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La melena le crecía tupida y preciosa, y la gente se paraba a menudo a decirnos lo guapísima que era la niña. Ella sonreía, coqueta, y daba las gracias; y por una décima de segundo yo tenía delante a una persona diminuta que llamaba la atención, civilizada y bajo ningún concepto capaz de llevarme a rastras al borde de la locura. Cada vez tenía menos momentos difíciles, y salían a flote otros rasgos de su personalidad. Estaba obsesionada con su muñeca y la llevaba a todas partes. Distinguía los colores con tan solo dieciséis meses. Quería ponerse unos leotardos con árboles de Navidad casi todo el año. Había que hacerle huevos revueltos para comer, cenar y desayunar, y los llamaba «nubes amarillas». Le daban miedo las ardillas listadas y le encantaban las otras. Adoraba a la mujer de la floristería de la esquina, adonde íbamos a por una flor los sábados por la mañana. Dejaba la flor al lado del orinalito y la sostenía entre las manos cuando hacía pis. Cosas ilógicas que, sin embargo, tenían toda la lógica del mundo.

Me dejaba el espacio justo para poder revolverme, para convencerme a mí misma de que tenía margen de maniobra al borde del precipicio. Al menos por un tiempo, hasta que volvía a recordarme dónde estaba mi sitio en su pequeño pero ordenado mundo.

Cuando tenía tres años, al volver de aquel fin de semana en el que asistimos a la boda de tu amigo, me metí de puntillas en su cuarto, todavía con el abrigo puesto.

Era ya pasada la medianoche. Quería olerla. En el avión me había entrado pánico sin mayor motivo pensando que algo iba a pasar, que se ahogaría en la cuna y tu madre no la oiría tan bien como la oía yo, que no funcionarían los detectores de monóxido de carbono, que el avión aterrizaría mal y volaríamos por los aires. La necesitaba. Era un ansia de ella que me asaltaba raras veces, nunca cuando más falta me hacía; pero, eso sí, cuando me pasaba no me cabía en la cabeza otra cosa que estar con ella. Esa otra madre, la que me llenaba de oprobio, ¿quién era?

La cara de un bebé dormido. Abrió y cerró los ojos y me vio inclinada sobre ella. Bajó los párpados, presa de la decepción. Era una tristeza que se veía sincera. Se dio la vuelta, subió la colcha de color malva hasta la barbilla y se quedó mirando la ventana, completamente a oscuras a aquella hora. Me agaché para besarla y noté bajo la mano que se le tensaban los músculos.

Salí de la habitación y te vi en el pasillo. Dije que estaba dormida. Entraste de todas formas, y oí el ruido que hacían sus besos en tu mejilla. Te contó que tu madre le había dejado ver una película de una sirena. Pidió que te echaras con ella. Era a ti al que esperaba.

Sentí que nunca tendría lo que tú tenías con ella.

—Todo son imaginaciones tuyas —decías siempre que sacaba el tema—. Te has inventado la historia esa sobre vosotras dos y no la sueltas.

—Con quien tendría que querer estar es conmigo. Soy su madre. Debería necesitarme a mí.

—No le pasa nada.

A ella. Seguías refiriéndote a ella.

Por la mañana, mientras desayunábamos, tu madre nos contó lo bien que lo habían pasado las dos el fin de semana. Se te veía feliz de estar de nuevo con tu hija, jugabas a caballito con ella encima de tu rodilla.

—¿O sea que ha ido todo bien? —le pregunté a tu madre en voz baja más tarde, mientras metíamos los cacharros en el lavavajillas.

—Se ha portado como una bendita, de verdad que sí —me pasó un instante la mano por la rabadilla, como si quisiera aliviar un dolor que ella sabía que me afligía—. Yo creo que os echó de menos a los dos.