Quizá no te acuerdes de que se llamaba Elijah. El entierro fue un sábado a primeros de noviembre, y llevaba dos días lloviendo; había algo plúmbeo que caía sobre nosotros a veces, cuando notábamos la humedad en el apartamento, el frío en los huesos. Dejamos a la niña en casa con la canguro. Durante el rato en que estuvimos fuera, Violet hizo un dibujo de dos niños. Uno sonreía, y el otro lloraba y tenía un garabato rojo en el pecho que yo supuse que era sangre. Lo sostuve en alto para que lo vieras, pero no dijiste nada. Pusiste el dibujo en la encimera y llamaste a un taxi para la canguro. Violet tenía casi cinco años.
Cuando nos metimos en la cama esa noche, me di la vuelta para abrazarte y te pregunté si podíamos hablar. Te frotaste entre los ojos; el día había sido largo y triste, pero yo ya no aguantaba más. Sabías de qué quería hablarte.
—Hostias, ¿es que no has aprendido nada hoy sentada en esa iglesia? —soltaste, como un escupitajo, sin separar los dientes. Y luego—: Solo es un dibujo.
Pero era más, mucho más. Me aparté hasta quedar de espaldas, miré el techo y estuve jugando con la cadena que llevaba al cuello.
—Acéptala como es y ya está. Eres su madre. No se espera más de ti.
—Ya lo sé. Y eso hago —la convicción. La mentira—. Eso hago.
Querías una madre perfecta para tu hija perfecta, y no había margen para nada más.
Por la mañana, el dibujo de Violet había desaparecido de la encimera. No lo encontré en la basura. Miré en el cubo de la cocina, en el del lavabo y en la papelera de mi mesa de trabajo. Nunca te pregunté qué hiciste con él.
En el entierro de Elijah, el cura dijo que Dios tenía un designio para cada uno de nosotros, que el alma de Elijah no había venido al mundo para hacerse mayor. No lograba casar eso con lo que me temía que había ocurrido realmente en el parque la semana anterior al salir de la guardería.
Me pareció ver que pasaba algo justo antes de que aquel pobre niño se cayera desde lo alto del tobogán.
Yo estaba cansada: Violet volvía a tener problemas para dormir, pedía agua, quería que dejáramos la luz encendida. Llevaba semanas sin dormir una noche entera. Puede que mi cabeza no rigiera bien.
Diez segundos, diría yo. Ese fue el tiempo que se quedó mirando a Elijah cuando este salió corriendo desde la otra punta del castillo de juegos y se subió a lo alto del tobogán más grande, donde se encontraba Violet. Tenía todo el rato las manos a la espalda; los ojos, fijos en el niño, que fue dando saltos por la pasarela hasta donde estaba ella, con la boca abierta, chillando, mientras el aire fresco del otoño le ondulaba el largo pelo.
Al golpearse contra el suelo hizo un ruido que más parecía un estallido. ¡Pum!
Violet me miró sin la menor expresión de culpa cuando vio, debajo de ella, en la grava, el cuerpo desplomado e inmóvil, vestido con una camisa de rayas y unos vaqueros con un cordón al cinto. No le cambió la cara cuando oímos el grito que dio la niñera, que pedía ayuda, presa de un pánico que a mí me traspasó los oídos. Ni se inmutó cuando llegó la ambulancia para llevárselo, en una camillita, mientras un montón de madres y canguros asistían horrorizadas a la escena, con las cabecitas de sus amedrantados niños enterradas en el cuello, a salvo.
Me quedé mirando la parte superior del tobogán, repitiendo de nuevo en mi mente lo que acababa de ocurrir.
Momentos antes de que el niño echara a correr hacia ella, Violet había echado un vistazo a la empinada pendiente del tobogán, como un saltador profesional que visualiza la entrada en el agua sin producir el más mínimo salpicón. «¡Haz el favor de tener cuidado! —grité—. ¡Que está muy alto! ¡Es peligroso!». El pánico de una madre. A decir verdad, pensé automáticamente en eso: el peligro. La muerte. Pero la de ella. La mente de una madre se detiene en esas cosas. Dio un paso atrás y apoyó la espalda contra el poste de madera. Yo no sabía por qué se había quedado allí, esperando.
La vi levantar la pierna. Justo en el momento exacto.
