Recogí a Violet del colegio la semana siguiente. Estaba ella sola sentada en los fríos escalones, como una roca en mitad de una cascada, mientras los niños bajaban dando botes.
—Podemos hacer lo que tú quieras esta tarde —le dije en cuanto se abrochó el cinturón—. Tú eliges. Pero vamos a cambiar el régimen de visitas. Los miércoles y los jueves dormirás conmigo.
Vi por el rabillo del ojo que escribía algo en el teléfono, hecha una furia.
—Quiero ir a casa —dijo por fin, mirando por la ventana.
—Y a casa iremos, pero primero vamos a divertirnos. ¿Qué te apetece?
—No, me refiero a mi casa. A casa de papá y Gemma.
—Pues es que eres mi hija. Y yo soy tu madre. Así que vamos a comportarnos como tales.
Paré en el aparcamiento de una gasolinera y apagué el motor. No sabía adónde llevarla. Tenía la cabeza vuelta del lado de la puerta, no paraba de mandar mensajes, y pensé que no me habían informado de que le iban a dar su propio teléfono.
—¿A quién escribes?
—A mamá y a papá.
No le di el gusto de verme reaccionar; sabía que era lo que buscaba.
Lo que hice fue llenar el depósito del coche y entrar en la autopista.
Dos horas más tarde paramos a comprar la cena en el primer autoservicio que vi tras el desvío. No sabía que ahora era vegetariana; solo se comió las patatas fritas. En ningún momento preguntó adónde íbamos, en las dos horas de trayecto. Se limitó a apoyar el brazo en la ventanilla y retorcer entre los dedos un mechón de pelo; lo aplastaba y pasaba la mano por la sedosa cuerda como si fuera el arco de un violín. Yo también hacía eso cuando era pequeña.
Me enternecí por dentro cuando aparqué el coche y saqué un tique de la máquina. Llevaba mucho tiempo sin ir por allí. Salí fuera y la estuve esperando, muerta de frío, pero no se movió. Abrí la puerta y le puse una mano en el hombro.
—Quiero presentarte a alguien.
No dijo nada cuando dimos los datos en la recepción. Entregué mi carné de identidad y nos pusimos los pases de visita en los abrigos con una pinza. Me siguió en silencio hasta el ascensor; luego, pasillo adelante por la cuarta planta. Olía a cerrado y a desinfectante, solo llegaba de vez en cuando una ráfaga de orina. Me costaba respirar en esa atmósfera. Llamé despacio a la puerta de su habitación.
—Entre.
Estaba sentada en un sillón con una funda naranja, tenía las piernas cruzadas y un crucigrama sin rellenar en el regazo. No había encendido las luces de la habitación, y el bolígrafo tenía la capucha puesta. Se había echado sobre los hombros una manta de ganchillo. Abrió la boca para hablar, pero solo soltó un suspiro. Había olvidado lo que quería decir. Y luego dijo:
—¡Has venido! ¡Te estaba esperando!
Violet me vio abrazarla con cariño. Encendí la lámpara que había detrás de ella, y se quedó mirando la bombilla, sorprendida al ver la luz. Le hice señas a Violet para que se sentara a los pies de la cama.
—¡Qué contenta estoy de verte! —me tendió la mano, y pasé el pulgar por su piel, fina como papel de arroz. Noté que se movían las venas debajo de mis labios cuando se la besé. Olía a vaselina—. Qué guapa estás hoy —lo decía con tanto fervor que de repente me sentí guapa de verdad. Le di las gracias. Tenía los labios secos, alcancé el vaso de agua de la mesilla y se lo ofrecí—. No, gracias, querida. Bebe tú. Siempre has tenido mucha sed. Hasta de pequeña.
Violet me miraba, y por cómo torcía la boca yo veía que estaba molesta. Se sentía incómoda en aquel edificio que no conocía y olía raro, en compañía de aquella desconocida. Se removió encima de la cama y miró la puerta.
—Quiero presentarte a alguien. Esta es Violet, mi hija —Violet dirigió una rápida mirada a la desconocida del sillón y dijo hola sin apenas despegar los labios.
—Huy, qué encanto de niña, ¿a que sí?
—Vaya si lo es.
—¿Sabes cómo he llegado aquí? —me preguntó. Le vi la preocupación en la cara.
Le acaricié la mano de nuevo y asentí.
—Te trajeron en coche. Vivías cerca de aquí, en una casa en la calle Downington, ¿te acuerdas?
—No me acuerdo.
Entró una enfermera con una bandeja cubierta y la puso en una mesita de ruedas.
—¡A cenar!
—Leda, quiero presentarte a mi hija —me tiró de las manos y miró toda orgullosa a la enfermera—. ¿A que es guapísima?
Violet me miró por primera vez. Se puso de pie y fue hasta la puerta; se sujetaba los codos con las manos. Agachó la barbilla y llegué a pensar que se iba a poner a llorar. La enfermera me sonrió y luego bajó la cama y ahuecó la fina almohada. Dejó dos pastillas en un vaso de plástico sobre la mesilla y entonces levantó la tapa de la bandeja. La habitación se llenó de un olor espantoso a verduras de lata recalentadas. Violet nos dio la espalda.
—Huy, tengo que cenar y prepararme para acostarme —se levantó despacio del sillón e hizo amago de doblar la manta que se había echado sobre los hombros. Entró al baño y cerró la puerta. Le dejé dispuesta la cena y puse el crucigrama encima del aparador. Violet me miraba sin decir nada. Sonó el agua de la cisterna, y vimos las dos cómo volvía a instalarse en el sillón.
—Nosotras nos vamos ya —me agaché y le di un beso en la mejilla—. Vendré a verte en vacaciones. ¿Has visto a Daniel o a Thomas? ¿Han venido a verte últimamente?
—¿Quiénes son?
—Tus hijos —hacía tiempo que yo había perdido el contacto con ellos.
—Yo no tengo hijos. Solo te tengo a ti.
La besé otra vez y se quedó mirando los cubiertos, sin saber qué hacer con ellos. Le puse el tenedor en la mano y la ayudé a pinchar una judía verde. Asintió y se la llevó a la boca.
De vuelta en el coche, dejé el motor en marcha unos instantes. Esperaba que Violet sacase el teléfono y empezara a escribir mensajes. Pero no lo hizo. Por el contrario, miró al frente mientras volvíamos a la autopista, bajo un cielo oscuro. No sabía si se había quedado dormida. Por fin, a mitad de camino a casa, me habló.
—¿Quién era esa mujer? No puede ser tu madre porque es negra —lo dijo con rabia, como si hubiera intentado engañarla, como si hubiera pretendido que se sintiera una estúpida de alguna manera.
—Es lo más parecido a una madre que he tenido nunca.
—¿Por qué no buscas a tu verdadera madre?
Me quedé pensando, sin saber cómo responder siendo fiel a la verdad.
—Porque me da miedo saber en qué se convirtió.
Aparté la vista de la carretera y busqué su silueta en la penumbra. La tristeza me oprimía la garganta. Llevaba casi catorce años intentando encontrar algo que no existía entre nosotras. Había salido de mí. Yo la había creado. Esa cosa preciosa allí a mi lado la había creado yo, y hubo un tiempo en que la quise con locura, un tiempo en que pensé que sería todo mi mundo. Ahora parecía una mujer. Le ardía la sabiduría de una mujer en los ojos y estaba a punto de echar a volar sin mí. Estaba a punto de optar por una vida que no me incluía. Yo me quedaría atrás.