No recibimos la sabiduría; debemos descubrirla en nosotros mismos luego de un viaje que nadie puede ahorrarnos o hacer por nosotros
Marcel Proust
Hay una sabiduría nacida de haber visto mucho, experimentado mucho, sentido mucho, perdido mucho, enfrentado mucho, encontrado mucho. Esta sabiduría no puede obtenerse si nos quedamos cómodamente instalados en el mismo lugar, ni tampoco puede ganarse si escapamos de aquello que produce temor o incomodidad. Se desentierra de las profundidades de nuestro ser mientras viajamos por el precario sendero de nuestra propia transformación y renacimiento personal.
Esta es una de las verdades más sorprendentes acerca de navegar a través de tiempos inesperados y desafiantes: cuando finalmente los atravesamos, descubrimos que en algún lugar del recorrido nos volvimos mucho más sabios de lo que éramos al comenzar. Como un marinero que llega a casa luego de un largo y peligroso viaje, miramos hacia los encrespados mares que hemos cruzado recién, felices de estar —por el momento— en tierra firme. De repente notamos entre nuestras pertenencias un paquete que no reconocemos. En una inspección más cercana, nos sorprendemos al descubrir que hemos traído a casa grandes riquezas. “¿De dónde salió esto?” nos preguntamos. “No recuerdo haberlo recibido.” Y pese a que no podemos identificar el momento en el que recibimos ese tesoro, es de hecho nuestro, la recompensa por nuestra valentía y trabajo duro.
Nosotros, también, descubriremos nuestro misterioso paquete de riquezas, bajo la forma de una nueva sabiduría, entendimiento y claridad, una vez que nos hayamos dado a luz a nosotros mismos de nuevo. Al principio, al emerger de la oscuridad, no podemos ver claramente. Nuestros ojos están desacostumbrados a tanta luz luego del largo tiempo transcurrido en pesadas sombras. Necesitamos adaptarnos a la luminosidad. Gradualmente, mientras miramos alrededor a los paisajes de conciencia nuevos e intrigantes, sorprendidos por los panoramas que vemos con nuestra visión transformada, nos damos cuenta de que hemos llegado a nuestro tiempo de sabiduría.
Hemos estado en un viaje hacia un lugar nuevo y desconocido. Este viaje ha puesto a prueba nuestro coraje, nuestra fuerza interior, nuestra confianza, nuestro propio centro espiritual. Ahora necesitamos tomarnos un tiempo para saborear nuestra sabiduría recién hallada, antes de apurarnos a proseguir. Si no somos cuidadosos, pasaremos por alto nuestras victorias del corazón y nuestros triunfos del espíritu. Vislumbraremos el próximo desafío a la distancia y nos dirigiremos rápidamente hacia él, ansiosos por dejarlo, también, detrás de nosotros. Por el contrario, debemos detenernos por un instante y sencillamente arribar.
Fue necesario tanto coraje de parte nuestra para realizar la pregunta “¿cómo llegué acá?”, que más difícil aún nos sería contestarla. Sabemos que por encima de cualquier otra cosa, haberla realizado es y será uno de nuestros logros más significativos.
El momento decisivo en el proceso de crecimiento es cuando descubres el centro de fuerza dentro tuyo que sobrevive todo dolor.
Max Lerner
Alguien que quiero se ha sometido recientemente a una cirugía médica complicada. El procedimiento era necesario aunque riesgoso, y él naturalmente estaba bastante nervioso por la operación. Por suerte, todo salió bien, y ni bien terminó la cirugía, su mujer me llamó para decirme que lo había superado bien. “Lo más extraño,” agregó, “es que cuando lo vi en la sala de recuperación, él no creía que había sido operado, e insistía en preguntarme cuándo los doctores iban a venir a buscarlo. Le dije que estaba todo terminado —que los resultados eran muy buenos y que no tenía nada de que preocuparse— pero él seguía insistiendo con que sabría con certeza si lo hubieran operado. Como no recordaba nada de lo ocurrido, ¡estaba terriblemente ansioso porque creía que lo intervendrían de manera inminente!” Por supuesto, ambas sabíamos que la pérdida temporaria de claridad de su esposo se debía al efecto de la anestesia, y una vez que esta se desvaneciera, él se daría cuenta que podía irse a casa y celebrar los resultados positivos de la intervención.
