritó «Migueeel» y seguiste a Miguel Ángel hasta el comedor, donde os sentasteis alrededor de una mesa de cristal con enaguas y mantel de ganchillo. El señor Montoya se dirigió a ti y dijo algo que no entendiste. Llevaba una venda en la tráquea de la que asomaba una cánula de plástico que tenía que apretar cada vez que quería hablar.
–El resultado de treinta años de tabaco negro, ya ves, hijo –dijo la madre.
El aire entraba y salía silbando por el agujero, y cuando le pediste que repitiera la pregunta, lanzó una risa asmática.
–Déjale, que es un berrinche.
El señor Montoya seguía hablando en una retahíla de suspiros, ches y eses que solo la señora Montoya y Miguel Ángel parecían entender. No le prestaban demasiada atención.
–No, no, este es un amigo de Quique, que no te enteras... Hay que ver, parece que el calor le pone de mala leche. Además está casado... con... ¿Cómo se llamaba tu esposa?
–Cristina –respondiste.
El señor Montoya se reclinó sobre el sofá y te apuntó con un dedo mientras seguía con sus aspavientos y su farfulla. Cansado de no entender por qué la había tomado contigo y por qué ni Miguel Ángel ni la señora te traducían, le dijiste educadamente:
–No le entiendo, señor Montoya.
–Pregunta que si tú también te drogas como sus hijos –aclaró Miguel Ángel, mientras rascaba con la uña una quemadura de cigarrillo del mantel de ganchillo.
Avergonzado por la acusación dijiste que no en voz baja, pero lo que más te avergonzaba era que lo hubiera dicho de su hijo delante de ti. A ti la heroína y cualquier droga te aterrorizaban, porque habías visto a los yonkis vagabundeando por los parques de San Blas, secos y grisáceos, escarbando entre las macetas para encontrar una jeringuilla y los evitabas con asco y miedo.
–Hijo, tú no tomes de esa porquería, que mira qué desgracia –dijo la madre apuntando con la barbilla peluda a su Miguel Ángel.
No tenía que venir la señora Montoya a revelar que Miguel Ángel había probado la heroína, pero de ahí a tenerlo como referente de la perdición había un paso. Su hermano mayor, Carlos, Carlitos, lo llevaba mucho peor porque le habían diagnosticado esquizofrenia desde muy jovencito y la heroína era lo que le salvaba de su padre y de tirarse por una ventana. El señor Montoya desconfiaba de los médicos y cuando su hijo empezó a sufrir los primeros síntomas se negó a llevarlo a un «loquero» y que lo volvieran tarumba del todo, que lo que les pasaba a estos niños es que estaban muy mal criados y eran unos desobedientes. Así que tan pronto como Carlitos tenía un ataque, el señor Montoya lo agarraba del pescuezo y lo ponía en el fregadero bajo el agua fría. Carlos se revolvía, arañaba y lanzaba mordiscos, pero el señor Montoya había sido teniente de la Armada y era fuerte y era capaz de sostenerlo bajo el chorro durante varios minutos, hasta que se calmaba. Sin embargo Miguel Ángel y su madre lo llevaban a escondidas a la seguridad social para que lo medicaran. Desde el cáncer de tráquea del padre y la recesión, las posibilidades de medicarlo eran escasas y con la heroína al menos controlaba los ataques de ira durante las psicosis.
Miraste hacia la terraza y pudiste ver cómo estaba sellada con barrotes verde oliva que se estaban desconchando. Miguel Ángel respondió a la acusación.
–Otra vez con la matraca. ¿Quieres servir ya el café, que se va a enfriar?
Ante las palabras de su padre, Miguel Ángel bajaba la mirada y se pasaba la mano por la boca nerviosamente, como sujetando algo que pudiera decir y de lo que luego se arrepintiera.
La señora Montoya se levantó y la viste desaparecer arrastrando las zapatillas de felpa sobre los baldosines. Se agarraba a los marcos de las puertas, a los muebles, al respaldo de la silla como si la casa estuviera a merced del viento y ella fuera a salir volando de un momento a otro. El señor Montoya quiso añadir algo más, pero sufrió un ataque de tos que parecía ahogarlo.
