Berlín, 1934

Principio de la transposición.

Cargar sobre el adversario los propios errores o defectos, respondiendo el ataque con el ataque. Si no puedes negar las malas noticias, inventa otras que las distraigan.

Principios de propaganda de GOEBBELS

El embarazo de Claudia se complicó a partir de principios de enero y se vio obligada a guardar reposo. A esa circunstancia se unió el nombramiento de Ulrich von Schönberg como inspector de los campos de concentración que se estaban abriendo y habilitando en todos los rincones del país, lo que lo obligaba a ausentarse de la ciudad a menudo. En esta situación, a Claudia no le quedó más remedio que instalarse en casa de su madre hasta dar a luz.

Para Krista fueron meses de trabajo intenso. La relación con Yuri se iba afianzando muy poco a poco, dejando fluir el tiempo y los sentimientos, sin prisas, amparados en el sosegado regazo del hogar común. La señora Metzger se sentía pletórica tanto por la ausencia de los irritantes vecinos del segundo como por la relación de su hija querida con Yuri. Apreciaba a su inquilino tanto como a un hijo y estaba segura de que a su marido le habría gustado como yerno; eso pensaba mirándolos embelesada reír, charlar o cuando salían juntos. Y en cuanto a Krista, por fin volvía a verla feliz, apasionada de nuevo por su trabajo y entregada al amor que sentía por Yuri; la vida le sonreía y eso, a la madre, le bastaba y le sobraba para estar en paz con el mundo.

Durante los primeros meses de 1934, Yuri tuvo que hacer muchos viajes con encargos de Villanueva y su socio Volker Finckenstein, el misterioso VKF cuyos envíos iban directos a Villanueva sin pasar por el registro; Yuri ya lo había conocido. En cada viaje ganaba una suma importante, y el secretario de comunicación de la embajada estaba muy satisfecho de su efectividad.

Fritz Siegel, por su parte, empezó el año montando su propia rotativa. Dos meses atrás había sido despedido tras un ataque a la redacción provocado por un artículo con su firma en el que analizaba la ley de esterilización que había entrado en vigor en enero y que llevaría a la castración a cuatrocientos mil hombres y mujeres aquejados de alguna de las nueve enfermedades susceptibles, conforme a lo que él calificaba de siniestra ley, de ser transmisibles por herencia: el retraso mental, la esquizofrenia, la epilepsia, la psicosis maniaco-depresiva, la enfermedad de Huntington, la ceguera de nacimiento, la sordera hereditaria, cualquier malformación física y el alcoholismo.

Lejos de amedrentarse por el ataque y por el despido, Fritz puso en marcha el proyecto que llevaba años maquinando: un periódico dirigido por él. Se rodeó de unos pocos colegas comprometidos en rendir la batalla informativa contra la apabullante maquinaria propagandística nazi; a través de un testaferro contrató con la imprenta que imprimía los periódicos del partido nazi, de ese modo nunca la clausurarían, y en un pequeño local del norte de Berlín empezó a editar un diario con una tirada reducida pero suficiente para esparcir una visión informativa que permitiese ofrecer a la población otro punto de vista distinto al único y oficial impuesto desde hacía meses.

Los dos amigos habían estado tomando algo en una cervecería y decidieron dar un paseo por Unter den Linden.

—Cada vez son más los que se marchan —le decía Yuri después de haber acompañado a una familia de judíos de cinco miembros hasta la frontera suiza—. Todo esto me trae muy malos recuerdos. Tengo la sensación de que Alemania va derecha al abismo y me sorprende que nadie reaccione. Esto no es Rusia, ¿qué les pasa a los alemanes?

—Hitler no está haciendo una revolución violenta como hizo Lenin en Rusia, al menos en apariencia. No cree en la democracia, pero utiliza con mucha habilidad los instrumentos que le brinda la Constitución para ir ganando terreno hacia el poder absoluto. De hecho, ya casi lo tiene; el único impedimento es el viejo presidente. Ahora mismo, Hindenburg es el único que puede detenerlo, solo él puede destituirlo. Pero no lo hará, está muy cansado y tan decepcionado que va a ser incapaz de reaccionar o lo hará demasiado tarde.

—Si Hindenburg muere, habrá elecciones y se nombrará un nuevo presidente de la República. Tal vez sea otra oportunidad para acabar con todo esto.

Fritz le echó un vistazo con un destello de desánimo en sus ojos.

—¿Qué República? Desde que en marzo se promulgó la ley que concentra en Hitler todos los poderes del Estado, la República ya es papel mojado. Además, si muere Hindenburg ya nada se interpondrá en su camino. Estoy convencido de que Hitler no convocará elecciones, será el jefe supremo y fulminará lo poco que queda de la República de Weimar y todo lo que significa.

Caminaron un rato sin decir nada, cavilantes. Yuri habló ceñudo, sin comprender.

—Lo que más me sorprende es que la gente no se revuelva contra tanto exceso, que nadie proteste. Nunca habría imaginado que Alemania pudiera caer en esta trampa.

—La propaganda de Goebbels está funcionando a la perfección. Han creado un líder carismático que conduce a millones de personas. Hitler le dice al pueblo lo que el pueblo quiere oír, enfoca con sus discursos enardecidos la frustración que arrastra la gente desde hace una década, tocan la fibra de los sentimientos con mucha habilidad, y orientan la ira de muchos contra el mal de todos los males: el judío.

—No acabo de entender el porqué de ese odio a los judíos.

—No es nuevo, viene de lejos, y en nuestra defensa he de decir que no es exclusivo de los alemanes. ¿Por qué crees que en el resto de Europa no están reaccionando ante la sangría de leyes contra ellos? Les importan un bledo —sentenció Fritz—. Inglaterra o Francia también profesan un contumaz antisemitismo; la gran diferencia es que aquí han confluido en un gobernante el poder y la fuerza para llevar a cabo su empeño, que no es otro que extirparlos de Alemania. A los judíos se les atribuye el origen de todas las adversidades, son ellos la causa de todas las desgracias, las penurias que arrastra Alemania lo son por su maldad y avaricia. Para Hitler y los nazis, los hebreos y los comunistas son la misma basura, los califican como seres inferiores, se los considera ciudadanos de segunda, sin derechos civiles, y sin embargo se les exigen todas las obligaciones legales, sin excepción, y en ocasiones con gravámenes abusivos. Y mientras, el resto del mundo mira para otro lado.

—Todos menos tú —añadió Yuri.

—Me resulta imposible mirar para otro lado, reventaría si lo hiciera.

—¿Y Nicole? No me creo que no te importe lo que siente ella. Me ha dicho Krista que está muy preocupada, que ya no solo son anónimos en tu casa, sino que te han seguido por la calle, incluso que te agredieron hace unos días.

—Ah, las mujeres no pueden callarse —murmuró con una media sonrisa; resopló y desvió la mirada—. Ayer la despidieron del trabajo.

—No sabía nada.

—Era cuestión de tiempo. En su puesto van a contratar a un alemán. Estoy tratando de convencerla de que se marche a América, al menos una temporada. Aquí no está segura.

—Sabes que no se irá sin ti. Estás en peligro, Fritz.

—Todos estamos en peligro —arguyó él—. Mi sitio está aquí. Necesito hacer algo para detener esta gran falacia. Me sentiría un cobarde si me fuera, les daría la razón...

—¿Y qué crees que se puede hacer? ¿Hay alguna forma de luchar contra esto?

—Buena pregunta... —murmuró circunspecto—. Aunque de muy difícil respuesta. El problema es que nos estamos dejando arrebatar todos los instrumentos para conseguirlo. Han borrado del mapa al disidente, al crítico, al opositor; la propaganda está encadenando las mentes más lúcidas con un mensaje monótono, simple, insistente, suscitando desde la absoluta indiferencia hasta la peligrosa insensibilidad, cuando la reacción normal debería ser repugnancia y rebelión.

—Entonces, ¿qué se supone que puedes hacer en este país que, según tú, no tiene remedio? Márchate y al menos sálvate.

Fritz sacó un libro de su cartera de piel y se lo tendió. Yuri lo tomó en sus manos.

Los amigos de Voltaire —leyó en voz alta—, de Evelyn Beatrice Hall.

—Es mi última lectura, un gran descubrimiento. —Cogió de nuevo el libro en sus manos y lo abrió por una de sus páginas mostrándole una frase que había subrayado. Se la leyó en tono grave y pausado, primero en inglés, luego en alemán—: «I disapprove of what you say, but I will defend to the death your right to say it». «No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo.» ¿Te das cuenta de lo que esto significa? La autora da en el clavo, es la base de la libertad de expresión, y es lo que yo debo y quiero seguir haciendo, es mi aspiración. El único límite debería ser la apología de la violencia y la discriminación, que es precisamente lo que están haciendo los que quieren hacerme callar. Este es mi país, Yuri, a pesar de todo lo que está pasando, amo a Alemania, me siento alemán de corazón. ¡Hay muchos premios Nobel alemanes, los mejores músicos de la historia son alemanes! El pueblo alemán es culto, y la cultura debería ser un escudo contra la perversión de la política y sobre todo de estos que ahora la dirigen... —Movió la cabeza de lado a lado—. Me niego a aceptar que los que pretenden doblegar nuestra libertad de pensamiento nos estén ganando la batalla.

La voz de Fritz era firme, pero su tono era muy bajo. No había nadie a su alrededor que pudiera escuchar lo que decían, de eso ya se cuidaban ambos.

—Si quieres mi opinión, tal y como está ahora mismo este país no se merece tu presencia. Hombres como tú son necesarios, Fritz. Podrías hacer un gran papel fuera de Alemania, alertar a los países que ahora mismo están errando con la figura de Hitler y sus políticas. Hay muchas cosas que podrías hacer sin estar tan expuesto.

Fritz ofreció a su amigo una sonrisa sincera y sagaz.

—Puede que te haga caso y me replantee las cosas. Abandonar o no mi país dependerá de que determinadas circunstancias cambien.

—¿Y se puede saber cuáles son esas circunstancias?

—Aún no es seguro, pero... —Fritz le echó el brazo por encima del hombro en un gesto amistoso—. Confío que esta vez sí. —En sus ojos centelleaba la emoción—. Nicole está embarazada. Voy a ser padre, Yuri. Esta vez parece que vamos a conseguirlo.

 

 

La primavera había estallado con toda su fuerza con la llegada de mayo. La tarde invitaba al paseo. Yuri y Krista regresaban a casa caminando despacio y, justo cuando estaban a punto de alcanzar el portal, vieron salir el carrito encapotado de un bebé con grandes lazos azules en cada lado empujado por una niñera; tras ella apareció Claudia Kahler. Era la primera vez que se cruzaban con la reciente mamá desde Navidad.

Krista se dirigió a Claudia para interesarse por el parto, por la recuperación, por cómo se había hecho con el niño, si le estaba dando el pecho. Ella respondía con agrado. Cuando Krista se inclinó sobre el carrito para conocer al pequeño Hans, Claudia clavó su mirada en Yuri, que apenas la había saludado.

—Qué niño tan hermoso —dijo Krista admirando al orondo recién nacido vestido con blancos faldones que miraba con los ojos muy abiertos recién estrenados al mundo—. Tiene mucho pelo —agregó sonriente. Lanzó un vistazo fugaz a la madre, y volvió de inmediato su atención al bebé.

Claudia, sin embargo, no despegó los ojos de los de Yuri, mirándose ambos en un tenso reto.

