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Cavando Profundo en Búsqueda de Sabiduría

Puede ser que cuando ya no sepamos qué hacer,
Hayamos llegado a nuestro verdadero trabajo,
Y cuando ya no sepamos qué camino seguir,
Hayamos comenzado nuestro verdadero viaje.

Wendell Berry

Empezamos con una historia:

Un hombre que siempre se había considerado a sí mismo inteligente y capaz, muere al final de una larga vida y se encuentra del Otro lado, esperando una entrevista con Dios. Parecía no existir el tiempo en aquella habitación llena de luz en la que se encontraba sentado solo. No había techo, ni paredes ni piso, y él trataba de adecuarse a su nueva circunstancia y esperaba con ansiedad el encuentro que se aproximaba.

 

“¿Qué me preguntará Dios?” se preguntaba. “Nunca fui un gran pensador. ¿Qué haré si me pregunta sobre el significado de la vida? No sabré qué decir. En todo caso podría decirle la verdad: estuve demasiado ocupado siendo exitoso para pensar sobre ese tipo de cosas. Después de todo mis logros han sido admirables, ¡aun Dios debería poder ver eso!”

 

Con gran concentración, trató de recordar todas las cosas maravillosas que había logrado durante su vida, de modo de estar listo para hablar con Dios.

De repente Dios apareció delante de él y se sentó en la otra silla vacía. “Es muy bueno verte,” comenzó a decir Dios. “Así que, dime, ¿cómo te parece que te fue?”

 

El hombre suspiró profundamente aliviado al oír que la pregunta que Dios le estaba haciendo era la pregunta que estaba seguro de poder responder. Sintiéndose seguro, comenzó: “Bien, me imaginé que podrías preguntarme eso, así que he hecho una pequeña lista de mis logros. Quería poseer mi propio negocio y convertirme en alguien económicamente exitoso, y lo hice. Quería tener un buen matrimonio, y permanecí casado hasta que se terminó mi vida: ¡cincuenta y dos años! Quería enviar a mis dos hijos a la universidad, y lo logré. Quería poseer una casa lujosa, y la tuve. Quería aprender a jugar al golf y pasar los noventa años, y eso hice. Quería comprarme un barco, y lo hice. Oh, no debería olvidarme de esto: quería donar dinero a causas nobles con regularidad, y lo hice.” El hombre se sentía totalmente satisfecho consigo mismo, oyendo su propia lista. Seguramente Dios estaría impresionado.

 

“De modo que, en conclusión,” declaró, “diría, sin intención de sonar inmodesto o nada de eso, que me fue muy bien, teniendo en cuenta que logré la mayoría de las cosas que me propuse hacer. Pero, por supuesto, dado que tú eres Dios, ya sabías todas estas cosas.”

 

Dios sonrió con bondad, “En verdad, estás equivocado.”

 

“¿Equivocado?” preguntó el hombre. “No comprendo.”

 

“Estás equivocado,” repitió Dios, “Porque no estuve prestando mucha atención a los objetivos que lograbas.”

 

El hombre estaba desconcertado. “¿No estuviste atento? Pero yo pensé…”

“Lo sé,” interrumpió Dios. “Todos piensan que cuanto más exitosa fue su vida, mejor fue. Pero no es esa la forma en que las cosas se miden aquí arriba. No presté atención a todas las veces en que conseguiste lo que esperabas y deseabas, porque eso no me hubiera mostrado mucho lo que estabas aprendiendo en tu vida en la tierra. Estuve observándote más cuidadosamente durante todos esos momentos difíciles en que te encontraste con lo inesperado, con cosas que no habías planeado o que no querías que sucediesen. Ya ves, es la forma en que manejas esas cosas lo que refleja el crecimiento y la sabiduría de tu alma.”

 

El hombre estaba anonadado. ¡Había estado totalmente equivocado! Él había pasado toda su vida tratando de hacer todo bien. “¿Cómo podría yo saber qué lecciones aprendí de los momentos difíciles de la vida?” se preguntó presa de pánico. “A mí ni siquiera me gustó nunca admitir que tenía problemas. ¿Qué se supone que le debo decir a Dios ahora?”

 

Por un momento se quedó sin palabras, pero siendo incapaz de disfrutar de las derrotas, pronto fue invadido por una segunda oleada de energía. ‘¡No te quedes ahí sentado!’ se dijo a sí mismo con severidad. ‘Nunca perdiste una negociación en la Tierra. ¡Inténtalo nuevamente!’ Recurriendo a toda su confianza en sí mismo, comenzó de nuevo:

 

“Bien, si soy enteramente sincero, Dios, sólo estaba tratando de ser correcto. Realmente —y no lo tomes como algo personal— ¡mi vida fue un infierno! ¡Cuántas dificultades, qué decepciones, qué pruebasy padecimientos! Déjame que te cuente cuando mi suegra se mudó con nosotros por unos meses. Y después vino la época en que tuve dos cálculos renales, ¡al mismo tiempo! Y mi hijo menor sólo me dio problemas. Y mi esposa, no me hagas empezar con mi esposa o estaré aquí una eternidad…”

“Tómate tu tiempo,” respondió Dios. “No tengo apuro…”

De una u otra forma, todos somos como el hombre de mi pequeña fábula. Hacemos todo lo posible para que las cosas salgan bien. Hacemos listas, nos fijamos objetivos, estudiamos, nos entrenamos, aprendemos, nos comprometemos en nuestras relaciones y con nuestros sueños, nos organizamos, rezamos, juramos y resolvemos problemas, deseando experimentar la felicidad y éxito que imaginamos para nosotros. Y sin embargo, inevitablemente, todos nos encontramos en algún momento con que, a pesar de lo tenazmente que hemos trabajado, de cuán bien nos hemos preparado, cuán profundamente hayamos amado, las cosas no resultan como pensamos que serían. No importa cuánto nos esforcemos, no podemos hacer planes para lo inesperado.

Ya sea que estas sorpresas difíciles lleguen en forma de pequeños contratiempos, impactos terribles o despertares graduales y dolorosos, el resultado es el mismo: terminamos enfrentados cara a cara a momentos pasmosos de revelaciones poco gratas cuando nos damos cuenta para nuestra gran consternación que estamos viviendo una vida que no se parece a la que queríamos. Y a diferencia del hombre de la historia, usualmente no somos tan rápidos y ágiles para responder a lo inesperado. Lo que sucede con más frecuencia es que quedamos sacudidos, desorientados y buscando desesperadamente respuestas.

Después de dos décadas de escribir, investigar y enseñar acerca de la transformación personal, he llegado a la conclusión que mucho del dolor, la confusión y la desdicha con los que la mayoría de la gente, incluyéndome a mí, lucha, proviene de nuestros encuentros con lo inesperado, en ambos, nuestro mundo externo y nuestro mundo interior. Sin importar cuánto tratemos, estos encuentros son ineludibles, una parte inevitable del ser humano. Aun cuando cada uno de nosotros en secreto sospecha que somos los únicos cuya vida es tan fuera de rumbo o inexplicablemente insatisfactoria, y que todo el resto del mundo es inmensamente feliz, la verdad es algo totalmente diferente: Todos nosotros somos eternos guerreros en una batalla prolongada, con cambio, con finales no deseados y atemorizantes comienzos, con evaluaciones y reevaluaciones, con más momentos de desilusión de los que desearíamos contar.

