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Pensé que si me pasaba el día entero imaginando cómo te follabas a otra me dolería tanto que pensaría menos en Sam. Porque, con toda seguridad, la tristeza que puede aguantar una persona tiene un límite. Por eso pensé que si centraba más la atención en lo que me hacías, quizá la pena por Sam llegara a ser menos agobiante, a estragarme menos.

Pero ese no fue el caso. El hecho de que me traicionaras no me hizo suficiente mella en el corazón. Lo sucedido con Sam me había abotargado, había sido tal el impacto que seguía sin haber nada que me calara más hondo que su muerte. ¿Que deseabas a otra mujer? Pues vale. ¿Que ya no me querías? Me hacía cargo.

La doctora que habló con nosotros en el hospital después de la muerte de Sam dijo esto: «Estrechen los lazos entre ustedes y sean fuertes. Muchas relaciones no sobreviven a la muerte de un hijo. Han de saberlo, y luchar por su matrimonio».

«¿A qué ha venido eso? —dijiste más tarde a propósito de sus palabras—. Bastante preocupación tenemos ya encima».

Estuve ocho días sin echarte en cara mis sospechas. Llevábamos una vida tranquila para que Violet no notara la más mínima tensión. Tú eras superamable. Yo no quería que me vinieras con esas. Nunca te pregunté adónde ibas por el día porque me importaba más bien poco. ¿A verla a ella, a buscar trabajo? No lo sabía. Te dije que cancelaras la visita de tus padres por Navidad, aunque parecía un castigo para nosotros.

—¿Por qué no llamas tú a mi madre? —dijiste—. Al parecer, te gusta mucho ponerla al día de mis cosas.

O sea, que te había contado que la llamé.

No sé qué pusiste como excusa cuando le dijiste que no vinieran. No respondí a sus llamadas después de aquello, aunque me doliera cada vez que no le cogía el teléfono.

La noche del octavo día te vi en tu estudio ordenando el escritorio. Habían desaparecido todos tus proyectos, en manos ya de la gente que se haría cargo de tus clientes. El brazo articulado del flexo estaba plegado sobre sí mismo, como si aguardara a ser envuelto en plástico con burbujas para la mudanza. Puede que así fuera. Busqué con la mirada la lata de cuchillas y no la vi por ninguna parte.

—¿Dónde has puesto todas tus cosas? ¿Los útiles de hacer maquetas? —contuve el aliento, avergonzada por querer saber dónde estaban las cuchillas. Notaba la ansiedad en el pecho, con un latido amenazador. Señalaste el armario y seguiste ordenando papeles sueltos en una caja. Abrí la puerta corredera y paseé la mirada por las baldas en desorden. Viejos juegos de mesa y marcos de cuadros vacíos y diccionarios que yo guardaba de la facultad. Allí estaba la lata, en la segunda balda, entre tus libros de arquitectura y un bote lleno de reglas y bolígrafos. Cerré la puerta y me encaré contigo. Se te estaban cargando los hombros igual que a tu padre. A saber si a ella le gustaba pasar la mano por el vello que te nacía en la nuca, si te lo afeitaría algún día, como había hecho yo tantas veces.

—¿Cómo es?

Levantaste la cabeza. El ambiente del cuarto era distinto sin las sombras del flexo que danzaban en la pared cuando estabas trabajando. No movías un músculo. Volví a contener el aliento, sin saber qué me ibas a decir. Pero no abriste la boca. Volví a preguntarte.

—Que cómo es, Fox.

Y luego me fui. Me acosté. Sin saber si te irías a la mañana siguiente. Horas más tarde, o puede que fuera solo una hora después, noté que se movía tu lado del colchón.

—No pienso volver a verla.

Habías estado llorando. Se te notaba un poco gangoso al hablar. No sentía nada dentro. Ni alivio. Ni ira. Solo cansancio.

Por la mañana, te llevé el café a la cama antes de que se despertara Violet. Me senté a tu lado mientras lo tomabas.

—Ya perdimos bastante cuando murió San —dije. Te frotaste la frente—. No te has enfrentado al dolor como es debido. No has sabido asimilarlo.

Esperé a que hablaras.

—Nuestro matrimonio no se está rompiendo en pedazos por lo de Sam. No tiene nada que ver con eso.

Se abrió la puerta de la habitación y entró Violet y se nos quedó mirando. Me miraste despacio, se te notaba el sueño en los ojos, aunque los tenías igual de abiertos que ella. Y entonces volviste a mirar a nuestra hija.

—Buenos días, cariño —dijiste.

—¿El desayuno? —preguntó. Saliste de la habitación detrás de ella.