Tenía su cepillo enredado en mi pelo, largo y mojado. Mi madre estaba sentada en la taza del váter y quitaba las hebras que habían quedado entre las púas. Le dije que podía cortármelo; yo tenía once años y no le daba mucha importancia al aspecto físico. Pero ella no hacía más que decir que no me gustaría el pelo corto. Yo no entendía por qué le importaba tanto eso, y tan poco otras cosas. Me quedaba quieta mientras ella me daba tirones en la cabeza. Sonaba la radio de fondo, y había interferencias cada equis segundos. Yo miraba los arcoíris descoloridos de mi camisón.
—Tu abuela tenía el pelo corto.
—¿Tú te pareces a ella?
—La verdad es que no. Éramos parecidas, pero no en el aspecto físico.
—¿Yo seré como tú cuando sea mayor?
Dejó de tirarme del pelo un momento. Alcé la mano para tocar el cepillo enredado, pero la apartó de un manotazo.
—No sé. Espero que no.
—Yo también quiero ser mamá algún día —mi madre volvió a parar y guardó silencio. Me puso una mano en el hombro y la dejó ahí. Arqueé la espalda. Se me hacía raro notar su tacto.
—¿Sabes?, no tienes por qué. No tienes por qué ser madre.
—¿Tú no querías ser madre?
—A veces me habría gustado ser otro tipo de persona.
—¿Quién te habría gustado ser?
—Huy, no sé —volvió a tirar del enredo. Hubo una interferencia en la radio, pero dejó que chisporroteara—. De joven soñaba con ser poeta.
—¿Y por qué no lo eres?
—No era nada buena —y luego añadió—: No he vuelto a escribir una palabra desde que tú naciste.
Eso no tenía ninguna lógica para mí, el que mi existencia en el mundo la hubiera apartado de la poesía.
—Puedes intentarlo de nuevo.
Soltó una risita forzada.
—No. Ya no me queda nada dentro.
Se detuvo, con mi pelo todavía en la mano. Apoyé la espalda en sus rodillas.
—Es que, ¿sabes?, hay muchas cosas de nosotros que no podemos cambiar..., porque nacemos así y ya está. Pero hay otra parte que se va formando con lo que vemos. Y también depende de cómo nos trate la gente. De lo que nos hagan sentir —por fin desenredó el nudo y pasó el cepillo por un mechón de mi pelo que no opuso resistencia. Me estremecí cuando dejó de cepillarme. Me dio el cepillo por encima de mi hombro y descrucé las huesudas piernas para ponerme de pie.
—¿Blythe?
—¿Sí? —me volví desde la puerta.
—No quiero que aprendas a ser como yo. Pero no sé cómo enseñarte a ser distinta.
Nos dejó al día siguiente.