III

A pesar de los reproches continuos, de la desnudez fofa que se desparramaba cada noche al otro lado de la cama; a pesar de las carnes aburridas y torpes de Cristina, de tu disgusto por su sexo peludo y desmarañado y tu trágica inexperiencia como amante, te forzabas aquí y allí a hacer el amor con ella. Y cuando lo hacías, te sentías alejado de su cuerpo y tratabas de no pensar en ella, porque si no te ablandabas y era imposible continuar. Para hacer el amor con ella y que no sintiera tu ausencia, no necesitabas pensar en nadie, tan solo cerrar los ojos e imaginar que navegabas por una piel cálida: la sensación de balanceo, la caricia en el aire. Con eso te servías para terminar.

Los días posteriores a vuestros encuentros, Cristina se movía más liviana por la casa. Te besaba antes de ir a trabajar, te decía «cariño» y «tesoro» y se comportaba como una ama de casa perfecta. Esperaba quedar encinta muy pronto y esperaba y esperaba, y cada día le iba arrancando un pétalo a esa esperanza, y antes de que la flor quedara despeluchada, os volvíais a acostar. Así aprendiste los ritmos de Cristina, a ajustarte a sus cambios de humor, a sus contradicciones. Lo hacías porque pensabas que de esta manera no pondrías en peligro el disfraz que era tu matrimonio. Habías alejado el fantasma de la miseria gracias al trabajo que encontraste rápidamente: un espectro que azotaba sin piedad a Quique y a Pili, a Miguel Ángel, para quienes el paso a la edad adulta no fue una broma, sino un drama. De repente: una hipoteca. De repente: una subida del precio de la luz, un cambio de aceite del coche, la reparación de la lavadora. Tomadas de una en una, eran gotas de lluvia que uno podía evitar con una mano; todas de golpe eran una tormenta de la que solo te salvaba el dinero caliente como el pan recién hecho de la nómina de un trabajo indefinido. Fuiste ascendido rápidamente por tu carácter abierto: la cara responsable de la empresa, el recepcionista, la primera persona a la que veían los clientes encorbatados de apellidos compuestos, los transportistas de manos tocinas, los oficinistas que entraban y salían con maletines de hebillas doradas. Te gustaba el trato con la gente: que se apoyaran en el mostrador y te enseñaran una foto del crío, del perro, del gato; que te confesaran que el colchón Pikolín que se habían acabado de comprar era «mano de santo» para el dolor de espalda. Te hacían deudor de un cotilleo, de un lío de una secretaria con el jefe de planta, depositaban en ti los secretos como lingotes de oro y tú elaborabas relatos en tu imaginación con los que luego te reías a solas cuando los recordabas. Adorabas llamar por teléfono y anunciar que tenías un paquete para algún empleado, te reías con entusiasmo generoso: salías feliz del trabajo. Y así tenía que ser, porque en tu casa amenazaba tormenta conforme pasaban los meses. Cristina no lograba quedarse embarazada, y sospechaba de ti, de sí misma, de la vida. Se volvió hostil y taciturna, y tu tiempo en la oficina se ofreció como un descanso de la angustia que inundó la casa. En ocasiones, la encontrabas llorando en el salón, y te decía que había pasado todo el día en la cama, que no le veía sentido a nada, que lo único que quería era un bebé. Te sentabas en el suelo y la escuchabas durante dos o tres horas, después preparabas la cena y la ayudabas a meterse de nuevo en la cama. La realidad circundante le pesaba demasiado y decía, «que no eras lo suficientemente hombre», cuando el test de embarazo salía negativo, o cuando la vecina anunciaba que estaba preñada de su segundo hijo. Para no caer en la misma depresión pensabas en la rutina de la oficina, en paquetes y cartas, en los ficus que tendrías que regar el lunes, en los armarios de metal con material de oficina de los que solo tú tenías la llave. No cumplías con la masculinidad que se te pedía, nunca habías sido demasiado «hombre» y no solo porque ella no quedara encinta. Nunca te quedabas hasta tarde en la oficina o tomando cervezas con los compañeros, nunca comentabas el partido del Real Madrid ni las piernas de la nueva chica de recursos humanos, y en las cenas de empresa volvías a casa tras los postres y no acompañabas a los demás a la whiskería donde terminarían la noche. Cuando os reuníais con tus antiguos amigos de la parroquia estos se burlaban de ti por la falta de interés que habías mostrado siempre por los Madrid-Barça, y para picarte, te preguntaban de qué equipo eras. Tú respondías, «de los dos», y te echabas a reír. A Cristina le mortificaban estas idioteces. Angustias se adelantaba a su irritación y añadía, «si es una tontería de juego, veintidós tíos dándole patadas a un balón», y todo el mundo asentía divertido, excepto tu mujer, que sorbía su refresco con fuerza y no te dirigía la palabra hasta llegar a casa.