—Sí —afirmó Claudia—. Mucho pelo y muy oscuro. No sé a quién ha podido salir.

Él esquivó un instante la mirada, pero aquellos ojos lo atraían como el imán. Ella le sonreía. Su amor por él seguía tan vivo como antes. Por eso se le hacía insoportable saber que estaba en brazos de otra, besando los labios de otra, libando el sabor de otra; sus celos la encendían y tenía que contenerse para no saltar al cuello de esa mojigata que le estaba arrebatando lo que consideraba suyo.

Mientras, Krista continuaba haciendo arrumacos al bebé y hablaba como si buscase una razón para el aspecto poco ario del recién nacido.

—Los niños pueden cambiar mucho en estos primeros meses. Seguramente se le aclarará con el tiempo, o tal vez ha salido a alguno de sus abuelos. Es tan bonito y se le ve tan sano —añadió mientras lo observaba con arrobo.

Yuri no podía quitar los ojos de Claudia. La maternidad le había sentado muy bien. Su sensual voluptuosidad, lejos de apagarse con el parto, se había acrecentado; llevaba un vestido de color claro, el escote en pico insinuaba la turgencia de los senos resbalando por la tela, hasta la estrecha cintura para marcar a continuación la curva perfecta de sus caderas. Iba tocada con un elegante canotier con una tira del mismo color del vestido. Sus labios pintados con rouge contrastaban con su piel blanca y lustrosa. Lo único que ensombrecía su belleza era el broche que llevaba prendido en el pecho, una esvástica a modo de joya.

—Vamos, Krista —alegó Yuri tratando de no mostrarse descortés—, dejemos que la señora Von Schönberg pasee con su hijo.

—Nos hemos tuteado siempre, Yuri. —Claudia dulcificó su tono—. No pierdas las buenas costumbres. No he cambiado en absoluto por el hecho de ser madre.

Aquello lo dijo con un retintín que irritó a Yuri, por lo descarado, pero no le contestó; cogió a Krista del brazo y, con delicadeza y forzando una sonrisa, la llevó hacia el interior del portal y empezaron a subir la escalera.

—No la soporto —murmuró en un intento de desterrar lo que el corazón le marcaba—. Estábamos mucho mejor sin ella.

—Es inofensiva, Yuri. —Krista le restó importancia—. Se le nota mucho.

—¿El qué? ¿La mala leche que tiene? —recalcó con un tono de ironía.

—¿No me digas que no te has dado cuenta de que está coladita por ti?

Yuri se detuvo sorprendido; nunca le había hablado de su relación con ella.

—No digas tonterías.

—Pero si se ve a la legua. En cuanto le confesé que estaba enamorada de ti cambió por completo. Me esquiva. He llamado varias veces a casa de su madre para interesarme por ella, y nunca se ha puesto. Me ha desterrado de su vida. —Bajó la voz y se acercó a él sonriente—. Vamos, Yuri, no te hagas el interesante. No es nada extraño que las mujeres se enamoren de ti. Yo lo hice nada más verte.

—Es una mujer casada —objetó él, esquivando los ojos de Krista.

—¿Y qué? ¿Es que una mujer casada deja de tener sentimientos? Su marido es un témpano de hielo, se ve a la legua. Antipático y frío. —Le hizo un arrumaco. Ella estaba un escalón por encima de él—. Nada que ver contigo, un español tan ardiente y divertido.

—Te recuerdo que por mis venas corre sangre rusa —le dijo mirándola por fin a los ojos y ciñéndole la cintura con los brazos para acercarla más a él—, y los rusos de ardientes tienen poco —alzó las cejas con guasa—, y de divertidos no te digo nada, a no ser que estén hasta arriba de vodka, entonces sí que son divertidos.

—El problema de frau Von Schönberg es que yo me he quedado con el pastel entero y no pienso darle ni una sola cucharada.

Le pasó los brazos por el cuello y lo besó. Yuri se dejó hacer y sintió la ternura de sus labios. Cerró los ojos sin poder evitar pensar en Claudia. Se estremeció y retiró la boca, lo que provocó la extrañeza de Krista, pero la voz de una mujer procedente del primer rellano los obligó a desviar la atención. Los dos miraron hacia arriba y reiniciaron el ascenso del tramo de escalera hasta llegar al primer piso. La puerta de los Rothman estaba abierta de par en par y Ernestine daba órdenes de mala manera a una de las dependientas que trabajaba en la confitería. Hacía seis meses que el señor y la señora Rothman se habían despedido de ellos y habían puesto rumbo a Polonia en compañía de Lotte, a quien habían acogido como a una hija. Desde entonces, la verdadera hija, Ernestine Rothman, se había hecho la dueña y señora de la casa de sus padres, a quienes impidió llevarse joyas o lujo alguno y tan solo les permitió echar en la maleta su ropa y algunos objetos personales carentes de cualquier valor que no fuera sentimental. El dinero que los Rothman tenían ahorrado en el banco no pudieron sacarlo porque se había impuesto sobre la cuenta un bloqueo sin saber la razón del mismo. Tendrían que haberse quedado más tiempo para averiguar y arreglar el motivo de una medida semejante sobre sus ahorros, y no tenían tiempo para ello; debían abandonar Alemania de inmediato, ya que pesaba sobre Lilli la amenaza de una posible detención, una información que le había proporcionado la propia Ernestine como si le estuviera haciendo un gran favor a su madre, avisándola del peligro que se cernía sobre ella. A pesar de la estricta vigilancia que estableció su hija durante el embalaje, los Rothman habían conseguido introducir en el interior de una de las maletas una cantidad de efectivo que tenían guardada en la casa; además, dejaron firmado un poder a favor de Yuri para que, a través de Volker y Villanueva, pudieran transferir los ahorros de toda la vida a una cuenta en Suiza en cuanto quedase liberada la suya del banco. Todas estas tramitaciones las habían hecho los Rothman a espaldas de Ernestine, que se hallaba ofuscada en su espantosa persecución contra su madre por el hecho de haberle ocultado a la familia el origen judío de su abuelo, algo que no podía ni quería perdonar, resentida por la sombra que aquella circunstancia había hecho recaer sobre ella. No obstante, su prometido, Oskar Urlacher, en su calidad de Sturmscharführer de las SS, le estaba tramitando un falso certificado de pureza aria a través de un contacto que tenía en el ayuntamiento. A cambio de una cantidad de dinero, podría llegar a tejer para Ernestine Rothman unos antecedentes de pureza de sangre impecables, haciendo desaparecer el apellido materno.

Ernestine despidió a la dependienta justo cuando Krista y Yuri llegaban al rellano. La hija del confitero les salió al paso con una sonrisa impostada.

Fräulein Metzger, iba a subir ahora a verla para invitarla a tomar un café mañana, aquí, en mi casa. Nos vamos a reunir un grupo de amigos, y estaríamos encantados de contar con su presencia.

Ernestine vestía una blusa blanca y una falda oscura, el pelo recogido en dos trenzas que le caían por los hombros hacia el pecho. Llevaba un broche de cuello del servicio de trabajo del Reich de la mujer joven, y una insignia del partido con la esvástica prendida en el pecho.

Los ojos de Krista se posaron sobre el broche. Ernestine se dio cuenta, y se llevó los dedos al cuello con expresión de orgullo.

—Desde hace unos días formo parte de la Asociación de Mujeres Nacionalsocialistas. Me han aceptado y estoy muy contenta, fräulein Metzger. Ese es el motivo de la invitación, quiero celebrarlo. —Miró por encima del hombro a Yuri, que esperaba sin demasiado interés en lo alto del tramo de escalera. Se dirigió a él forzando una sonrisa—: Usted puede venir si quiere, pero vamos a hablar de Alemania y nuestro futuro como pueblo, estoy segura de que se aburrirá.

—Pienso lo mismo, Ernestine —añadió él con amabilidad.

—Pero usted, fräulein Metzger —volvió sus ojos entusiastas hacia Krista—, usted no me puede fallar.

—Lo siento, Ernestine, mañana tengo un día complicado.

—Se lo ruego, será para mí un honor recibirla en mi casa. —Mostró una impostada zozobra—. No quiero pensar que me rehúye por la incómoda cuestión de mi madre. No sé si sabe que estoy haciendo todo lo posible por arreglar ese perjuicio tan grande. Entiéndame, yo no quiero ser diferente...

—No —Krista la interrumpió indignada—, de ninguna manera, ¿cómo se te ocurre pensar algo así? No me importa en absoluto la ascendencia judía de tu madre.

—Pues debería —añadió la otra, el rostro ceñudo como si la estuviera reconviniendo—. Es muy lógico que el alemán puro sienta rechazo por esos cerdos. Puede estar segura de que yo lo hago, los rechazo y los odio, son basura...

—No deberías hablar así.

—¿Por qué no iba a hacerlo? Es la verdad. —Tras unos tensos segundos, cambió el semblante e intentó argumentar—: A mí este asunto de la que fue mi madre me ha causado unos problemas terribles que estoy tratando de solventar como buenamente puedo. El mes que viene me casaré con mi prometido y por fin podré estar tranquila. Mi futuro marido y yo vamos a vivir aquí, en esta casa, y seguiremos siendo vecinas. Por eso me gustaría tanto que estuviera en nuestra reunión, fräulein Metzger, me haría muy feliz... Por favor, se lo suplico. Acepte mi invitación.

Krista miró a Yuri, que de inmediato esquivó los ojos y continuó ascendiendo los escalones de madera con paso lento, alejándose de Krista.

—Está bien —dijo ella incapaz de responder con una negativa, que era realmente lo que quería hacer—. Me pasaré un rato.

 

 

Principio de la unanimidad.

Llegar a convencer a mucha gente de que se piensa «como todo el mundo», creando impresión de unanimidad.

Principios de propaganda de GOEBBELS

Al día siguiente Krista llamó a la puerta de Ernestine Rothman pasados unos minutos de las siete de la tarde. Se había despedido de Yuri prometiéndole que en una hora estaría de regreso. Habían quedado con Nicole y Fritz para ir al teatro y a cenar. Ernestine le abrió y la hizo pasar al salón, donde se encontró con un hombre joven vestido con el uniforme pardo de las SA. En ese mismo momento se arrepintió de haber aceptado la invitación.

Ernestine se acercó hacia el SA con exagerados ademanes de amabilidad que los convertían en impostados.

Fräulein Metzger, le voy a presentar a Franz Kahler, el hermano de la señora Von Schönberg.

Franz se acercó a Krista mirándola fijamente. Le cogió la mano con delicadeza y, sin llegar a rozarla, se la llevó hasta los labios en un gesto caballeroso, fascinado por los ojos de la recién llegada.

—Encantado de conocerla, fräulein Metzger. ¿O puedo llamarla Krista?

—Puede llamarme como usted quiera, herr Kahler.

—Franz, por favor, llámeme Franz a secas.

Krista se soltó la mano. Se sintió incómoda.

—El resto de los invitados llegará enseguida. —La anfitriona había notado la contrariedad de Krista—. Siéntese, por favor, fräulein Metzger. La dejo en buena compañía. Mientras, voy a preparar el café que les serviré con unos de mis mejores pasteles.

Krista se movió por el salón, sin saber muy bien qué hacer ni qué decir.

En ese preciso instante Claudia subía con paso sigiloso hasta la buhardilla.

