Esa noche me había bebido media botella de vino, sí. Pero llevaba días pensando en llamarte. Estaba acurrucada en el sofá mientras él dormía arriba. En tu lado de la cama. Ojalá no se hubiera quedado a dormir. Era casi medianoche.
Había ensayado en mi cabeza distintas versiones de lo que te diría, pero no me convencía ninguna. No quería pedir perdón por haber sido mala madre con ella porque no lo sentía así. No quería decir que me había equivocado porque no sabía si ese había sido el caso. Solo quería que supieras que algo dentro de mí había cambiado. Y quería ver más a mi hija.
Gemma cogió el teléfono a mi tercera llamada.
—¿Va todo bien?
Puede que sí, quería decir. Puede que por fin sí.
Pero lo que dije fue que quería hablar contigo. Estabas a su lado en la cama, me llegó el roce de las sábanas cuando te diste la vuelta para coger el teléfono.
—Necesito verla más. Quiero hacer mejor las cosas.
Te pregunté por el cuadro, el que te llevaste de nuestro dormitorio cuando te fuiste de casa. No pensaba hablarte de eso, ni siquiera se me había pasado por la cabeza esa noche. Pero de repente quería tenerlo a toda costa. Me levanté y di unos pasos por la habitación mientras tú guardabas silencio al otro lado de la línea. Me lo imaginé colgado en una pared desnuda de color blanco en el pasillo de tu preciosa casa nueva; y a Gemma, tocando con ternura el marco dorado cuando pasaba y pensaba en su propio hijo, en la forma que tenía el bebé de tocarle la cara.
—No sé dónde está el cuadro.