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No supe que estaba en el cuarto del bebé hasta que habló.

Habíamos tenido la noche entera para nosotros durante meses, mucho más de lo normal según los libros de bebés. Me despertaba con urgencia al más mínimo ruido que viniera de la cuna de Sam, como si hubiera aterrizado un cohete en mi oído. A oscuras, me quedaba quieta junto a la cuna y cambiaba el peso de una cadera a otra, un ritmo que él asociaba conmigo, como el olor de mi piel y el sabor de mi leche. «A dormir, mi niño.» Le rozaba la pelusilla de la cabeza con los labios, con cuidado de no despertarlo. Esa noche en concreto que ahora me viene a la memoria, casi no mamó nada, solo quería sentir el pezón dentro de la boca. El consuelo. Se oía el rumor del aparatito sonoro que le habíamos comprado, una mezcla de ruidos que evocaba el océano.

—Ponlo en la cuna —dijo. Me di un susto y el bebé se sobresaltó en mis brazos.

—¡Violet! ¿Qué haces aquí?

—Ponlo en la cuna.

Lo decía con toda calma, sin rodeos. Como si fuera una amenaza. Imaginé que estaría cerca del armario; no podía verla con la poca luz que entraba por debajo de la puerta cerrada. Me di la vuelta despacio, para abarcar la habitación desde un ángulo distinto, y esperé, dejé que se me acostumbraran los ojos a la oscuridad que reinaba en el cuarto del bebé. La voz llegó desde el otro lado.

—Ponlo en la cuna.

—Vuélvete a la cama, cariño. Son las tres de la madrugada. Ahora voy y te froto la espalda.

—No me iré —dijo con calma, en voz baja— hasta que no lo pongas en la cuna.

Noté tenso el pecho; otra vez esa sensación, como un escalofrío. La ansiedad se había apoderado de mí en el acto, como si ella me hubiera sacado de su hechizo con un chascar de dedos. Me solía dar pánico ese tono de voz. «No puedo volver a pasar por lo mismo contigo», pensé, con la boca seca. ¿Por qué se había colado en el cuarto del bebé? ¿Qué había estado haciendo?

Resoplé para que viera que estaba siendo una niña tonta, pero le hice caso.

Dejé a Sam en la cuna y busqué a tientas a Benny entre las mantas. Lo tenía siempre cerca de la cara. No lo encontré.

—Violet, ¿sabes dónde está Benny?

Me lo tiró y salió de la habitación. Había sacado el peluche de la cuna. Había estado mirando a Sam mientras dormía.

Había estado tan cerca de él.

Cerré la puerta y la seguí a su cuarto.

Me senté despacio al borde de la cama. Metí la mano debajo del pijama con dibujos de fresas, le toqué la piel perfecta y sedosa. Le encantaba que le frotaran la espalda. Sobre todo, que lo hicieras tú.

—No me toques. Déjame en paz.

—Violet —saqué la mano de debajo del pijama—. ¿Has ido otras noches a ver cómo duerme Sam? ¿Lo has hecho más veces?

No respondió.

Me iba el corazón a cien cuando volví a la cama; detuve el paso delante de la puerta de Sam, para asegurarme de que estaba tranquilo. Me daba vergüenza lo que se me pasaba por la cabeza. Y luego: «Podría traerlo a mi cama. Asegurarme de que está a salvo. Solo esta noche. Esta vez nada más».

Ya habíamos superado eso. En teoría, ya lo habíamos superado.

Busqué el teléfono en el cajón de la mesilla y estuve mirando fotos de ella hasta que te removiste un poco en sueños a mi lado, por la luz azul, que te molestaba. Escudriñaba en su cara, aunque no sabía en busca de qué. Fui al cuarto de Sam y me lo llevé conmigo a la cama.