En determinado momento, cuando llevábamos siete meses juntas, Violet empezó por fin a quedarse dormida más de veinte minutos del tirón. Volví a la escritura. No te lo conté; siempre me decías que aprovechara para descansar cuando ella dormía por el día, y cuando volvías a casa me preguntabas si había logrado dormir algo. Solo te importaba eso. Me querías con los ojos bien abiertos, llena de paciencia. Me querías descansada para que pudiera cumplir con mis deberes. Antes te ocupabas de mí como persona, de mi felicidad, de lo que me movía por dentro. Ahora solo era alguien que ofrecía sus servicios. No me veías como mujer. Solo era la madre de tu hija.
Por eso te mentía casi siempre, porque así era más fácil. Que sí, que había dormido algo. Que sí, que había descansado. Cuando la verdad era que había estado trabajando en un relato. Me salían las frases solas. No recordaba que las palabras fluyeran de mí con tanta facilidad. Pensaba que iba a ser justo al revés; otras escritoras que tenían bebés lo advertían: se agotaba la energía y el cerebro no funcionaba igual delante la página en blanco, por lo menos el primer año. Pero, en cuanto se encendía la pantalla del ordenador, yo cobraba nueva vida.
Violet se despertaba a las dos horas, puntual como un reloj, y me pillaba siempre en plena concentración, con la cabeza y el cuerpo en otra parte. Me acostumbré a dejar que llorara, me prometía a mí misma que solo sería una página más. A veces me ponía los auriculares. A veces una página se convertía en dos. O más. A veces seguía escribiendo una hora entera. Cuando se ponía frenética y chillaba a voz en cuello, bajaba la pantalla del portátil y acudía rauda, como si acabara de escuchar su llamada. «¡Huy, hola! ¡Ya te has despertado! Ven con mami.» No sé para quién hacía aquel numerito. Me daba vergüenza ver cómo me apartaba con las manos cuando intentaba calmarla. No podía echarle la culpa por aquel rechazo.
El día en que llegaste antes a casa.
No te oí entrar por culpa de sus gritos y la música de los auriculares, y me pegué un susto de muerte cuando, de golpe, le diste la vuelta a la silla. Casi me tiras. Fuiste corriendo al dormitorio, como si hubieran prendido fuego a la niña. Contuve la respiración al oír cómo consolabas su llanto histérico.
—Perdóname. Perdóname —le decías.
Le pedías perdón por la madre que tenía. A eso te referías.
No la sacaste del dormitorio. Y yo me senté en el suelo del pasillo, sabiendo que nada volvería a ser igual entre nosotros. Había roto tu confianza. Se confirmaban todas las dudas que en silencio albergabas.
Cuando por fin entré, la mecías, sentado en el sillón, y tenías los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el respaldo. Ella ahogaba un hipo en el chupete.
Me acerqué para cogerla en brazos, pero levantaste la mano y me apartaste.
—¿Qué cojones estabas haciendo?
Sabía que no me convenía poner excusas. Nunca había visto que te temblaran las manos de ira.
Me metí en la ducha y estuve llorando hasta que se acabó el agua caliente.
Cuando salí estabas haciendo unos huevos revueltos y la tenías apoyada en la cadera.
—Se despierta todas las tardes a las tres. Eran las cinco menos cuarto cuando llegué.
Yo miraba la espátula con la que raspabas la sartén.
—La has dejado más de hora y media llorando.
No podía encararos a ninguno de los dos.
—¿Es así todos los días?
—No —dije con firmeza. Como si eso fuera a devolverme la dignidad.
Ni nos habíamos mirado a los ojos siquiera. Violet empezó a hacer pucheros.
—Tiene hambre. Dale de mamar —me la pasaste, y eso hice.
Esa noche, en la cama, me diste la espalda y le hablaste a la ventana abierta.
—¿Qué es lo que te pasa?
—No lo sé —dije—. Perdóname.
—Tienes que ir a que te vean. Un médico.
—Iré.
—Me preocupa la niña.
—No te preocupes, Fox. Por favor.
Jamás le habría hecho daño. Jamás la habría puesto en peligro.
Años más tarde, mucho tiempo después de que empezara a dormir toda la noche de un tirón, todavía me despertaba cuando la oía llorar. Me llevaba las manos al corazón y recordaba lo que había hecho. Recordaba la punzada de la culpa y, peor aún, la arrolladora satisfacción de no hacerle caso. Recordaba la emoción de escribir por encima de la música y el llanto. Lo rápido que llenaba una página. La velocidad a la que iba mi corazón. La vergüenza de que me sorprendieras haciéndolo.