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Hacer el Duelo de la Vida que Pensaste que Tendrías

Nuestro sufrimiento nace de aferrarnos a la idea de cómo hubieran
sido las cosas, cómo deberían haber sido o cómo podrían haber sido.
La pena forma parte de nuestra existencia cotidiana.
Sin embargo, pocas veces reconocemos en nuestro corazón
ese dolor que alguien denominó “un lamento profundo, un duelo
por todo lo que hemos dejado atrás.”

Stephen Levine

 

Cuando nos enfrentamos a lo inesperado en la vida, hay un punto en el que para poder avanzar debemos sufrir. Aun cuando nos demos cuenta de que esa pérdida es parte de la vida y que nadie está exento de ella, aun cuando sepamos que nuestra vida promete un futuro mejor, aun cuando creamos que estamos dejando atrás aquello que ya no nos sirve, debemos sufrir.

¿Por qué cosas hacemos duelos? Por las personas que el destino o la muerte nos hace perder, por supuesto. Esta clase de duelo no nos sorprende. Pero existen otras clases de duelos inesperados para los que no siempre estamos preparados:

 

Lloramos la inocencia que alguna vez sentimos antes de que la vida nos desafiara.

Lloramos los sueños de amor a los que debimos renunciar.

Lloramos haber perdido esa seguridad, esa certeza que teníamos de que la vida no nos iba a lastimar.

Lloramos los aspectos de nosotros mismos que tuvimos que dejar atrás.

Lloramos la pérdida de lo confortable y familiar, aun cuando alguna vez lo hayamos despreciado.

Lloramos hasta por aquellas cosas de las que nos alejamos en forma deliberada.

 

A mi primer maestro espiritual de la India le encantaba contarnos una historia sobre la vida, la pérdida y el duelo que solíamos llamar “De la choza al palacio”:

En un tiempo existió un maharajá, soberano de un reino muy rico, que vivía en un palacio inmenso repleto de todos los lujos imaginables. El palacio estaba construido en la cima de una colina y dominaba un valle hermoso por el que se abría paso un río brillante. El Rey era un hombre feliz, en especial porque hacía poco su esposa había dado a luz a su primer hijo y heredero. El príncipe bebé había nacido con una mancha de nacimiento en la pierna y todos los sacerdotes declararon que se trataba de un indicio de destino extraordinario.

Del otro lado del río, lejos del palacio se levantaba una selva densa. Allí vivían muchos tigres. El Rey era un ferviente deportista. Cada año esperaba con ansias la tradicional caza de tigres. En aquel tiempo, la caza de tigres se realizaba montando elefantes. El año del nacimiento de su hijo, el Rey estaba especialmente entusiasmado por llevar al niño a la cacería. “Aunque todavía sea un bebé,” decía el Rey a sus consejeros, “será bueno para él vivir este ritual ya que un día él será el rey.” Montó en un elefante enorme, sujetó a su hijo detrás de él y se lanzó a la búsqueda de tigres.

Fue una decisión trágica. Ese año, los tigres, cansados de las matanzas, habían decidido aliarse. Cuando se acercaba el grupo de caza, los tigres cargaron contra los elefantes que se asustaron y comenzaron a desbandarse.

“Cancelen la caza,” gritó el Rey y los entrenadores lograron hacer girar a los inmensos elefantes y emprender una veloz retirada hacia el palacio sin ninguna víctima.

Al desmontar, el Rey se dio cuenta, horrorizado, que su hijo había caído del elefante y estaba perdido. Ordenó a su ejército regresar al lugar en busca del niño, pero no tuvieron éxito. El Rey y la Reina se sumergieron en un gran dolor y desesperación.

El bebé príncipe había caído y quedado inconsciente. Milagrosamente no estaba herido y por causalidad los tigres no lo vieron. Justo antes del anochecer, un hombre simple, miembro de una tribu, pobre, pero bondadoso, que iba camino a su casa por la selva encontró al bebé y asombrado lo consideró un regalo de Dios. “Serás el hijo que mi esposa y yo nunca tuvimos,” proclamó el hombre. Tomó al niño entre sus brazos y con regocijo lo llevó a su hogar y lo hizo parte de su familia.

El joven príncipe comenzó una nueva vida de gran pobreza y condiciones duras muy diferentes a las de abundancia y confort en las que había nacido. Los recuerdos de su infancia desaparecieron por completo. Pronto la única realidad que conocía era la que vivía en una choza primitiva con su padre y madre tribales, quienes nunca le dijeron cómo había llegado a ellos.

Pasaron los años, y cuando el niño llegó a la adolescencia, sus padres adoptivos le dijeron que era hora de construir su propia choza en el límite de la villa. La hizo con gran esfuerzo, utilizó lodo, hojas y palos y creó un refugio seguro con esos elementos. Allí vivía, tenía una existencia precaria e ignoraba por completo su verdadero nacimiento y estatus.

El viejo Rey, que nunca se había recuperado de la pérdida de su único hijo, ahora estaba por morir. Desde la desaparición de su hijo, cada año enviaba a sus ejércitos a buscarlo y cada año regresaban sin haber encontrado al príncipe. Sabiendo que le quedaba poco tiempo de vida, el Rey envió a sus ejércitos por última vez.

Un día, según lo quiso el destino, los soldados del Rey llegaron a la villa de la tribu y preguntaron a los temerosos habitantes si habían encontrado hacía muchos años a un bebé varón perdido en la selva. Los más viejos de la tribu asintieron solemnemente y señalaron la miserable choza del ahora adulto príncipe.

Cuando los soldados vieron al joven parado junto a la choza, notaron de inmediato la extraña mancha de nacimiento en la pierna del príncipe. ¡Era él! Se inclinaron ante el muchacho perplejo y gritaron con júbilo:

“¡Lo hemos encontrado! Alabado sea Dios. Usted es el príncipe y su padre, el Rey, está muriendo. Ha estado perdido por todos estos años. No pertenece a este lugar tan miserable. Venga con nosotros de regreso a su hermoso palacio, donde heredará el reino de su padre y gobernará todas estas tierras.”

El desconcertado joven apenas podía creer lo que escuchaba. ¿Era posible? ¿Era realmente el príncipe y no un pobre habitante de la villa? De cualquier modo, esa era la única vida que conocía. ¿Cómo podría abandonarla?

“Venga, señor,” dijo el comandante del ejército al príncipe, “debemos regresar antes de que su padre muera. Despídase de esa miserable choza en la que vivía, sumido en la ignorancia de su verdadera identidad. Lo espera un gran palacio.” Con eso, el comandante tomó una antorcha y prendió fuego a la lúgubre choza que el príncipe había construido con tanto esfuerzo.

Al ver su choza, que había sido su seguridad y protección, quemarse, el príncipe cayó al suelo y entre sollozos lanzó un grito de dolor:

“¡Oh! Mi choza. ¡Oh! Mi choza. ¿Qué haré sin mi choza?”