Hace poco estaba revisando algunos viejos cuadernos de notas que había conservado desde la universidad y descubrí una página que había escrito cuando recién había cumplido los veinte, en ella había hecho una lista de mis objetivos personales y mis sueños. Mientras leía los puntos en la lista de los deseos para mi vida, quedé atónita ante dos cosas. La primera era que yo había ciertamente logrado muchos de los objetivos que había formulado para mí misma más de treinta años atrás: convertirme en una autora de libros publicados, mudarme a California, enseñar a la gente acerca de las relaciones y el crecimiento personal, crear una comunidad de gente consciente, viajar a lugares exóticos en todo el mundo, estudiar con maestros espirituales sabios, enamorarme y tener una hermosa boda, tener un hogar, aparecer en la televisión, solo por mencionar algunos.

El segundo impacto que tuve mientras leía los puntos que había incluido fue más aleccionador. Me di cuenta de cuántas cosas inesperadas me habían sucedido que ciertamente no estaban en mi lista original de deseos. No había escrito: Divorciarme… más de una vez; ser engañada por socios de negocios deshonestos; perder mucho dinero en el mercado de acciones; crear alianzas con compañías que van a la bancarrota; batallar juicios legales injustos; enfrentar ataques difamatorios de parte de colegas celosos; perder amigos queridos por cáncer. Ciertamente no recuerdo haber fijado estos eventos como objetivos, y sin embargo habían ocurrido lo mismo.

Entonces se hizo muy claro en mí: como tantos de nosotros, como el inteligente hombre de la fábula, yo siempre había creído que mis desafíos estarían en superar los obstáculos que encontrara en mi lucha por llegar a mis objetivos. Pero estaba equivocada. Mi más profunda confusión no había tenido nada que ver con las cosas que no había conseguido, sino más bien con las cosas que no esperaba, y que había recibido de todos modos.

No son las cosas que queremos y no conseguimos lo que constituye la fuente de nuestras más grandes pruebas y padecimientos, son las cosas que sí recibimos y que no queremos ni nunca esperamos.

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“Es un asunto peligroso, Frodo, salir de tu casa,” solía decir. “Pones un pie en la Ruta, y si no te mantienes de pie, no se sabe adónde podrías ser arrastrado.”

J.R.R. Tolkien

 

 

A sí es como sucede: estás yendo hacia delante con tu vida, preocupándote por tus negocios, cuando de repente “eso” te golpea, y te detiene abruptamente.

¿Qué es “eso”? “Eso” puede ser un evento que te fuerza a prestar atención a las realidades de tu vida que has estado evitando: el matrimonio desapasionado que simulas que está mejor que nunca hasta que un día tu esposo te abandona; la hija distante de quien dices a todo el mundo que está realmente bien hasta que descubres el acopio de drogas pesadas en su cajón; el trabajo de sesenta horas a la semana que afirmas amar a pesar de lo exhausto que te sientes, hasta que un día te desplomas de un ataque cardíaco.

A veces “eso” es una pérdida: pérdida de amor, pérdida de dinero, pérdida de confianza, pérdida de seguridad, pérdida de trabajo, pérdida de salud, pérdida de oportunidad, pérdida de esperanza. A veces “eso” llega hasta ti sigilosa y tranquilamente, como una niebla espesa desplegándose lentamente sobre tu vida, de modo que ya nada te parece claro y te sientes perdido. Y a veces “eso” no es sigiloso para nada, sino brusco. Sabes que “eso” está llegando, puedes sentirlo respirar en tu cuello. Y sin embargo, te dices a ti mismo que te esquivará, como esos asteroides que se precipitan hacia la tierra, pero nunca la golpean directamente. Pero estás equivocado. “Eso” no te esquiva.

“Eso” es cualquier cosa que no querías que sucediera, cualquier cosa que no querías sentir, cualquier cosa que no querías enfrentar, cualquier cosa que no querías alguna vez tener que experimentar. “Eso” es siempre inesperado, aun cuando lo hayas visto aproximarse paso a paso en su camino hacia ti, porque simplemente no hay forma de que puedas imaginarte que puedas sentirte tan asustado o confundido o triste o desalentado o atascado o fuera de control... hasta que lo sientes.

He llegado a otra conclusión acerca de lo inesperado: siempre parece mostrarse en el peor momento. Como un invitado que maneja los tiempos pésimamente que, año tras año, invariablemente elige el más atareado fin de semana de tu vida para venir a quedarse en tu casa, lo inesperado tiene la habilidad de elegir exactamente el instante incorrecto para llegar. ¿No parece que “eso” siempre sucede cuando ya estás demasiado estresado, desbordado por las obligaciones y bajo presión, cuando ya has anunciado que no puedes soportar que una cosa más salga mal? “No puedo ocuparme de esto justo ahora,” te lamentas. “Este no es un buen momento.”

Pero seamos honestos. ¿Hay alguna vez un “buen” momento para la llegada de eventos, esclaracimientos o desafíos no deseados? Por supuesto que no hay.

Lo inesperado es siempre inconveniente.

El gran estadista Henry Kissinger lo sintetizó sucintamente: “La próxima semana no puede haber una crisis. Mi agenda ya está completa.”

 

La oportunidad más preciosa se presenta a sí misma cuando
llegamos a un lugar donde pensamos que ya no podemos manejar
lo que está sucediendo. Es demasiado. Ha ido demasiado lejos…
No hay forma en que podamos manipular la situación de modo que
nosotros salgamos luciendo bien. No importa cuán tenazmente lo
intentemos, simplemente no funcionará.
En dos palabras, la vida nos ha vencido.

Pema Chodron

 

Cuando estaba en la escuela primaria, tenía una maestra a quien llamaré Sra. Rhodes. Era una de esos educadores cuya elección de su vocación era un misterio ya que, era obvio, aun para mí a la tierna edad de ocho años, que a ella le disgustaban profundamente los chicos, y no hacía ningún esfuerzo por ocultarlo ante nosotros. Decididos a tomar represalias, los niños pequeños solían divertirse lanzando trozos de goma de mascar recubiertos en saliva a su cabeza cuando ella no miraba, deseando implantar sus armas de sabor a menta en su apretada masa de rulos gris metálico.

La Sra. Rhodes era muy estricta respecto a la precisión en todas las cosas, y una de sus formas favoritas de torturarnos era avergonzarnos por nuestros errores frente a toda la clase. Nunca olvidaré la vez en que me convertí en “la víctima del día”. Estábamos en medio de un ejercicio de escritura, y yo levanté mi mano para hacer un pedido:

“Sí, ¿Bárbara?” dijo la Sra. Rodhes, frunciendo su ceño.

“¿Me disculpa, por favor, si voy al baño?” dije con la voz más suave que pude modular.

“No balbucees, detesto cuando balbucean. ¿Qué dijiste?”

“Dije, ¿me disculpa, por favor?”

“¿Por qué?” ladró la Sra. Rhodes.

“No puedo creer que me lo haga decir,” pensé para mí. Respiré profundo. “Porque quiero ir al baño.”

Comenzaron las risitas en toda la clase. “SILENCIO,” gritó la Sra. Rhodes, y nuevamente se dio vuelta para continuar conmigo. “Barbara De Angelis,” dijo, “de modo que tú quieres ir al baño. Bien, todos nosotros queremos muchas cosas, ¿no es así, alumnos? ¡Pero no las conseguimos! No, señorita.”