La invitación a casa de Ernestine Rothman había sido cosa suya, una encerrona urdida para tener la oportunidad de encontrarse a solas con Yuri. Claudia sabía que Yuri nunca asistiría a una reunión de nazis, y también sabía que Krista no se podía negar a aceptar la invitación si no quería que le colgasen prejuicios de los que carecía. Sabía muy bien que la hija de la viuda era demasiado honesta, demasiado honrada y con principios inamovibles. Por otro lado, Ernestine Rothman idolatraba a Claudia Kahler, mientras que Claudia la consideraba una estúpida fácilmente manipulable y muy maleable para utilizarla en su propio beneficio.

Yuri abrió la puerta creyendo que Krista lo había pensado mejor y había decidido no ir a esa reunión de patriotas, y se sorprendió al ver a Claudia.

—¿Qué quieres? —preguntó sin moverse del umbral de la puerta.

—Déjame entrar, por favor, tenemos que hablar.

—Vete, Claudia. Tú y yo no tenemos nada que decirnos... Ya no.

—Será solo un minuto, por favor, Yuri...

Él se mantuvo indeciso. Temía su propia reacción y no quería caer en aquella hermosa trampa, pero también temía que saliera la viuda y pudiera verla allí, así que al final cedió y la dejó pasar. Tras cerrar, la arrinconó contra la puerta para impedir que diera un solo paso hacia el interior. De este modo, sus rostros quedaron muy juntos, pero Yuri no hizo nada para alterar la postura y mantuvo alzado el brazo con la mano plantada contra la pared por encima de su cabeza.

—No deberías estar aquí.

—Me equivoqué. Tendría que haber aceptado tu propuesta.

Yuri sintió una punzada en el pecho. Sabía que no podía dejarse llevar por el flujo interior que desperezaba sus sentimientos más profundos, consciente de que lo que sentía por aquella mujer era imposible, un amor inalcanzable porque ninguno de los dos era dueño de su destino; tampoco lo era él ahora, entregado a otra mujer a la que debía un respeto.

—Lo siento, Claudia, ya es muy tarde para eso.

—¿Es que has dejado de amarme?

—No fui yo el que eligió desaparecer.

—Estaba embarazada —se excusó a sabiendas de que esa no era la verdadera razón por la que se había visto obligada a distanciarse de él.

—Elegiste alejarte de mí, Claudia, y asumí tu decisión. Ahora te toca a ti aceptar la mía, que no es otra que Krista.

—¿Has pensado que el niño puede ser tuyo?

Yuri alzó las cejas sin apenas inmutarse.

—Y si así fuera, ¿cambiaría en algo las cosas? ¿Qué pretendes, que lo reconozca? ¿Cómo crees que se lo tomaría tu marido? A mí me metería en uno de esos campos que inspecciona... Me pregunto qué haría contigo y con tu hijo.

—Mi marido no tiene nada que ver con nosotros. Esto es entre tú y yo. No puedo dejar de pensar en ti, y estoy convencida de que tú tampoco has conseguido olvidarme.

—¿Qué importa eso? Si hubo algo entre nosotros se acabó en el momento en el que Krista apareció en mi vida. Mi amor por ella es sincero.

—No te creo.

—Que lo hagas o no, no cambiará las cosas.

—No es posible que hayas olvidado cuánto nos amamos. —La voz de Claudia se deshacía en sus labios, melosa, suplicante.

Yuri sintió que su firmeza se tambaleaba.

—Claudia... Tú y yo... —Estaba confuso, no sabía qué palabras utilizar, qué decir y qué callar. No quería hacerle daño, pero tampoco podía darle lo que ella le pedía, no ahora con Krista en su vida—. Aunque quisiera, no podría..., ya no... Krista ocupa ahora el vacío que tú dejaste...

—Entérate bien, Yuri: nadie podrá amarte como te amo yo. Podrá enamorarse, pero nunca podrá sentir lo que yo siento por ti.

—No puedo tenerte —protestó angustiado—. Perteneces a otro hombre, vives en un mundo opuesto al mío. Tú y yo no tenemos nada que ver, somos como la noche y el día.

—La noche y el día se complementan, ambos son necesarios, la una no puede existir sin el otro, ¿es que no lo comprendes? Yo te necesito a ti, pero tú no podrás desprenderte de mí... Nunca.

Yuri cerró los ojos. Le costaba luchar contra unos sentimientos que no podía ni debía admitir. Ella percibió su debilidad y aprovechó para insistir.

—No me dejes, Yuri... Lo eres todo para mí...

El tono suplicante deshacía las pocas fuerzas que le quedaban a Yuri. Notó que se le disparaba el pulso como un aviso de peligro. Abrió los ojos y su voz salió en un leve susurro, escapada de sus labios.

—Déjalo, Claudia, por favor, déjalo...

Ella le mantuvo la mirada.

—No renunciaré a ti, Yuri. No puedo hacerlo.

Permanecían inmóviles el uno frente al otro, muy cercanos sus cuerpos, palpitantes. Yuri sintió un deseo irreprimible de besarla, que competía con una voz en su interior que clamaba que no lo hiciera, que saliera huyendo, que aún estaba a tiempo de soltar aquel amarre que lo arrastraría sin remedio a un profundo precipicio del que le costaría salir. Pero el canto de sirena ya se había instalado en su cabeza cuando Claudia adelantó su boca. Tan pronto como sus labios carnosos rozaron los de él, un fogoso latido se desató en su interior. Yuri cerró los ojos como si quisiera apagar la luz de su conciencia. Las lenguas se enredaron, las respiraciones se aceleraron desacompasadas, los cuerpos chocaron entre sí en un afán de encontrarse, de buscarse con un ansia salaz. Rodaron por el suelo, pero cuando él se puso sobre ella, la miró y se detuvo. Durante unos largos segundos se miraron como en una escena congelada en el tiempo. Tan solo se movían sus pechos al compás de la respiración acelerada. Yuri se sentó a su lado y ocultó la cara entre las manos, mesándose el pelo alborotado.

—Lo siento... Lo siento, Claudia, no he debido... Lo siento...

Se levantó de un salto. Ella quedó tendida sobre la mullida alfombra de lana. Lo miraba entre el pasmo y la desesperación, aturdida, sin asimilar qué había pasado. Yuri la contemplaba absorto. Era tan hermosa... La falda algo subida mostrando parte de sus muslos, la blusa desabrochada con el pecho al descubierto, el pelo revuelto. Le tendió la mano, pero ella se puso en pie rechazando la ayuda. Se abotonó la camisa sin mirarlo. Se colocó derecha la falda, se ajustó el liguero y las medias, y se atusó el pelo. Su rostro era el espejo de la contradicción, de la incomprensión, la rabia.

—No pienso conformarme, Yuri. Me niego a perderte. Juro que lucharé por ti con todos los medios que tenga a mi alcance.

—No lo hagas, Claudia. Lo que hubo entre nosotros fue algo demasiado hermoso como para envilecer su recuerdo por algo que tú y yo sabemos imposible. Intento hacer lo que me pediste: olvidar lo que hubo entre nosotros... Olvídame tú, Claudia... Tienes que hacerlo.

Ella alzó la mano y le acarició la mejilla sonriendo.

—Me estás pidiendo que deje de respirar, y eso supone la muerte. ¿No lo comprendes?

—Aléjate de nosotros... Déjanos vivir en paz.

Claudia no dijo nada, lo miró largamente, con una sonrisa dibujada en los labios. Luego abrió la puerta, salió al rellano y se detuvo un instante. Sintió que a su espalda la puerta se cerraba despacio. Tras unos segundos, tomó aire y empezó a descender las escaleras hasta el primer piso.

Yuri se quedó agarrado al picaporte, tratando de recuperar la calma. Tenía el corazón acelerado. La excitación lo llevó hasta el lavabo; se mojó la cara con agua fría. Al ver su imagen en el espejo negó con un movimiento, reprochándose no haber cortado antes. Sin secarse, se fue hacia el sillón y se dejó caer abatido.

Mientras, Claudia había llegado al piso de los Rothman. Pulsó el timbre y esperó. Abrió la puerta la misma Ernestine, que no se privó de halagos y lisonjas; Claudia apenas le hizo caso. En ese ínterin habían llegado Oskar Urlacher, el novio de la anfitriona, acompañado de otros dos oficiales de las SS, amigos de Oskar desde la escuela. Franz los miraba con envidia: el burdo uniforme pardo de las SA nada tenía que ver con el elegante traje negro de corte impecable y hecho a medida de las SS. Su objetivo era llegar a entrar en la Schutzstaffel. Ya se lo había planteado a su cuñado Ulrich, quien le había pedido paciencia.

Cuando Claudia entró en el salón donde estaban todos los invitados, dirigió una mirada pérfida a Krista. No podía evitar sentir un odio irracional por aquella mujer que lo único que había hecho era enamorarse. Krista había notado un claro distanciamiento desde el día en que la llevó en el coche a la Charité, y entendió que tenía celos de su relación con Yuri; no le dio mayor importancia, pero no le quedó más remedio que admitir algunos de los escrúpulos que se vertían sobre ella y sus malas formas. Le dedicó una sonrisa, y Claudia se la devolvió, regodeándose en el sabor de los labios de Yuri.

Los invitados se habían ido distribuyendo por las butacas y los sillones que rodeaban una mesa de centro en la que la anfitriona había colocado una enorme bandeja de pasteles rellenos y otra con un bizcocho de naranja troceado, además de tazas de café para todos. Con voz chillona y demasiado alta a criterio de Claudia, Ernestine contaba que en los últimos tiempos habían notado escasez en la cooperativa a la que pertenecía para la compra de azúcar y harina de su confitería (ya consideraba todo suyo, la tienda, la casa y todo lo que había en ella, como si sus padres hubieran desaparecido, esfumados, muertos, y ella lo hubiera heredado todo), y que los precios eran cada vez más desorbitados.

—Resulta que la gran mayoría de los vendedores de azúcar y harina son judíos —explicó mientras servía el café—. Son ellos los que controlan el precio. Solo buscan su propio enriquecimiento, no están por el beneficio del pueblo alemán. Es indignante.

—Nos encargaremos de eso, no tienes de qué preocuparte, Ernestine —afirmó Franz. Ella lo miró con simpatía; el solo hecho de que se dirigiera a ella la hacía sentirse importante—. Acabaremos con esa situación insostenible, y el azúcar y la harina para tus pasteles volverán al mercado libre arrancado de las sucias manos de los judíos.

Oskar, el novio de la anfitriona, terció campanudo:

—No solo es el azúcar, mucho peor es la prensa que sigue en manos de indeseables y que se permite injuriar a nuestro Führer y difamar a nuestra patria sin que nadie lo impida. Muy pronto conseguiremos que toda esa escoria que malmete y siembra el odio entre los ciudadanos sea barrida para siempre de nuestra sociedad.

—En este país lo único que debería leerse es la magnífica obra de nuestro Führer —añadió el Sturmscharführer-SS que aparentaba más edad—. Si todo buen alemán leyese Mi lucha, nos iría mucho mejor.

—¿Lo has leído, Krista? —le preguntó Claudia con la clara intención de exponerla.

—No, no he tenido tiempo —contestó ella con naturalidad—. He estado muy ocupada.

—Eso hay que solventarlo, fräulein Metzger —replicó el Sturmscharführer-SS—. Ningún alemán que se precie puede dejar de leer esa joya.

