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Los recuerdos más nítidos de mi infancia comienzan cuando tenía ocho años. Ojalá tuviera a mano algo más que esos recuerdos, pero no. Hay gente que enmarca su mirada al pasado en fotografías ajadas por el paso del tiempo, o en las mismas historias contadas por un ser querido una y mil veces. Yo no tuve esas cosas. Mi madre tampoco, y puede que eso sea parte del problema. Que solo contábamos con una versión de la verdad.

 

Hay una cosa que me viene a la cabeza: el forro blanco de mi carrito, las florecillas azul marino y la puntilla de tira bordada, y la parte central del asa de cromo forrada de mimbre. Los nudillos enguantados de amarillo canario de mi madre me apuntan. No veo su cara mirándome, solo su sombra, que flota por encima de mí de vez en cuando, al volver una esquina dejando el sol a sus espaldas. Sé que es imposible acordarse de algo tan remoto. Pero tengo grabado el olor agrio de la leche en polvo, el talco y el humo de los cigarrillos, y me llega el ruido de los lentos autobuses de la ciudad, que llevan a la gente a casa a la hora de la cena.

A veces me permito ese mismo juego pensando en Sam.

¿Cuáles serían sus recuerdos más vivos? ¿Lo fina que era la hierba en la colina del parque, o la colcha de color naranja que le poníamos debajo, con las tres caras volcadas sobre él como tres sombrillas? A lo mejor el olor de las magdalenas de calabaza que le gustaba hacer a Violet. El cucharón del mango rojo que ella le daba siempre, lleno de pegotes de masa. El juguete para el baño con la luz giratoria que tú querías tirar. Puede que el mural de la guardería, aquel querubín que siempre le llamaba la atención por las mañanas.

Pero me parece que serían más bien los baldosines del vestuario de la piscina municipal. No sé por qué, pero tengo la sensación de que llegó a interiorizarlos como una parte de él. Todas las semanas lo sentaba en el banco de madera de la taquilla del fondo, lo sujetaba con una mano y cerraba la puerta con la otra. Se quedaba mirando la pared con ojos inquisitivos y tocaba las teselas de colores, dispuestas siguiendo un patrón aleatorio, como si estuviesen vivas. Mostaza, verde esmeralda y un azul oscuro muy bonito. Un azul marítimo. Los baldosines lo calmaban. Hacía ruiditos y abría mucho los ojos mientras le ponía el pañal de natación y me ataba una toalla a la cintura, todavía hinchada. Yo siempre estaba deseando que Sam viera esos baldosines cuando íbamos. Eran piezas de su pequeño mundo que componían música para él.

Vuelvo a ese vestuario a menudo. Lo busco en esos baldosines.