“Por favor, Sra. Rhodes,” supliqué, “Solo quiero ir al baño.”

La Sra. Rhodes caminó hasta el pizarrón, tomó un trozo de tiza, y en grandes letras escribió una palabra Q-U-E-R-E-R. “¿Ven esta palabra, alumnos?” chilló. “Usarla es expresar una preferencia personal, como en ‘Quiero jugar en las hamacas’, o ‘Quiero comer un caramelo.’ No significa lo mismo que esta palabra” y escribió N-E-C-E-S-I-T-A-R. “Esta palabra no expresa una preferencia personal, sino que expresa lo que uno considera una necesidad, un requerimiento, una emergencia, como en ‘Sra. Rhodes, necesito ir al baño.’”

Giró nuevamente hacia mí. Yo me había hundido lo más posible en mi silla de metal, ya que incluso mi pequeño cerebro de niña de ocho años sabía lo que vendría después. Mis compañeros de clase estaban exaltados con anticipación, embriagados del placer de ver que era otra persona y no ellos mismos quien estaba siendo mortificada.

“De modo que, Bárbara, ¿te gustaría reformular tu afirmación?” Su voz rezumaba desdén.

Como una confesión hecha al enemigo sólo después de una prolongada tortura, las palabras salieron revueltas y a desgano de mi boca: “¡Yo… yo … ne… necesito ir al baño!”

“Bien, entonces,” dijo con una sonrisa malsana, “¿por qué no lo dijiste de ese modo? Por supuesto, ve. No querríamos tener aquí un accidente, ¿verdad, alumnos?”

Huí. El recuerdo es tan vívido, aún hoy, décadas después: mis pequeñas piernas corriendo por el corredor desierto hasta el baño, con el sonido de risas burlonas resonando todavía en la distancia detrás de mí. Se sentirán aliviados de saber que llegué a tiempo. Créanme, yo también lo estaba.

 

Comparto este relato cruel porque me propongo hacer crucial un punto en la premisa de este libro:

Cuando estamos lo suficientemente incómodos en la vida, comenzaremos a formular preguntas en un intento de aliviarnos de nuestra tristeza. Haremos esto a pesar de lo atemorizados que nos sintamos de formular preguntas o de oír las respuestas. Haremos preguntas porque ya no podemos no preguntar. Haremos preguntas no simplemente porque queremos sino porque necesitamos hacerlo.

Y la pregunta que surge desde lo más profundo de nosotros mismos será: “¿Cómo llegué acá?”

En momentos de confusión, crisis, frustración y desconcierto, en momentos en que, como Pema Chodron lo expresó antes, “la vida nos ha vencido”, y ya no podemos simular más que las cosas no se sienten horribles, “¿Cómo llegué acá?” es la más honesta de la respuestas, y en realidad, la única respuesta que podemos tener. Cuando has estado retorciéndote en tu asiento por demasiado tiempo, finalmente no tienes otra alternativa más que levantar tu mano. Tal como lo aprendí de la Sra. Rhodes, cuando tienes que ir, tienes que ir.

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Si te sacas de encima el dolor antes de haber respondido sus
preguntas, te sacas de encima el ser junto con él.
Carl Jung

El proceso de ir alcanzando sabiduría comienza con el cuestionarse. La palabra inglesa question, pregunta, tiene una raíz latina en quaerere, que se traduce como “buscar”. Ésa es la misma raíz para “cuestionarse”, ir en busca o persecución. En última instancia eso es lo que es una pregunta: el primer paso en la búsqueda de conocimiento, de comprensión, de verdad.

Pasamos nuestras vidas buscando respuestas. Esta necesidad de saber es profundamente humana y comienza en la más temprana edad. Cualquier padre sabe esto por haber oído las constantes preguntas de su hijo o hija: “¿Por qué es azul el cielo? ¿Adónde vamos cuando morimos? ¿Por qué usas anteojos? ¿Cómo se mete la voz de la abuelita en el teléfono? ¿De dónde vienen los bebés?” Como niños, recurríamos a nuestros mayores con nuestras preguntas, seguros de que tendrían las respuestas. Después de todo, ellos eran los adultos.

Ahora nosotros somos los adultos, los que se supone que tienen las respuestas para nuestros propios hijos o nietos, para quienes nos consultan como profesionales y para nuestros empleados, para nuestros alumnos y pacientes, para nuestros clientes y compañeros de trabajo. De modo que cuando atravesamos momentos de desafíos, cuando miramos de frente el hostil rostro de los inesperados acontecimientos que han llegado sin invitación a nuestro mundo, es difícil admitir ante los otros, y aún ante nosotros mismos, que nuestras mentes están asediadas por preguntas para las cuales no tenemos respuestas, dilemas para los cuales no tenemos soluciones.

Hay preguntas que nos formulamos con nuestro intelecto cuando queremos resolver un problema, por ejemplo, “¿Cómo puedo incrementar las ventas en mi negocio?” o “ ¿Cómo puedo hacer para perder veinte libras?” Nosotros reflexionamos sobre estas preguntas cuando tenemos tiempo o interés, y después, cuando estamos cansados de considerarlas, ponemos la pregunta en la pila de “Cosas por hacer” de nuestro cerebro. Pero luego están las otras clases de preguntas, las que insistentemente se imponen en nuestra consciencia y se niegan a retirarse hasta que se las oye: “¿Cómo llegué acá? ¿Qué me está pasando a mí y a mi vida?” Éstas son preguntas que no podemos controlar. Nos invaden como tenaces fantasmas y no nos libraremos de ellos hasta que les prestemos nuestra atención.

Ingrid Bengis, un maravillosa escritora ruso-americana, habla con elocuencia acerca de estos momentos en su libro Combat in the Erogenous Zone (Combate en la Zona Erógena):

Las verdaderas preguntas son las que se imponen en nuestra conciencia nos guste o no, las que hacen que tu mente empiece a vibrar como un martillo neumático, aquellas con las que llegas a un acuerdo sólo para descubrir que están todavía allí. Las verdaderas preguntas se niegan a ser aplacadas. Se entrometen en tu vida en los precisos momentos en que parece que es muy importante que ellas se mantengan alejadas. Son las preguntas formuladas más frecuentemente y respondidas más inadecuadamente, las que revelan sus verdaderas naturalezas con lentitud, a regañadientes, la mayoría de las veces contra tu voluntad.

Como viajantes en el camino de la vida, somos definidos tanto por las preguntas que nos formulamos a nosotros mismos como las que evitamos formularnos. Exactamente como cuando éramos niños, encontramos momentos como adultos en los que necesitamos preguntar “ ¿Cómo llegué acá?” para ser más sabios respecto de quienes somos.

Los tiempos de preguntas no son momentos de debilidad, ni momentos de fracaso. En verdad, son momentos de claridad, de despertar, cuando nuestra búsqueda de integridad exige que vivamos una vida más consciente, más auténtica.

Cómo manejamos estos momentos cruciales de preguntas a nosotros mismos determina el resultado de nuestro viaje. Aceptando la pregunta, nos abrimos para recibir entendimiento, revelación, salud y la profunda paz que sólo puede ser lograda cuando no estamos escapando de nada, especialmente de nosotros mismos. Al escaparnos de la voz que pregunta, “¿Cómo llegué acá?” nos cerramos al crecimiento, al cambio, al movimiento, y nos condenamos a un patrón de resistencia y negación. ¿Por qué? Porque la pregunta no desaparece. Nos consume, corroyendo nuestra conciencia en un intento de que le prestemos atención.

