51

 

 

 

 

Empecé a escribir otra vez, y para ello tuve que tirar a la basura lo que había escrito antes de la muerte de Sam. Me había cambiado el cerebro, como si estuviera ahora en una frecuencia distinta a la de antes. Un antes y un después es lo que había. El después era cortante; las frases, abruptas y afiladas como si quisiera herir a alguien con cada párrafo. Había tanta ira en cada página, pero no sabía qué otra cosa hacer con ella. Escribí sobre cosas de las que nada sabía. La guerra. Los pioneros. Un taller de coches. Mandé el primer relato que acabé a una revista literaria que me había publicado antes de tener hijos. Su respuesta fue tan seca como mi carta de presentación, y me sentó bien, igual que untarme el torso de sangre me había sentado bien a la semana de morir Sam. «Que os den por culo. Además, no lo escribí para vosotros.» No tenía ninguna lógica aquello, pero rellenaba las horas que pasaba en casa.

Empecé a ir a una cafetería que quedaba a unos minutos andando; no ponían música, y las tazas eran como cuencos. Me gustaba ese sitio. A ti no. Así que me lo guardé para mí, para escribir. Había un hombre al que veía a menudo por allí, un hombre joven, puede que siete u ocho años más joven que yo. Trabajaba en su portátil, no pedía nunca un segundo café. A los dos nos gustaba sentarnos al fondo, lejos de la corriente que entraba cuando abrían la puerta. Me gustaba su manera de colgar la cazadora en el respaldo de la silla, de modo que la gruesa capucha hiciera de almohada para la espalda, así que empecé a colgar mi abrigo igual.

Un día entró con dos personas mayores que él, una con su misma nariz muy grande y la otra con sus mismos ojos oscuros. Los invitó a sentarse y les pidió café en la barra y un cruasán para que lo comieran a medias. Puso dos servilletas encima de la mesa, una delante de cada uno de ellos, como si estuviera sirviendo a dos clientes de toda la vida en un restaurante de lujo.

¡Se acababa de comprar su primera casa! Aquella noticia me llenó de emoción. Lo escuché mientras comentaba cada una de las fotos de la inmobiliaria en el móvil. Por aquí se entra a la cocina, y este pasillo da al aseo; ah, y esta será la habitación del bebé. ¡Iba a tener un hijo! Como mi Sam. Quería que me mirara para poder sonreírle, para darle a entender que me importaba su futuro, que había estado preocupada por si un joven tan majo no tenía nadie en la vida que lo quisiera.

Hablaron del impuesto de bienes inmuebles y la reforma del tejado, de cuánto tardaría en llegar al trabajo desde su nueva casa. Y entonces la madre le preguntó a su hijo si había planeado algo para cuando naciera el niño, en apenas un mes.

—Yo puedo venir a la ciudad entre semana y ayudaros en lo que haga falta. Lavar los platos, hacer la colada. No me importa, tengo tiempo. Puedo traerme la cama plegable del cuarto de invitados —lo decía tan esperanzada, y yo sabía, aun antes de que su hijo respondiera, que la mujer acabaría por oír una de las cosas más duras de su vida. Él le explicó que ya habían quedado con la madre de Sara. Que era lo más fácil. Ella podría visitarlos más tarde, cuando ya se hubieran hecho a la casa y hubieran tenido tiempo de estar juntos los tres. Y la mamá de Sara. Ya le diría él cuándo podía venir. Puede que unas semanas después. A ver cómo iban las cosas.

La madre adelantó un poco la cabeza, luego la echó para atrás e hizo acopio de fuerzas para decir:

—Desde luego, cariño —y puso la mano encima de la de su hijo apenas una décima de segundo antes de volver a metérsela debajo de los muslos.

A una madre se le parte el corazón un millón de veces en la vida, y cada vez de forma diferente.

Los dejé allí; no quería seguir fisgoneando. Hice a pie el camino a casa.