Arrastraste la silla hasta donde yo estaba y diste unos golpecitos en mi libro con la punta del lápiz, y yo seguí con la vista fija en la página, dudando si mirarte o no. «¿Aló?», dije, como si fuera una llamada de teléfono. Qué gracia te hizo eso. Y allí estábamos, dos extraños en la biblioteca de la facultad, con una risa nerviosa, estudiando la misma optativa. Debía de haber cientos de alumnos en clase, y yo no te había visto antes. Te caían los rizos encima de los ojos y enrollabas el lápiz en ellos. Tenías un nombre de lo más raro. Me acompañaste de vuelta esa tarde, aunque no nos dijimos gran cosa por el camino. Tú no disimulaste lo colado que estabas, me mirabas todo el rato con una sonrisa dibujada en la cara. Nadie me había hecho nunca tanto caso. Me besaste la mano en la puerta del colegio mayor, y nos dio la risa otra vez.
Enseguida cumplimos los veintiuno y nos hicimos inseparables. Nos quedaba menos de un año para licenciarnos. Lo pasamos en la cama de mi habitación, durmiendo juntos como náufragos en una balsa y estudiando cada uno en un extremo del sofá, con las piernas entrelazadas. Íbamos al bar con tus amigos, pero siempre acabábamos recogiéndonos pronto, en la cama, con la novedad del calor mutuo. Yo casi no bebía, y tú ya te habías cansado de ir de fiesta en fiesta..., solo querías estar conmigo. En mi mundo no había nadie que me importara gran cosa. En mi pequeño círculo de amistades éramos simples conocidos. Estaba tan centrada en sacar buenas notas y en que no me quitaran la beca que no había tenido tiempo ni ganas de formar parte de la típica vida social universitaria. Imagino que no me hice muy amiga de nadie en esos años, hasta que te conocí a ti. Tú me ofrecías algo distinto. Dejamos a un lado la vida social y fuimos felices así, no necesitábamos más que el uno del otro.
Eras tú mi consuelo y mi pasión, no tenía nada cuando te conocí y lo fuiste todo de la forma más natural del mundo. Eso no quiere decir que no te lo merecieras; te lo merecías. Eras dulce y te preocupabas y me apoyabas. Fuiste la primera persona a la que le dije que quería ser escritora, y tu respuesta fue: «No me cabe en la cabeza que vayas a ser otra cosa». Disfrutaba viendo las miradas que nos dirigían las chicas, como si tuvieran celos. Olía tu cabeza mientras dormías por la noche, el suave lustre de tu pelo negro, y pasaba el dedo por tu barbilla sin afeitar para despertarte por la mañana. Eras mi adicción.
El día de mi cumpleaños, me regalaste una nota escrita con las cien cosas que te encantaban de mí. «14. Me encanta que ronques un poquito justo cuando te quedas dormida. 27. Me encanta lo maravillosamente bien que escribes. 39. Me encanta dibujar mi nombre en tu espalda con el dedo. 59. Me encanta comerme contigo una magdalena de camino a clase. 72. Me encanta lo contenta que amaneces los domingos. 80. Me encanta cuando acabas un buen libro y te lo aprietas contra el pecho al pasar la última página. 92. Me encanta lo buena madre que serás algún día.»
—¿Por qué crees que seré buena madre? —dejé la lista encima de la mesa y, por un momento, sentí que a lo mejor no tenías ni idea de cómo era.
—¿Por qué no ibas a serlo? —me clavabas en broma el dedo en la barriga—. Eres cariñosa. Y dulce. No veo la hora de tener bebés contigo.
Forcé una sonrisa porque no podía hacer otra cosa.
No había conocido a nadie con un corazón tan ávido como el tuyo.
«Algún día lo entenderás, Blythe. En esta familia las mujeres somos... diferentes.»
Tengo vivo en el recuerdo el carmín de mi madre, de color mandarina, en el filtro del cigarrillo. La ceniza que caía en la taza o flotaba en el último sorbo de mi zumo de naranja. El olor de las tostadas quemadas.
Preguntaste por mi madre en muy contadas ocasiones. Me limité a exponer los hechos: (1) me dejó cuando tenía once años, (2) después de eso solo la vi dos veces, y (3) no tenía ni idea de dónde estaba.
Sabías que me guardaba más, pero nunca insististe; tenías miedo de lo que pudiera contarte. Lo comprendí. Es normal que esperemos ciertas cosas de los demás y de nosotros mismos. Y lo mismo pasa con la maternidad. Todos esperamos tener una buena madre, y casarnos con alguien que lo vaya a ser, y serlo.