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Hay una clásica historia Zen Buddhista, o koan, sobre una persona que está recibiendo instrucciones acerca del traspaso de la Puerta Sin Puerta —la barrera de la ignorancia— en un intento por descubrir la Verdad de la Vida y lograr la Naturaleza Buda. El Maestro Zen le advierte al alumno que cuando medite sobre la cuestión fundamental de la naturaleza de la realidad, sentirá como si hubiera tragado una pelota de metal ardiente que está atorada en su garganta: no puede hacerla bajar ni puede escupirla. Todo lo que puede hacer el estudiante es concentrar toda su atención y conciencia en la cuestión y no rendirse, y su conquista de la verdad será tal que iluminará el universo.

Por supuesto es más fácil de decir que de hacer. La mayoría de nosotros no le da la bienvenida a las preguntas ardientes con una actitud Zen de aceptación, sino más bien con la clase de pavor que sentimos cuando estamos a punto de ser sometidos a una dolorosa cirugía dental. Aprendemos muy bien a desoír con obstinación la llegada de las crisis aun cuando ya estamos en el medio de ellas. Nos volvemos expertos en la negación —¿Qué bola de metal caliente… ?—mientras bebemos nuestro décimo vaso de agua helada.

La negación no es una tarea fácil. Requiere una enorme cantidad de energía ahogar la insistente voz que pregunta “¿Cómo llegué acá?”. Algunas personas se vuelcan a las adicciones para anestesiarse contra la constante inquietud causada por la presencia invisible de la pregunta. Otros se distraen con cualquier cosa, desde el trabajo, el ejercicio o el cuidado de quienes los rodean, con tal de evitar hacerse cargo de los temas que saben, en algún nivel, que deben enfrentar. Y hay otros que se entregan al “pensamiento mágico”, en un intento de convencerse a sí mismos de que si simplemente actúan como si todo fuera a estar bien, algún cambio misterioso sucederá y todo volverá a ser maravilloso otra vez: repentinamente su distante marido volverá a enamorarse de ella, su esposa alcohólica milagrosamente dejará de beber, se despertarán un día y todas las cosas que pensaron que estaban mal con sus vidas habrán desaparecido mágicamente.

Pero ésta no es la forma como suceden las cosas. Por el contrario, cuando desoímos las preguntas que nuestra voz interior nos está formulando, sufrimos. Nos sentimos irritables, enojados, deprimidos o simplemente exhaustos. Nos desconectamos de nosotros mismos, nuestros sueños y nuestra propia pasión. Nos desconectamos de nuestro compañero o compañera y de nuestra sexualidad. Nos apagamos en todos los sentidos de la palabra.

Requiere de mucho valor permitirnos llegar al sitio en el que finalmente estemos deseosos de oír preguntas ardientes y de comenzar a buscar respuestas. Requiere de gran valor no quedar helados al enfrentar nuestro temor, permitirles a estas preguntas difíciles y a estas dolorosas realidades horadar nuestras ilusiones, sacudir nuestra imagen de cómo queremos que luzca nuestra vida y enfrentarla tal cual es.

 

La verdadera transformación requiere de grandes actos de coraje: el coraje de formularnos las preguntas difíciles que parecen, al principio, no tener respuestas; el coraje de mantener estas preguntas con decisión en nuestra consciencia mientras consumen nuestras ilusiones, nuestra sensación de comodidad, a veces nuestra misma percepción de nosotros mismos.

Cuando las Preguntas son más que las Respuestas

Por mucho tiempo me parecía que la vida estaba por comenzar —la verdadera vida— pero siempre había algún obstáculo en el camino, algo que superar antes, algún trabajo no finalizado, un tiempo que todavía había que cumplir, una deuda que pagar. Finalmente me di cuenta que esos obstáculos eran mi vida.

Alfred D’Souza

 

Solía creer que hacía todo a la perfección, nada inesperado me sucedería. Crecí y me convertí en una adulta joven en los años 60 y comencé mi carrera en los 70. Como muchos de los nacidos inmediatamente después de la segunda guerra mundial, fui alimentada con una dieta sociológica de confianza en mí misma, optimismo y posibilidades ilimitadas. “Descubre cuál es tu sueño, diseña un plan, trabaja duro para cumplir tus objetivos, y vivirás feliz y exitoso para siempre.” Esta era la opinión convencional imperante, y yo la puse en práctica con ansiedad. Para el momento en que mediaba mis treinta años había logrado más de lo que podría haber imaginado para mí misma. Durante los siguientes diez años, cada área de mi vida continuaba expandiéndose con éxito y satisfacción personal. Parecía que todos mis esfuerzos, determinación y trabajo arduo estaban dando sus frutos multiplicados por mil.

Y entonces las cosas cambiaron. Uno tras otro, una serie de eventos impredecibles e inoportunos invadieron mi vida como un ejército invasor tumultuoso, que pisoteaba sin respeto mi plan de cómo se suponía que serían las cosas tan cuidadosamente diseñadas y ejecutadas tan impecablemente. Al cabo de unos pocos años, varias de mis relaciones de años, tanto personales como profesionales, terminaron, algunas con gracia, otras con incomodidad, pero todas con mucho dolor. Una serie de proyectos sobre los que había trabajado durante algún tiempo inesperadamente se convirtieron en situaciones que eran mucho menos satisfactorias para mí. Algunas oportunidades acerca de las cuales había estado expectante se convirtieron en experiencias complicadas que eran poco estimulantes o atractivas.

De repente ya nada parecía claro. Muchas de las cosas sobre las que había estado segura en mi vida ahora parecían turbias y confusas. Las personas y situaciones con las que contaba que siempre estarían ahí como mis sostenes habían desaparecido. A los logros que siempre me habían dado alegría, los sentía monótonos y tediosos. La cosa más atemorizante de todas era que me estaba empezando a reevaluar el mismísimo éxito y estilo de vida que tanto trabajo me había costado conseguir. ¿Era esto realmente lo que quería estar haciendo? ¿Era allí y así como quería vivir? ¿Era esa realmente yo?

Yo había pensado que había estado viajando por un camino bien señalizado y directo, pero ahí estaba, parada ante una intersección de tantos caminos que me sentía mareada de sólo mirarlos. Me sentía desorientada, apabullada e insegura respecto a cómo seguir o qué dirección tomar. ¿Cómo había sucedido todo esto? Todo había parecido ir sobre rieles. Y yo sabía que había trabajado muy duramente y había hecho lo mejor posible. Por lo tanto, ¿cómo, entonces, llegué a un momento y lugar en mi vida donde tenía más preguntas que respuestas? ¿Cómo llegué acá?

Estaba segura de una cosa: necesitaba desesperadamente escaparme de mi rutina diaria, para tratar de revisar la maraña de pensamientos y sentimientos que estaba luchando por desenredar y encontrar mi camino de regreso a alguna especie de paz interior y claridad. Decidí participar de un retiro de meditación por un mes con una maestra espiritual con quien había empezado a estudiar recientemente. Sabía que las respuestas que buscaba no llegarían de nada que hiciera en el exterior sino más bien, como siempre había sucedido en el pasado, de mi repliegue en profundidad en mí misma.