El comandante escuchó este lamento y concluyó que el príncipe debía encontrarse en estado de shock. ¿Por qué otro motivo podría tener semejante reacción ante noticias tan maravillosas? Condujo al angustiado príncipe, que aún lloraba, hasta un elefante y emprendió el viaje de regreso al palacio.

Confundido por la pena del joven, trató de levantarle el ánimo describiéndole la espléndida vida que le esperaba. “Vivirá en un palacio magnífico,” explicó el comandante con entusiasmo. “Está hecho de mármol y oro y los jardines tienen los aromas de las flores más exóticas y los cisnes nadan tranquilamente en el hermoso lago.”

Pero el príncipe no estaba escuchando. Sólo giraba la cabeza hacia atrás y miraba la choza que ardía, sin poder imaginar cómo viviría sin ella. “¡Oh! Mi choza. ¡Oh! Mi choza” decía, seguro de que éste era el día más oscuro de su vida.

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Este relato tiene muchas hermosas capas de sabidurías tejidas en él. En un nivel, habla sobre el estado de ignorancia humana, en el que nos olvidamos de nuestra verdadera naturaleza espiritual como Divina y en su lugar, nos identificamos con la carencia y limitación y nos perdemos en un sufrimiento innecesario. Aunque sin saberlo, el príncipe siempre fue más rico y poderoso que en sus sueños más descabellados. La historia sugiere que nosotros también debemos recordar quiénes somos realmente y entonces regresaremos a nuestro estado natural de dicha y abundancia interior.

La lección de esta historia que siempre me ha parecido extremadamente esclarecedora es sobre la naturaleza del apego y el dolor. Aun cuando se lo conduce fuera del sufrimiento, aun cuando se le revela una verdad maravillosa acerca de sí mismo, el príncipe no puede desprenderse de su antigua identidad. Dirige su mirada hacia atrás, no hacia delante. Lo esperan un palacio espléndido y una vida de confort y lujo, pero lo único que ve es lo que está perdiendo, esa miserable choza a la que se había apegado profundamente.

Esto nos ocurre muy a menudo. Vemos cómo nuestras estructuras de seguridad y limitación conocidas y familiares se queman y comenzamos a gritar: “¡Oh! Mi choza. ¡Oh! Mi choza.” Quizá nos estemos liberando del sufrimiento, reivindicando nuestra verdadera identidad en nuestro auténtico ser. Pero aunque lo superemos, una parte de nosotros seguirá mirando hacia atrás con nostalgia a lo que sea que se nos pida que dejemos ir. Quizá algún acontecimiento inesperado nos haya hecho sentir como si nuestra propia esencia se hubiera quemado debajo nuestro y ahora nos encontráramos perdidos en una selva de confusión, sin idea de adónde ir o qué hacer y sin saber que algo hermoso nos está esperando.

Esto es lo que debemos comprender:

Los verdaderos momentos cruciales y transformaciones
siempre tendrán un momento de dolor y
desprendimiento. Sin importar lo prometedora que
nuestra nueva vida sea, lloraremos la pérdida de lo
que hemos dejado atrás, adonde sabemos que ya no
podremos regresar.

Los verdaderos momentos cruciales tienen un antes y un después definitivos: nos trasladamos de un lugar a otro, de una forma de ser a otra, de un estado de la conciencia a otro. Todo es diferente, no sólo un poco diferente sino completamente diferente. Una vez que arribamos al destino donde nuestros cambios nos han llevado, ya no podemos regresar. No podemos dar marcha atrás. No podemos habitar las antiguas estructuras, las viejas formas de pensar o comportarnos. Nuestra vieja choza se encuentra en llamas.

Y entonces sufrimos.

Llorando las Pérdidas Invisibles

Debemos abrazar el dolor y quemarlo como combustible para nuestro viaje.

Kenji Miyazawa

Existen momentos en nuestras vidas en los que esperamos sentir dolor, circunstancias en las que parece apropiado en nosotros o en otras personas: nuestro cónyuge nos abandona; mueren nuestros padres; nuestro hijo tiene un accidente terrible; experimentamos una pérdida obvia y trágica. Otras veces, sin embargo, nuestra necesidad de duelo no concuerda con lo que es social o culturalmente aceptable. Aparece sigilosamente y ni siquiera nos damos cuenta de que estamos de duelo:

Jack de sesenta y seis años se acaba de jubilar luego de cuarenta años como empleado estatal. Había comenzado a trabajar para el estado con la idea de juntar dinero para pagarse los estudios en la escuela de veterinaria, pero nunca logró hacer la transición. Por lo menos su trabajo era estable y le proporcionaba un ingreso razonable. Jack y su esposa, Vivian, habían estado esperando su jubilación con entusiasmo. Vivian buscaba información acerca de todos los lugares que planeaban visitar. Cuando intentó hacer participar a Jack en la organización del primer viaje, la sorprende su falta de interés y pronto comienza a temer que haya caído en una depresión. Todo lo que hace es mirar televisión, pasear al perro y comer.

“Pensé que estaría feliz por finalmente haberse jubilado,” le confía Vivian a un amigo, “pero desde el día que dejó la oficina, ha ido cuesta abajo. No lo entiendo.”

Jack está atravesando un duelo y nadie se da cuenta, ni siquiera él. Sufre por la pérdida de una trayectoria profesional en la que nunca sintió lograr el grado de reconocimiento que merecía. Sufre por la pérdida de la posibilidad de convertirse en alguien que nunca fue. Ahora que se espera que esté celebrando, eso es todo lo que puede hacer para pasar los días.

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Hoy era un día en el que se suponía que Larissa, treinta y siete, estaría feliz. Es madre de cuatro hijos y éste era el primer día de clase del más pequeño. Durante cuatro meses se ha estado diciendo, “Por fin, todos los niños estarán fuera de la casa y podré tener de nuevo mi vida de adulta.” Las amigas de Larissa planearon un almuerzo para festejar y quedan perplejas cuando reciben un mensaje en el que Larissa les dice que no va a poder ir. Larissa se arrastra a la cama, donde se queda toda la tarde llorando desconsoladamente.

Tres semanas después todavía se siente aletargada y abrumada por la tristeza. Su marido comienza a creer que algo realmente malo le está sucediendo, pero cada vez que le sugiere que vaya al médico, se pone furiosa y tienen discusiones terribles. “¿Qué me pasa?” se pregunta Larissa. “¿Por qué estoy tan triste?”

Larissa está sufriendo por una época muy valiosa de su vida que inconscientemente cree que se ha ido para siempre. Ya no es la fuente primordial de aprendizaje e influencia en sus hijos, que ahora tienen maestros que los guían. Una parte de ella sabe que cada día sus niños la necesitarán menos y menos. Lo que para los demás parecía ser su nueva libertad, se siente como la muerte para Larissa, pero ella no comprende por qué está triste.