A ti te era más agradable un paseo por el Museo del Prado, ahora que podías pagar la entrada sin tener que contar los duros en la taquilla. Cristina te acompañó las primeras veces, porque había que ir juntos, porque era lo que hacen los matrimonios, y paseabais por Madrid, os parabais en los puestos de la Cuesta de Moyano y revolvíais entre los libros, y te obligaba a tomarle la mano o pasarle el brazo por la cintura. La realidad era que le fastidiaba que verdaderamente tuvieras un interés genuino por todo aquello y con el tiempo dejó de disfrutar de aquellos paseos, y te esperaba con los brazos cruzados y con cara de perro a que terminaras de contemplar algún cuadro u hojear un libro. Después, en casa, te hacía notar su disgusto y te reprochaba la falta de atención y cariño, y se echaba a llorar. «¿Es que no podemos ir agarrados, como los matrimonios normales?» Entonces tú la acompañabas a Galerías Preciados, a El Corte Inglés. Ella notaba tu aburrimiento y se irritaba más aún; finalmente, para evitar mayores discusiones, tú por tu lado, yo por el mío. Ella, a las rebajas. Tú, al San Sebastián de carnes grises y piernas torvas del Greco, que era martirizado con saetas, y en cuyo rostro apenas se distinguía un padecimiento, sino una paciencia triste por encontrarse con el Creador.

Si lo piensas, tu vida podría haber transcurrido así, durante años y décadas. Tal vez Cristina se hubiera quedado embarazada y hubierais tenido el hijo que tanto anhelaba ella. Se podría haber rebajado la tensión, su carácter se habría amoldado al transcurrir de los años, a las decepciones grandes y pequeñas; hubierais sido testigos de sus canas y de tu calvicie, vuestro hijo hubiera crecido y os hubiera reprochado que lo queríais demasiado o que no lo queríais lo suficiente; hubierais hecho cálculos sobre la pensión, conocido a vuestros nietos. Es posible que incluso entonces os hubierais reencontrado con la fe, porque dentro de cada vida hay tanta vida que uno llega agotado al fin y dejarse caer en manos de Dios al final de los días es más cómodo que andarse agobiando con la idea de que todo aquello conduce tan solo a un horno crematorio. Era un buen propósito, al cual se hubiera adscrito cualquier persona de bien, incluso aquellos que creyeran estar en posesión de secretos abrumadores. Tu secreto, la pieza incorrecta en el engranaje de esta historia, tan común que podría ser considerada vulgar, la china que hizo saltar todo el mecanismo fue Fernando, que pasaba por allí como un ciervo en mitad de la carretera por la noche y contra el que tú, no tu matrimonio, te estrellaste. Fernando fue el muro de granito, el cepo que te dejó malherido en mitad del bosque, el que causó que nunca quisieras tener un hijo con Cristina.

Vino de improviso, tal vez para entregar un paquete relleno de material de oficina, bolígrafos, clips, notas adhesivas, algo que no era para ti, sino para un compañero, para un jefe, para cualquier otro. Puso los codos sobre el mostrador, mientras tú, distraído, estampabas cartas que habían de ser enviadas con urgencia al día siguiente. Carraspeó, miraste hacia arriba, su visión te cortó tanto la vida como el aliento.

–¿Tú eres nuevo, no? ¿Cómo te llamas? –te preguntó.

Y apenas pudiste balbucear las letras de tu nombre. Estabas en parvulario y aquel niño iba dos cursos por encima.

–Pablo.

–Pues yo me llamo Fernando. Hala, machote, fírmame aquí.

En realidad debería haberse llamado Freddie, porque su parecido con el cantante de Queen era tan fantástico que parecía esculpido siguiendo la portada del disco que te mostró Miguel Ángel, con la excepción de que Fernando llevaba un bigote más grueso y con toda seguridad llevaba ropa interior bajo el mono de trabajo. Se llevó el albarán, las suelas de las botas de plástico rechinaron sobre el mármol. El mono azul le realzaba el culo y por primera vez entendiste porqué rebufaban los hombres frente a las portadas del Interviú: por la pérdida de la razón frente a la evidencia de la carne. ¿Cómo era posible que solo hasta entonces ningún otro ser humano real te hubiera hecho fluir la sangre como lo hizo aquel? ¿De qué mundo venía Fernando? ¿Qué te había robado aquel día?