Desde el momento en que llegué al retiro espiritual, me entregué a la rutina diaria con mi decisión y firme intención habituales. Seguí los horarios diligentemente, escuché las clases de mi maestra con total concentración y me zambullí en la práctica de la meditación con renovado entusiasmo. Yo resolvería todo esto. Yo iba a conseguir que las cosas estuvieran bajo control nuevamente. Yo volvería a ser la misma de siempre. “Siempre he sido muy buena para arreglar las cosas,” me recordé a mí misma. “¡Puedes hacerlo!”

Un día mientras estaba sentada sola comiendo mi almuerzo, una mujer del personal del ashram se acercó a mí y se presentó. “Mi nombre es Catherine,” dijo con una sonrisa cálida. “Tengo un mensaje para ti.”

Mi corazón golpeó vertiginosamente con emoción. ¡Éste era el momento que había estado esperando! Había estado rezando para encontrar una guía, pidiendo que me orientaran, y aunque no me había encontrado en privado con mi maestra en esta visita en particular, secretamente esperaba que ella supiera que yo estaba luchando, que sintonizara con mi estado de agitación y me señalara la dirección correcta. “Esto es increíble,” pensé con enorme alivio. “Por fin sabré qué hacer.”

“Sí, Catherine,” respondí. “Me encantará oír el mensaje de nuestra maestra.”

“El mensaje que me pidió que te diera es: ‘Sería bueno para ti ser nada y nadie por un tiempo. No aprenderás nada si sigues haciendo aquello en lo que ya eres buena.’”

Yo estaba atónita. ¿Ése era el mensaje? ¿Se suponía que yo debía ser “nada y nadie”? No comprendía. ¡Había trabajado mi vida entera para ser lo opuesto: algo y alguien! Todos mis esfuerzos, todos mis sueños, todos mis aportes tenían que ver con hacer todo lo que pudiera para cambiar en algo el mundo. Y ella tenía razón: era buena para eso. Había luchado para ser buena en eso.

Estaba orgullosa de mí misma por poder hacer malabares con diez proyectos o actividades al mismo tiempo, como muchas mujeres que conozco. Siempre me había sentido inspirada por las sagradas figuras de diosas en las religiones orientales, deidades femeninas representadas con múltiples brazos para mostrar sus muchos poderes y dones espirituales: la diosa hindú Durga empuñando varias armas de protección para derrotar al mal, Lakshmi apretando símbolos que otorgan belleza, abundancia y liberación, y Saraswati que representa el conocimiento y la autorealización; y la diosa budista Quan Yin repartiendo misericordia, compasión y sanación.

Mi propia vida reflejaba este mismo intento de súper mujer con múltiples actividades. Había recientemente finalizado un año durante el cual había estado escribiendo, produciendo y apareciendo en mi propio show televisivo nacional; escribiendo y promocionando un nuevo libro; llevando adelante un negocio de seminarios de tiempo completo; viajando alrededor del país para dar talleres; apareciendo frecuentemente en otros programas de televisión; y trabajando en el desarrollo de varios nuevos proyectos. Yo era, ciertamente, una maravilla de muchas habilidades.

Siempre, desde que tengo memoria, he tenido terror a llegar al final de mi vida y sentirme decepcionada conmigo misma por no haber hecho las cosas que creía que debía hacer. Yo había sido impulsada a tener éxito, no solo por las razones por las que todos nos fijamos objetivos —el deseo de lograr algo importante y valioso— sino también porque estaba aterrorizada de no hacer lo suficiente, no hacer una contribución significativa, no usar mis talentos suficientemente. Ahora se me estaba diciendo que hiciera lo opuesto: ser “nada y nadie por un tiempo,” concentrarme en algo que había temido y de lo que había escapado.

Hay momentos en nuestras vidas en que alguien dice la verdad de tal forma que finalmente nos obliga a oírla. Por años la gente alrededor de mí me había dicho: “Deberías relajarte un poco,” o “Deberías tomarte algún tiempo de descanso. Estás trabajando demasiado duro.” Yo sabía que estas eran sugerencias saludables, pero la voz interior que siempre me había empujado a triunfar y a la excelencia me advertía, “No puedes detenerte, ni siquiera por un momento. Perderás impulso, perderás terreno y después, ¿qué sucederá con tu carrera, tus sueños, tu visión para tu futuro? Si aminoras la marcha, no habrás hecho lo suficiente, y te sentirás como un fracaso.” Esta vez yo había sido debilitada por la arremetida de tantos desafíos inesperados uno tras otro: por la pérdida, la decepción, el dolor, por mi propia insatisfacción y desilusión. Y, por lo tanto, cuando oí las palabras de mi maestra aquel día, finalmente escuché.

Regresé a casa e inmediatamente comencé a mirar mi vida a través de los reveladores lentes del mensaje que había recibido. ¿Quién era yo sin todos mis logros y roles, sin mi agenda febril y reuniones importantes, sin mis listas de cosas para hacer y mis entrevistas? ¿Quién era yo sin una audiencia, sin estudiantes, sin pacientes? ¿Quién era yo cuando no tenía que ser sabia o estimulante, cuando no tenía que tener siempre respuestas para todo el mundo, incluyéndome a mí misma? ¿Qué significaba para mí ser nada y nadie por un tiempo? ¿Cómo sería?

Desde que tenía dieciocho años, había estado en un camino consciente de crecimiento. Durante mis veinte años, mucho tiempo antes de comenzar mi carrera, pasé muchos años inmersa en estudios espirituales y en retiros de meditación que duraban hasta meses cada uno. Desde esta plataforma de despertar interior, me lancé a mí misma como maestra y escritora, y esto me catapultó a varias décadas de éxito, logros y profunda satisfacción. Ahora me encontraba en la cima de ese éxito. Era como si hubiese estado escalando una muy escabrosa montaña, pensando que si alcanzaba los picos más altos, habría logrado mi objetivo.

Entonces, ahí estaba yo, habiendo finalmente llegado a la cima, y cuando miraba alrededor, asombrada, mi nuevo mirador estratégico me brindó la perspectiva de otro seductor horizonte que nunca había sospechado que existiera, un horizonte que inmediatamente supe que tenía que explorar. Nunca habría visto este nuevo panorama si no hubiese escalado tan lejos y tan alto. Pero allí estaba, brillando en la distancia, haciéndome señas para que me acercara y me parase sobre sus picos majestuosos, que me ofrecerían otra vista iluminadora, y sabía que tenía que responder a ese llamado.

La única forma de llegar allí, de todos modos, era hacer lo opuesto a lo que había estado haciendo en mi larga y ardua escalada: necesitaba descender, dejar este punto soleado desde el que podía ver todo y regresar abajo, por el otro lado de la montaña, a las frías sombras grises del valle que me aguardaba. Una vez más era el momento de retirarme y viajar dentro de mí misma en profundidad. Había completado mi círculo.

Para hacer esto, necesitaba tiempo: tiempo para formularme preguntas, tiempo para contemplar, tiempo para encontrarme fuera de mis éxitos y las constantes atenciones y demandas que llegan con ellos. Para encontrar ese tiempo, decidí retirarme: no abandonar mi vida y mi trabajo totalmente, pero alejarme unos pasos de ellos por un tiempo. Tenía un centro de crecimiento personal muy exitoso en Los Ángeles al que miles de personas venían al mes para participar en seminarios y cursos de entrenamiento, y lo cerré. Tenía un programa de televisión en curso, y decidí no seguir adelante con él. Les dije que no a personas y oportunidades que habían estado esperando mi energía y atención.