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Marlene, veintidós, y Henry, veintitrés, finalmente se mudaron a su propio departamento. Comenzaron a salir en la universidad y terminaron viviendo juntos en una casa con otros seis amigos. Al principio el acuerdo era divertido y la casa siempre parecía una gran fiesta. Al llegar al último año de estudio, ya se habían cansado de no tener privacidad y no veían el momento de recibirse para tener su propio lugar. Por suerte, los dos consiguieron buenos trabajos luego de terminar sus estudios y ganaban suficiente dinero como para alquilar un lindo departamento en un barrio agradable.

El primer mes de convivencia transcurre en el frenesí de acomodar y decorar. A medida que las cosas van ocupando su lugar, Marlene se sorprende al notar que Henry parece alejado y emocionalmente cerrado. Se niega a decirle lo que está sucediendo y ella comienza a creer que él duda sobre la relación.

Henry también está preocupado. Ha estado esperando terminar los estudios para comenzar su nueva vida por tanto tiempo y ahora que de hecho lo está haciendo, se siente raro y mecánico. Se siente distante de Marlene, del trabajo, de todo. “¿Qué sucede conmigo?” se pregunta.

Henry se siente raro porque está atravesando un duelo y no lo sabe. Finalmente ha dejado atrás su niñez, una época en la que no hay que ser responsable por uno mismo, y ha entrado en la adultez. Siempre pensó que lo sentiría como el despertar de la vida y no esperaba sentirlo como el final de algo por lo que ahora tiene nostalgia.

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Hay pérdidas que debemos sufrir y no son fáciles de reconocer. Arden en silencio dentro nuestro, sin el calor y los destellos del inmenso fuego que acompaña a los duelos evidentes. Pueden ser invisibles para los demás y hasta para nosotros. Pero queman igual. Estas pérdidas son el combustible para nuestro camino. Si nos resistimos, nos quedamos estancados en un dolor paralizante, sin poder movernos. Si las aceptamos, comenzamos el proceso de liberación.

Debemos permitirnos hacer el duelo por
las pérdidas irreparables de nuestro pasado,
sin importar cómo se vean, puesto que nos ayudará
a llegar al futuro que nos espera.

Llorando lo que Podría Haber Sido

Al comienzo, lloramos.
El inicio de muchas cosas es el dolor, en el lugar donde los finales
parecen tan absolutos. Uno pensaba que sería diferente, pero
el dolor de concluir es anterior a cualquier nuevo comienzo en
nuestras vidas.

Belden C. Lane, The Solace of Fierce Landscapes

Hace algún tiempo, estaba mirando cómo uno de mis presentadores de televisión favoritos, Larry King, entrevistaba a la famosa y premiada actriz Lynn Redgrave. He tenido el privilegio de estar en el programa de Larry y siempre me impresionó su combinación única de curiosidad, comprensión y familiaridad no juzgadora, que permite a sus invitados sentirse seguros como para hablar desde la honestidad profunda y la autorreflexión. Ese era el tono de la entrevista de Larry a Lynn Redgrave mientras ella hablaba con franqueza acerca de los desafíos que había enfrentado en la vida, incluso su lucha contra el cáncer y su tan doloroso divorcio. A la pregunta de cómo había superado momentos de tan tremenda dificultad y pérdida, respondió:

Tuve lo que denomino días de duelo... Supongo que uno hace un duelo por la muerte o pérdida de lo que creíamos era nuestra vida, aun cuando veamos que es mejor después. Uno hace un duelo por el futuro que creyó haber planeado.

El duelo por la vida que pensó tener no es un dolor que sólo habita el pasado. Se extiende hacia el futuro. No sólo debemos dejar ir lo que perdimos, también debemos recrear el camino a seguir, puesto que el antiguo camino ya no existe.

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Cuando perdemos personas o cosas que no queríamos dejar, nuestra tristeza es entendible, tanto para nuestros seres queridos como para nosotros mismos. Pero ¿por qué será que cuando tenemos nuestras propias pérdidas, cuando renunciamos a un trabajo, terminamos una relación, nos mudamos de ciudad o terminamos una amistad, nos sentimos tan devastados?

A veces no estamos sufriendo por lo que perdimos, sino por los deseos y sueños que nunca se hicieron realidad. No estamos haciendo un duelo por lo que fue, sino por lo que podría haber sido, debería haber sido.

A los veinte años, tenía un novio al que amaba mucho aunque era claro que nuestras vidas iban en direcciones opuestas y sabía que debía tomar la difícil decisión de terminar la relación. Me llevó meses de tortuosa deliberación terminar con este hombre y cuando lo hice, esperaba sentir una sensación de enorme alivio por no estar más parada en el limbo. Me sorprendió y confundió cuando el dolor me superó.

Recuerdo estar acostada una noche en mi cama como una semana después de haberlo dejado, llorando a lágrima viva. “¿Por qué estoy llorando?” pensé. “He sido infeliz con este hombre por tanto tiempo. Soy la que tomó la decisión. Sé que lo que hago es lo mejor para los dos. Quiero seguir adelante. Me siento aliviada de que por fin haya terminado. Entonces ¿por qué tengo este dolor en el corazón?”

La respuesta era simple, estaba haciendo un duelo, no por la pérdida de lo que tenía con mi compañero, sino por la pérdida de lo que podría haber sido y nunca fue:

 

Sufría por la pérdida de lo que había esperado que sucediera.

Sufría por la pérdida de cómo había imaginado que serían las cosas.

Sufría por la pérdida del compañero para toda la vida en que pensé que quizá se convertiría.

Sufría por la pérdida de la intimidad que deseaba compartir.

Sufría por la pérdida de los sueños que nunca se harían realidad.

 

No eran las circunstancias de mi nueva vida las que eran dolorosas, ni la pérdida de mi novio. Era darme cuenta de todo lo que en realidad nunca tuve. Lloraba más por mis sueños no cumplidos que por él. El dolor fue una forma sana de aceptar mis sentimientos de decepción y por una semana, lo viví. Luego recogí mis sueños y seguí adelante.

El arrepentimiento temporal es parte normal del proceso de duelo. Nos ayuda a recoger nuestros sueños perdidos. Si nos aferramos al arrepentimiento, nos arriesgamos a quedar atrapados en una prisión de sueños no realizados de la cual es difícil salir.

Cuando la Pérdida Acarrea Desilusión

Lo más difícil de la vida es salir de lo que creías que era real.

Anónimo

Las pérdidas son difíciles y dolorosas. Las pérdidas con desilusión son aun peores. La desilusión es una variedad particularmente dolorosa del sufrimiento. Está teñida de muchas otras emociones como el arrepentimiento y el enojo, la auto recriminación, la culpa. A continuación nos dedicaremos a cada una de ellas. La desilusión es más que sufrir por lo que fue o podría haber sido, es sufrir por lo que nunca pudo haber existido. Encontré un dicho que lo resume:

“Los sueños son obstinados para morir.

Las ilusiones, más.”