 

A ti las mujeres te parecían graciosas, sin más, con sus bobas preocupaciones sobre el pelo, la ropa, los chicos, la necesidad de atención constante. No entendías a qué venía la obsesión de los otros hombres con el culo, las tetas, por cuerpos que parecía blandos y débiles, rellenos de gomaespuma. Los veías persiguiéndolas para levantarles la falda, hinchando el pecho cuando pasaban delante de un grupo, modulando la voz cuando ellas les pedían ayuda para una tarea ridícula y cómo esos mismos hombres, una vez consentían compartir el tiempo y la vida con ellas, se agrisaban. Qué seres más extraños, pensabas de las mujeres, a quienes la cercanía o lejanía de unos y otros ponía el mundo patas arriba. No te gustaban las chicas, punto. De ahí a que te gustaran los hombres había un salto tan grande como aterrador. ¿Y si ahora alguien se daba cuenta de tu descubrimiento, y si alguien descifraba en tus ojos, en tu cara, en tus manos que te habías excitado con aquel Fernando al que conocías de treinta segundos? No te gustaban ‘todos los hombres’, sino «algunos»: Freddie Mercury, Fernando.

Estabas tan excitado como desconcertado ¿qué sabías tú de todo aquello? ¿Cómo se acariciaban, besaban, follaban los hombres? Te sobrevino un vértigo y te marchaste de la oficina antes de acabar la jornada, y cuando salías Semirramís, la señora que te había contratado, te reprendió mirando por encima de sus lentes nubladas. ¿Y si alguien se lo decía a tu madre, a tus amigos, a Cristina? De camino a casa ese día, recorriste los momentos de tu vida en los que podías haberte delatado, dónde podrías haber dejado pistas que ayudaran a un observador atento a descubrir quién eras realmente: los curas, Quique, Miguel Ángel, Tomás. ¿Qué diría Cristina? Te mataría, es seguro, por esa razón no podías darle hijos, porque tu simiente había sido, desde siempre, perversa. Tu madre se moriría de pena fulminada al saber que su único hijo es «marica». Recordaste un pasaje de la Biblia: Lot ofreciendo a sus hijas menores vírgenes para que no sodomizaran a los ángeles en el Génesis. Lot, que prefería confabular con pederastas antes que con desviados; Dios entregando a los hombres a pasiones vergonzosas como castigo en Romanos 1:26-27 (las mujeres cambiaron las relaciones naturales por las que van en contra de la naturaleza, así mismo, los hombres dejaron las relaciones naturales con la mujer y se encendieron pasiones lujuriosas los unos con los otros, hombres con hombres cometieron actos indecentes, y en sí mismos recibieron el castigo que merecía su perversión), y pensaste que la Biblia era un diccionario de perversiones, una guía para homosexuales cristianos, para padres pederastas con dudas sobre cómo actuar en caso de que un violador se presentara en su casa.

Te imaginabas a Cristina arrojándote por el acueducto de Segovia tan pronto se enteraba. Después se lanzaría ella: marido y mujer se arrojan por el acueducto de los suicidas, se estrellan contra un Simca que pasaba por debajo, se cree que se trata de un crimen pasional y que él la arrojó a ella en un ataque de celos. Así al menos tu historia quedaría sellada y oculta: mejor asesino que maricón, mejor ser como aquellos hombres que vuelven a casa y le zumban a la parienta, y un día se les va la mano y la dejan con la cabeza abierta; mejor todo eso a ser visto como un sodomita, un bujarrón, un sarasa. Del océano inane que había sido hasta entonces tu existencia, había surgido un continente oscuro, sin nombre; una tierra que tenía el rostro de Fernando: ha emergido un iceberg negro entre tus idas y venidas al trabajo, en tus llamadas de teléfono a empleados que siempre se apellidan García, Muñoz, Fernández. Apareció Fernando cuando rellenabas casilleros con el correo, cuando cambiabas las cintas de las máquinas de escribir, cuando volvías a casa a cenar huevos fritos con patatas, cuando le hacías el amor sin ganas a tu mujer. Fernando había partido tu vida en dos: ¿cómo pensabas llegar a tierra segura después de haber perdido de vista tu orilla?

Aquella noche volviste a casa después de deambular por Madrid durante horas, y te convenciste de que serías el hombre que Cristina quería que fueses. Esa noche, Cristina se quedaría embarazada por tu santa voluntad y así no tendrías que preocuparte. Te desquitarías de ese lapsus, de los remordimientos y de tu fracaso en la cama. La desearías con tanta fuerza para que aquel mensajero y la estela de remordimientos que había dejado tras de sí y que te azotaban no volvieran nunca más. Cristina te recibió sorprendida, y agradada, pero vuestros cuerpos tenían un límite. Pocas semanas duraron las conversaciones de madrugada, poco duró la consistencia del deseo porque el tuyo, el verdadero, ya estaba solidificado y era inexpugnable y había encontrado su nombre: Fernando.