—No lo dirá usted por su narrativa. —Krista no pudo callarse—. Gente muy leída de cuyo criterio me fío me ha trasladado que es nefasta.

Todas las miradas se centraron en ella.

—La superioridad del discurso está muy por encima de la escritura —agregó el subteniente.

—No me negará que nuestra lengua merece el mejor de los tratos, sobre todo por parte de alguien que pretende liderar un país como Alemania.

El semblante huraño de los comensales inquietó a Krista.

—Tal vez, fräulein Metzger, podría ilustrarnos sobre la razón que la ha llevado a semejante consideración —inquirió Oskar. Su tono rudo tenía un claro efecto intimidatorio—. Resultará muy interesante escucharla.

Krista había hablado de más delante de gente que no conocía. Aquellos hombres podrían perjudicarla si no actuaba con prudencia. Decidió dar marcha atrás.

—Lo cierto es que no puedo opinar —añadió entristecida, porque se sintió cobarde—. Como le he dicho, no he podido leerlo.

—Pues debería —repitió ufano el sargento de las SS al sentir que la habían doblegado—, en vez de dejarse llevar por las falacias y los bulos que corren por ahí con la única finalidad de injuriar a nuestro Führer, un gran hombre, alguien puro y auténtico, nuestro líder.

—Un ser perfecto que Dios nos ha enviado para salvar Alemania —intervino fatua Ernestine—. Por eso hay que amarlo. Gracias a nuestro Führer, el futuro por fin está en nuestras manos...

—Debería cuidar sus compañías y a quién da crédito en sus opiniones —interrumpió Oskar, molesto por el protagonismo de su prometida—. Usted es una mujer aria, muy válida para nuestra patria, no debe caer en el lodo de los enemigos de la nación.

—Tendré que buscar tiempo para leerlo y opinar por mí misma —zanjó Krista notando que la saliva se le agriaba en la boca.

Franz la observaba embelesado. Aquella mujer lo había encandilado; le atraía poderosamente ese carácter salvaje, libre, convencido de que bajo su dominio él podría doblegarlo y someterlo. Se propuso conquistarla. Sería un reto.

Fräulein Metzger, tengo entendido que ese extranjero inquilino de su madre anda coqueteando con usted.

Krista miró a Franz sin ocultar la incomodidad por la pregunta.

—Esto empieza a parecerse a un interrogatorio —dijo con una sonrisa sardónica al tiempo que dejaba su taza de café sobre la mesa—. Discúlpeme, herr Kahler, pero no creo que tenga que rendirle a usted cuentas de con quién me relaciono. —Dedicó a todos una mirada retadora—. Estamos en un país libre, ¿no es así?

Su pregunta quedó sin respuesta, interrumpida por el rugir del timbre.

—No sé quién puede ser. —Ernestine se puso en pie—. No espero a nadie más.

El que llamaba era Yuri, reclamaba la presencia de Krista. Ella oyó su voz desde el salón y corrió hacia el recibidor.

—Krista, acaba de llamar Nicole. Se trata de Fritz.

 

 

Nicole estaba hecha un manojo de nervios. Temblorosa y a punto del llanto, les explicó lo ocurrido.

—Me ha llamado un compañero de Fritz. A media tarde, una veintena de hombres han irrumpido en la redacción con mucha violencia y los han detenido a todos. Él pudo escaparse por una ventana, pero teme por su vida. Tengo miedo, Yuri. Me ha dicho que se ensañaron a golpes con Fritz, que se lo llevaron muy maltrecho... No sé adónde ir ni qué hacer. —Rompió a llorar.

Krista la abrazó y trató de consolarla, a sabiendas de que no había consuelo para aquella incertidumbre. La llevó hasta un sillón y se sentaron las dos. Nicole posó las manos sobre su tripa, ya algo abultada, como si quisiera proteger a su bebé de la sombra de la tragedia. Krista le tendió un pañuelo para que se enjugase las lágrimas.

Mientras, Yuri, de pie en medio de la sala, una mano en el bolsillo, la otra en la nuca, las observaba pensativo, paralizado, sin saber cómo reaccionar. Pensaba en alguna solución, algo que hacer, algo que decir. Sabía por experiencia que era complicado localizar a un detenido, y más si el arresto lo había llevado a cabo la Gestapo como parecía haber sucedido. Pensó en Villanueva. Era el único que podría ayudarlo.

Se dirigió al teléfono y marcó su número, pero nadie contestó tras varios intentos.

—Me pasaré por su casa —dijo colgando el auricular. Se volvió hacia Krista—: Quédate con ella.

Yuri condujo su Ford por las bulliciosas calles de Berlín rumbo al piso de Villanueva en Tiergartenstrasse. Era viernes, y sabía que la tarde de los viernes Erich solía quedarse en casa. Estaba nervioso y muy preocupado; siempre había temido aquel momento; hacía meses que la detención de Fritz era más que una posibilidad lejana, a pesar de que se había ido librando de aquel zarpazo. Una vez confirmado el embarazo de Nicole, Fritz había tomado por fin la decisión de salir del país a principios de agosto rumbo a América: se instalaría en Washington, la ciudad natal de su esposa, con la idea de que la lucha contra el nazismo y las políticas que se estaban implantando de la mano de Hitler había que librarla también en el extranjero. Le quedaban poco más de dos meses de estancia en Berlín. Al estar casado con una norteamericana, no le pondrían ninguna pega para entrar en el país en el que a finales de año nacería su primer hijo.

Aquellos proyectos que ahora parecían hacerse añicos rondaban la mente inquieta de Yuri cuando llegó a su destino. Aparcó el coche en la misma puerta. El portero estaba apoyado en el quicio del soberbio portalón. Se extrañó de verlo y se irguió, como si, además de inesperada, su presencia allí no fuera conveniente.

—¿Está herr Villanueva en casa? —le preguntó Yuri de manera precipitada—. Tengo que verlo urgentemente.

El portero, turbado, balbuceó indeciso.

—Sí... Bueno... Herr Villanueva se encuentra en casa..., pero... no sé si...

Yuri ya no lo escuchaba, porque se había lanzado al interior del portal y, obviando el ascensor, empezó a subir de dos en dos los escalones hasta llegar al segundo piso con el corazón latiendo deprisa. La preocupación por la suerte de su amigo le caía sobre la conciencia como una losa. «Tendría que haberlo acuciado a salir del país hace tiempo», se decía a sí mismo con rabia contenida. Llamó a la puerta de forma insistente, presionando el timbre y golpeando con los nudillos, con énfasis apremiante. Imaginaba que podía estar en compañía de una mujer, alguna de las amiguitas con las que se paseaba por recepciones y fiestas, siempre jóvenes y de espectacular belleza; no sabía cómo se las apañaba (tampoco él le había querido confesar nunca el secreto) para que mujeres así se colgaran de su brazo dejándose exhibir como un trofeo.

Cuando la puerta se abrió, Yuri la empujó sin reparo y penetró en el vestíbulo, plantándose frente a un Villanueva desconcertado, descalzo, vestido con un batín de seda granate desanudado, por lo que mostraba el pecho desnudo y el calzoncillo blanco que llevaba puesto. Se pasó la mano por el pelo alborotado, como si acabase de salir de la cama.

—¿Qué ocurre? —preguntó en un tono enfurruñado que Yuri ni siquiera apreció.

—Erich, necesito de su ayuda. —Hablaba nervioso, atropelladamente—. Se trata de mi amigo Fritz, el periodista. Lo ha detenido la Gestapo y si no hacemos algo pronto, temo que le pase algo irremediable.

—¿Y qué coño crees que puedo hacer yo? —inquirió atónito, aún más enfadado.

—Usted conoce a un abogado —insistió Yuri—. Una vez me comentó que había conseguido liberar a varios políticos socialistas.

—Tu amigo Fritz no es un político socialista.

—Erich, solo le tengo a usted. No sé a quién acudir. Por favor, deme el contacto...

Se calló porque en ese momento se oyó el ruido de una puerta. De manera irremediable, los ojos de ambos se dirigieron hacia el pasillo que se abría desde el amplio recibidor; Yuri miró por encima del hombro de Villanueva, y este volvió la cabeza en la misma dirección. Un muchacho de apenas veinte años, desnudo por completo, muy rubio, el cuerpo blanco y extrañamente inocente, delgado y nervudo, apareció por el corredor caminando de puntillas cual niño que escapase de su escondite. Al verse descubierto, se detuvo unos segundos cubriéndose el miembro con una mano; a continuación abrió en sus finos labios una sonrisa cómplice y alzó la otra mano para saludar con un gesto entre burlón y pícaro antes de desaparecer en una de las habitaciones.

Yuri miró a Villanueva, que mantenía los ojos puestos en el pasillo ahora vacío, hasta que, al cabo, enfrentó su mirada con un largo y profundo suspiro, como si soltase todo el lastre retenido en su interior. Con una expresión grave dibujada en su rostro, le hizo una indicación con el brazo hacia la puerta de su despacho.

—Será mejor que pases. —Se cruzó el batín sobre el cuerpo para atarse la lazada alrededor de la cintura—. Te debo una explicación.

—No tiene por qué dármela. Es una cuestión que no me incumbe —contestó Yuri incómodo por la situación.

—Pero quiero hacerlo. Ha llegado la hora de que sepas cómo soy en realidad.

Con paso lento, detenido cualquier asunto perentorio, atrapado en una extraña red de confusión, accedieron al vistoso despacho. El anfitrión cerró la puerta e invitó a Yuri a sentarse en uno de los confidentes que estaban delante del escritorio. Se acercó hasta un historiado mueble bar de madera, llenó dos vasos de absenta y, portando uno en cada mano, le entregó uno a Yuri, que lo cogió y bebió un trago; su rostro se constriñó, paladeando el intenso sabor del licor. Villanueva, sin embargo, dejó el suyo sobre la mesa sin llegar a probarlo, como si quisiera mantener la mente fresca para hablar. Luego se sentó en el otro confidente y los dos hombres quedaron frente a frente en las dos recias butacas. Yuri no pudo evitar mirar sus piernas desnudas, las rodillas huesudas, cubiertas por finos pelos claros, los pies descalzos bien pegados a la mullida alfombra que tenía bajo las plantas, como si le agradase el tacto de la lana. Nunca antes lo había visto así.

Villanueva le confesó su homosexualidad, una tendencia que había sentido desde adolescente y que había tratado de arrinconar incluso por medio de una boda, aterrado de que la verdad saliera a flote.

—Durante los primeros años de matrimonio las cosas, en mi cabeza, aparentaron haberse calmado, mi vida parecía encauzada, preservado en una familia de apariencia normal. Pero nació mi hijo y el alejamiento de mi esposa fue inevitable, nos unían tan pocas cosas... Empecé a ir a locales donde había hombres como yo... —Abrió los brazos y agitó las manos en el aire como si buscase los términos en los que expresarse—. No sé explicarte... Era un deseo irreprimible, una parte de mí rechazaba mis preferencias sexuales, pero había otra, más potente, que se rebelaba contra esa negación de la realidad de mis verdaderos sentimientos. Me gustan los hombres, Yuri —afirmó como si dictara una sentencia—, no todos los hombres —recalcó—. Igual que a ti te gustan las mujeres, pero no te llevarías a todas a la cama. El amor es impredecible. He llegado a la conclusión de que esto funciona así, y si luchas contra ello, lo haces contra tu propia naturaleza.