Nada de todo esto fue fácil. Fui contra mis más profundos instintos, que me llevaban a aferrarme con pasión a todo lo que tenía y a la promesa de más. En cambio, tenía que renunciar a mi apego a escribir y publicar puntualmente un nuevo libro por año, mi apego a no dejar pasar más que unos pocos meses sin estar en televisión, mi apego a dar suficientes seminarios para ganar una determinada suma de dinero, mi apego a ser el más grande algo y alguien que pudiera. Aun cuando sabía que estaba haciendo lo correcto, no estaba completamente segura por qué. Secretamente temía que en lugar de volver a integrarme a un modo nuevo, estaba deshaciéndome. “Estás haciendo tu camino a un renacimiento,” me susurraba la parte valerosa de mí misma para reafirmarme, pero la verdad era que yo sentía como si me estuviese muriendo.

Cavando Profundo en Búsqueda de Sabiduría

Una noche poco después de haber comenzado el proceso de hacer estos cambios dramáticos, tuve un sueño muy poderoso y vívido. En este sueño, yo estaba usando una pala grande y pesada para cavar un profundo pozo en el medio de un jardín bellamente arreglado. El jardín estaba lleno de encantadoras y alegres flores plantadas según el orden de diseños, pero yo no les prestaba atención. Yo sólo seguía cavando vigorosamente, con tierra volando por todos lados, destrozando flores con cada golpe de mi pala, aplastando los delicados pétalos bajo la pila de piedras y escombros.

En este punto del sueño, una mujer se acercaba y, cuando me veía cavando, se enojaba mucho.

“¿Qué estás haciendo?” me gritaba. “Estás destrozando el jardín. Era perfecto. Ahora lo has arruinado. ¿Qué pasa contigo? ¿Por qué estás haciendo esto?”

Yo me daba vuelta para mirar a la mujer y con calma le respondía: “Estoy cavando profundo en busca de sabiduría.” Después seguía con mi tarea.

A la mañana siguiente, cuando desperté y recordé el sueño, me di cuenta del importante mensaje que contenía de mi ser interior hacia mí. El jardín representaba la vida que yo había conocido, que había lucido tan perfecta desde afuera, ordenada y atractiva en todos los sentidos. Allí estaba yo cavando un enorme pozo justo en el medio de toda esa belleza, arrancando de raíz las plantas y flores, arrojando tierra sobre lo que una vez había sido tan cuidadosamente diseñado y cultivado. Esto era exactamente lo que yo había estado haciendo en mi mundo consciente: cuestionándome cada aspecto de mi vida; arrancando de raíz viejas creencias, objetivos e ideas que nunca había tenido el coraje de desafiar; haciendo algunos cambios radicales.

¿Quién era la mujer que me gritaba? Una interpretación era que ella representaba a la mucha gente en mi vida que desaprobaba el intenso proceso transformacional por el que yo estaba pasando. Para ellos yo estaba haciendo lío. Preferían la versión ordenada de Bárbara y de la vida de Bárbara, la que reconocían y comprendían. Mucha gente que trabajaba para mí o conmigo había estado observando con horror apenas velado cómo yo elegía hacer menos y menos. Algunos tenían temor acerca de lo que les sucedería a ellos si yo hacía tantos cambios. ¿Perderían sus trabajos? Otros estaban enojados porque yo hiciera recortes en mi vida: ¿perderían oportunidades o ingresos porque yo ya no deseaba exigirme en exceso o hacer cosas que no me estaban dando satisfacciones? Otros, incluyendo a varios amigos, se sentían amenazados por cada cuestionamiento, de algún modo temerosos de contagiarse y encontrarse cavando apasionadamente en sus ordenados jardines también.

Por supuesto yo conocía el significado más profundo de la mujer que me gritaba: ella era una parte de mí misma, profundamente alarmada ante mi proceso de cuestionamiento radical que estaba poniendo mi vida patas arriba. “¿Qué estás haciendo?” esa parte de Bárbara me estaba gritando. “Estás destruyendo todo por lo que trabajaste tan duro. Era perfecto. Ahora lo estás arruinando. ¿Por qué estás haciendo esto?”

¿Por qué estaba haciendo eso? ¿Cómo llegué acá con una pala en mi mano, desenterrando todos los objetivos y sueños que había estado plantando y protegiendo durante tanto tiempo? Era una buena pregunta que no tenía una respuesta simple. Estaba reexaminando todo porque eventos que no podría haber previsto me estaban forzando a recorrer rutas para las cuales no tenía un mapa. Estaba buscando claridad, revelación, invocada por algo que no podía todavía definir, algo que me forzaba a reevaluar todo acerca de mí misma y mi vida. Estaba cavando profundo porque de algún modo sabía que era el momento de cavar.

¿Sabía adónde me estaba llevando todo esto? No, y eso era en verdad aterrador. Nunca me había gustado actuar sin un plan cuidadosamente estructurado, y hacer eso al final de mis cuarenta parecía imprudente y aún peligroso. Pero mi sueño iluminador me había recordado que aunque no sabía dónde terminaría, sí sabía qué estaba haciendo: estaba cavando profundo en búsqueda de sabiduría, permitiendo que el proceso de cuestionamiento y contemplación me penetrase hasta mi misma esencia, de modo de poder emerger transformada y más en contacto con mi verdadero ser interior que lo que nunca antes había estado.

Vivir en las Preguntas

Sé paciente con todo aquello que está sin resolver en tu corazón
Y trata de amar las preguntas en sí mismas.
No busques las respuestas que no se te pueden dar
Porque no podrías vivirlas.
Y la cuestión es vivirlo todo.
Vive las preguntas ahora,
Y tal vez sin saberlo
La vida te llevará, algún día, hasta las respuestas.

Rainer Maria Rilke

De modo que ¿cómo cavamos profundo en búsqueda de sabiduría? ¿Dónde comenzamos? El primer paso es simplemente admitirte a ti mismo que estás donde estás: en un lugar de incertidumbre o confusión o duda, en un momento de reconsideración y reevaluación, en un proceso de transformación y renacimiento.

Cavar profundo en búsqueda de sabiduría significa:

∞ Ser honesto acerca del hecho de que al menos por el momento, tu realidad está compuesta por más preguntas que respuestas.

 

∞ Permitirte que esas preguntas existan, reconociendo que están apiladas alrededor de ti como cajas misteriosas que aguardasen ser abiertas.

 

∞ Ya no huir de las preguntas, sino abrazarlas, entrando a ellas, y por turno invitarlas a que se enraícen dentro de ti.

Ésta no es una tarea fácil: enfrentar tus preguntas puede ser un proceso doloroso, enervante. La mayoría de nosotros se siente mucho más cómoda con las respuestas que con las preguntas, mucho más tranquila con la seguridad que con la duda. Con demasiada frecuencia huimos de nuestras incertidumbres, desesperados por volver a los hechos concretos, a terreno emocional e intelectual firme, a las cosas sobre las que estamos seguros. No nos gusta detenernos demasiado en la tierra del “no sé.”