Las desilusiones son confusas y difíciles. Sufrimos por la muerte de una situación que era en parte proyección, en parte decepción y en parte fantasía. Entonces cuando sufrimos, ni siquiera estamos seguros acerca de qué estamos llorando. Lo único que sabemos es que nos duele y queremos que se detenga. Quizá nuestro compañero que creíamos que nos amaba de verdad, nos confiesa que nunca estuvo verdaderamente enamorado y quiere romper la relación. Quizá el querido amigo que creíamos fiel, nos engaña de tal manera que queda demostrado que nunca fue el compañero leal que siempre creímos. Quizá descubramos que un maestro, mentor o modelo de conducta a quien respetábamos profundamente no es la persona que parecía ser.

En su conmovedora novela, The Bad Boy’s Wife, la autora Karen Shepard describe este tipo de pérdida al escribir acerca de una mujer cuyo marido la abandona. En este pasaje, la mujer analiza su pasado a través del lente de la revelación presente: “Cuando le dijo que se iba, por supuesto que le había quitado su futuro, pero su pasado ya no le pertenecía tampoco.”

Así se siente cuando una noticia incluye una desgarrante desilusión. No sólo sentimos que hemos perdido algo, sentimos que nos han robado, tiempo, confianza, la inviolabilidad de los recuerdos.

La pérdida con desilusión actúa como un ladrón. Invade
tu pasado, roba tus recuerdos y te los devuelve vacíos
y carentes de realidad. Cuando observas el pasado y
ves las cosas como realmente fueron, no sólo pierdes la
esperanza de tener eso nuevamente en el presente, sino
que además pierdes su significado en el pasado.

A continuación dos historias de pérdida con desilusión:

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Lawrence es un joven abogado negro que fue contratado por un prestigioso estudio jurídico de New York al salir de la facultad de Derecho. Le prometieron hacerlo socio en unos años. Pasaron cinco años, Lawrence es exitoso en todos los aspectos, aunque está preocupado porque varios integrantes de la empresa se han convertido en socios y él aún no. Cuando finalmente se lo plantea a uno de los socios gerentes, éste le dice que la empresa va a reducir su tamaño y por lo tanto, no hay posibilidades de que se convierta en socio aunque su puesto sigue perteneciéndole.

Furioso y desilusionado, Lawrence enfrenta la verdad que siempre evitó: había sido contratado para ocupar un puesto que se destina a las “minorías”. La empresa tan tradicional nunca tuvo la menor intención de hacerlo su socio. Había sido manipulado para trabajar con ellos con una falsa promesa.

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Sarah, veintinueve, es profesora del colegio secundario y conoce a Roberto, un diseñador de ropa, en un viaje de verano a Italia y se enamora perdidamente. Cuando está por terminar el verano, Roberto sorprende a Sarah con una propuesta de matrimonio y viaja con ella de regreso a Connecticut, donde ella presenta a su encantador prometido a su familia y amigos que, aunque sorprendidos, la apoyan. Varios meses después, Sarah y Roberto se casan. Ahora que Roberto puede residir legalmente en los Estados Unidos, traslada su pequeño negocio a la ciudad de New York y viaja todos los días a su salón de ventas en el distrito de la moda.

Pasan varios años, y a pesar del deseo de Sarah de comenzar una familia, Roberto insiste en que no es el momento indicado ya que está iniciando su negocio. Un día, Sarah descubre que está embarazada. Eufórica, va hasta el salón de Roberto para darle la noticia en persona. Lo descubre, horrorizada, abrazando a una joven modelo.

De repente, todo se aclara: Roberto nunca la amó realmente, sino que quería la residencia permanente. Su negativa a tener hijos no tenía nada que ver con el trabajo y sí con el hecho de que planeaba dejarla. Lo que ella pensó que había sido un sueño hecho realidad, era sólo dolorosa ilusión.

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Lawrence y Sarah despertaron de su engaño, no sólo el de los demás, sino el de ellos mismos. Siempre hay una parte de nosotros, enterrada muy profundamente en la negación, que sabe que algo está mal, pero no escuchamos esa voz para no arruinar nuestra felicidad. Un paso importante para curarnos de una desilusión es dejar salir el enojo con nosotros mismos por no haber protegido mejor nuestros corazones.

El duelo por la desilusión y el engaño es delicado. Cuando “abrimos los ojos” a la desilusión, el pasado de repente nos parecerá irreal y nos dejará con una sensación de desorientación y falta de conclusión. Hay muchas emociones que nunca resolveremos, muchos hechos que no comprenderemos. La tentación es obsesionarnos con lo sucedido e invalidar toda la experiencia, que nos puede dejar varados e imposibilitados para continuar con nuestras vidas.

Me han engañado muchas veces, en el amor, los negocios, la amistad. Una de las lecciones más difíciles, pero esenciales para mí ha sido encontrar la forma de considerar la relación en forma positiva, de recordar los buenos momentos que sí ocurrieron, los logros que sí sucedieron, el afecto que sí existió y no dejar que toda la experiencia quede estropeada.

 

Algunas veces quedamos atrapados en el duelo del
pasado porque inconscientemente lo hemos condenado.
No hemos regresado a recuperar partes de la experiencia
que fueron buenas y a rescatar la dulzura.

 

Cuando miro mis relaciones pasadas, puedo recordar los momentos dulces, los momentos de conexión, de apoyo y verdadera amistad. Estas experiencias de pérdida me brindaron lecciones espirituales cruciales que, aunque dolorosas, fueron indispensables para hacerme quien soy hoy. Aquellas personas que me desilusionaron me ayudaron inadvertidamente a aprender estas lecciones, y por ello les estoy agradecida.

En cuanto a todo el amor que di y no fue retribuido, sé esto: mi amor fue real. Mi alegría fue real. Mi devoción fue real. Nada ni nadie puede quitarme estas experiencias, ni siquiera saber que no fueron compartidas. A fin de cuentas, mi corazón se hizo más hermoso por haber amado tanto. Hoy tengo más amor y felicidad en mi corazón del que nunca imaginé posible, y sé que no podría sentir con esta profundidad si no hubiera sufrido para luego desaferrarme.

Deshacerse de Partes de uno Mismo

Todos los cambios, hasta los más esperados, tienen su melancolía; porque lo que dejamos atrás es parte de nosotros; debemos morir una vida para ingresar en otra.

Anatole France

Hace algunos años, me senté frente a la televisión a ver el lanzamiento de la misión del Mars Exploration Rover denominada Spirit desde la estación de la Fuerza Aérea en Cabo Cañaveral, Florida, cuando comenzaba su histórico viaje de siete meses a Marte, a más de 49 millones de millas. La nave espacial estaba colocada en la parte superior del vehículo de lanzamiento Delta II, que le proporcionaba la tremenda velocidad necesaria para salir de la gravedad terrestre y colocar al Rover en su trayectoria hacia Marte. Con un estruendo atronador, el cohete propulsor se elevó en el cielo llevando el Mars Rover a través de las capas de la atmósfera terrestre hasta que, liberado del peso de la gravedad, el Rover pudo seguir su rumbo al Planeta Rojo. El vehículo de lanzamiento Delta II se desprendió del Rover y cayó en el océano. Habían pasado treinta y seis minutos del despegue. Su trabajo se había terminado.