A veces cuando emergemos de nuestra propia y equivalente “cirugía cósmica,” en la que enfrentamos nuestros terrores, nosotros, también, no somos conscientes de su final. Al principio podemos no darnos cuenta de cuán profundamente hemos sido transformados. Podemos no apreciar las enormes vallas que hemos superado. Podemos no reconocer la nueva sabiduría que hemos ganado. Tal vez deba ser otro el que nos diga que lo hemos superado, el que funcione como un espejo de amor que refleje el gran logro de nuestra transformación.
Lentamente miramos alrededor y amanece, la niebla se ha disipado, el sendero frente nuestro está despejado. Hemos sobrevivido a algo que ni siquiera podemos describir, y milagrosamente somos fuertes de modos nunca antes imaginados. Esta sabiduría despierta se revelará en varios aspectos de nuestra vida: como nueva creatividad en el trabajo; nuevas y más plenas maneras de relacionarnos con nuestro compañero íntimo; nuevas formas de cooperación y armonía en la familia; o nuevos niveles de confianza y optimismo con los que enfrentamos al mundo. Nos sentimos esperanzados, renovados y más vivos que nunca.
Contemplen, les muestro un misterio:
no tendremos que dormir todos,
pero todos tendremos que ser cambiados, en un momento,
en un abrir y cerrar de ojos.
Corintios 15:51-52
Nuestro preguntar comenzó con “¿cómo llegué acá?”, pero llega un momento en el que nos damos cuenta de que “acá” se ha convertido en “allá”, y hemos finalmente superado la tormenta. Ahora, otra vez, nuestras preguntas se renuevan:
“¿Cómo logré superar la tormenta?”
“¿Cómo me ha transformado este pasaje?”
“¿Qué sé ahora que no sabía antes?”
Del mismo modo en que hemos comprendido la importancia de nombrar e identificar nuestras transiciones y momentos decisivos, ahora, también, debemos reconocer nuestro despertar, honrar lo que hemos aprendido nombrándolo sabiduría, y comprender el proceso por el que hemos cambiado.
¿En qué consiste ese proceso? Es un tipo de alquimia, en el que tomamos lo inesperado e intentamos transformarlo en una iluminación.
En el ancestral arte de la alquimia, algo se transforma de una cosa a otra de mayor valor: plomo en oro, por ejemplo. Esta transformación ocurre por un proceso de purificación intensa. Se calienta una sustancia, se separan los elementos y se extrae una nueva esencia para producir algo precioso y valioso.
Este proceso alquímico es similar al que hemos estado examinando: cómo tomar algo no particularmente deseable que ocurre en nuestras vidas y convertirlo en algo valioso. En nuestro viaje de alquimia transformacional, nosotros, también, atravesamos el fuego de nuestras propias dificultades y desafíos, y de éstos se destila nuevo sentido y sabiduría.
Uno de los ejemplos más exquisitos de los poderes transformacionales de la alquimia se ve en la creación de una perla. Las perlas siempre me han encantado por su belleza luminosa. Lo más fascinante es que la perla es el resultado de la defensa de la ostra contra un agente irritante que se ha introducido en su cuerpo. Ya sea por medios naturales o humanos, un pequeño trozo de arena o de caparazón se deposita dentro de la ostra. Esto la irrita, de modo que rodea al objeto extraño con nácar, el mismo material que se utiliza para hacer un caparazón de ostra.
Le puede tomar años a la ostra producir una perla, y mientras más grande y valiosa sea, más tiempo le tomará cultivarla. Pero aquí es donde la alquimia entra en juego. Las perlas no pueden hacerse sólo con el agente irritante, ni tampoco sólo a partir de la ostra. Son creadas sobre la base de lo que la ostra hace con el agente irritante. Es la alquimia de las secreciones de la ostra y el trozo de arena la que produce la valiosa perla.