Yuri lo observaba atento. La curiosidad había conseguido atemperar la inquietud que lo había llevado hasta allí. Villanueva reclamaba el derecho y la necesidad de explicarse, y él tenía el deseo de entender qué había detrás de la fachada que se había construido aquel hombre al que había llegado a apreciar, y a quien consideraba casi un padre benefactor. Villanueva continuó con voz blanda:

—Con el tiempo volví a recuperar la relación con el hombre al que abandoné para casarme y al que nunca dejé de amar. Todo iba más o menos bien; llevaba una doble vida: de cara al mundo mi esposa, mi hijo, la familia. De puertas adentro, el amor, el verdadero amor... Pero algo salió mal, cometimos un error, nos confiamos, y mi esposa nos descubrió. Lo peor de todo fue que se lo contó a mi hijo. —Había permanecido cabizbajo, y al alzar la cara Yuri se estremeció al ver un rictus de honda amargura en su rostro—. No imaginas la vergüenza que sentí, lo despreciable que me hizo sentir... Tengo grabada la mirada de mi hijo... Nunca podré olvidar su aversión, esa repulsión hacia mí, igual que si estuviera ante un apestado lleno de llagas y pústulas. Tan solo era un niño que no entendía qué estaba pasando, pero ella lo azuzó contra mí en una venganza despiadada. —Volvió a pegar la barbilla al pecho y durante unos segundos guardó silencio; se tragó la emoción, y siguió hablando—: Mi esposa me hizo una propuesta, o para ser más exactos me hizo un chantaje, algo que mi hijo ha aprobado sin fisuras a medida que ha ido creciendo. A cambio de su silencio, de no montar un escándalo, nos divorciamos de forma amistosa y se marcharon de Berlín para alejarse de mí y no tener que verme. Desde entonces residen en Hamburgo, ya lo sabes, en una casa que les pago yo, a lo que hay que añadir una cantidad de dinero para su manutención que ingreso puntualmente cada mes. —De repente soltó una risa afectada—. Lo peor de todo es que desde hace cinco años mi esposa vive con otro hombre en la casa que yo sigo pagando y se da la gran vida con el dinero que yo le ingreso.

—¿Y aquel hombre? —Yuri escuchó su voz con rubor, como si se le hubiera escapado sin querer un pensamiento de entre sus labios semiabiertos.

—Murió... —La voz de Villanueva adquirió profundidad—. Se quitó la vida... No pudo soportar la presión... No pudo... Es el precio de ser como soy, de «mi ominoso y sucio defecto», como lo llama mi esposa. Si la hubiera engañado con cien mujeres, no le habría dolido tanto, pero esto... No lo podía soportar, eso decía..., eso sigue diciendo, aunque no la he vuelto a ver desde hace más de diez años; si me llama por teléfono es solo para pedirme algo, y siempre termina espetando la misma ponzoña: que soy un ser repugnante, antinatural, un depravado.

Yuri trataba de asimilar la situación. Nunca hubiera imaginado aquello de Erich Villanueva, de ahí su perplejidad.

—Yo... —balbuceó sin saber muy bien qué decir—. Lo siento mucho... —Se hizo un silencio cómplice entre ellos. Yuri alzó la mano y la agitó en el aire, con una expresión cavilante—. ¿Ha pensado que el escándalo también los afectaría a ellos?

—En Alemania ser homosexual es un delito penado con prisión y con la pérdida de los derechos civiles. Siempre ha sido así, aunque en la mayor parte de los casos se solía hacer la vista gorda siempre y cuando no exhibieras en exceso esa condición. Pero desde que gobierna esta panda de cafres, mi homosexualidad no solo sería un delito, sino que podría costarme la vida. Esto no va solo contra los judíos o los comunistas; los homosexuales entran en el saco nazi de la escoria. No están dispuestos a ver manchado el ideal de masculinidad del hombre ario. Hay tanta hipocresía... Te sorprendería quién está metido en esto... Muchos de ellos son los mismos que luego nos azuzan con violencia... Qué paradoja. —Calló un instante, el gesto taciturno—. Mi hijo se ha metido en las SS; el verano pasado recibí una carta de su puño y letra exigiéndome una paga exclusiva para él. Por supuesto accedí y le entrego casi el doble de lo que le envío a su madre. La amenaza es más clara ahora que hace un año. —Rio desolado—. Me han salido muy calculadores.

—Dice muy poco de ellos, mantener una situación así durante tanto tiempo.

—Si te digo la verdad, me importan una mierda los dos. Si me cruzase con mi hijo, ni siquiera lo reconocería —dijo esbozando una mueca maquiavélica—. Creen que todo lo que les ingreso lo saco de mi sueldo de la embajada y de algún negocio esporádico que me sale de vez en cuando; por eso me aprietan, pero no me ahogan. Desconocen que la cantidad que les estoy ingresando es una limosna para lo que podrían llegar a pedirme... ¡Ah, si lo supieran! —Alzó las cejas y por primera vez mostró cierto regocijo—. Gracias a ese chantaje familiar, y con la imperiosa necesidad de buscar ingresos extra, conocí a Volker y entré en los negocios que me han reportado mucho dinero, un dinero del que te puedo asegurar no verán ni un solo marco. Soy rico, y con dinero, mi querido Yuri, uno puede con casi todo, incluso con una familia de buitres.

Villanueva cogió el vaso de absenta y bebió hasta apurarlo. Durante unos segundos lo saboreó como si el licor limpiase su conciencia.

—¿Dan para tanto los viajes a Suiza? —preguntó sin dar crédito.

Villanueva se echó a reír.

—Ese es uno más de los negocios que han surgido en los últimos tiempos. Puede que algún día te cuente en todo lo que ando metido, te sorprendería, aunque no sé si gratamente. Pero imagino que ahora mismo lo que más apremia es la suerte de tu amigo.

—¿Me va a ayudar con Fritz?

—Los periodistas que, como tu amigo, se aventuran a contar la verdad en un país donde está prohibida, penada y perseguida la libertad de expresión, más que héroes son suicidas. No se dan cuenta del peligro de la soga que se urde a su alrededor, hasta que un día el lazo se cierra en torno a su cuello y ya no pueden respirar.

—¿Es posible desatarlo? —murmuró Yuri circunspecto.

Villanueva esbozó una sonrisa.

—Nada hay imposible mientras esté vivo.

Se levantó y se dirigió al otro lado del escritorio ajustándose al pecho las solapas del batín y apretando la lazada del cinturón. Se sentó en el sillón, abrió una agenda, buscó entre sus páginas y descolgó el auricular del teléfono. Habló con su interlocutor, mirando de vez en cuando a Yuri. Apretaba los labios como si el otro negase, insistió, hasta que colgó. Le dio el nombre y la dirección.

—Te advierto que ese tipo no es una hermanita de la caridad. Es un hueso duro de roer, no te va a ser fácil convencerlo para que te ayude. Ha accedido a recibirte porque me debe favores, pero ya me ha adelantado que no se compromete a nada. Cada vez resulta más arriesgado, ya no la defensa, sino el hecho de mostrar interés por algún detenido, sea cual sea la causa de su detención. En cualquier caso, Yuri, debes saber que si mueve alguna ficha por tu amigo periodista, lo hará asumiendo un riesgo muy alto, y eso se ha de pagar muy caro.

—Lo tendré en cuenta. —Yuri se puso en pie y le dedicó una mirada cargada de afecto—. Erich... No sé cómo agradecerle... —Buscaba las palabras—. Es importante que sepa el aprecio que le tengo, que, para mí, usted... —Se encogió de hombros conmovido—. Nada ha cambiado... Quería que lo supiera.

El otro sonrió abiertamente, agradecido a su vez.

—Buena suerte, Yuri, me temo que tú y tu amigo la vais a necesitar.

Yuri corrió escaleras abajo con el nombre, la calle y el número del portal en la cabeza; pasó por delante del portero, que lo observó tratando de escudriñar alguna reacción en su rostro. A él no le importaba nada lo que ocurriera en aquella casa. Herr Villanueva le daba una buena propina por mantener la boca cerrada y eso hacía. Se apoyó en el quicio de la puerta y contempló cómo se alejaba el coche de Yuri Santacruz.

Mientras, Villanueva se mantuvo inmóvil, sentado en su despacho, pensativo. Tenía una confianza ciega en Yuri y le había llegado a tomar mucho afecto; era leal, discreto y conservaba intactos sus ideales, por eso nunca le contaría toda la verdad sobre algunos de sus negocios, los más sucios, los más miserables, los que se ocultaban bajo el boato del lujo, el caviar, las luces, la música, el perfume y la etiqueta. Explotar los bajos instintos y las perversiones sin freno le reportaba grandes beneficios, aunque tuviera que taparse la nariz para evitar la podredumbre que aquello desprendía. Estaba convencido de que Yuri había comprendido y asimilado su debilidad, su vicio, su defecto, sus sentimientos al fin y al cabo, pero nunca le confesaría la parte más turbia de su negocio, se repitió, no era algo de lo que alardear.

Aquella parte de su vida solo la conocía Volker Finckenstein. Le debía mucho a ese hombre.

 

 

Erich Villanueva conoció a Volker Finckenstein a finales de 1922, pocos meses después de divorciarse de su mujer. La galopante devaluación del marco alemán le había puesto en serios aprietos económicos, como a la mayoría de los alemanes, para quienes su dinero no servía sino para prender la estufa. Los más ávidos comenzaron a invertir en acciones, lo único que lograba mantener el ritmo de la desbordante inflación. Alemanes de toda clase y condición se convirtieron de la noche a la mañana en accionistas. Ganaban grandes sumas de dinero en muy poco tiempo de la misma forma que podían llegar a perderlo en unos minutos. Pero aquellos que acertaron en la inversión se convirtieron en millonarios. Algunos supieron mantener y proteger su riqueza, aunque muchos de los nuevos ricos —la gran mayoría jóvenes imberbes con poca visión de futuro— se volcaron en dilapidar lo que habían ganado sin ningún esfuerzo. Se empezó a gastar de forma incontrolada. Berlín se convirtió en un campo abonado para el epicureísmo y la diversión desenfrenada; por encima de todo se trataba de vivir el presente sin importar el tan incierto futuro. La gente quería salir, bailar, disfrutar, y la ciudad se llenó de bares, clubes, casinos, cafés, salas de fiestas, cabarets dedicados a hombres, mujeres y travestidos, como los célebres cinco locales del Eldorado, adonde acudían desde el jefe de las SA Ernst Röhm hasta Marlene Dietrich. Todo valía, todo era negocio, el negocio del placer efímero. Se cumplía el dicho «vive y deja vivir». El recuerdo de la guerra con todo el sufrimiento y las pérdidas que provocó, y la difícil situación económica, social y política de los años siguientes, aumentaron en la población esa sensación de un presente inestable, donde la vida valía poco o nada. Villanueva era uno de los que habían hecho dinero rápido en la Bolsa, pero temía perderlo y buscaba una forma más sólida de invertir el capital acumulado en la cuenta del banco. Fue entonces cuando Volker Finckenstein se cruzó en su camino.