La renuencia es comprensible. Vivimos en una sociedad donde la certeza absoluta, aun cuando sea parcial, de visión estrecha, o simplemente incorrecta, es premiada, simplemente enciende la televisión o la radio y tendrás un aluvión de incontables ejemplos de esto: comentaristas dogmáticos que nunca se apartan de sus rígidos puntos de vista; expertos en programas de entrevistas que predican en blanco o negro, nunca nada en el medio; participantes de programas sobre la realidad que ganan el premio, la cita, la propuesta de trabajo, a menudo porque muestran la más rígida y arrogante seguridad. La duda, la vacilación, la introspección: ellas no venden. La certeza sí. ¿Es alguna sorpresa, entonces, que aprendamos a enterrar nuestras incertidumbres bajo una gruesa cubierta de negación y elusión?

Imagínate ir a una fiesta y ver a un conocido con quien no has estado en contacto por algún tiempo. “¿Cómo has estado?” te pregunta tu amigo. Lo más probable es que no respondas, “Realmente, estoy confundido. Sabes, estoy en un período de profundo cuestionamiento.” Confesar que estás indeciso o desorientado te haría sentir vulnerable, inseguro, expuesto. Admitir, aún ante ti mismo, que te estás sintiendo perdido puede producirte la sensación de que, de algún modo, has fallado.

Esto es precisamente lo que sucederá cuando comiences a cavar profundo: al menos en la privacidad de tu propio corazón. Comenzarás a cuestionarte. Comenzarás a preguntarte a ti mismo, “¿Cómo llegué acá?” Te sentirás desorientado, vulnerable, hasta perdido.

Pero no estás perdido.

 

La pregunta “ ¿Cómo llegué acá?” tiene un “acá”. Estás en algún lugar.

Sólo porque puedes no entender todavía dónde es ese lugar, no significa que estás en el lugar incorrecto, o ni siquiera necesariamente fuera de tu camino.

Llegar a un lugar que no reconocemos es ciertamente un destino legítimo en la vida.

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Unas semanas atrás me encontré con mi amiga Molly para tomar un café. No la había visto por un tiempo, y Molly, que era madre soltera con una hija rebelde de quince años, comenzó a contarme sobre su última crisis. La hija de Molly le había estado mintiendo, saliendo por ahí con algunos muchachos problemáticos, y descuidando su trabajo escolar. “Estoy tan estresada,” me confesó Molly. “Después de todo lo que he hecho por Jenna, ¿cómo me puede tratar así? Me hace sentir que soy una mala madre y que no he hecho bien mi trabajo. Y más que nunca, estoy tan inundada de trabajo. He decidido tomarme dos días para procesar todo esto, y después dejarlo atrás.”

Cuando Molly terminó su historia, notó que a pesar de mis mayores esfuerzos, yo estaba sonriendo. “¿Qué?” dijo. “Te conozco, Barbara, y cuando tienes esa mirada, ¡significa que estás a punto de decirme algo que ves sobre mi situación que yo no he comprendido todavía! Vamos, lo puedo soportar.”

“Tienes razón,” admití. “Realmente estaba pensando cuánto me haces recordarme a mí misma. A lo largo de toda mi vida, siempre he estado apurada para encontrar las respuestas, para comprender, para tener certeza sobre todo. Cuando dijiste que te darías dos días para procesar tus problemas con Jenna, y no más, ¡me dio mucha risa! Es como insistir, ‘Extraeré la lección de esto ahora aunque me mate!’ En todo momento en que yo he hecho eso, es mi forma de tratar de poner las cosas nuevamente bajo control. Estoy apurada por encontrar soluciones porque me siento incómoda si me detengo en los problemas.”

Molly se rió. “Tienes razón. Una parte de mí sólo quiere superar toda esta cosa. Pero yo sé que va a llevar más de dos días ocuparme de cómo me estoy sintiendo. Sólo que no puedo evitar desear que hubiese una forma de acelerarlo.”

Todos sabemos cómo se siente Molly. Después de todo, vivimos en una sociedad definida por nuestras ansias de gratificación inmediata. Cuando ingresé la palabra “instantáneo” en el buscador de mi computadora, aparecieron 25,700,000 referencias, ¡instantáneamente, por supuesto! Desde sopa instantánea a respuesta instantánea, conexiones a Internet instantáneas, mensajes instantáneos, créditos instantáneos, estiramiento de rostro instantáneo, erecciones instantáneas; queremos todo lo que queremos ahora. Somos impacientes, no somos buenos para esperar resultados a largo plazo y tenemos poca tolerancia para las cosas que llevan tiempo.

¿No sería maravilloso si pudiésemos fijarnos un tiempo límite para nuestros padecimientos y desafíos, como esos servicios de citas aceleradas que ofrecen encuentros con veinte personas en una sola noche? Eso sería “crecimiento acelerado,” ¡atravesar tus problemas y aprender tus lecciones en un día! Desafortunadamente, como tú ya bien sabes, ésa no es la forma en que funciona.

Cavar profundo en búsqueda de sabiduría no es algo que vaya rápido o que se pueda acelerar. Es más un estado de la mente que un período de tiempo determinado durante el cual decidimos examinar nuestras vidas. El proceso de cavar profundo puede durar meses, aún años. Requiere que permanezcamos con las preguntas, y que no nos apuremos a responderlas.

 

Cavar profundo en búsqueda de sabiduría lleva tiempo porque no es simplemente la búsqueda de algunos datos o respuestas, sino una búsqueda de la verdad. Nuestras habilidades habituales para solucionar problemas, para encontrar respuestas y comprender cosas, no funcionará. Cavar profundo requiere de contemplación auténtica y prolongada.

La contemplación ha sido una parte integral de todos los grandes filósofos y buscadores espirituales desde el comienzo de la historia documentada. La palabra contemplación contiene la raíz latina templum, que significa una porción de tierra consagrada, un edificio (templo) de adoración, un lugar dedicado a un propósito especial y elevado. El diccionario define contemplación como “mirar con atención ininterrumpida.” En el entendimiento religioso tradicional, la contemplación es una comunión interna con Dios, a diferencia de una plegaria, que podría ser llamada una conversación con Dios.

Para nuestros propósitos, podemos pensar en contemplación como el acto de prestar atención sostenida a ese lugar especial dentro de nosotros mismos desde el cual brota la verdad, la comprensión, la revelación y la iluminación. Cuando cavas profundo en búsqueda de sabiduría, contemplas tus preguntas, tus desafíos inesperados y tus momentos cruciales, y esperas las respuestas. Tal como lo expresó Rilke en su bello poema, “vives las preguntas.”

¿Alguna vez has mirado el cielo nocturno, deseando ver una estrella fugaz? Miras por un largo tiempo las centellantes constelaciones, las galaxias distantes, y son hermosas, pero no aparece una estrella fugaz. De repente, justo cuando piensas que tu búsqueda ha sido en vano, la ves: un destello brillante describiendo un arco a través del cielo. Es espectacular, y algo por lo que vale la pena esperar.

La contemplación es lenta. Lleva tiempo. Puede ser incómoda, exasperante, aún dolorosa. Pero si eres paciente, tu espera habrá valido la pena.

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Varios meses atrás decidí volver a plantar una porción de mi jardín. Había tratado de hacer crecer flores en esa parte del patio, pero por alguna razón siempre morían. Pensé que tal vez la tierra necesitaba ser desmalezada y removida, y que esto ayudaría a que las nuevas flores prosperaran, entonces contraté a un hombre para que desenterrara todas las malezas y preparara la tierra para realizar una plantación.