Era inconcebible pensar que cada uno de estos cohetes Delta II cuesta miles de millones de dólares y sólo pueden utilizarse una vez. Tantos años de trabajo y tanto dinero habían desaparecido en estos pocos minutos. Sin embargo, sería el desprendimiento del cohete lo que ahora permitiría que el Mars Rover continara en su trayecto hacia Marte, sin la carga mucho más pesada del vehículo de lanzamiento. A pesar de lo valioso que había sido, el cohete de lanzamiento debía desecharse.

A veces nuestro propio viaje es así. En el camino, hay ciertas personas, situaciones y roles que interpretamos que nos llevan por estadios de conocimiento y experiencias. Esto es parte de lo que identificamos como “nosotros”. Sin estas personas, roles y situaciones no seríamos trasladados de una realidad a otra. Sin embargo, una vez que arribamos a un nivel nuevo y más alto, se cumple su propósito y, del mismo modo que el Mars Rovers desprende su cohete de lanzamiento, nosotros debemos dejar ir aquello a lo que estuvimos íntimamente relacionados.

Hay personas, circunstancias e incluso aspectos
de nosotros mismos que nos ayudan
sólo en una parte de nuestro viaje.
No están pensados para hacernos compañía en
todo el camino; para llegar a nuestro nuevo destino,
debemos dejarlos ir.

En el proceso de descubrir nuestro verdadero ser, hemos tenido que buscar y aferrarnos a aspectos de nosotros que hemos descartado o repudiado. Hemos tenido que hurgar profundo para encontrarlos, desenterrar nuestro yo Sombrío e integrarlo a la conciencia, darle voz a lo que había estado silenciado. Ahora, para seguir adelante, debemos invertir el proceso: desechar los aspectos de nosotros que ya no nos sirven y renunciar a roles que nos dejan atrapados en el pasado, deshacernos de todo aquello que nos impida volar.

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Me encanta el mar, y me encanta ver películas acerca del mar, en especial, aquellas sobre viajes largos y difíciles. En estos relatos hay generalmente una escena predecible y clásica que describe una terrible tormenta que amenaza con dar vuelta el barco. El valiente capitán se da cuenta de que el barco es muy pesado y, a menos que reduzca el peso, seguramente se hundirá. “¡Tiren al agua todo lo que no nos sirva!” grita indefectiblemente, y la tripulación comienza a lanzar con desesperación todo lo que no esté aferrado al suelo hacia el mar revuelto y embravecido. La cámara retrocede para realizar una toma amplia y vemos cómo el mar arrastra un conjunto extraño de elementos: cajones de naranjas, especies de plantas, herramientas metálicas, ropa, libros, costales de granos, hasta las preciadas botellas de ron. Finalmente, pasa la tormenta, sale el sol por detrás de las nubes y el barco está raído, pero a salvo. Sobrevivió a la tormenta.

Hay momentos en nuestras vidas, a menudo tormentosos, en los que resulta evidente que también debemos deshacernos de lo que amenaza con hundirnos. Los viejos roles deben desaparecer. Puede sentirse como que estamos lanzando al mar cosas sin las cuales no podríamos vivir, pero la verdad es todo lo contrario. Si no nos deshacemos de lo que nos está agobiando, nos ahogaremos en nuestra frustración, infelicidad y falta de satisfacción.

Aun cuando sepamos que lo que estamos haciendo es necesario, desechar partes nuestras produce dolor. Cuando renunciamos a nuestros antiguos roles que ya no nos sirven, se siente como, y es, la muerte de un género. Murieron partes esenciales nuestras. Sentimos una dolorosa nostalgia por nuestras identidades y hábitos anteriores, aunque hayamos trabajado mucho para dejarlas ir. Incluso puede que nos aferremos a los roles del pasado por un tiempo más, sólo para darnos cuenta que ya no son nuestros. Ya no podemos ser esa persona, aunque queramos.

Cuando el Nuevo Usted ya No Concuerda con su Antigua Vida.

No hay nada como regresar a un lugar que permanece intacto para darnos cuenta de cómo hemos cambiado.

Nelson Mandela

Cuando cambiamos, todo lo que está a nuestro alrededor parece cambiar. Las personas parecen diferentes; los lugares no se ven igual; las cosas no se perciben de la misma manera. Por supuesto, nada en nuestro entorno ha cambiado en realidad. Como dice Thoreau, “Las cosas no cambian, nosotros cambiamos.” Vemos a través de ojos diferentes, experimentamos a través de una frecuencia distinta.

 

Cuando por primera vez salimos de un momento de
transformación personal, estamos tan ocupados en
recuperarnos del proceso que puede que no nos demos
cuenta cuánto hemos cambiado. Sólo estamos felices de
haber sobrevivido al momento de cambio y desafío. Lo
que todavía no vemos es que hemos atravesado
un renacimiento.

Cuando un soldado se encuentra en el campo de batalla, no tiene tiempo de notar cuánto lo está cambiando la guerra. Simplemente trata de hacer su trabajo y sobrevivir. Sólo cuando regresa a casa descubre lo radicalmente diferente que ahora es y cómo las circunstancias terribles e incomprensibles de la guerra lo han transformado en los niveles más fundamentales de su ser.

Así es como nos sucede a menudo cuando salimos de las propias batallas personales. Estamos tan aliviados de sentir que las cosas parecen haberse calmado y que lo peor parece haber pasado, que todavía no comprendemos que no somos la misma persona que éramos. Hemos cambiado frecuencias; nuestros corazones y mentes han sido programados nuevamente y nuestra anterior forma de proceder se siente extraña o sencillamente ya no funciona.

Esta experiencia es muy desconcertante. “Siempre amé a esta persona, trabajo, comida, música o lugar, ¿y cómo puede ser que ya no?” nos preguntamos. No nos habíamos dado cuenta de que habíamos cambiado en tal magnitud o que tendríamos que renunciar a tanto de nosotros mismos. A veces, hasta tratamos de forzar el regreso a lo que antes solía funcionar, una relación, un trabajo, un amigo, pero nos damos cuenta de que desbordamos los límites anteriores. Ya no entramos en los estrechos recipientes del pasado.

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Christie, de treinta y dos años, trabajó durante cinco años como manicurista en un salón de belleza de Beverly Hills con una clientela muy fiel. Christie nació en un pequeño pueblo de Oklahoma y por ello amaba la intensidad de su trabajo, la animada energía de la tienda, las exuberantes personalidades de los peluqueros, las habladurías de Hollywood. El año pasado, Christie y su esposo decidieron comenzar una familia y unos meses antes de que finalizara el embarazo de Christie, pidió licencia en el trabajo para dar a luz. Christie tuvo una niña hermosa y pasó seis semanas en casa enamorándose de su hija.