A Villanueva, aquel hombre algo más joven que él, elegante, con mucha clase y más don de gentes que él mismo, le cayó bien desde el principio. Hablaba varios idiomas y tenía un encanto especial. Oriundo de Suiza, Volker residía desde hacía poco tiempo en Berlín. Pertenecía a una adinerada familia de Ginebra. No le ocultó nada a Villanueva y desde un principio fue muy claro con él: a consecuencia de graves desavenencias con su padre se había quedado fuera del negocio familiar, y se encontraba sin trabajo, sin dinero y con muchas ideas para llevar a cabo en aquel mundo de oportunidades que se había abierto en Alemania. Tenía una oferta para hacerse con uno de los más prestigiosos y renombrados cabarets de la ciudad, pero no tenía capital, un capital que sí poseía Villanueva. Su propuesta fue facilitarle a él la compra del negocio. Durante el primer año solo tendría que pagarle la manutención, y si las cosas funcionaban tal y como tenía previsto, entonces pasaría a ser socio igualitario en gastos y también en beneficios. Villanueva aceptó, pero le puso una condición ineludible y era que, de cara al público, de cara al mundo, el único dueño de todo lo que montasen sería Volker Finckenstein. Él no debía aparecer en ningún sitio como propietario de los locales, ni siquiera en el registro oficial. Entre ellos pactaban una relación contractual privada, basada en la lealtad y en la honestidad mutuas. Volker también le puso una condición: de vez en cuando iba a necesitar sacar algunos documentos de Alemania a Suiza; si Villanueva lo ayudaba amparándolos en la valija diplomática, se llevaría un buen pellizco, eso sí, nada de preguntas. Erich Villanueva aceptó, los dos hombres se dieron la mano para sellar el pacto. De ese modo empezó su estrecha y lucrativa relación comercial y personal.

La sociedad entre ambos fue tan boyante que en dos años habían abierto tres cabarets más, dos cafés y un restaurante en los mejores barrios de la ciudad. Volker resultó ser muy hábil con las inversiones, sabía en qué terrenos debían moverse y cuáles evitar; tenía una previsión tan certera del negocio de la Bolsa que vendió todas las acciones seis meses antes del desplome de Wall Street en octubre de 1929, librándose él y librando a Villanueva del desastre y la ruina. Los suyos fueron de los pocos negocios en Alemania que no sufrieron pérdidas; muy al contrario, surgieron otros nuevos que cada vez eran más fructíferos para ambos. Para llevar las cuentas contrataron como contable a Benjamin Neuman, un húngaro de origen judío afincado en Berlín, hábil, leal y discreto. Hacía tres años que le habían tramitado una ligera alteración del apellido, una propuesta hecha por Volker, en previsión de los problemas que el ascendente nacionalsocialismo podría traer a los judíos si algún día llegaban al poder. Quedó convertido en Benjamin Newman, y desapareció toda ascendencia judía en los registros oficiales. Los tres hombres formaban un buen equipo.

Pensaba Villanueva en todo eso cuando la puerta se abrió y se asomó el chico rubio que había transitado por el pasillo mostrando una amplia sonrisa.

—Te echo de menos... ¿Vienes?

Villanueva sonrió y se levantó del asiento.

 

 

Martin Ritter tenía el despacho en Wilhelmstrasse, muy cerca de la cancillería del Tercer Reich y a escasos cinco minutos en coche del domicilio de Villanueva. Pertenecía al partido nazi desde hacía dos años y contaba con muy buenos amigos entre altos cargos, gente importante en el círculo de Hitler; en apariencia apoyaba las políticas del Führer sin apenas críticas, pero por encima de todo era abogado y había intentado ejercer como tal, a pesar de que el cariz que tenían algunas de sus defensas no habían gustado demasiado a ciertos estamentos del partido, incluso había llegado a recibir serios toques de atención. Sin embargo, Ritter reivindicaba su derecho al ejercicio de su profesión, y como letrado tenía que proceder a defender a sus clientes, que le pagaban importantes honorarios a cambio de hacerlo. Había conseguido la liberación de medio centenar de socialistas, detenidos en los primeros meses tras la llegada de Hitler a la cancillería; algunos de ellos no habían sobrevivido a las malas condiciones en las que regresaban a la libertad, la mayoría habían optado por el exilio. En el fondo, las simpatías de Martin Ritter por el nacionalsocialismo y su profunda decepción con la deriva que estaban tomando las políticas erráticas del Führer y su gobierno eran lo que realmente lo movía a seguir tratando de salvar a los inocentes que caían en la demoledora máquina en la que se había convertido el nazismo. Desde hacía un tiempo le rondaba la idea de salir del país, desaparecer una temporada y esperar a que las aguas se calmasen, pero cada vez que lo pensaba se le presentaba otra víctima propiciatoria para ser rescatada de las garras del mal.

Y eso era justo lo que le traía la llegada de Yuri Santacruz.

El abogado lo observaba sentado tras un sólido escritorio de caoba. El único punto de luz era una lámpara situada sobre la mesa, por lo que gran parte de la estancia quedaba sumida en una leve penumbra.

Ritter era menudo, casi calvo, tenía la mirada de un cuervo detrás de los cristales de unas gafas de pasta oscuras que engrandecían artificialmente sus ojos pequeños y muy grises; blanco de piel, era tan delgado que el nudo de la corbata parecía holgarse alrededor de su cuello. Habló con el ceño fruncido, incómodo, carente de cordialidad.

—Le advierto que le recibo por deferencia a Villanueva. Ni son horas, ni es el momento. Le escucho. —Echó el cuerpo hacia atrás y posó la nuca en el respaldo del sillón.

Yuri se había sentado en el borde de la silla.

—Le agradezco su atención, herr Ritter —dijo antes de detallarle el motivo que le había llevado hasta allí.

—He oído hablar de ese Siegel, ha cruzado demasiadas líneas rojas, herr Santacruz. Uno tiene que saber cuándo debe parar y hasta dónde puede llegar.

—Fritz Siegel es periodista. Su obligación es informar de manera veraz, y eso es lo que siempre ha hecho.

—¿Cree que la gente se preocupa por la verdad?

—Debería.

El abogado lo observó unos segundos, valorativo. Movió la cabeza y habló tajante.

—Lo siento, no puedo ayudarle. No está en mi mano.

—Me ha dicho Villanueva...

—No me importa lo que le haya dicho Villanueva. No puedo hacer nada por su amigo; es más, nadie puede hacer nada por él. Fritz Siegel era muy consciente de que tenía el dedo en el gatillo y él mismo lo ha apretado. Se acabó.

—Le pagaré lo que me pida —insistió Yuri—. Lo que sea.

—Lo siento. No hay precio que cubra el riesgo al que me expondría.

—Póngalo. El precio... Ponga el precio que quiera, se lo pagaré, pero ayúdeme a liberar a Fritz Siegel.

El letrado apretó los labios y se llevó una mano a la boca, como si quisiera ocultar la intención reflejada en su rostro. Al cabo, cogió una cuartilla y escribió sobre ella una cifra. Se oyó el arañazo de la pluma sobre el papel. Luego, con dos dedos, lo arrastró por el tablero del escritorio hasta dejarlo a la vista de Yuri, cuyos ojos pasaron de Ritter al papel. En ningún momento soltó el letrado el papel escrito, ni Yuri llegó a tocarlo. La cifra era muy alta, quinientos marcos.

—Le pagaré si libera a mi amigo.

El letrado negó y retiró el papel deslizándolo hacia sí. Lo tapó con la mano.

—Yo no me comprometo a un resultado satisfactorio para usted. Con esto paga las pesquisas para saber dónde está detenido y en qué situación se encuentra; su posible liberación dependerá de esas circunstancias, y entonces deberá añadir una cantidad similar o puede que superior.

Yuri lo pensó unos segundos. Era mucho dinero, pero no había otra opción.

—Está bien. Averigüe dónde tienen recluido a Fritz Siegel.

—El pago es por adelantado. Mañana, aquí mismo y en efectivo.

Yuri asintió. Se levantó sin dejar de mirarlo.

—Mañana a primera hora tendrá el dinero.

Se marchó a casa de Fritz. Las dos mujeres lo recibieron anhelantes. Yuri les contó la conversación con el letrado.

—¡No dispongo de esa cantidad! —clamó ella desesperada—. Tal vez mis padres...

—No hay tiempo, Nicole, hay que hacer el pago mañana. No te preocupes, yo tengo el dinero. Se lo llevaré. Pero sería conveniente que hablases con tus padres, porque me temo que vamos a necesitar más si queremos liberar a Fritz.

—Lo que sea, Yuri, pagaré lo que sea, pero que me devuelvan a Fritz... Lo necesito a mi lado para seguir viviendo.

Se echó a llorar y Yuri la acogió en sus brazos. Krista los miraba con los ojos inundados en llanto, la mandíbula tensa de rabia, los puños apretados de impotencia. Cómo era posible que pudiera estar pasando aquello, la iniquidad y el desafuero empezaban a considerarse como norma integrada en la ley del Tercer Reich. Se sentía avergonzada de ser alemana y le dolía el corazón por ello.

 

 

Al día siguiente, antes de acudir a la embajada, Yuri llevó a Martin Ritter los quinientos marcos en metálico. El abogado se negó a extenderle un recibo.

—Tendrá que fiarse de mí. Espere a que yo le llame. No se ponga en contacto conmigo, mucho menos por teléfono. Lo escuchan todo —señaló con gesto serio—. Déjeme actuar a mi aire. No se entrometa, ah, y adviértale a la esposa de Siegel que no vaya a la comisaría. Eso empeoraría las cosas.

El tiempo empezó a transcurrir desesperadamente lento, sobre todo para Nicole. Apenas comía y casi no dormía, siempre pegada al teléfono, sobresaltada si alguien llamaba a la puerta. Krista decidió instalarse en su casa para que, al menos por las noches, no estuviera sola.

Habían pasado diez largos días de la detención de Fritz cuando Yuri recibió una llamada de Ritter. Lo esperaba en su despacho a las seis en punto de la tarde. No dijo nada a Nicole para no darle falsas esperanzas. Esperaría a saber qué noticias traía el abogado.

Le abrió el asistente, que le dio paso inmediato al despacho. Martin Ritter estaba de pie en camisa, frente a la ventana, mirando hacia la calle. La chaqueta permanecía colgada junto al sombrero de fieltro oscuro en un perchero de madera que había a un lado. Llevaba remangadas las mangas hasta la mitad de los antebrazos y se había aflojado el nudo de la corbata; los pantalones de franela de buena calidad parecían resbalar de su cuerpo enteco sujetos a su fina cintura. Tenía aspecto cansado, como si llevase muchas horas trabajando. En la mano sostenía un cigarrillo que de vez en cuando se llevaba a la boca, la otra la tenía oculta en el bolsillo del pantalón.

Yuri entró hasta la mitad del despacho y se quedó quieto, expectante.

—Siéntese —dijo Ritter dirigiéndose hacia el sillón de su escritorio.

—¿Hay alguna noticia de Fritz Siegel? —preguntó Yuri impaciente.

—Sí —contestó fijando los ojos en él—. Está detenido en la prisión de Moabit, mejor dicho, estaba, al menos hasta ayer. Por lo visto, esta mañana lo han trasladado a Dachau; de eso me han dado noticia hace apenas media hora. Muy probablemente mis preguntas han hecho que lo alejen de Berlín.

—¿Cómo está? —inquirió Yuri.

Herr Santacruz, le voy a ser sincero: su amigo lo tiene muy difícil. Se le acusa de propagar mentiras sobre el Reich con sus artículos y, lo que es peor, de injuriar al Führer.