De un modo similar, lo inesperado entra en nuestras vidas bajo forma de lucha, dolor y obstáculos irritantes. Sentimos su aguijón. Nos invade y hiere, pero lentamente se produce una milagrosa alquimia. Rodeamos lo inesperado con nuestra paciencia, nuestra perseverancia y nuestra valentía. Y lentamente hacemos una perla.
No son sólo nuestras dificultades o nuestros
sufrimientos los que nos hacen sabios.
Es lo que les agregamos:
paciencia, perseverancia, compasión, coraje, amor.
De esta combinación,
crecen nuestras invaluables perlas de sabiduría.
Ingresar a la sabiduría significa honrar tu papel en la misteriosa alquimia que confecciona tus revelaciones, renacimientos y despertares. ¿Por qué es tan importante? Muy probablemente alguna vez encuentres marchas y contramarchas inesperadas en tu viaje. En esos momentos, recordar las lecciones que has aprendido te ayudará a hacer que lo que enfrentas sea menos confuso y atemorizador. Escarbar profundo en la sabiduría que has ganado te permitirá transformar períodos de cuestionamiento, desafío y transición en nuevos tiempos de crecimiento, maestría y revelación.
Hay una santidad en las lágrimas.
No son la huella de la debilidad, sino del poder.
Hablan más elocuentemente que diez mil lenguas.
Son mensajeras de abrumadoras penas,
de profundas constricciones y del indescriptible amor.
Washington Irving
Toda sabiduría brota de algún tipo de alquimia. A veces el proceso de encontrar soluciones para lo que parecen ser problemas insolubles nos transforma. A veces la alquimia del amor, con todos los exasperantes modos en que prueba a nuestro corazón, da lugar a un nuevo tipo de vida. Luego están los tiempos en los que la vida inesperadamente nos sumerge en la pena y la desesperación, y cambiamos de manera irrevocable, y en última instancia despertamos, a través de la alquimia de las lágrimas.
Todos nosotros hemos experimentado tiempos de tristeza en la vida, tiempos en los que es difícil imaginar volver a ser feliz alguna vez. Lo intentamos y nos decimos que de estas dolorosas experiencias en un futuro surgirá algún crecimiento y enseñanza importante, pero no lo creemos del todo. “¿Es posible que lo me está sucediendo termine siendo algo positivo?” nos preguntamos con temor a que no se aplique a nosotros la idea de que todo sucede por una razón.
Tal vez estés atravesando uno de esos momentos ahora. Tal vez mientras lees lo que escribí acerca de convertir lo inesperado en tu propia explicación, pienses: “esto suena muy positivo y elevador, pero mi corazón todavía duele demasiado como para divisar algún propósito o sentido, y mucho menos sabiduría, en lo que he experimentado. Barbara no entiende lo triste que me siento.”
Oh, querido mío, sí que te entiendo.
Esto me sucedió mientras creaba este libro.
“No hay nunca un buen momento para lo inesperado,” escribí al principio de estas páginas. Cuando redactaba esas palabras, no tenía idea de que pronto lo inesperado iba a abrirse camino violentamente en mi vida, y que todo lo que le estaba diciendo, y de hecho, todo lo que sabía, sería puesto a prueba en forma muy severa.
Por muchos años, he tenido tres preciosos compañeros animales que son como hijos para mí: mis dos bichones de pelo rizado, Bijou y Shanti, y mi gato himalayo, Luna. Son miembros de mi familia, y han sido los seres queridos que he amado más devotamente durante los últimos catorce años. Lo peor de viajar es que no los veo durante semanas. Odian cuando me voy, e invariablemente se trepan a mis valijas y se acuestan allí mirándome con ojos tristes, haciéndome sentir todavía más culpable de lo que ya me siento. Por supuesto, cuando me voy, se quedan con mi asistente, Alison, y su esposo, Andrés, a los que adoran, y pronto se acostumbran a una feliz rutina. Aún así, cada vez que me despido de ellos, se me parte el corazón.
