Después de que tú y yo nos conociéramos, dejé de buscar en mi padre lo que más falta me hacía. Consuelo, consejo. Pasó a ser menos útil para mí. Tuvo que darse cuenta por el modo en que yo omitía los detalles de mi vida cuando me llamaba por teléfono, y cambiaba de tema para hablar de él. Ya no lo dejaba entrar. Me da vergüenza reconocerlo porque sabía que no tenía a nadie más que a mí.
El día en que me llevó a la residencia de la universidad, me dio un beso de despedida en la cabeza y se alejó a paso lento. Cuando me asomé por la ventana horas después, seguía allí, apoyado en un árbol, con la vista puesta en el edificio. Pienso a menudo en eso, en cómo se quedó allí.
El mes en que nos graduamos, caí en la cuenta una mañana de que no me había llamado desde que había estado en casa por vacaciones. Me prometí a mí misma que lo llamaría ese fin de semana y no lo llamé, aunque a ti te dije que sí lo había llamado y que tenía muchas ganas de verme. Lo que hice fue presentarme en su casa sin avisar la tarde después de los exámenes. Le dije que tenía que dejar allí unas cosas de la residencia. Intercambiamos unas cuantas palabras cordiales, y luego se acostó temprano. Decidí quedarme una noche más. Al día siguiente, hice para cenar la receta de pollo que sabía que le gustaba. Estuve esperando a que volviera del trabajo, pero fueron pasando las horas. Cuando llegó, después de las diez, olía a alcohol y se sentó a la mesa de la cocina, con la vista clavada en el plato de comida fría, mientras yo me apoyaba en la encimera. Creo que los dos pensamos en mi madre en ese momento. Serví un par de whiskies y me senté. No tenía pensado preguntárselo, pero eso hice.
—¿Por qué se marchó?
Salió de casa antes de que me despertara por la mañana. Me dolía horrores la cabeza, por culpa de la botella que nos habíamos acabado entre los dos. Volví en coche al campus y recogí el resto de mis cosas. Al día siguiente, tú y yo nos íbamos a vivir juntos. Se me hacía duro pensar en él después de esa noche. Me moría de ganas de dejar atrás el pasado. Él era parte inextricable de mi madre y de mí, aunque no había sido nunca el problema.
Cuando llamó la policía para decirme que lo habían encontrado muerto en su casa, que sospechaban que le había dado un ataque al corazón mientras dormía, te pasé el auricular y me tumbé en el suelo de parqué caliente, bañado por un rayo de sol. Llevábamos cuatro meses viviendo en nuestro apartamento por aquel entonces.
—Me alegro de que fueras a visitarlo —dijiste, y te agachaste para tocarme el pelo.
Yo te di la espalda. No hacía más que acordarme de lo último que dijo esa noche, con la mirada clavada en el fondo del vaso. Llevábamos horas hablando y bebiendo.
«Yo te miraba y le decía a Cecilia: “Menuda suerte tenemos”. Pero ella no veía...»
Dejó la frase a medias y se levantó de la mesa sin decir nada más. Me había estado hablando de los días que siguieron a mi nacimiento. No perdí palabra de lo que me contó.
Ahora sabía que mi madre y yo le habíamos roto el corazón.
Volví para organizar el funeral y me acerqué con cautela a la casa. La señora Ellington tenía una llave y había limpiado todo antes de que yo llegara. Lo supe en el acto, porque la casa olía a limones y ella siempre limpiaba con aceite de limón. La ropa de cama era diferente. Reconocí las sábanas impolutas que había en la habitación de invitados de los Ellington.
La señora Ellington vino por la tarde a hacerme compañía. Daniel y Thomas me ayudaron a sacar los enseres de la casa antes del funeral, y lo di todo para obras de caridad. Quería la casa vacía. No quería quedarme con nada.
Al año siguiente puse en venta la casa en la que crecí, por un precio inferior al del mercado. No sentí nada cuando me la quitaron de las manos. La señora Ellington se pasó por allí el día que firmaba los papeles.
—Estaba muy orgulloso de ti. Tú le hacías muy feliz.
Le toqué la mano. Había tenido la delicadeza de mentirme.