El sexo de Cristina era para ti una interrogación, una ironía, una bestialidad que en el fondo abominabas. Nunca comprendiste que a Cristina la pudieran desear otros hombres, y cuando eso ocurría, soñabas con que alguien se la llevara. A veces mostrabas la foto de ambos que llevabas en la cartera y los otros silbaban, «hay que ver qué suerte tienes, cabronazo, menuda jaca», y después reculaban, por si te habían ofendido, porque habían dejado escapar su lujuria delante del dueño, tú, de esa «jaca», una mujer a la que apreciabas y a la que tratabas con cortesía, pero no con la ternura de los enamorados. Aquel que tú eras, el que la rodeaba con una mano por la cintura, con la costa de Torrevieja de fondo en una foto tomada durante vuestras primeras vacaciones, aquel que no se excitaba con su lencería, sus caricias, sus ganas de montarte: ese eras tú. Sonreías y fingías un orgullo masculino: mientras Cristina fuera deseable para otros hombres, estabas salvado. Cristina era tu pieza de caza, tu salvavidas social.

 

Fernando lo sabía todo. Lo sabía y tú sabías que lo sabía, porque el segundo día que le viste, unas semanas después de la primera entrega, te dijo, «parece que nos vamos a ver con más frecuencia», y se descolgó con una sonrisa. Vaya que sí lo sabía, porque se quedaba mirándote fijamente, por si a causa de estas palabras te derretías, por si te daba un infarto y él tenía que reanimarte. Hablaba, se quedaba en silencio, de pie, frente a ti, con los ojos clavados en tus pupilas, para que te delataras tú solo. Alineabas nerviosamente los bolígrafos ya alineados al otro lado del mostrador, tosías, te sonreías, Fernando venía a tu casa del valle entre Sodoma y Gomorra y rechazaba a todas las vírgenes prepúberes que le ofrecieras porque te quería a ti. Tal vez había pasado por lo mismo que tú, había tenido una mujer (o la tendría todavía), tendría hijos que lo habían abandonado, en estos momentos le daba igual, aquello que lo retenía al mundo normal había saltado por los aires y lo que había quedado lo llevaba con orgullo y descaro, como un tatuaje sucio en el hombro. «Parece que me vas a ver con más frecuencia», esta vez no añadió ni «machote», ni «chato»; con todos los demás quizá sí utilizaba estos ganchos, pero a ti te había ascendido a la nobleza: serías duque o marqués o príncipe cuando tratara contigo porque ya no necesitaba ninguna contraseña. Te había cazado en mitad de tu naufragio, y te llevaba de la mano a través de las aguas turbias en las que te ahogabas. No volviste a hacer el amor con Cristina a partir de este segundo encuentro. Ni siquiera te empalmabas, ni siquiera pensando en él querías follarte a tu legítima esposa, la erección era un privilegio que te guardabas para cuando venía a verte y te rescataba por unos instantes de la tierra vulgar y árida donde vivían vuestros amigos: televisor, cine, cambiar el parqué, comprar nuevos muebles, visitar países lejanos. El hombre de Cristina le había salido rana, y se daría cuenta al poco tiempo: su hombre era un anfibio húmedo e incapaz de seguir cualquier lógica, un animal raro que dobla los calzoncillos y ordena los calcetines por colores, un hombre que se detiene más de lo debido frente a los cuadros de hombres desnudos y los estudia entrecerrando los ojos, que jamás utiliza palabras malsonantes, que no habla de mujeres ni de sexo, que no es procaz, que es delicado: una rana. Cristina vivía con un anfibio.

En aquellos días entró Quique a trabajar en tu oficina, después de que hubieras recomendado su contratación. Su tercera hija acababa de cumplir un año; «regálame uno», le decías, un bebé te hubiera ahorrado la agonía, un niño hubiera sido el pacto perfecto para evitar la guerra entre Cristina y tú, regálame uno como Quique se regalaba a sí mismo los sellos que robaba de la oficina y después vendía a cualquiera por mil o dos mil pesetas. «¿Cómo lo haces?», le preguntabas en sorna, «¿cómo haces?», y Quique se pavoneaba, decía que había que ser macho, que él no se andaba con tonterías ni con mariconeos; menudo gilipollas estaba hecho, menudo cazurro era este chaval, «lo que tienes que hacer es no andarte con remilgos, que eres demasiado fino», te decía, cuando le invitabas a café, «lo que pasa es que hay mucha tontería, fíjate cómo está el mundo, se muere Franco y de repente tenemos drogadictos, putas y maricones por todos lados», claro que sí, Quique, claro que sí. Y admirabas a Pili por aguantarlo y por tratarlo con cariño. Después pasaba a darte consejos sobre cómo embarazar a tu mujer, cómo ser más masculino, qué hacer con tu vida, porque sospechaba que se estaba echando a perder.