–Cálmese, señor Montoya –le dijo Miguel Ángel–. Me voy a hacer un encargo, que no llego. Toma, para que compréis café del bueno.
Sacó un billete de cinco mil pesetas y lo puso encima de la mesa. La señora Montoya llegó con una bandeja floreada y unas tacitas de imitación de porcelana con el canto dorado donde sirvió el café. El señor Montoya arrugó el billete y se lo tiró a Miguel Ángel con la mano temblorosa. Escupía insultos sulfurados que apenas entendías.
–Hay que ver lo orgulloso que es este hombre –dijo la madre.
–Cálmate, hombre, que te va a dar un telele –y Miguel Ángel volvió a sonreír.
Miguel Ángel recogió el billete del suelo, lo alisó con los dedos y se lo dio a su madre, que lo guardó rápidamente dentro del sujetador. Después te guiñó un ojo.
–Ahí ya no me lo quita nadie, ni siquiera éste –y se rio abiertamente, mostrando los pocos dientes que le quedaban.
Mientras bajabais por la escalera, os cruzasteis con una vecina que arrastraba pesadamente un carrito repleto de verduras.
–Nano, se me ha olvidado grabarte el disco. Te lo doy la próxima vez.
La vecina levantó la vista y reconoció a Miguel Ángel.
–¿Quiere que la ayudemos, señora Martínez?
–No, no, si ya puedo yo sola.
–Ande, ande, que usted no puede.
–Deja, deja, si ya llego. ¿Y cómo están tus padres?
–Ahí están, tomando café frente a la tele. El señor Montoya hecho un cascarrabias, como siempre.
–Ay, ¡qué guerra dais los hijos! A ver si dejáis de darle disgustos a tu madre, tú y tus hermanos, que anda muy frágil de salud.
–Se hará lo que se pueda, señora Martínez –dijo Miguel Ángel fastidiado.
Salisteis del portal y os dirigisteis a un terraplén sin asfaltar donde Miguel Ángel había aparcado el Renault 4 latas.
–¿Has visto? La vieja le va contando a todo el mundo nuestra vida. Manda cojones... Por eso ni Josete ni el Carlitos los visitan. ¡Si no dejan de dar por culo!
Arrancó después de varios intentos y condujo por la Nacional II. Mientras pasabais a la altura de San Fernando pudiste ver la panza de un avión que aterrizaba en ese momento en Barajas, tan cerca que parecía que iba a caer sobre el tráfico. Miguel Ángel te dejó en la puerta de la oficina y te dijo, medio en guasa, que podías tratar de colocarle allí, que así podría largarse del castillo del terror de los Montoya. Te dio un abrazo y te deseó suerte en tu primer día de trabajo y se marchó rápidamente porque según él, tenía un «negocio» con Quique. Miguel Ángel siempre decía «negocio» cuando quedaba con alguien, aunque el negocio fuera tomar un café. Dio dos golpes de claxon y se marchó.
El edificio de oficinas donde trabajarías tenía una fachada de hormigón y aluminio, con las ventanas oscurecidas por el hollín del tráfico y moquetas amarillentas por el trasiego y el humo del tabaco. Cada mesa era habitada, indefectiblemente, por un cenicero, un teléfono de tubo color cielo, una máquina de escribir y una pila de documentos. El edificio entero vibraba cada vez que pasaba un avión, cada quince minutos, desde el instante en que entrabas por la puerta giratoria que se atascaba hasta que salías al final del día. Los primeros meses que pasaste allí temiste que algún piloto imprudente o suicida le diese por dirigir un avión contra los edificios y perdierais la vida en una gigantesca bola de fuego. Diez años más tarde te descubrías mirando a través de los ventanales sucios deseando que aquella fantasía terrorífica se cumpliera.
Semirramís era la administrativa jefa, fumadora inagotable de Ducados, gorda y con los dedos alquitranados. Te explicó cuál sería tu trabajo.
–Mira, niño, dile a tu madre que te haga la cama –respondía a los oficinistas calvos y encamisados que bromeaban con ella–. ¿Tú estás casado, sí? –te preguntó con hosquedad–. Mejor, porque todos estos de aquí son unos puteros.
