Tuvo que ver mi silueta desnuda a la luz de la luna. El camisón de tela fina cubría la intersección de nuestros cuerpos, el arco felino que formaba mi espalda, mis pechos como saquitos de arena colgando encima de tu cara.
Gemí largo y tendido, con las manos apoyadas en el cabecero, y todo lo que había en la habitación desapareció de mi vista. El armario sin puertas en el que ya no cabía la ropa pendiente de planchar, la hilera de trajes que todavía no había sacado de la bolsa del tinte, la caja llena de ropa para tirar que no había llevado todavía al contenedor. Me rodeaban los «todavía» por todas partes. La mudanza era un caos y las reformas iban a paso lento.
Echando la vista atrás, estábamos inmersos en el mundanal desorden que ahora añoro de vez en cuando.
No la oí cuando rechinó la puerta, ni al posar la planta de los pies con un crujido en la tarima que nos habían instalado hacía una semana. No supe que estaba allí hasta que me apartaste de golpe y soltaste un improperio y te tapaste con la sábana. Me quedé tumbada en posición fetal en la otra punta de la cama, donde había aterrizado a causa de tu ataque de pánico.
—Vuelve a la cama. No pasa nada —le dije, sin forzar la voz.
Preguntó qué estábamos haciendo.
—Nada —dije.
—Joder, Blythe —dijiste tú, como si todo fuera culpa mía.
Y en cierto sentido lo era. Estaba ovulando. Tú estabas cansado. Me eché a llorar con la cara enterrada en la almohada. Por eso me acariciaste la espalda y empezaste a besarme en el cuello, el tipo de besos que venía a decir que me querías pero no querías follarme. Ya habría días para intentarlo, dijiste.
—No quieres otro niño —dije, como acusándote—. ¿Por qué no?
Nos quedamos los dos echados, sin movernos, y luego tú me pasaste los dedos por el pelo.
—Sí que quiero otro niño —susurraste.
Mentías, pero daba igual.
Me di la vuelta y te acaricié hasta que noté que cedías. Te metí dentro de mí e hice como que todo era diferente —tú, la habitación, la maternidad que había conocido—, y te supliqué que no pararas.
Yo ya había sacado el tema dos semanas antes, mientras nos cepillábamos los dientes. Escupiste en el lavabo y arrancaste un trozo de hilo dental para mí y otro para ti.
—Ya se verá. Más adelante. Ya veremos.
Lo dijiste con un tono cortante que me habría disparado las alarmas cualquier otro día. Pero no entonces. Porque no se trataba de ti. Se trataba de mí. Solo le veía una salida a lo nuestro, y era tener otro hijo. Una especie de redención por lo que había salido mal. Volví a pensar en los motivos que nos habían llevado a tener a Violet: tú querías una familia y yo quería hacerte feliz. Pero también quería demostrar que todas mis dudas eran infundadas. Demostrar que mi madre no tenía razón.
«Algún día lo entenderás, Blythe. En esta familia las mujeres somos... diferentes.»
Quería tener otra oportunidad como madre.
No estaba dispuesta a admitir que el problema era yo.
Muchas veces señalaba a los bebés cuando llevaba a Violet al colegio. «¿No sería estupendo?, ¿tener un hermanito o una hermanita?» Casi nunca me contestaba. Estaba cada vez más en su propio mundo, pero la distancia que había entre nosotras ya era más llevadera, en cierto sentido. Veíamos todos los días a la misma madre a la entrada del colegio; llevaba un bebé recién nacido pegado al pecho mientras se agachaba con mimo y le daba un beso al mayor antes de entregárselo a la profesora.
—Seguro que es un montón de trabajo criar a dos —le dije un día, con una sonrisa.
—Agotador, pero merece la pena —merece la pena. Ya estábamos. Lo hacía retozar en sus brazos y le palpaba la cabeza—. Este es tan distinto. El segundo es una experiencia completamente distinta.
Distinto.
Violet en la puerta de nuestro dormitorio, con los brazos caídos. Se negó a salir hasta que no le dijera lo que estábamos haciendo. Así que se lo expliqué. Cuando dos personas se aman, les gusta abrazarse de una forma especial. Estábamos los tres callados, a oscuras. Y entonces volvió a su cuarto. Había que ir a consolarla, te dije. Había que ir a asegurarse de que no se hubiera disgustado.
—Pues ve tú —dijiste.
Pero no fui. Nos dimos la vuelta en la cama, cada uno para un lado, una separación que no tenía ninguna lógica para mí. Por la mañana no hablamos. Me duché sin hacerte el café. De camino a la cocina me quedé parada en mitad de la escalera para escuchar tu conversación con Violet. Te dijo que me odiaba. Que ojalá me muriera para poder vivir sola contigo. Que no me quería. Eran palabras que le habrían traspasado el corazón a cualquier otra madre.
Tú le dijiste:
—Violet, es tu mamá.
Podrías haber dicho muchas cosas, pero esas fueron tus únicas palabras.
Esa noche, perdida la vergüenza, te supliqué que lo intentáramos otra vez. Solo una vez más. Y tú aceptaste.