Era muy temprano en la mañana de un sábado cuando sonó el teléfono y me despertó de un profundo sueño. Había llegado el día anterior a Nueva York y estaba en mitad de la escritura de la sección del libro dedicada a las llamadas al despertar. Había estado trabajando hasta tarde la noche anterior por lo que estaba muy desorientada cuando escuché la temblorosa voz de Alison del otro lado de la línea.
“Barbara, es Luna,” dijo. “Murió. De repente empezó a tener severas dificultades respiratorias. La llevamos a toda velocidad al hospital, pero no hubo nada que pudieran hacer.”
“Esto no es real,” pensé para mis adentros mientras comenzaba a temblar sin control. “Debo estar soñando.” Pero no era así. Mi Luna había muerto.
“No lo entiendo,” lloré. “Estaba bien cuando me fui ayer. ¿Qué pasó?”
“Todavía no lo sabemos,” replicó. “El veterinario no pudo decirnos más en ese momento”
Mi corazón se colmó de una enfermiza sensación de hundimiento. Hacía varias semanas que estaba asediada por un pensamiento inexplicable y extraño: “Luna se está muriendo”. Sabía que esto era imposible: había ido al veterinario hacía poco para un chequeo y todo estaba normal. “Estoy preocupada por Luna,” le dije a las personas cercanas. “Tengo la horrible sensación de que algo está realmente mal.” Me aseguraron que la salud de Luna estaba bien, y presuponían que yo estaba siendo sobreprotectora. Pensé que estaba bajo mucha presión escribiendo el libro y que ellos probablemente tenían razón. Aún así, no había podido dejar de pensar que algo terrible estaba pasando y la noche antes de dejar California estaba tan agitada que no pude dormir.
Ahora, mientras cuelgo el teléfono luego de escuchar lo peor, sé que tenía razón. De algún modo misterioso y sin palabras, Luna había intentado decirme que se estaba yendo, y del mismo modo misterioso, yo sabía, pero no confiaba en mi saber.
Estaba abrumada por la pena y durante días lo único que pude hacer fue llorar. Siempre había creído que Luna estaría conmigo hasta el final, que mis cachorritos morirían primero, como a menudo sucede con los perros, y que Luna los iba a sobrevivir. “Un día,” pensaba tristemente, “seremos sólo Luna y yo.” Pero ella había sido la primera en irse. ¿Qué había salido mal? Yo la había cuidado de un modo tan perfecto y ella todavía era tan joven, sólo diez años de edad. ¿Cómo podré perdonarme no haber estado allí cuando murió? ¿Por qué estaba pasando esto ahora, justo en el momento en que necesitaba ser sabia y fuerte para escribir este libro?
Luna siempre había sido la que mantenía la vigilia nocturna cuando yo no podía dormir, o cuando trabajaba hasta tarde con un manuscrito, o cuando cuidaba un corazón conflictivo. Saltaba a mi mesa cuando escribía y se sentaba en los papeles mientras yo intentaba terminar cada capítulo de un nuevo libro. Venía corriendo al baño cada tarde cuando escuchaba el agua correr, se posaba con gracia al borde de la bañadera y me miraba con amor mientras yo tomaba mi baño. Ella dormía a mi lado cuando yo estaba sola, y besaba mis manos para despertarme o simplemente para decir: “te amo.” Y durante los momentos duros o solitarios, cuando yo lloraba en la oscuridad, Luna lamía las lágrimas de mi rostro con su pequeña lengua rosa.
Luna era independiente, demandaba muy poco y permitía generosamente que la mayoría de mis preocupaciones y atenciones estuvieran concentradas en mis pequeños perros y sus problemas de salud, necesidades e inquietudes. Me cuidaba a mí y cuidaba de ellos también: acicalaba a su hermana Shanti con su lengua como si fuera una de sus crías, perseguía al perro mayor, Bijou, para mantenerlo joven y juguetón, los entretenía cuando yo estaba ocupada y ellos aburridos.