Te enseñó el almacén y las baldas de hierro y madera que subían hasta un techo altísimo; te enseñó cómo tratar a los transportistas y mensajeros, a los silenciosos, a los charlatanes, a los de carajillo y puro; te enseñó a rellenar un albarán y a firmarlo y te mostró dónde se guardaban los pliegos de sellos de correos que tantas veces habrías de usar durante años para enviar notificaciones, felicitaciones de Navidad, peticiones de pago, amenazas de juicio, publicidad.
–Nene, si te pierdes me llamas –dijo. Y aunque te perdiste en muchas ocasiones, apenas volviste a hablar con ella en los siguientes diez años. Nunca supiste si estaba casada o si se estaba divorciando, si sus hijos la visitaban o si tenía nietos, si había intentado dejar de fumar o qué pensaba de los nuevos empleados; nada salvo «ha llegado el pedido tal», «estaré de vacaciones», «el del almacén me tiene hasta los cojones»; no desapareció, tan solo adquirió esa naturaleza de color de fondo de la pared, de planta de oficina de la que uno solo se percata cuando ya está muerta y seca. Hace poco te enteraste de que un cáncer fulminante se la había llevado, y te sorprendió que no hubiera sido mucho antes, a pesar de todo lo que fumaba.
A ti no te desagradaba el trabajo totalmente. Gracias a él, habías escapado de un paro arrasador que devoraba a varios de tus amigos. Además habías entrado en el mercado laboral con un contrato fijo: aquello fue una promesa para salir de San Blas, de la calles llenas de cagadas de perros, drogadictos y ancianos que buscaban en la basura. Con tu salario podríais haberos mudaros a una ciudad-dormitorio, con centro comercial y pistas de petanca en los parques, pero no lo hicisteis por una mezcla de pereza y nostalgia. Tenías un trabajo fijo en el 84, en plena efervescencia socialista, con una inflación que trepanaba a la clase obrera y, sin embargo, a Cristina la posibilidad le parecía escasa, demasiado lenta, como si tu trabajo no fuese lo suficientemente trabajo ni para ella ni para la familia que queríais formar. Ella masticaba una y otra vez las fabulosas historias que os regalaban Pitita y el Cabezón cuando algún domingo os invitaban a comer en su casa en Móstoles. «Menuda facha, que no se le ocurre otra cosa que enseñarnos el precio de la alfombra persa», decía, después de que Manolo y su mujer se alternaran completando los detalles de la historia de la compra. Tan perfectamente coordinados que sospechabas que lo habían ensayado varias veces. Durante el cuento, Pitita llamaba ‘moro’ al vendedor a pesar de ser persa, y negociaba agresivamente con él; Manolo, más blando, más conciliador, no paraba de decir, «how much, how much», para librarse del engorro de negociar.
–Es que Manolo es un aguafiestas. Si no regateas, los ofendes.
Y una vez terminaban de narraros la historia, cenabais en la cocina, no fuera a ser que un trozo de comida cayese sobre la alfombra y la estropeara irremediablemente. «Solo les faltó ponernos un plástico», decía Cristina una vez en el coche, «menudos gilipollas», añadía y se exasperaba y buscaba tu complicidad, «y el Cabezón siempre ha sido un tragaldabas, un calzonazos, ¿no crees?», y tú decías, sí, no, bueno, tal vez, quizá estemos exagerando, les va bien, no crees, y utilizabas la primera persona del plural para diluir su envidia, para solidarizarte con su rabia a pesar de que a ti la alfombra te importaba un pimiento. A ti lo que te hubiese gustado es que contaran más sobre Irán, sobre el desierto, los camellos, las ruinas, pero no decías nada, para qué, si aprendiste que al final el reproche a vuestros amigos se volvería contra ti: reproche por no tener hijos, por no tener el trabajo del Cabezón, por no ser otra persona que no fueras tú, porque las únicas alfombras exóticas que os podíais permitir eran las que vendían senegaleses por la calle al grito de «¡alfombra, alfombra!»