El jardinero comenzó su trabajo temprano una mañana, pero en minutos vino hasta la puerta del frente y me pidió que mirase algo que había encontrado mientras cavaba. “ ¿Ve esto?” me dijo señalando hacia adentro del pozo recién abierto. “Estas son las viejas raíces de un árbol que debe de haber estado aquí en algún momento. Era un árbol grande, porque estas raíces van muy profundo y se extienden hasta diez pies en cada dirección. No es para nada llamativo que fuera difícil hacer crecer algo aquí.”

Hay un viejo dicho: “Cava lo suficientemente profundo y encontrarás algo.” Usualmente nos encontramos con algo que no sabíamos que estaba allí, algo inesperado. Hay muchas cosas dentro de ti mismo esperando que las encuentren como las viejas raíces sepultadas bajo la tierra de mi jardín. Tal vez algunas son raíces de temas emocionales antiguos que tú no sabías que existían, temas que te mantenían paralizado y que ahora puedes desenterrar y eliminar. Otras son raras, tesoros importantes, excavados desde las profundidades de tu ser, piedras preciosas de comprensión y claridad que, una vez reveladas, te cambiarán para siempre.

 

Cavar profundo en búsqueda de sabiduría significa estar
deseoso de desenterrar cualquier cosa y todo lo que
encuentres dentro de ti mismo. Significa cavar hasta que
descubras preciosos tesoros de comprensión, revelación
y despertar, esos que te transforman, esos que nunca
podrías haber sabido que estaban allí a menos que te
obligaran a cavar.

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En mi primer año en la universidad, comencé a practicar meditación a diario, y poco tiempo después tomé un curso intensivo de meditación de seis meses con un renombrado experto espiritual para volverme una maestra en meditación yo también. El curso consistía en algunas clases, estudios y yoga, pero la esencia del proceso era meditar hasta doce horas por día. Yo siempre había tenido profundas experiencias meditando por veinte minutos cada vez y nunca me había parecido un gran desafío, pero esto era diferente. Sentarse a meditar durante esa cantidad de horas era como tomar la pala más grande que existiese y cavar profundo, profundo, profundo dentro de mí misma. Estaba bien durante la primera media hora, pero después me encontraba con un bloqueo de pensamientos y emociones que parecía impedirme ir más profundo. “Lo debo de estar haciendo mal,” pensaba para mí misma presa del pánico. “Tal vez debería levantarme por un rato, y luego comenzar de nuevo cuando esté más relajada.” La verdad era que estaba aterrorizada de ir más profundo. ¿Qué sucedería si descubría algo acerca de mí misma que no me gustaba? ¿Qué sucedería si no tenía un centro de paz y felicidad adentro?

Mi maestro era un maravilloso narrador de historias con una presencia comprensiva y alegre. Le deleitaban las historias que nos contaba, como si él mismo no las hubiera oído antes. Cada noche después de nuestro largo día de meditación y estudio, nos reunía a todos y nos sentábamos con él, y por varias horas el compartía su sabiduría, respondía preguntas, y por supuesto, nos contaba historias maravillosas.

Una noche un joven se puso de pie y se quejó porque se había estado sintiendo inquieto y distraído durante la meditación, como me había sucedido a mí, y confesó que cuando esto le sucedía, se ponía de pie, caminaba hasta una tienda en el pueblo cercano, hojeaba algunas revistas y después, cuando se sentía menos agitado, regresaba y se sentaba nuevamente a meditar. Cuando nuestro maestro oyó esto, comenzó a reír y reír como si nunca hubiese escuchado algo tan gracioso en su vida. Cuando finalmente dejó de reírse, compartió esta historia con nosotros, su versión de una antigua parábola clásica. Aquí está tal cual yo la recuerdo:

Había una vez un granjero que necesitaba desesperadamente agua para salvar sus sembrados de la muerte. La sequía había durado varios años, y por lo tanto, sin esperanzas de lluvia, decidió cavar un pozo. Comenzó a cavar, y hora tras hora, el pozo se hacía más y más profundo, pero todavía no encontraba agua. “Debo de estar cavando en el lugar incorrecto,” concluía al final del día, “porque todo lo que he descubierto en este pozo son rocas y raíces de árboles.” Exhausto y desalentado, regresaba a casa.

 

A la mañana siguiente, con la pala en la mano, el granjero comenzaba a cavar de nuevo, esta vez en un sitio diferente. Cuando el sol lo abrasaba en lo alto y el había cavado más y más profundo, nuevamente encontraba que allí no había agua. “Este segundo pozo es tan malo como el primero,” murmuraba para sí mismo mientras trepaba para salir del pozo seco cuando ya el sol se estaba poniendo.

 

Día tras día el granjero cavó un pozo tras otro, y todas las veces obtenía el mismo resultado: nada de agua. Y cuando dejaba la pala y caminaba a casa, con su cabeza colgando hacia abajo, se preguntaba si estaría loco por creer que no había agua que encontrar. “¿Estoy condenado a pasar mi vida cavando sin encontrar nada?” decía con un gemido para sí mismo. “Debo de estar maldito de alguna forma.”

 

Un día un hombre sabio viajante estaba atravesando la parcela de tierra del granjero. Para su sorpresa, vio al granjero, pala en mano, cavando un pozo alrededor del cual había otros veinte pozos similares.

 

“ ¿Qué estás haciendo, amigo?” le preguntó el hombre sabio al granjero, que tenía tierra hasta la rodilla.

 

“Estoy cavando un pozo, al menos, estoy tratando,” respondió el granjero con voz apesadumbrada. “Pero hasta ahora, no he tenido más que una horrible suerte, ya que sólo encuentro raíces y rocas: cualquier cosa menos agua.”

 

“Mi querido señor, ¡nunca encontrarás agua si cavas de esa forma!” dijo el hombre sabio amablemente.

 

“¿Qué otra forma hay?” preguntó el granjero.

 

“Tus esfuerzos al cavar son valerosos, pero no están dando resultados,” explicó el hombre sabio. “Empiezas a cavar en un lugar, y después de diez pies en los que no has encontrado agua, te detienes, vas a otro lugar, y comienzas a cavar de nuevo. Sin embargo, la capa de agua en este pueblo comienza al menos veinte pies debajo de la superficie.”

 

“A menos que caves por más tiempo y más profundo, no encontrarás lo que estás buscando. Permanece en un lugar, cava profundo y no te detengas cuando te desalientes. Sé paciente y sigue cavando, aun cuando encuentres suelo duro lleno de rocas. Si persistes, te aseguro que encontrarás el agua que buscas.”

Una y otra vez a lo largo de mi vida, he regresado a la importante lección contenida en esa historia. Cavar profundo en búsqueda de sabiduría significa no renunciar cuando encuentras rocas de desasosiego y frustración dentro de ti mismo. Significa ser paciente y persistente, no detenerse en la primera comprensión, la primera revelación, el primer gran avance, sino ir aún más profundo. Significa tener confianza —en que debajo de todas tus preguntas y confusión, hay respuestas, hay claridad, hay un despertar.

Más que nada, cavar profundo en búsqueda de sabiduría significa tener fe —fe en que más allá de las duras raíces a las que temes, tus dudas y desilusiones, descubrirás un manantial de sabiduría e iluminación más poderoso y exquisito que todo lo que puedas haberte imaginado alguna vez.

 

Juntos, cavaremos.