Cualquiera que haya conocido a Luna sabe lo excepcional que fue. Se sentaba a menudo erguida contra una pared o un sofá como un pequeño Buda blanco y afelpado mientras escuchaba nuestras conversaciones. Venía corriendo a cualquier habitación para ser parte de lo que estuviera ocurriendo. Se enroscaba al lado de los perros para dormir la siesta. Nos miraba durante minutos y minutos con sus misteriosos ojos azules como si impartiera sabiduría.
¿Cómo iba a poder vivir sin esa tan deliciosa fuente de alegría y amor incondicional a mi lado?
Semanas después de su muerte, descubrimos que Luna tenía una forma muy agresiva de cáncer que no había presentado síntomas físicos obvios, pero que había avanzado hasta sus pulmones y producido su muerte. Había sido tan valiente, soportando su malestar silenciosamente. Comencé a ver que Luna se había ido tal como había vivido: independientemente, pensando en cómo hacer las cosas más fáciles a los demás, con fuerte determinación, con dignidad, con gracia.
Luna saltó hacia la Luz sin duda ni confusión alguna. Era su momento de partir.
Pedí ayuda y vino a mí un espíritu de sabiduría.
La Sabiduría de Salomón
Pasaron semanas, y mientras lloraba la pérdida de Luna, luchaba con mi profunda tristeza por no haber tenido la oportunidad de decir adiós. “Desearía poder verte por última vez,” le rezaba al espíritu de Luna. “Desearía poder entender lo que se supone que debo aprender de esto.”
Una noche Luna vino hasta mí en un sueño muy vívido. En él ella volaba y saltaba dentro y fuera de mi campo de visión, tan feliz como nunca la había visto. Aterrizaba frente a mí, y luego rebotaba de vuelta hacia el aire, lejos, muy lejos. Me di cuenta que usaba una correa angosta como la que solíamos ponerle para que pudiera pasearse por el jardín o sentarse en el patio, excepto que en el sueño, la correa era tan larga que cuando salía volando podía seguir para siempre.
“Luna, ¡has venido a verme!” grité con deleite. “Lamento no haber podido despedirme.” La respuesta de Luna a esto fue aterrizar de nuevo a mis pies y luego volar juguetonamente de vuelta a los cielos.
Mientras estaba en el sueño, me di cuenta de lo que Luna estaba intentando decirme: todavía estaba conectada a mí como siempre, pero ahora la correa era infinitamente larga, atravesando el tiempo y el espacio de modo de poder correr libre en otra dimensión. Pero ¿dónde se encontraba el otro extremo de la correa? Comencé a buscarlo. De repente me di cuenta la razón por la que no podía verlo: estaba atado a mi corazón.
Una vez más Luna aterrizó, y esta vez la levanté y abracé, y enterré mi cara en su largo y suave pelaje, como siempre adoré hacer. Escuchaba el fuerte y gozoso ruido de su ronroneo en mi oído como un tranquilizador mantra. Y luego se desvaneció de mis brazos y partió.
Cuando me desperté, tuve una sensación de paz que no había experimentado desde que Luna había muerto. Sabía que el espíritu de Luna había venido para reconfortarme, para recordarme que nuestra conexión, pese a que ahora era invisible a los ojos, trascendía lo físico y siempre existiría. Y yo sabía que ella me había dejado muchos regalos que, con el tiempo, descubriría. “Confía,” me parecía escuchar a su espíritu susurrarme, “confía en ti misma. Confía en lo que escuchas y sientes dentro de ti. Confía en lo que sabes. Confía en que el amor no puede perderse.”