Recuerdas cuando Cristina se empeñó en comprar una y cada vez que escuchaba la llamada, salía corriendo a la terraza a hacer aspavientos al senegalés que pasaba de vez en cuando por San Blas. Subía a casa cubierto de alfombras de colores y patrones imposibles y una vez en el salón las iba descargando con parsimonia, una tras otra, sin perder la sonrisa ante la incómoda indecisión de Cristina.
–¿Y esta? ¿Queda bien? ¿Con el tresillo? No tienes ni idea –te reprochaba sin dejarte contestar.
¿Y para qué responder, si a quien quería impresionar era a Pitita y al Cabezón? Sin embargo, nunca os visitaron en San Blas, porque ellos apenas pasaban por el barrio después de mudarse a Móstoles. Porque una vez que se deja San Blas, ya no se vuelve: es un coche en mal estado que se abandona en cualquier lugar para que otro lo desguace y se haga cargo de él. El senegalés solo sonreía y de vez en cuando se dirigía a ti con un castellano de cacharrería, lanzando muecas que ignoraban a Cristina, como diciendo, «dejemos a esta con sus locuras, aquí los únicos que nos entenderemos somos tú y yo». Él negociaba el precio con tranquilidad, con dos metros de porte que te hacían sentir aún más pequeño que en la casa del Cabezón. Querías saber más de él, cómo demonios llegó a parar a un barrio desolado y triste de Madrid, un barrio al que ni siquiera llegaban los coches con megáfonos pidiendo el voto para Alianza Popular o arrojando pasquines con la cara de Felipe; ¿por qué dejar la sabana, los conjuros mágicos, el vudú, los leones? (¿había algo de eso en Senegal, tigres, rinocerontes?) Le querías preguntar si había sido alguno de esos niños que aparecían tristes en la televisión, con baba reseca por toda la cara y un enjambre de moscas excitadas alrededor de las pestañas, cómo había conseguido salir de aquella podredumbre. Cristina alisaba una de las alfombras de rodillas, y el negro no dejaba de reír un chiste que solo él parecía entender, «están locos los de este país», creías que estaría pensando.
«Esto es lo que me ha tocado en la vida», te decías, «a mi mujer alisando una alfombra llena de mierda traída por un antiguo niño del África solo para quedar bien con unos amigos que no nos visitan, decir que sí a todo lo que ella diga, o no, según le venga el día, tener la casa como un palacio de tres al cuarto para ocultar nuestras propias miserias». Te levantaste para pagar y te tentó decirle algo en inglés, tal y como había hecho el Cabezón, «how much, how much», pero según le entregabas el dinero, el negro te agarró de súbito las manos para darte las gracias. Tenía las palmas blanquísimas con surcos marrones muy profundos, unas manos que sudaban pero tan grandes que envolvían tus dedos, que parecían de cristal al lado de los suyos. Quisiste retirarlas, pero él las retuvo durante un segundo más, le miraste a los ojos y te dijo, muy honestamente, «gracias, señor, gracias». Quisiste responder algo, decir, «de nada, hombre, ven cuando quieras», pero aquello habría desatado el espanto: Cristina te hubiera abroncado después, «¡cómo se te ocurre decirle eso!, ¿y si un día se presenta aquí?, tú no sabes de dónde viene, ni si ha estado en la cárcel..., de verdad, que no se puede ser tan bueno...»
¿Qué decirle al senegalés? ¿Qué decirle? ¿Que te daba un poco de pena que se fuera, y que te retirara las manos una vez pagado? Cristina no se reía a carcajadas, ni te tomaba de las manos. Decías antes que tus amigos apenas venían a visitaros a vuestro apartamento porque quedaba lejos, pero tampoco Cristina los quería allí. El negro se marchó con sus alfombras apiladas sobre los hombros y os quedasteis los dos solos, tú desplomado sobre el sofá y Cristina con la rabia satisfecha, porque la alfombra no tenía nada que envidiar a la de Pitita, ves, que no hace falta irse a Irán para comprarse alfombras ni idioteces por el estilo, ni tirar el dinero, que el mundo no funciona así y que por Dios tuvieras cuidado no te diera por tirar algo encima, a ver si nada más comprarla la íbamos a tener.