Finalmente, llegó el momento de regresar al trabajo. Sabía que extrañaría al bebé, pero estaba contenta de regresar al trabajo que amaba. Luego de pasar unas horas en el salón, se sorprendió al sentir que ya no pertenecía a ese lugar y decidió renunciar. “Mi energía se había hecho tan suave, afectuosa y abierta por ser madre,” le explicaba a una amiga, “y las mismas cosas que solía amar sobre mi trabajo, ahora no las podía soportar: las habladurías, la energía frenética, la superficialidad. Todo el lugar y las personas me generaban rechazo. No me había dado cuenta de todo lo que había cambiado hasta que regresé.”

 

No siempre somos tan valientes como Christie o tan rápidos para admitir que las cosas son irrevocablemente diferentes. A veces tratamos de negociar con lo inesperado y regateamos con los cambios, esperando poder salir airosos sin tener que cambiar tanto. “¿Podría sólo cambiar internamente sin tener que perturbar todo lo demás en el exterior de mi vida?” nos preguntamos con ansia. “Tiene que haber una forma de mantener todo lo demás sin cambios, a pesar de haber vivido estas revelaciones.”

Claro que no la hay. Siempre les recuerdo a mis alumnos que la gallina no puede volver a meterse en el huevo. Tampoco podemos nosotros volver a roles pasados que hemos superado.

Esto no significa que no lo intentemos. Todos lo hemos hecho en algún momento, con un amor, amigo, situación comercial o estilo de vida.

Intentamos convencernos de que sólo estamos haciendo concesiones, siendo flexibles y que en realidad no estamos retrocediendo, aunque así lo parezca. Nunca funciona esta vuelta atrás. No podemos simular ser quienes ya no somos. No podemos simular no saber lo que sabemos. No podemos hacer concesiones con nuestra alma.

Peligro en el Camino: Enojo, Culpa y Auto Recriminación

Aferrarse al enojo es como tomar una brasa caliente con la idea de
arrojársela a otra persona: usted es quien se quema.

Buda

Acabo de terminar de autografiar libros al final de uno de mis seminarios, cuando veo a una mujer nerviosa a un costado, esperando para hablar conmigo.

“Has sido muy paciente,” le digo con una sonrisa. “¿Tienes una pregunta para hacerme?”

“Sí, Dra. De Angelis, quiero saber si es natural estar de duelo por un tiempo después de que un hombre se enamora de otra persona y te abandona.”

“Claro que es natural,” la tranquilizo. “Lleva tiempo pasar el duelo de las pérdidas del corazón y los finales de las relaciones nunca son fáciles. Pero cuando termines el proceso podrás salir adelante y nuevamente generar amor en tu vida.”

“Eso es lo que pasa,” explica la mujer, “No terminé el duelo.”

“Bueno, no se pueden acelerar estas cosas. ¿Cuánto hace de la ruptura?” le pregunté.

La mujer responde, “Seis años.”

“¡Seis años!” le digo. “Y dime, ¿cómo es que sabes que no ha finalizado tu duelo?”

“Porque todavía quiero matar a ese desgraciado,” me dice con orgullo.

Respiro profundo y con la mayor de las calmas posibles, le digo: “Querida, eso no es un duelo, es indignación.”

 

En el camino que conduce de tu pasado al futuro, y de la limitación a la libertad, una de las paradas más traicioneras es el enojo. La difunta psiquiatra Dra. Elizabeth Kubler-Ross, una de las autoridades más destacadas en el tema de la muerte, el morir y la transición, identificó y nombró cinco etapas del dolor:

  1. Negación
  2. Enojo
  3. Negociación
  4. Depresión
  5. Aceptación

El enojo es una etapa importante en el proceso de dolor, ya sea que estemos sufriendo la muerte de una persona, la pérdida de una parte de nosotros o la de nuestros sueños. Resulta muy fácil quedar atrapado y hasta hacerse adicto al enojo, porque hace sentir bien al ego. Cuando estamos enojados, nos sentimos ofendidos, justificados, indignados e implacables, y estas emociones nos dan una sensación temporal de poder. Luego de sentirnos tan débiles por la pérdida, cambio o situación inesperada, el sentirnos poderosos nuevamente es algo que recibimos con agrado, aunque sea una ilusión.

Al permanecer enojados evitamos el dolor y nos quedamos varados en medio del proceso de curación. Somos lo opuesto a poderosos y libres, nos encarcelamos en nuestra ira y amargura. Esta ira es el golpe de gracia a nuestra pasión, a la nueva relación que estamos tratando de crear y a nuestra habilidad de experimentar la verdadera paz. “Guardar rencor es como ser picado mortalmente por una abeja,” dijo William H. Walton.

El enojo fue pensado para poder pasar a otra etapa, no para permanecer en él.

Cuando permanecemos enojados por una situación, nunca logramos superarla totalmente. Sepultados bajo nuestro enojo siempre hay dolor, miedo y tristeza. El enojo es la otra cara de la tristeza. La consecuencia de aferrarnos a nuestro enojo es que estas otras emociones no tienen la oportunidad de ser liberadas y entonces quedan atrapadas dentro de nosotros. Cuando se acumula suficiente dolor y tristeza en nuestro interior, de repente nos damos cuenta de que nos sentimos “deprimidos.”

La pobre mujer que me habló luego del seminario había quedado atrapada en el enojo durante años. La había consumido, inmovilizado e imposibilitado de lograr aquello que verdaderamente quería: curar su corazón herido. “Ve a tu casa y llora,” le aconsejé. “Llora y llora y llora hasta que no te queden más lágrimas. Del otro lado de esas lágrimas, te estará esperando tu futuro.”

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No existe problema, por espantoso que sea, al que no se le pueda agregar algo de culpa para hacerlo aun peor.

Calvin, de la tira cómica Calvin & Hobbes de Bill Watterson

“Si le hubiera prestado más atención a mi esposa, no me habría dejado.”

“Si hubiera ayudado más a mi marido, habría dejado de beber.”

“Si hubiera sido más creativo, mi negocio no habría quebrado.”

“¿Cómo pude no darme cuenta de que esto iba a suceder?”

“Perdí tanto tiempo, pero ahora es demasiado tarde.”

“¿Cómo puede ser correcto que siga adelante cuando esto hace sufrir tanto a otra persona?”

“Si hubiera perseverado, quizá no habría fallado.”

“Debo de ser una mala madre para que mi hijo sea así.”

“¿Cómo pude haber hecho algo tan estúpido?”

 

Éstas son las voces de la culpa y auto recriminación. Cuando lamentamos la pérdida de la vida que creíamos íbamos a tener o incluso tuvimos, escuchamos a menudo estas voces como un coro incesante y gimiente en el fondo de nuestras conciencias. No son voces afectuosas y tampoco útiles. Su propósito es simple: como dijo el personaje de la tira cómica, sirven para hacernos sentir peor de lo que ya nos sentimos.

La culpa tiene el poder de dejarnos atrapados en el
pasado porque nos convence de sentirnos mal con
nosotros mismos y nos engaña para que creamos que
hasta que no nos deshagamos de ese sentimiento,
no podremos salir adelante.