Mi corazón todavía sufre cuando paso por lugares en los que la presencia física de Luna solía estar. Todavía lloro por ella. Y hay un dolor que todavía no me ha dejado, y quizás nunca lo haga, en el sentido en que el dolor se convierte en una forma de nuestro amor por aquellos que no están más con nosotros. Pero día a día algo más ha ocurrido: he descubierto una inesperada profundización de mi capacidad para sentir, una inesperada y agudizada revalorización de cada momento que comparto con mi pareja, mis perros y todos aquellos que quiero, y una inesperada nueva riqueza de la experiencia de estar viva. La partida de Luna me desarticuló por completo, y sé que este libro no habría emergido como lo ha hecho si yo no hubiera sido forzada, en el medio de su escritura, a escarbar tan profundo y sentir tanto.
Fue muy importante para mí compartir esta historia contigo. A menudo, cuando somos puestos a prueba por tiempos tristes e imprevistos, no podemos imaginar que nuestra pena tendrá alguna vez sentido, y mucho menos que va a contribuir a nuestra sabiduría. Pero ahora estoy más segura que nunca de que esas lágrimas, como todo lo demás con que nos hemos topado en nuestro viaje, son parte de lo que nos cambia con una incomprensible alquimia. Sentimos las lágrimas desbordar desde nuestro corazón roto, y nos hundimos en ellas, con temor a ahogarnos. Sin embargo, ellas se convierten en una corriente sagrada, que nos saca de nuestros dolores y pérdidas, que trae a aquellos que hemos perdido de vuelta a la luz: lágrimas de remembranza, lágrimas de bendición, lágrimas de amor.
Mi hermosa Angel Luna, ojalá yo pueda hacer mis saltos tan valiente y graciosamente como tú hiciste los tuyos.
Ni el fuego ni el viento, ni el nacimiento ni la muerte pueden borrar nuestras buenas acciones.
Buda
Imaginen un mundo en el que a las personas no se les paguen enormes sumas de dinero por qué tan buenos fueron en un deporte, o qué tan hermosos y delgados fueron, o qué tan bien tocaron un instrumento o vendieron acciones, sino por cuán sabios fueron...
Imaginen un mundo en el que respetáramos a aquellos que valientemente enfrentan sus pruebas y momentos decisivos y honráramos a aquellos que han estado terriblemente despiertos, en lugar de juzgarlos...
Imaginen un mundo en el que reconociéramos los ritos naturales de transformación como poderosos y sagrados momentos de radical renacimiento...
Imaginen un mundo en el que nuestro éxito fuera definido por cuánta sabiduría hayamos acumulado, cuánta transformación hayamos atravesado, cuántos despertares interiores hayamos experimentado...
Mientras emerges de tu propia Búsqueda de Visión, es importante que la honres por lo que ha sido: una iniciación, un viaje secreto a los misterios de tu propio ser. Date la bienvenida a tu nuevo tiempo de sabiduría. Entiende que tu viaje de cuestionamiento y despertar te ha convertido en un verdadero ser humano exitoso, transformándote de modos que continuarás descubriendo día a día.
Somos todos maestros, no importa si queremos enseñar o no: igual enseñamos. Maestros no sólo son aquellos que escriben libros o dan conferencias, no sólo aquellos que tienen alumnos asignados para asistir a sus clases, no sólo aquellos que llevan las siglas de títulos importantes que colocan detrás de sus nombres. Cada uno de nosotros enseña a los otros todos los días: a nuestros niños, amantes, familiares, amigos, colegas y a todo aquel con quien tengamos contacto, incluso en pequeño grado. Enseñamos esperanza o cinismo, amabilidad o insensibilidad, generosidad o egoísmo, confianza o sospecha, amor o apatía.
Andrew Harvey es uno de los escritores de la tradición mística y espiritual más importantes del mundo, y uno de mis maestros inspiradores favoritos. Lo escuché en una entrevista en la Catedral de la Gracia en San Francisco y una de las ideas que expresó me impresionó profundamente: “nuestro trabajo como maestros es estar nosotros mismos encendidos,” dijo, “pero también ayudar a la gente, alentar a la gente para que la llama venga y los encienda.”
