Pasó una cosa en el coche cuando regresábamos a casa de algún sitio, no me acuerdo de dónde. Volvimos la cabeza a un tiempo para mirarnos, mientras apagábamos una risa y fijábamos los ojos el uno en el otro, el mismo movimiento reflejo que nos impulsaba antes cuando Violet decía algo divertido. Era lo único que importaba, que compartíamos ese conocimiento íntimo del otro. Que la habíamos creado juntos y ahora estaba ahí, diciendo cosas de adulto inverosímiles que había aprendido de nosotros, con la vocecita frágil de una niña de ocho años. ¿Cómo me las había apañado para alcanzar contigo ese momento de alegría tan típica y perfecta? ¿Con ella? No hubo día en que no reviviera lo que pasó entonces en ese coche.
Pero nada más volver la cabeza me di cuenta de que la vida seguía su camino, quisiera yo o no. Estábamos juntos los tres, en el coche sin él, mirándonos como antes. Llevaba un año muerto.
Lo echaba de menos horrores. Quería decir su nombre en el coche para que lo oyerais los dos. Tenía que haber estado allí con nosotros.
Metí la mano en el bolso que había dejado a mis pies y saqué un paquetito de pañuelos de papel. Miré a Violet, que estaba en el asiento de detrás de ti. Cogí un pañuelo y lo tiré para atrás por encima de mi cabeza. Ella vio cómo flotaba y luego caía en su regazo. Saqué otro, y luego otro y otro. Apartaste la vista de la carretera y me miraste una vez, y otra, y luego la buscaste a ella en el espejo retrovisor. Vuestras miradas se encontraron, y entonces ella se quedó mirando por la ventanilla en silencio mientras los pañuelos de papel volaban sobre los asientos de atrás.
Lo hacíamos a veces con Sam cuando lloraba en el coche. Le tirábamos encima pañuelos de papel hasta que los largos y tristes sollozos se convertían en una risa imparable. Le encantaban los pañuelos de papel. A veces sacábamos una caja entera, sin parar de reír como locos, y el coche se llenaba de paracaídas blancos, los chillidos de los niños subían de volumen, nuestras caras de tontos, llenas de cansancio y alivio, sonreían con los ojos en la carretera.
Ninguno dijisteis nada cuando aquella tarde hice lo mismo. Aparté la vista de ti cuando el paquete quedó vacío, y lo dejé en el salpicadero, para que tuvieras que verlo al conducir. Me parece que había campos al otro lado de la ventanilla. Recuerdo que me quedaba mirándolos y me entraban ganas de atravesarlos corriendo hasta que me atraparas por la capucha de la sudadera. Si es que salías corriendo detrás de mí.
Esa noche te pregunté si sería conveniente que Violet fuera a que la viera alguien. Un psicólogo de niños, para que la ayudara a superar la pena. Se la veía reacia a hablar de él.
—Me parece que lo está llevando bastante bien. No creo que haga falta.
—¿Y nosotros? Los dos juntos. Una terapia de pareja —era como si tampoco quisiéramos hablar de él. Ni siquiera mencionaste lo que yo había hecho en el coche.
—Me parece que también lo estamos llevando bastante bien —me besaste en la frente—. Pero tú sí podrías ir. Tú sola. Deberías intentarlo otra vez.
Fui como alma en pena por la casa en silencio.
Estabas haciendo una maqueta en tu estudio, y tenías las cosas desperdigadas por encima de la mesa, debajo del brazo articulado del flexo. Pegamento, el tapete de cortar y un juego de cuchillas de distinto grosor. Las diminutas paredes de cartón pluma se erguían en uno de los lados. A Violet le encantaba ver cómo hacías maquetas para tus proyectos.
Cogí las cuchillas una a una y las metí en la caja. No tenían que haber estado por allí rodando. Ya te había dicho antes que tuvieras cuidado. Cogí la última, me la pasé por el dedo y temblé al ver lo afilada que estaba. Qué fácil era cortarse. Qué fácil sería cortarme. Me toqué la cicatriz debajo de la camisa, la línea en relieve que se me había formado en el costado. Qué bien me había sabido la sangre. Cerré los ojos.
—¿Qué haces? —di un respingo al oír tu voz.
—Estoy recogiendo tus cosas. No deberías dejar todo por aquí rodando; lo puede coger la niña.
—Ya lo hago yo. Vete a la cama.
—¿No vienes?
—Dentro de un rato —te sentaste en el taburete y encendiste la lámpara. Te toqué el hombro y luego te froté la espalda. Besé la parte de atrás de tu oreja. Metiste una cuchilla en el cúter y luego alcanzaste la regla de metal. Siempre contenías el aliento cuando trabajabas. Pegué la oreja a tu espalda y escuché las largas inhalaciones—. Lo siento, cariño. Esta noche no. Tengo que terminar esto.
Horas después, el ruido me sacó del sueño: una a una, despacio, las cuchillas caían en la caja de lata. Clic. Clic. Clic. Hubo una pausa. Y luego, clic, clic. Otra pausa. Abrí los ojos y procuré orientarme en la habitación con el débil resplandor del halógeno del techo. Clic, clic. Ladeé la cabeza, y el sonido de esas cuchillas de metal cayendo en la lata se convirtió en el de gotas heladas de lluvia contra el canalón, al otro lado de la ventana. Se levantó viento. Clic, clic. Clic. Cerré los ojos y soñé con mi niño en brazos, el olor de su cuello caliente y la sensación de sus dedos en mi boca, la de la sangre que le caía encima despacio, como gotas de agua de un grifo mal cerrado; vi cómo se retorcía con cada gota. Vi la sangre que daba contra su piel de bebé y formaba regueros, ríos entrecortados que se vertían en las grietas de su cuerpecillo. Lo lamí como si fuera un helado de nata derretido. Sabía dulce, como la compota de manzana que le daba el verano antes de que muriera.
Esa noche no viniste a la cama. Por la mañana te encontré dormido en el suelo del cuarto de tu hija, arropado con la manta del sofá del comedor.
—Le daba miedo la tormenta —dijiste en el desayuno—. Tuvo una pesadilla.
Le frotaste la cabeza y echaste más zumo de naranja en su vaso, mientras yo volvía a la cama escaleras arriba.