Había días que no aguantaba más en casa, cogía el metro e iba de un extremo a otro de la línea. Me gustaba la negrura de las ventanillas del vagón, y que nadie hablara con nadie. Era un bálsamo dejarse llevar por el movimiento del tren.
Vi un cartel grapado a un tablón de anuncios en el andén y le hice una foto con el teléfono.
Dos días más tarde, esa dirección me llevó al sótano de una iglesia. Hacía frío allí dentro y no me quité la cazadora, aunque todo el mundo había dejado colgados los abrigos en perchas metálicas, apelotonados en un perchero con ruedas que había al fondo. A mí me hacía falta una capa más para protegerme del frío húmedo que traspasaba las paredes blancas de cemento. Una capa más entre ellas y yo. Las madres. Había once. Y galletas de jengibre y una cafetera, y capsulitas de leche en una cesta forrada con una servilleta de Navidad aunque era abril. Había sillas de plástico naranja, como las que ponían en el salón de actos cuando nos reunían a todos en mi instituto. La silla que yo ocupé tenía grabada una obscenidad. Allí estábamos, congregadas, las madres y yo.
La persona al frente del grupo, una mujer escuálida hasta decir lo imposible, con los antebrazos llenos de pulseras de oro, pidió que nos presentáramos. Gina tenía cincuenta años, madre soltera de tres hijos, el mayor de los cuales había matado a alguien en una discoteca hacía dos meses. Con una pistola. Estaba a la espera de juicio, pero se declararía culpable. Lloraba mientras hablaba y tenía la piel tan seca que las lágrimas le dejaban regueros en la cara. Lisa, sentada a su lado, le dio unas palmaditas en la mano, aunque no se conocían. Lisa era la veterana del grupo. Su hija cumplía condena, quince años por haber intentado matar a una amiga suya, y llevaba cumplidos apenas dos. Había dejado el trabajo al nacer la niña. Hablaba con voz dulce, y hacía una pausa antes de acabar las frases. Tenía dos enormes bolsas color ciruela debajo de los ojos.
Me tocaba a mí. Los fluorescentes parpadearon justo cuando iba a hablar, y pensé que ojalá me salvara un apagón. Dije que me llamaba Maureen y que tenía una hija en la cárcel por hurto. El hurto fue lo menos malo que se me ocurrió. El hurto parecía un error garrafal, nada más, algo que todo el mundo cometía aunque a algunos no los pillaran. Como si pudiera seguir siendo la madre de alguien que era bueno, digno de amar.
No me acuerdo ahora mismo de lo que dijeron las otras madres, pero había una violación y algunos casos por tenencia de drogas, y el hijo de una de ellas había matado a su mujer con una pala de recoger nieve. Dijo que era el asesinato de Sterling Hock, como si lo hubiésemos leído todas en el periódico, pero yo no había oído hablar nunca del caso. La mujer que moderaba la charla dijo que no había que mencionar apellidos ni dar detalles. Teníamos que ser anónimas.
Busqué en sus caras algo que me recordara a mí misma.
—Me siento como si hubiera sido yo la que cometió el delito —dijo otra de las madres—. Así me tratan los guardias cuando voy a verla. Así me tratan los abogados. Todos me miran como si fuera yo la que hizo algo malo. Pero no lo hice —tomó aire un instante—. No hemos hecho nada malo.
—¿Ah, no? —soltó una madre sin pararse a pensarlo. Algunas se encogieron de hombros, otras asintieron con la cabeza y el resto no movió un músculo. La maestra de ceremonias nos miraba como si estuviera contando hasta diez, un truco que debía de haber aprendido en el curso de trabajo social, y luego nos recordó que había galletas para el descanso.
—¿Volverás la semana que viene? —Lisa, la de las bolsas en los ojos, me alcanzó una servilleta para el café que me había caído en la mano al llenar el vaso de cartón.
—Todavía no lo sé —tenía la frente salpicada de gotas de sudor. No podía seguir allí dentro con aquellas mujeres. Yo había ido buscando a madres como yo, madres cuyos hijos hubieran hecho algo malvado, como la mía, pero empezaba a sentirme prisionera entre las paredes de aquel sótano. Tanteé en el bolso la receta que no había llevado todavía a la farmacia. Pero lo que noté fue la suavidad de su pañal. Siempre llevaba uno en el bolso.
—Este es mi segundo grupo. Hay otro los lunes, pero trabajo los lunes por la tarde, así que solo puedo asistir cuando alguien me cambia el turno.
Asentí con la cabeza y le di un sorbo al café tibio.
—¿Tú a tu hija puedes ir a visitarla en coche?
—Sí —busqué con los ojos la salida.
—Yo a la mía también. Lo pone todo más fácil, ¿no? ¿Vas a menudo?
—Perdona..., ¿los baños?
Señaló las escaleras y le di las gracias; estaba loca por salir de allí.
—Tan malas no somos —dijo. Me quedé parada en el vano de la puerta—. Ya lo verás por ti misma si decides volver del baño.
—¿Tú siempre lo has sabido? —decirlo fue como sentir que me arrancaban los dientes de la mandíbula. Pero tenía que preguntarlo.
—¿Que si he sabido qué?
—¿Sabías desde el principio que algo le pasaba a tu hija? ¿Cuando era pequeña?
La mujer alzó las cejas y me miró como si se diera cuenta en ese momento de que les había mentido.
—Mi hija cometió un error. ¿Tú nunca has cometido un error, Maureen? Venga ya, todas somos humanas.