Cuando llegas a tu momento de sabiduría, debes encontrar modos de transmitir esa llama de sabiduría a otros. ¿Cómo se hace? Busca oportunidades para compartir lo que tienes con alguien que lo necesite. Si ya has pasado el tiempo de tu desafío, entonces tu tarea es recordar los momentos en los que te sentiste perdido, aislado, asustado de lo que iba a venir. Mira alrededor, de seguro puedes encontrar a alguien que esté experimentando esa desesperación o confusión ahora. Comparte tu coraje y fuerza con esa persona. Ten la voluntad de ofrecer tu amor, tu servicio, tu apoyo y las oportunidades se presentarán por sí mismas. No tendrás que salir a buscarlas: ellas te encontrarán.
No tienes que ser perfecto para compartir tu sabiduría. Incluso si estás en medio de tus propios desafíos, tendrás algo para ofrecer. Alguien detrás de ti necesita tu ayuda para dar el próximo paso. Tal vez todavía no sepas cómo subir el escalón que está adelante, pero sabes lo suficiente como para ayudar a la persona que está detrás a subir el próximo escalón, sobre el cual tú ya estás parado.
Una vez que has atravesado tus propios desafíos y dificultades y has salido del otro lado, tienes algo invaluable que compartir. Si ofreces lo que conoces a los demás cuando estos lo necesitan, solidificas y reconoces tu nueva sabiduría.
La semana pasada, mientras esperaba en una larga cola en el banco, entablé una conversación con un joven que estaba detrás de mí. No hablamos sobre nada importante, sólo la amable plática habitual que uno tendría con un extraño y todo el intercambio duró uno o dos minutos. Cuando fue mi turno para ir a la caja, le dije al joven: “que tengas un buen día.” Me sonrió dulcemente y replicó: “Haré lo mejor que pueda. Lo más duro de vivir es hacer que el mundo sea un lugar mejor que el día anterior.”
Cuando vemos la enorme cantidad de sufrimiento, odio e ira que existe en este mundo nos parece ilusorio cualquier intento de modificarlo. Si vemos las noticias, nos sentimos destrozados por la absoluta ignorancia y crueldad que abundan en este planeta. De cualquier modo, esto no me excusa de hacer mi parte para aliviar una pequeña parte de ese sufrimiento.
Tal vez no sea capaz de hacer algo por todo el mundo,
pero puedo hacer algo por alguien.
De alguna pequeña manera, puedo hacer del mundo
un lugar mejor que el día anterior.
Esta es una historia real:
En medio de una semana ocupada y estresante, decidí ir a un bazar y comprar algunas cosas que necesitaba para mi cocina. Mientras empujaba mi carrito por los pasillos atestados, comencé a reprenderme por estar ahí. “Tienes demasiado que hacer para estar de compras,” rezongó mi crítico interior. “Piensa en todos los proyectos en los que tendrías que estar trabajando. En lugar de ello, estás aquí mirando sartenes para tortillas.”
No tenía siquiera una respuesta en mi defensa. Estaba con ese humor en el que nada parece bien y todo molesta. Últimamente me había sentido muy frustrada por la falta de apoyo por parte de gente con la que pensaba que podía contar. Me sentía agobiada, como si el universo me estuviera diciendo que iba a tener que hacer todo sola, sin ayuda de nadie.
Mientras iba hacia la caja, me di cuenta de que había olvidado mi cupón de 20% de descuento que había reservado para usar en estas compras. “¡Maldición!” exclamé, enojada conmigo misma por ser tan distraída como para dejar el cupón en el mostrador. Mi humor había pasado oficialmente de mal a peor.
Justo entonces vi a una mujer que entraba por la puerta principal de la tienda, y miraba de arriba abajo a la gente de la cola, y comenzaba a caminar hacia mí. “Ay Dios,” pensé cínicamente, “probablemente alguien que quiere ponerse en la fila adelante mío.”