Me parece que la cabeza del niño fue lo primero que golpeó el suelo.
Con el eco de las sirenas de fondo, Violet preguntó si podíamos ir a merendar. Levantó las cejas, como anticipando mi reacción. ¿Me estaba poniendo a prueba? ¿Para saber qué había visto? ¿Qué le haría? La posibilidad de que le hubiera puesto la zancadilla al niño era tan absurda, tan impensable, que se esfumó casi en el acto. No, no, no había pasado. Miré al cielo gris y dije en alto:
—No ha pasado eso —«Blythe, no es eso lo que has visto».
—¿Mamá? ¿Podemos ir a merendar?
Dije que no con la cabeza, metí las manos temblorosas en los bolsillos del abrigo y le dije que echara a andar.
—Vamos. Ven conmigo. ¡Pero ya!
Fuimos andando a casa en silencio las siete manzanas.
La puse delante de la tele y estuve una hora sentada en la taza del váter, sin ser capaz de moverme, visualizando lo que podría haber presenciado. No se trataba ya de un mechón de pelo o de insultos en el patio del colegio. Ese tobogán debía de tener más de tres metros y medio de altura. Me quité el colgante con la V que me habías regalado. Sentía el cuello rojo. Caliente.
Se me llenó la cabeza de imágenes extrañas: esposas diminutas de color rosa, trabajadores sociales de menores, reporteros con gabardina que llamaban a la puerta, el papeleo que conlleva cambiar a un niño de colegio, lo carísimo que sale un divorcio y la silla de ruedas a motor que llevaría ese pobre niño. Miré el moho en la masilla de los baldosines de la ducha y volví a reproducir en la mente la reacción de Violet, una y otra vez. Y entonces decidí que no, que no le había puesto la zancadilla a ese niño. Ni siquiera estaba a una distancia suficiente. No, yo no era la madre de alguien capaz de eso.
Me sentía sumamente cansada.
Le hice un sándwich de mantequilla de cacahuete. Me tocó el brazo cuando dejé el plato en la mesita baja y me sobresalté al notar sus dedos en la piel. Le miré las manos, y vi que eran pequeñas e inocentes, con los nudillos llenos todavía de hoyuelos.
No, no había hecho nada malo.
Te conté esa noche el terrible accidente que había tenido Elijah.
Lo llamé un accidente.
Violet estaba haciendo un puzle en el otro extremo de la cocina. Levantó la vista cuando vio que sonaba mi móvil en la encimera. Me la quedé mirando mientras respondía a la llamada. Era una de las madres que estaba en el parque infantil, para decirme que Elijah había muerto en el hospital.
—Muerto. Dios mío. Ha muerto —sentí que me ahogaba. Tú me fulminaste con la mirada por ser tan franca, menuda madre que va y lo suelta en voz alta delante de su hija, y fuiste adonde estaba Violet para consolarla. Pero estaba bien. Encogió los hombros con indiferencia. Te preguntó si podías ayudarla con la pieza de la esquina que estaba buscando.
«Necesita un poco de tiempo para procesar la información.»
Claro.
«Podías haberlo pensado, Blythe. ¿Hacía falta que oyera que el niño ha muerto? Ya tuvo bastante con estar presente cuando cayó.»
Y luego, pero mucho más tarde, cuando nos acostamos: «¿Te encuentras bien? Ven, anda. Tiene que haber sido horrible. Lo siento mucho, Blythe». Me acercaste a ti y te quedaste dormido con una pierna enroscada en la mía. Miré al techo, a la espera de que Violet volviera a despertarse.
Al día siguiente dejé una quiche congelada y batidos de proteínas de los caros en una bolsa refrigerada a la puerta de su casa, con una nota que decía que los acompañábamos en el sentimiento. Mandé flores al tanatorio, grandes azucenas blancas.
«Con todo nuestro amor, la familia Connor.»
La policía llevó a cabo algunas pesquisas, cuestión de rutina. Me interrogaron. Les conté lo que te había contado a ti: que no habíamos visto nada, Violet ya había bajado del tobogán cuando oí el impacto del cuerpo del niño contra el suelo. Que las tablas de madera estaban ya muy gastadas y eran resbaladizas. Que siempre me había parecido un parque infantil peligroso. Que pensaba en la pobre madre del niño.