—Ya le dije que Fritz es periodista. Su deber es informar, aunque la información sea incómoda para el poder. El ciudadano tiene derecho a saber y criterio para discernir qué pensar.

Ritter lo observaba con el gesto contrito.

Herr Santacruz, en este país se hace, se dice y se piensa lo que marca el Reich, que es precisamente lo que piensa el Führer. Esas son las reglas para los de aquí y para los de fuera. Si no le gusta, le aconsejo que abandone cuanto antes Alemania, porque su calidad de extranjero no le exime del cumplimiento de las normas establecidas.

Había en aquellos ojos algo retorcido, y la desconfianza de Yuri aumentaba por momentos.

—¿Va a ayudarme?

—Me temo que no puedo.

—¿Quiere más dinero?

—El de su amigo es un asunto espinoso y muy complicado...

—¿Cuánto? —lo interrumpió Yuri echando el cuerpo hacia delante—. Herr Ritter, le dije que le pagaría lo que fuese, pero tiene que sacar a mi amigo de su encierro. Una vez libre, me encargaré de que salga de inmediato de Alemania. No molestará más. Dígame cuánto quiere y acabemos de una vez con este asunto.

—No crea que es solo un asunto de dinero. —Calló con un ademán reflexivo, como si estuviera valorando qué hacer o qué decir. Abrió una carpeta que tenía delante, sacó una nota y se la tendió—. Lo he recibido esta misma mañana: me conminan a abandonar el caso referente a Fritz Siegel. De lo contrario tendré que atenerme a graves consecuencias.

—Esto no tiene firma. —Yuri miraba la cuartilla escrita a máquina.

—Da igual si está o no firmado. La amenaza es firme y lo sé.

—¿Va a ceder a este chantaje?

—¿Qué haría usted?

—No puede dejarnos así, herr Ritter. Fritz Siegel tiene esposa, va a ser padre en unos meses... Él es inocente.

Ritter lo interrumpió con un tono brusco, enfadado.

—Su amigo debería haber pensado antes en su esposa y en su hijo, incluso en su amigo. —Movió la cabeza chascando la lengua como si le disgustase aquella situación—. Lo único que puedo hacer es confirmar que está en Dachau e intentar que desde allí lo pongan en una buena situación, tal vez incluso puedan dejarlo en libertad si su comportamiento se considera adecuado. Conozco a uno de los jefes del campo. Es amigo mío, pero... —Abrió las manos.

—Hable claro, herr Ritter, por favor.

—Estoy hablando de sobornar a un oficial de las SS. Aparte de que me juego el pellejo, ese tipo de pagos no son baratos, entiéndalo...

—¿Cuánto? —insistió sin poder ocultar su ansiedad.

Ritter mantuvo la mirada unos largos segundos, impasible. Era como si quisiera tirar hasta el tope de la cuerda de la impaciencia que abrasaba el ánimo de Yuri. Él lo sabía, y se aprovechaba de ello.

—Tres mil marcos —dijo el abogado en tono firme—. Tal vez tenga que pedirle más... Hay mucha gente intermedia a la que contentar para llegar al objetivo final.

—¿Podrá liberarlo? —preguntó Yuri.

—Solo le prometo que lo voy a intentar, es lo único a lo que me puedo comprometer, por ahora. Estoy siendo absolutamente honesto con usted.

Yuri tomó aire y lo soltó en un largo suspiro. Asintió antes de hablar.

—Está bien. Le traeré el dinero mañana a primera hora.

—Tiene que ser hoy. Salgo esta noche hacia Múnich para otros asuntos. Aprovecharé el viaje para tratar de salvar a su amigo.

—No tengo disponible esa cantidad en casa. Debo ir al banco.

—Esta noche antes de las diez... De lo contrario, olvide el asunto.

Yuri se marchó sin apenas despedirse. Aunque también tenía prisa por que actuase, aquella premura de Ritter por coger el dinero y salir de Berlín tan precipitadamente lo escamaba. Sin embargo, no podía hacer otra cosa que confiar en aquel tipo. Era lo único a lo que podía agarrarse.

Se detuvo en una cabina y llamó por teléfono a casa de Nicole. Le contestó Krista; le contó que Fritz se encontraba en el campo de concentración de Dachau, y que iría a verlas después de llevarle el dinero al abogado. Luego llamó a Villanueva. Era el único que le podía adelantar semejante cantidad hasta que, al día siguiente, pudiera devolvérselo después de pasar por el banco a vaciar su propia cuenta.

Al cabo de una hora Yuri llevó al despacho de Ritter los tres mil marcos en metálico; tampoco en esta ocasión hubo recibos. Fue la última vez que vio a Martin Ritter. Al día siguiente lo despertó la llamada de Villanueva.

—¿No te has enterado?

—¿Qué ha pasado? —preguntó Yuri con voz pastosa.

—Han detenido a Ritter. Anoche, en la estación, a punto de tomar un tren rumbo a la frontera de Polonia.

—¿A Polonia? ¡El muy cabrón! Me dijo que iba a Múnich, a Dachau...

—Pretendía huir con tu dinero y el de unos cuantos más como tú que han confiado en él. —Enmudeció unos segundos. El joven oía su pesada respiración—. Lo siento, Yuri, siento haberte indicado su nombre. Se le acusa de estafa y soborno. Y lo más sorprendente es que es judío. Eso no lo sabía ni siquiera yo. Ese hombre ha cavado su tumba.

La desesperación de Yuri fue en aumento, no sabía qué hacer. Colgó el auricular y se sentó en la cama, los pies desnudos sobre el suelo de madera, llevaba unos pantalones de pijama y una camiseta, las noches de junio estaban siendo muy cálidas. Durante unos instantes se mantuvo inmóvil, los ojos puestos en el horizonte columbrado a través de la ventana abierta. Había amanecido hacía un rato y el sol empezaba a inundar toda la alcoba. Miró el reloj que tenía sobre la mesilla. Se preguntaba cómo decírselo a Nicole, pensaba en ello sin tregua.

 

 

Fritz llevaba preso cuarenta y cinco días cuando, la noche del 30 de junio y la madrugada del 1 de julio, hombres de las SS detuvieron a los cabecillas de las SA en todo el país. La noticia de su posterior asesinato resultaba muy inquietante. Se hablaba mucho de las causas de aquella redada masiva, y cada vez parecía más claro que se trataba de una purga contra «elementos» rivales demasiado incómodos para las aspiraciones del Führer.

Nicole estaba a punto de quedarse dormida de puro agotamiento. Hacía un par de horas que la había llamado Krista para decirle que se iba a retrasar porque a última hora había ingresado una parturienta primeriza y tenía que esperar a que llegase el ginecólogo que llevaba a la paciente. Nicole agradecía sus atenciones, pero cada día que pasaba su ánimo se hundía más en el doloroso abismo de la incertidumbre de no saber nada de Fritz desde hacía tanto tiempo.

Se sentía debilitada, afianzado su sustento anímico a su incipiente tripa que, de vez en cuando, como muestra de su milagrosa existencia, daba claras señales de vida en su interior.

El timbre sobresaltó su fatigosa duermevela. Abrió los ojos sin saber muy bien si era producto del sueño o si alguien había llamado a la puerta. Tras unos segundos de inmovilidad, el timbre volvió a sonar con todos sus sentidos despiertos. Pensó que era Krista, y se levantó a duras penas. Sus piernas se habían hinchado debido a la falta de movimiento y los desvelos. Tenía los tobillos como bloques de cemento. Se arrastró por el pasillo hasta la entrada y echó una rápida ojeada por la mirilla. Dos hombres vestidos de traje esperaban en el rellano. Abrió lo justo para asomarse.

—¿Es usted la esposa de Fritz Siegel? —preguntó uno de ellos.

Ella abrió más la puerta, sintiendo una ola de esperanza en su interior que apenas duró los segundos de su contestación.

—Sí... Soy yo.

—Lamentamos comunicarle que su marido ha fallecido de un ataque al corazón. Aquí tiene la dirección en la que puede recoger sus cenizas.

Con el semblante frío, le tendió un sobre cerrado.

Nicole los miraba sin reaccionar, incapaz de entender lo que le estaban diciendo, negado su cerebro a aceptar el contenido real de aquellas frases.

—¿Las cenizas? —preguntó confusa—. ¿Por qué le han...? —Tragó saliva, incapaz de pronunciar la palabra—. ¿Quién ha dado permiso para...?

Volvió a callar, llena de incredulidad. Miraba atónita a los dos hombres que tenía delante. Ninguno de ellos mostraba ni un atisbo de compasión o condolencia; estaban ahí, el sombrero puesto sobre la cabeza, la expresión cansina, igual que si le estuvieran vendiendo estufas para el invierno y les quedase ya poco para conseguir el cupo mensual de ventas.

—No puedo responderle a eso, frau Siegel. Nosotros traemos órdenes concretas: comunicarle el deceso, el lugar en el que están los restos del finado, e indicarle que tiene que acudir a recogerlos a lo largo del día de hoy; es importante este detalle porque de lo contrario será inhumado sin su presencia. Asimismo deberá hacer efectivo el pago de los gastos de su manutención, atención sanitaria e incineración. En el interior del sobre lo tiene todo detallado. Lo puede tramitar todo en la misma dirección. Allí le entregarán también sus efectos personales. ¿Le ha quedado claro?

Nicole lo miraba como si estuviera viendo una aparición sin sentido. El hombre debió de dar por sentado que lo había entendido. Como si tuvieran prisa por marcharse, el tipo se llevó la mano al ala de su sombrero con un ligero toque, inclinando apenas la cabeza, se dio la vuelta y empezó a bajar las escaleras seguido del otro, que tan solo la miró, sin decirle ni una palabra de despedida.

Nicole se quedó quieta en el umbral de la puerta, el sobre en la mano, los ojos clavados en la escalera vacía por la que habían desaparecido ambos, incapaz de reaccionar, petrificada como una estatua de sal. Al cabo de unos largos e intensos segundos empezó a boquear como pez fuera del agua, le faltaba el aire. Se tambaleó, primero se quebraron sus piernas y dio con las rodillas en el suelo; a continuación su frente tocó las baldosas del piso y se oyó un grito desgarrador.

En ese momento Krista entraba en el portal. Se había cruzado en la calle con los dos hombres y, alarmada por el grito, subió corriendo la escalera hasta llegar al rellano donde Nicole yacía presa de un llanto incontenible, chillando como si le arrancaran la piel a tiras. Krista notó los ojos en la puerta de los vecinos. Nadie salió a ayudarla. A pesar de los gritos desgarradores, solo se oían puertas que se abrían y que volvían a cerrarse enseguida. Un recelo despiadado e inhumano se había instalado en el alma de la población.

Con mucho esfuerzo y paciencia, Krista consiguió levantar a Nicole y meterla en la casa. Entre sollozos repetía solo dos palabras: «está muerto...», «está muerto...». Krista cogió el sobre sin membrete ni remite; un sobre en blanco en cuyo interior había una nota con la dirección de una funeraria y una factura que ascendía a doscientos ochenta marcos.