“Discúlpame,” me dijo la mujer mientras sostenía un papel doblado, “me preguntaba si querrías usar este cupón de descuento. Pasaba por la tienda cuando me di cuenta de que lo tenía en mi cartera, y como no necesito nada ahora y vence en unos pocos días, pensé que tal vez alguien más podía usarlo.”
Quedé estupefacta. Le agradecí profusamente y le expliqué que había olvidado mi cupón y que deseaba tener uno cuando ella entró.
“Y sí, bueno, como dije, pensé que podrías necesitarlo” explicó con una sonrisa. “Adiós.” Y con eso, se dio vuelta y cruzó la puerta.
Ese día obtuve más que el cupón que pensé que necesitaba. Obtuve lo que realmente necesitaba: algo que me recordara que siempre tengo apoyo, tanto si lo sé como si no. Fue como si un mensajero cósmico llegara con un telegrama de Dios que decía, “a propósito, en caso de que creas que me he olvidado de ti, aquí está tu cupón.”
Pasaron varias semanas, y tuve que viajar a Toronto para hablar en una conferencia de mujeres. En mi presentación hablé sobre varias de las ideas de este libro, y compartí la historia del cupón. Al final de mi exposición, una mujer se acercó y dejó una nota doblada en mi mano. “Sé que estás ocupada firmando autógrafos,” dijo, “pero cuando leas esto, entenderás cuán agradecida estoy de que hayas venido a Toronto en el exacto momento de mi vida en el que necesitaba escuchar todo lo que tenías que decir.”
Esa noche en la habitación de mi hotel, abrí la nota. Leí:
¡Me diste mi cupón! Gracias. Con amor, Julie.
Mis ojos se llenaron de lágrimas cuando leí las palabras de Julie. Me sentí profundamente gratificada al saber que había recibido lo que necesitaba de mi exposición ese día. Esa mujer de buen corazón que me había dado el cupón estaría sorprendida al saber que su azaroso acto de amabilidad ha inspirado un eslogan, si se le puede llamar así. Siempre le estaré agradecida por haber aparecido en el momento indicado. También siempre le estaré agradecida a Julie por haber ideado esta frase que encarna lo que significa buscar maneras simples de ayudar a los demás. Y, por supuesto, espero haberte dado a ti por lo menos uno de tus cupones en estas páginas.
Encuentra maneras de compartir tu amor, tu cuidado
y tu sabiduría.
Alguien necesita lo que sabes.
De repente hubo un gran estallido de luz en la Oscuridad.
La luz se diseminó y cuando tocaba la Oscuridad,
ésta desaparecía. La luz se extendió hasta que la
zona de Cosa Oscura había desaparecido, y quedaba sólo un
suave brillar, y a través de éste vinieron las estrellas,
claras y puras. Una visión de la batalla cósmica entre
la luz y la oscuridad, y el triunfo de la luz.
Madeleine L’Engle, A Wrinkle in Time
Aquí mismo, ahora mismo, eres más sabio de lo que imaginas. Hay una abundancia de sabiduría en ti. Es sabiduría cuidadosamente recogida por tu corazón y tu alma, tanto de las alegrías como de las penas, sabiduría que se recupera de los restos de los sueños derrotados, sabiduría fielmente salvada de relaciones amorosas rotas, sabiduría minuciosamente reunida de entre las ruinas de planes idealistas, sabiduría santificada por las lágrimas. Es la sabiduría que te has ganado por ser padre, amigo, esposo, esposa, hermano, hermana, abuelo o abuela. Es la sabiduría incomparable que resulta de amar a menudo y profundamente, tanto si ese amor es para tu pareja, tu familia o tus preciosos compañeros animales.
Esta sabiduría —tu sabiduría— es una luz más brillante que cualquier oscuridad con la que te hayas topado, y su poder es más formidable que cualquier adversidad con la que hayas luchado. Es una gloriosa medalla ganada en tus propias batallas secretas, un símbolo de tu coraje, tu tenacidad y tu espíritu triunfante.
Esta sabiduría es el fruto de todas tus luchas.
No la dejes ir sin saborear.
Te has ganado este momento.