En este sentido, la culpa es como las arenas movedizas, nos sumerge en un lugar de auto recriminación del que es difícil escapar. Decidimos que no podemos continuar con nuestras vidas hasta que dejemos de sentirnos culpables. Pero mientras más nos adentramos en la culpa, más crece, y de repente ya no podemos movernos y no entendemos el por qué.

La culpa es un muy buen escondite para evitar enfrentar lo que debemos. Después de todo, mientras nos sintamos culpables, tenemos una excusa para eludir hacerle frente a las consecuencias de nuestras revelaciones, avances y despertares. Podemos posponer los riesgos que acarrea tomar decisiones acerca de cómo avanzar. Esto es especialmente cierto cuando nos convencemos de que nos preocupan tanto las consecuencias que nuestras acciones puedan tener en los demás que es mejor no hacer nada por el momento.

Aquí podemos confundirnos muy fácilmente. Pensamos que sentirnos culpables es de alguna forma demostrar, a nosotros y a los demás, que nos importan y que nunca quisimos lastimar a nadie en el proceso de cambio de nuestras vidas. Sentirnos culpables se convierte en la penitencia que nos imponemos por nuestra trasgresión.

Recuerdo haber estado hablando de esto con una amiga que había dejado a su esposo, pero no podía liberarse de su culpa. El matrimonio estaba muerto y su esposo tenía un problema crónico con las drogas, que se negaba a enfrentar. Aun así, ella se sentía culpable. “Creo que una parte de mí piensa que si me siento culpable, entonces no soy una mala persona por haberlo abandonado,” me confesó.

A menudo utilizamos la culpa con ese propósito, para castigarnos por nuestros avances porque les han causado dolor a los demás. Era como si mi amiga se hubiera sentenciado de manera inconsciente a seis meses de culpa como castigo por haber dejado a su marido. Por supuesto, una vez finalizada su sentencia, dejó de sentirse culpable, se casó nuevamente y tuvo una vida feliz. Y dicho sea de paso, su marido también.

Mi amiga tuvo suerte, superó el problema con sólo seis meses de culpa auto impuesta. Si no somos cuidadosos, nuestra propia culpa y auto recriminación pueden encarcelarnos durante años y años, dejándonos encerrados en el arrepentimiento sobre un pasado que no podemos cambiar y despojados de un futuro cuyo llamado escuchamos, pero al que no podemos responder.

Una forma de romper con este patrón es comprender la diferencia entre culpa y remordimiento:

 

La culpa nos hacer sentir mal con nosotros mismos.

El remordimiento nos ayuda a aprender lo que podemos hacer diferente en el futuro.

 

La culpa nos reprende por nuestras fallas.

El remordimiento recoge sabiduría de nuestros errores para hacernos mejores.

 

La culpa nos golpea y nos reprime.

El remordimiento nos libera y guía hacia delante.

La culpa nos sofoca.

El remordimiento nos inunda de compasión.

 

El duelo del pasado siempre incluirá remordimiento. Podemos llevarnos estas lecciones con nosotros, pero debemos amarnos lo suficiente para dejar la culpa atrás. Debemos tener cuidado de no quedar estancados con la vista atrás. Después de todo, sólo encontraremos nuevos niveles de satisfacción y libertad en el devenir del presente inexplorado.

Dejar Ir

Puedes aferrar tan fuerte el pasado contra tu pecho que tendrás los brazos demasiado ocupados como para estrechar el presente.

Jan Glidewell

Entonces, para finalmente avanzar, simplemente debemos dejar ir nuestra culpa, enojo, ilusiones, pérdidas visibles e invisibles, nuestros antiguos roles e identidades y finalmente, incluso hasta nuestra pena.

 

Debemos dejar ir al pasado para generar un espacio que habite el futuro.

 

Debemos dejar ir nuestro apego a los caminos que creímos que transitaríamos y abrirnos a descubrir nuevos senderos que nos conducirán a paisajes aun más hermosos.

 

Debemos dejar ir y abrazar el vacío aterrador que le sigue a ese dejar ir, sabiendo que al hacerlo, ese vacío pronto se llenará de nueva sabiduría y conciencia más allá de cualquier cosa que podamos imaginar.

 

Lo sé, aun al escribir esto, lo sé, ese dejar ir es muy difícil. Somos una sociedad de coleccionistas. Nos gusta acumular, no descartar; coleccionar, no soltar. Nos aferramos a lo familiar y desconfiamos de lo desconocido. No somos muy buenos con los finales.

Experimentamos este hábito de apegarnos tercamente a las cosas de las formas más rutinarias. Cada uno de nosotros posee cosas que nos cuesta descartar, aunque sepamos que debemos hacerlo. Pueden ser libros, números viejos de revistas, fotos, souvenirs, discos compactos, recuerdos de la infancia, catálogos y un sinfín de cosas. En mi caso es la ropa. Tengo demasiada ropa acumulada en los armarios de mi casa y la explicación es simple: una vez que compro algo, me cuesta mucho deshacerme de eso.

Comprendo perfectamente el origen psicológico de mi reticencia: cuando era pequeña vivíamos muy modestamente y no tenía suficiente dinero como para comprar ropa linda como la que tenían mis amigas. Siempre fui muy acomplejada por mi aspecto y mis anteojos gruesos y feos no eran de gran ayuda. Deseaba poder comprar los hermosos conjuntitos de las otras niñas. Cuando crecí y con el tiempo tuve éxito, uno de mis mayores placeres fue ir de compras. Hasta hoy, es mi única verdadera adicción.

Claro que sé que debo limpiar mi armario de todos los artículos que ya no me quedan bien o pasaron de moda, y de vez en cuando me propongo esta tarea. Todas esas veces hago una pila con la ropa que debo regalar y luego observo las prendas una por una, ya sea una blusa, una pollera o un traje, y traigo a la memoria recuerdos asociados a ellas:

“Recuerdo haber usado este conjunto la primera vez que aparecí en Geraldo.”

“Mira, la blusa que compré aquella vez en Santa Fe.”

“¡Me encanta este vestido! Lo usé para la boda de mi amiga Debbie, todavía tengo esas fotos.”

“¿Cómo puedo regalar estos zapatos? ¡Salieron tan baratos!”

La mayoría de estos artículos ya no me quedan bien. Algunos tienen más de diez años. Muchos de ellos están tan pasados de moda que si los usara en público, terminaría en la página de los “no se lo ponga” de las revistas femeninas. Sin embargo, allí estoy, suspirando, rememorando, resistiéndome a dejarlos ir. Forman parte de mi pasado y por lo tanto, parte de mí. Con el tiempo, por supuesto, los regalo, pero no sin estas largas despedidas.