Cuando pudo calmar el llanto, las dos mujeres tomaron un taxi con destino a la funeraria. Al entrar en el edificio, Krista tuvo que llevarla sujeta del brazo para enderezar su paso tambaleante. Las atendió una mujer de mirada fría, ruda, impermeable al drama del que era testigo a diario. Nicole se tuvo que identificar y hacer efectivo el pago de los gastos indicados. Solo entonces la mujer sacó la urna funeraria y la colocó sobre el mostrador, como quien pone un jarrón chino recién restaurado. Nicole sintió que se desvanecía, pero se aferró con fuerza al brazo de Krista y se obligó a mantener la serenidad. Se había hecho la firme promesa de no llorar delante de aquella mujer que la trataba con la misma indolencia que si le estuviera entregando un traje limpio en una tintorería. También le dio un paquete abultado. Nicole cogió la urna y se la pegó al pecho, mientras Krista tomaba el paquete, y las dos mujeres salieron de allí en el acto.

Una vez en casa, Nicole depositó la urna sobre la mesa baja del salón, la misma en la que Fritz plantaba sus pies grandes mientras ella lo regañaba para que los quitase porque estropeaba el barniz de la madera. El recuerdo de aquellas escenas tan cotidianas dibujó una leve sonrisa en sus labios, pero se desvaneció al instante, al comprender que ya nunca podría reconvenirle por eso, que todo aquello pertenecía a un pasado que jamás volvería porque su amado esposo ya no estaba, ni sus pies grandes de dedos nervudos ni sus piernas largas y fibrosas, nada de él existía salvo las cenizas que contenía esa sobria urna. La evidencia de aquella terrible realidad caía sobre ella a grandes pedazos, aplastándola un poco a cada trozo. Tomó aire ante la atenta mirada de Krista, que había dejado el paquete junto a la urna para que Nicole lo abriera. Era un bulto de papel de estraza, sin ataduras.

Separó el envoltorio y se encontró con una parte de la ropa que Fritz llevaba el día de su detención: la camisa, la chaqueta, el pantalón; faltaban los zapatos, el cinturón, la corbata de seda que ella le había regalado en su último cumpleaños; también el reloj de pulsera y la cartera de piel nueva, aunque sí estaban su identificación personal y su carnet de prensa. Nicole cogió la camisa y la desplegó con un nudo en la garganta al recordar la última vez que se la había planchado. La tela estaba raída, algo rasgada, renegrida y tiesa de mugre, como si no se hubiera despojado de ella en todas aquellas semanas. Cogió el pantalón e hizo lo mismo, lo desdobló y durante unos segundos observó una parte de la pernera rasgada; el tacto de la tela resultaba pringoso de suciedad acumulada en el tiempo. Se llevó al pecho la chaqueta y aspiró la tela con fruición tratando de encontrar entre tanta suciedad la esencia de Fritz, el aroma de su piel que siempre quedaba impregnado en sus trajes. Palpó algo en uno de los bolsillos. Introdujo la mano y sacó las gafas redondas con montura de pasta. Estaban cubiertas de sangre reseca, la sangre que confirmaba la desgarradora realidad de que su muerte había sido de todo menos plácida.

 

 

Habían pasado seis meses desde la muerte de Fritz. Se notaba la proximidad de las fiestas navideñas, la gente parecía más alegre, más cordial, más familiar. Pero Yuri continuaba sintiendo el enorme vacío que su amigo había dejado en su vida. Se sorprendía de que todo siguiera como si nada hubiera pasado, como si aquella enorme pérdida no fuera una señal clara del peligro que acechaba a todos aquellos rostros sonrientes con los que se cruzaba, cargados de regalos y de aparente felicidad.

Nada más llegar a la embajada tenía un recado de Villanueva para que pasara de inmediato a su despacho.

—Esto es para ti. —Lanzó un sobre encima de la mesa—. Lo envía Vadim Sokolov.

—Vaya, por fin. Pensé que se había olvidado de mí —dijo cogiendo el sobre.

—Cualquier cosa, por nimia que sea, se hace eterna en Rusia.

Yuri extrajo una cuartilla del interior. Sorprendido, vio un sello de la URSS, su apellido, seguido de su nombre y patronímico escrito en caracteres rusos.

—¿Qué es esto? —Levantó la mirada hacia Villanueva.

—Tú lo sabrás mejor. Mis conocimientos de ruso se quedan en spasiba, proshchay y poco más.

Yuri leyó el texto escrito en una tosca letra de máquina de escribir.

—Me piden que vaya a Moscú —habló sin dejar de mirar el documento—, en realidad no me lo piden: se me ordena personarme en la sede de la Lubianka cuanto antes.

—¿Qué piensas hacer?

—¿Qué cree que debería hacer? —inquirió Yuri sorprendido—. Llevo años esperando esto.

—Lo sé, pero si te soy sincero, no me fío.

Yuri lo miró desalentado unos segundos.

—¿No se fía? —preguntó mirando el papel como si no entendiera su desconfianza—. Es un visado, Erich, por fin me permiten entrar en Rusia, podré saber la suerte de mi madre y mi hermano. ¿Dónde está el problema?

—¿Tú sabes qué es la Lubianka?

—No llegué a conocer Moscú —respondió Yuri negando con la cabeza.

—Es el cuartel general de la policía secreta. —Abrió las manos para dar más vehemencia a sus palabras—. ¿No lo entiendes? Te ordenan que te presentes en el NKVD.

Yuri encogió los hombros pensativo.

—Quizá quieran saber de mí antes de dejarme transitar por Rusia, concederme un pasaporte; tengo entendido que se necesita uno para viajar dentro de la Unión Soviética. —Ante el semblante serio de Villanueva, abrió una sonrisa y trató de imprimir normalidad al asunto—. No tengo nada que ocultar, no he hecho nada en contra de Rusia, en cierto modo soy ciudadano ruso, y ya sabe cómo se las gastan estos bolcheviques, no saben pedir las cosas, solo ordenan. Conozco bien esa forma de actuar.

Villanueva lo miraba sin ocultar su preocupación.

—Yuri —imprimió a su voz un tono cálido—, comprendo tus ansias de buscar a tu madre y a tu hermano. Pero creo que este no es el mejor momento para hacerlo.

—Ya... —murmuró el aludido sin ocultar su desánimo al no contar con el apoyo de Villanueva—. En Rusia nunca hay un buen momento.

—Las noticias que me llegan de la situación allí son muy preocupantes. El asesinato de Kírov, nada menos que el secretario general del Comité del Partido Comunista, ha desatado una brutal campaña contra los disidentes. Stalin ha emprendido purgas masivas que están haciendo caer a miles de personas; gente de su entera confianza desaparece sin dejar rastro... Se esfuman sin ninguna explicación y no se los vuelve a ver. Debes pensarlo, Yuri. Es un riesgo demasiado grande.

—Stalin no tiene nada contra mí. No soy un peligro para él. ¿Qué podría hacerme?

—Parece que se te ha olvidado que para estar en peligro en Rusia solo es necesario estar allí.

Yuri leyó de nuevo el papel que mantenía entre sus manos.

—Este visado tiene un periodo de vigencia de un mes —dijo alzando los ojos hacia Villanueva—. Desaprovecharía la única posibilidad que he tenido desde que los perdí. Sé cómo se las gastan, y estoy convencido de que no me darán otra oportunidad.

Villanueva no se dio por vencido e insistió en sus argumentos.

—¿Y no has pensado que, en el caso de que salgas indemne de Rusia, el problema lo tendrás en la frontera de Alemania?

—No veo por qué. Si fuera un problema para los nazis, me habrían echado hace tiempo, usted lo sabe.

—Lo sé, y si te digo la verdad, no alcanzo a entender qué razón hay para que no lo hayan hecho ya...

—¿Qué quiere decir? —inquirió con el ceño fruncido.

—Yuri, Yuri... —dijo Villanueva como si lo reconviniera, tratando de mantener a raya su inquietud—. Te vigilan desde hace meses. Estás ennoviado con una alemana de raza aria que ha tenido sus más y sus menos con el sistema, tienes ascendencia rusa, saliste en defensa de un comunista, se rumorea que lo escondiste y que lo ayudaste a escapar del país, has estado liado con la mujer de Ulrich von Schönberg...

—¿Cómo sabe todo eso? —le interrumpió atónito.

—Tengo mis propios informadores. Lo sé todo de ti desde que llegaste. Me preocupo por ti.

—Debería habérmelo dicho —añadió Yuri en tono grave, mientras se esforzaba por asimilar lo que acababa de escuchar.

—Ahora lo sabes —sentenció Villanueva. Los dos hombres sostuvieron la mirada hasta que Villanueva resopló y le habló en tono cálido—: Tengo que confesarte que he dudado mucho si entregarte ese sobre.

—No entiendo por qué.

—¡Porque me importas, joder! —exclamó tajante dando un golpe sobre la mesa. Luego atenuó un poco el tono—. Y me preocupa que no regreses.

Yuri descubrió en sus ojos un vestigio de ternura reprimida que lo estremeció.

—Villanueva... —murmuró azorado—, agradezco su preocupación, pero le aseguro que no tengo ninguna intención de quedarme allí.

—Te recuerdo que en Rusia las intenciones personales no existen. —El hombre se removió inquieto, desesperado por persuadirlo de que no emprendiera aquel viaje suicida—. Yuri, hay algo en todo esto que no me gusta, no sé explicártelo, solo sé que no debes ir a Moscú.

—Fue usted quien me presentó a Sokolov —insistió como si intentase convencerlo, a pesar de sus propias dudas incipientes.

—Por eso mismo no me encajan estas formas. —Villanueva cerró los ojos como si aquella conversación lo estuviera dejando exhausto—. Lo siento, Yuri, es..., es una corazonada... Ya sé que lo que yo sienta te importa poco, pero hazlo por Krista. Olvídate de una vez de lo que dejaste en Rusia y céntrate en ella... Ella es ahora lo primordial en tu vida.

Yuri esbozó una sonrisa.

—Es cierto que Krista me importa mucho... Pero también me importa usted.

Villanueva lo miró complacido.

—Solo te pido que lo pienses antes de tomar una decisión. A veces hay que soltar el lastre del pasado para asegurar el presente y, sobre todo, el futuro. De lo contrario corres el peligro de perderlo todo... —Calló un instante mirándolo con intensidad—. Yuri, tu madre y tu hermano representan ese pasado incierto; Krista es tu hoy y tu mañana. No lo eches todo por la borda porque lo más probable es que no te merezca la pena.

A Yuri le embargó un sentimiento afectuoso por ese afán de protegerlo.

—Le prometo que lo pensaré —le dijo con un gesto agradecido.

—Con eso me basta. —Se echó hacia atrás con una leve y triunfal sonrisa—. Una cosa más —le dijo cuando Yuri se levantó para marcharse—, cuídate de esa mujer.

—¿De quién?

—De Claudia Kahler. Por lo que sé, muestra demasiado interés por todo lo que haces.

Tras unos segundos Yuri asintió, cogió el sobre con el visado y salió del despacho de Villanueva confuso. No sabía qué hacer. Aquella posibilidad de entrar en Rusia le tentaba. Su deseo de ir permanecía vivo, pero las cosas habían cambiado. Las palabras de Villanueva le habían puesto muy difícil la decisión. La idea de dejar sola a Krista le impulsaba a rechazar ese viaje tan ansiado; le importaba demasiado como para asumir la amenaza de que no le permitieran volver a entrar en Alemania; esa idea lo desasosegaba mucho más que los peligros de Rusia.

Cuando llegó a casa leyó de nuevo el documento remitido por Sokolov, y tras una larga meditación rasgó el papel por la mitad muy despacio. Después volvió a rasgarlo una y otra vez hasta que el papel quedó reducido a pequeños trozos que arrojó a la estufa.