Estoy segura de que entienden lo que quiero decir. Si nos resulta difícil desprendernos de cosas materiales, entonces resulta un desafío mucho mayor desvincularnos de los roles emocionales con los que nos habíamos identificado. Si sentimos una puntada de dolor cuando pensamos en regalar nuestra chaqueta favorita, vieja y raída o esa silla cómoda, pero desvencijada, no es sorprendente que sintamos pena al renunciar a roles que alguna vez fueron tan adecuados, pero que ahora ya no nos quedan bien. Si nos aferramos a fotos de viejos amores que no hemos visto en años, sin duda que dolerá dejar ir a personas que han formado parte de nuestra vida reciente, aunque sepamos que ya no nos hacen bien.

El abandonar por propia voluntad algo que alguna vez
añoramos puede sentirse como un fracaso, un error,
una derrota, incluso cuando aferrarnos a esas cosas
es lo que nos detiene en el lugar en donde estamos.

Mi amiga trae a su hijita de dos años, Danielle, a mi casa y mientras conversamos, vemos como ella juega con una caja de adornos de fantasía que saqué de mi armario. Danielle queda azorada por los colores destellantes y chucherías brillantes. Comienza a revisar la caja con cuidado y escoge las que más le gustan. Sostiene en su mano izquierda la primer bisutería que elige y con la otra busca una nueva que agrega a las que va acumulando. Esto se prolonga por un rato, hasta que la manito izquierda de Danielle está llena. Puedo ver la mente de Danielle tratando de resolver su próximo paso. Se pone en acción y con su mano derecha recoge torpemente más bisutería, hasta que también se llena esa mano.

Ahora Danielle enfrenta un dilema. Quiere recoger más bisutería, pero no quiere soltar aquellas que juntó con tanto trabajo y que sostiene firmemente en sus manos desbordadas. Allí permanece, sentada en el suelo tomando con sus deditos el tesoro, mirando el resto de la bisutería que todavía desea, sin saber qué hacer.

De repente, la tensión la supera y se pone a llorar de la frustración. Cuando mi amiga toma a su hija en brazos y la calma con un beso, no puedo evitar sonreír por dentro. Somos como Danielle: nos cuesta mucho dejar ir lo que hemos adquirido, pero mientras nuestras manos estén llenas, no tendremos espacio para nada más.

Del Desprendimiento a la Liberación

Vivir plenamente es dejar ir y morir en cada momento que pasa, y renacer con cada nuevo momento.

Jack Kornfield

Pasamos nuestro tiempo terrenal muriendo y renaciendo, una y otra vez. Muchos de estos momentos pasan desapercibidos. En los pocos segundos que te tomó leer la frase anterior, por ejemplo, una parte de ti ha muerto: dos millones de células de tu cuerpo mueren por segundo. En el transcurso de algunos años, todas las células de tu cuerpo se reemplazan. Literalmente te convertirás en otra persona. Tu cuerpo ha muerto y renacido, y ni siquiera lo notaste.

Entonces, hay pequeñas muertes que suceden en forma imperceptible: se descartan los antiguos sueños de la niñez; las primeras amistades se pierden; los maestros y escuelas se dejan atrás; las obsesiones e intereses se abandonan; olvidamos a personas que alguna vez conocimos; conquistamos partes nuestras con las que alguna vez luchamos; los problemas que nos consumían desaparecen. Percibimos estas partidas, pero no nos detenemos a despedirlas.

Cuando sentimos que es hora de dejar ir al pasado e ingresar en el futuro, debemos encontrar nuestra forma de decir adiós, una que honre ese cambio importante que estamos realizando y nos libere para proseguir con optimismo y esperanza renovados.

 

Tengo una querida amiga que es monje de la tradición hindú. Luego de muchos años de estudio espiritual, decidió realizar un cambio profundo en su vida: tomó el rol de renunciante, abandonó todas sus responsabilidades y relaciones mundanas y se dedicó a la búsqueda de Dios y al servicio a los demás. La ceremonia formal por la que se inició en la orden monástica se denomina sannyasa. La palabra sánscrita sannyas significa dejar o poner a un lado, abandonar o renunciar. Este antiguo ritual de abandonar una forma de vida por otra se ha practicado en la India por miles de años. Temprano por la mañana del día auspicioso, el candidato se postra ante el gurú. Luego de muchas bendiciones, rasuran la cabeza del candidato. Luego, despojado de toda posesión, habiendo entregado todas las cosas que pertenecían a su pasado, conduce sus propios ritos funerarios, que simbolizan la renuncia a la vida que había llevado hasta ese momento, la muerte de su ser anterior y su renacimiento como ser espiritual.

Luego coloca los restos de su identidad personal, su cabello, su ropa y su nombre, en un fuego ritual y pronuncia sus votos de renuncia. Camina alrededor del fuego y regresa para arrodillarse a los pies de su maestro. Su antiguo ser ha muerto. Finalmente, se baña en el río y cuando emerge, el gurú le entrega su nueva toga y nombre.

Recuerdo escuchar con sobrecogimiento a mi amiga cuando compartía conmigo los detalles de este poderoso ritual.

“¿Cómo fue realizar tus propios ritos funerales? ¿Fue extraño?” le pregunté.

“No, no fue para nada extraño,” respondió. “Hizo que la transformación que estaba atravesando fuera real y me colmó de una sensación de inmensa paz y bendición. Moría y nacía en vida y el poder de esa experiencia me dio una profunda lección de humildad. Me desbordé de amor a Dios. Me sentí libre.”

 

Quizá nunca experimentemos algo tan radicalmente transformador como este ritual formal. Sin embargo, a nuestra manera, en la medida en que intentamos transformar nuestras vidas, debemos ofrecer lo que ya no nos sirve en sacrificio y quemarlo en ese fuego que construimos en el templo de nuestro corazón. Allí colocaremos todo lo que queremos abandonar: nuestro dolor, decepciones, apego a cosas que nos causan dolor, los sueños rotos acerca de cómo hubiésemos querido que fueran las cosas, las partes de nosotros que debemos liberar, los roles que ya no nos sirven, viejas penas, culpas y odio. Hacemos nuestros propios votos de renuncia a la infelicidad y pedimos ser liberados de todo lo que interfiera con nuestra capacidad de sentir alegría.

Ofrezca aquello que esté dispuesto a dar al fuego sagrado. Este fuego de la gracia, de la verdad, tomará lo que ofrece y convertirá todo lo viejo en nuevo, nueva vida, nuevo amor, nueva libertad.

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Los finales son parte esencial e inevitable del crecimiento.

Sin ellos no puede haber comienzos.

Al recordar esto, encontramos el coraje para relajar nuestros puños y dejar ir.

Y cuando lo hagamos, cuando finalmente liberemos lo que hemos estado padeciendo, descubriremos que una parte nuestra ha cambiado para siempre.

Hemos sido marcados por nuestro dolor y esculpidos por nuestras pérdidas.

 

De alguna manera, nuestra propia pena nos ha tallado como algo hermoso, y emergemos como una gema que ha sido seccionada y cuyas facetas hemos desarrollado con gran esfuerzo,

Y ahora revela la misteriosa y exquisita luz
que siempre había estado atrapada en nuestro interior.